Las mañanas eran blancas, los árboles estaban todavía pelados. Sonó el teléfono. Un vapor suave ascendía desde el tejado del granero de Marcel-Maas. Su mujer estaba allí sola.
—Ven a verme —le suplicó a Nedra.
—Bueno, voy a la ciudad más tarde. Quizá en el trayecto.
—Quiero hablar contigo.
Nedra pasó a verla al mediodía. La hierba sin segar estaba silenciosa, el aire era fresco. Las paredes de piedra del granero brillaban en la clara luz de abril. Todavía seco, todavía dormido, el huerto descendía en pendiente.
—Estoy tomando un kir —dijo Nora—. ¿Te apetece uno? Es vino blanco con cassis.
—Sí. Me encantaría.
Nora sirvió el vino.
—Robert está viviendo en Nueva York —dijo—. Toma. No te preocupes, no voy a hablarte de eso.
Se sentó y dio un sorbo.
—Debería estar más frío —dijo. Se levantó de un salto y fue a buscar otra botella de vino.
—Está bien así.
—No, quiero que lo tomes exactamente en su punto. —Desplegaba una energía patética—. Te lo mereces —dijo.
Nedra estaba sentada cómodamente, pero se sentía incómoda. Temía las confidencias, en especial de extraños.
—Toma —volvió a decir Nora.
El vaso estaba helado.
—Oh, está bueno.
Sosegadamente, como amantes que levantan los ojos, intercambiaron miradas involuntarias.
—Me alegra que hayas venido. Sólo quería verte. Ya sabes que la gente por aquí es aburridísima.
—Sí —dijo Nedra—, ¿por qué será?
—Están sumergidos en su vida. No conozco a nadie, de todas maneras. Casi nunca recibimos. Bueno, hay una chica que se llama Julie —dijo—. ¿La conoces? Vende cosméticos. En una época hacía striptease. ¿Te gusta, el kir?
—Está buenísimo. ¿De qué era?
—Vino con cassis, muy poco cassis.
Nedra examinaba la botella.
—Se hace con bayas —dijo Nora.
—¿Qué clase de bayas?
—No lo sé. Francesas. Te estaba hablando de Julie. Ha vivido una vida fantástica. Salía con gángsteres que la llevaban al hotel St. George. Puede describirlos. La mandaban a casa con un guardaespaldas. Por supuesto, ya sabes lo que hacía el guardaespaldas. Ahora vende crema facial. ¿Quieres otro? No lo has terminado.
—Todavía no.
—Vamos a sentarnos cerca de la ventana. Es más agradable.
Cuando se desplazaban sonó el teléfono. Nora lo descolgó bruscamente.
—¿Sí? —dijo. Escuchó—. Lo siento, el señor Maas no está. Está en Nueva York.
Escuchó de nuevo.
—En Nueva York, Nueva York —dijo.
—Un momento, por favor —dijo la operadora. A continuación—: Mi grupo quisiera hablar con la señorita Moss. ¿Está ahí?
—La señorita Moss está en Los Angeles, California —dijo Nora—. ¿Quién llama?
Nedra se sentó en una butaca confortable, con el sol en las rodillas. El alféizar rebosaba de plantas. Sonaba música de musicales de Broadway semiolvidados. Nora volvió, se sentó y cerró los ojos. Empezó a tararear, a cantar una frase ocasional, y finalmente entonó con toda su alma largos y apasionados compases. De pronto se levantó y empezó a moverse de un lado para otro, bailando. Estiraba las manos al estilo de las bailarinas. Se reía, cohibida, pero no se detuvo. Se veía la vida en la que había florecido, la alegría, la locura que afloraban como el relleno de una muñeca.
—Me sabía de memoria todas las partituras —confesó.
Sabía cocinar, tenía buenas piernas, ¿qué iba a hacer?, preguntó, ¿salir ahí fuera donde los manzanos? La mayoría eran tan viejos que no daban fruto.
—Me gusta leer —dijo—, pero Dios mío…
Tenía buenas manos, dijo. Se las miró, primero un lado, luego el otro, un poco ajadas, pero sabían cosas. Bueno, ocurría lo mismo con todo lo suyo.
—La cosa es que un hombre puede liarse con una mujer más joven, pero al contrario no funciona.
—Sí funciona —dijo Nedra.
—¿Tú crees?
—Totalmente.
—No, no en mi caso —decidió Nora—. Tienes que creer en ello.
Allí estaba ella, sola en el campo. En el huerto estaban los árboles; en el aparador había vasos y platos limpios. La casa era de piedra y era de esas casas que estarían en pie siglos, y en su interior estaban los libros y las ropas, las habitaciones soleadas y las mesas necesarias para vivir. Y había allí dentro también una mujer, de ojos todavía claros y de aliento dulce. La rodeaba el silencio, el aire, la quietud de la hierba. No tenía quehaceres.
—No voy a quedarme aquí —dijo bruscamente.
Había ropa de Marcel colgada en los armarios, sus lienzos seguían en el estudio encima de sus cabezas. No podía quedarse. El final de los días se hacía demasiado largo, la oscuridad, cuando llegaba, la aplastaba y no podía moverse.
—No es justo —dijo.
—No.
—¿Qué puedo hacer?
—Conocerás a alguien —dijo Nedra. ¿Cómo soy tan distinta de esta mujer?, estaba pensando. ¿Estoy mucho más segura de mi vida?—. ¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Treinta y nueve.
—Treinta y nueve —dijo Nedra.
—Katy tiene dieciocho.
—Hace tanto tiempo que no la he visto.
—Me he pasado la vida cuidándole —lloró Nora—. No recuerdo cuándo le conocí. Era guapísimo, te enseñaré unas fotos.
—Todavía eres joven.
—¿Es verdad que sólo tenemos una estación? ¿Un verano —dijo— y se acabó?