Dentro de seis años ella tendría cuarenta. Los veía a distancia, como un arrecife, el destello blanco del peligro. La aterraba la idea de esa edad, se la imaginaba con excesiva facilidad, todos los días buscaba sus indicios, primero a la luz cruda de la ventana y luego girando ligeramente la cabeza para borrar parte de la severidad, retrocediendo un poco y diciéndose que esto es lo más que se acerca la gente.
Su padre, en lejanas ciudades de Pennsylvania, tenía ya dentro la anarquía de células que se anunció mediante una tos continua y un dolor en la espalda. Tres paquetes al día durante treinta años, admitía tosiendo. Resolvió que necesitaba algo.
—Vamos a mirarle por rayos X —había dicho el médico—. Sólo por ver.
Ninguno de los dos estaba presente cuando los negativos fueron arrojados ante el muro de luz, colocados en su sitio como capas ondulantes, y en la oscuridad espectral se distinguía la masa fatídica, al igual que los astrónomos ven un cometa.
Llamaron al médico; le bastó una ojeada.
—Ya veo, de acuerdo —dijo.
El pronóstico habitual era de dieciocho meses, pero con las nuevas máquinas, de tres años, a veces cuatro. No se lo dijeron, por supuesto. Su destino translúcido aparecía claro en la pared a medida que desplegaban series posteriores, un grupo de seis radiografías, los dos especialistas trabajaban en casos diferentes, codo con codo, tranquilos como pilotos, dictando lo que veían, con pilas de sobres abollados junto al codo. Su lenguaje era bello, exacto. Recitaban, comentaban, emitían un veredicto continuado mucho después de que Lionel Carnes, de sesenta y cuatro años, hubiese empezado sus visitas a la sala de tratamiento. Su tarea no se acababa nunca. Ante ellos se perfilaban cráneos, vísceras, galaxias de pechos, pequeñas fisuras, rodillas que aparecían y desaparecían en un test eterno, los dos dando respuestas en un tono constantemente monocorde.
Sarcoma, decían. Bueno, hay de muchas clases, hay sarcomas de los músculos —existen— e incluso del corazón, pero son muy raros, normalmente debido a la metástasis. Nadie sabe realmente por qué se dice que el corazón es sagrado e inviolable.
La máquina beta producía un chirrido espeluznante. El paciente estaba tendido solo, abandonado, y la sala cerrada herméticamente y con aire acondicionado a causa del calor. La dosis la determinaba un ordenador a distancia teniendo en cuenta la altura, el peso y otros datos. Le dijeron que la beta no quema la piel como las máquinas de menor energía.
—No, sólo quema todo lo demás —dijo él.
El aparato, mudo, enorme, disparaba rayos que aplastaban el panal de tejidos como cáscaras de huevo. Tumbado debajo, el paciente permanecía inerte, en posición. Con un grito invisible el mecanismo comenzaba su trabajo. O se pasaba por aquello o bien por la cirugía más extrema, radical y desesperada, sangre que manaba de los puntos de sutura negros, y el desahuciado expuesto como un asado de cerdo.
La grandeza de la tecnología operaba sobre él unos instantes, las enfermeras le hacían bromas, los médicos jóvenes le llamaban por su nombre de pila.
—¿Me estoy muriendo ya? —les preguntaba.
—Bueno, no por el momento.
Él les hablaba de automóviles, de su gato que sólo tenía tres patas.
—Sólo tres, ¿eh?
—Se llama Ernie —dijo.
—¿Ernie, se llama?
—Sí, es negro. Vive la vida con mucha alegría, el bueno de Ernie. Se sube a los árboles y caza pájaros. Cuando te ve, cojea —dijo.
Estaba en sus células, la mancha de tabaco, la oscuridad. Tenía que dejar de fumar.
—Morir no es nada comparado con esto.
Domingo de Pascua. La mañana era hermosa, los árboles fulguraban. Los Vern, Larry y Rae, salieron. Parecían una joven pareja trabajadora que apareció por el camino en motocicleta. Ella iba sentada detrás, con las manos alrededor de la cintura de Larry. Este llevaba un suéter irlandés blanco y el viento le embarullaba el pelo. Las niñas corrieron a recibirles. Les encantaba la moto, que estaba lacada y brillaba. Les gustaba la hermosa barba de Larry.
—Llegáis justo a tiempo para ayudar a esconderlos —le dijo Nedra.
—Bien. ¿Quién es ese?
Era Viri, con un sombrero del que salían dos orejas, cargando una cesta de huevos.
—Entrad a calentaros —dijo—. ¿No tenéis frío?
La mesa estaba puesta en la cocina: Kulich, un pastel ruso, pedazos de feta, pan negro y mantequilla, fruta. Nedra sirvió el té. La abundancia de la mesa reflejaba su carácter.
—Va a venir Eve —dijo ella.
—Oh, qué bien —dijo Rae.
—Y los Paum, ¿lo conoces a él?
—No creo.
—Es actor.
—Ah, sí, claro.
—Bueno, puede que él venga, puede que no.
—Bebe —dijo Franca.
—Ah.
—Y yo pensaría que en una mañana como esta —dijo Nedra—, es posible que haya empezado temprano.
—Es triste —dijo Rae.
—Yo cada vez lo entiendo mejor.
Rae era morena y tenía una cara enjuta e intensa. Era una cara que parecía haber sufrido un accidente; había una cierta contradicción entre las dos mitades. Llevaba el pelo corto. Su sonrisa era forzada.
Rae y Larry no tenían hijos. Él trabajaba en una empresa de juguetes. Tenía la piel blanca. Poseía la resignación de quien ha pasado muchos apuros, la calma de un adicto. Salió con Viri a esconder los huevos.
—¿Qué hacéis últimamente? —preguntó Nedra. Se estaba calentando la cara con el vaho de la taza.
—No lo sé —dijo Rae—. Tenéis mucha suerte de no vivir en la ciudad. Me levanto, preparo el desayuno, los alféizares están todavía cubiertos de mugre, me lleva dos horas diarias mantener las cosas limpias. Ayer escribí una carta a mi madre. Supongo que en eso se me fue el día. Tuve que ir a correos; no tenía sellos. Fui a la lavandería. No hice cena. Salimos a cenar fuera. Total, ¿qué hago en realidad?
Su sonrisa de impotencia reveló los dientes descoloridos.
Fuera estaban escondiendo los huevos en la hierba marchita, debajo de hojas y de piedras.
—Que no sea demasiado fácil encontrarlos —gritó Viri.
—¿Pones alguno en las ramas?
—Oh, por supuesto. Tiene que haber algunos que no puedan encontrar.
—Tu sombrero es precioso —le dijo Larry cuando terminaban.
—Lo ha hecho Nedra.
—Te he sacado unas fotos con él puesto.
—Déjame que yo te saque a ti.
—Más tarde —dijo Larry. Caminaban de regreso—. En casa.
Se elevaba encima de ellos, bañada en luz, con su tejado de gabletes y sendas chimeneas en cada extremo, el gris de la pizarra lavada por la lluvia. El clima la había ensuciado como a un granero grande, como a un barco que ha cruzado. En sus cimientos de piedra vivían ratones, crecían hierbajos en los bordes.
Les circundaba la inmensidad del día. El suelo estaba caliente, el río relucía al sol.
—Hace un día magnífico —dijo Larry. Le quedaban todavía tres o cuatro huevos de chocolate. Dio la espalda a la casa y los desperdigó con suavidad.
—No te preocupes, los va a encontrar el perro —dijo Viri.
Eve había llegado. Estaba en la cocina, bebiendo un vaso de vino. Su coche, que tenía los parachoques oxidados, estaba aparcado en el arcén del camino, con la mitad de las ruedas en la zanja de desagüe.
—Hola, Viri —sonrió.
Parecía más vieja. En un solo año había abandonado la juventud. Tenía arrugas alrededor de los ojos y la piel presentaba poros diminutos. Pero renacía en ciertas ocasiones, había veces en que estaba hermosa, aún más, inolvidable, si la hora y la habitación eran las propicias. Y si ella se apagaba, su hijo empezaba a iluminarse. En el contorno de su cara se perfilaba ya el hombre que habría de ser Anthony. Era muy bien parecido, pero existía el riesgo de algo más: una belleza convertida en inminente por un profundo e insondable silencio. Se colocó junto a Franca. Larry les sacó una foto, dos rostros jóvenes, muy distintos, aunque a la vez compartían el mismo tipo de privilegio.
—Va a ser totalmente arrasador —dijo Nedra.
Rae lo ratificó. Le observaba a través de la ventana, atraída por el chico. Era demasiado mayor para imaginarlo como un hijo, era ya un jovencito; estaban ya sembradas, germinaban día tras día las características que se transformarían en orgullo, impaciencia.
El matrimonio Paum llegó con su hija. Él hacía teatro desde los tiempos de Maxwell Anderson. Como todos los actores, sabía desplegar largos parlamentos, recitar con una especie de intensidad amenazadora; sabía hacer mimo, sabía bailar.
—Espero que no lleguemos tarde —dijo. Presentó a la amiga que había llevado su hija.
Eran cuatro chicas y un chico. Viri empezó a explicar las reglas.
—Hay tres tipos de huevos —dijo—. Hay de un solo color, otros con motas y hay doce abejas doradas. Las abejas valen cinco, las moteadas, tres y las de color, uno.
Señaló los límites.
—Ahora son las once y media —dijo. Les dijo el tiempo de que disponían—. ¿Preparados?
—¡Sí!
—Adelante.
Se dispersaron por el terreno soleado y Hadji les persiguió, ladrando. Pronto estuvieron lejos, figuras separadas que se movían despacio, cabezas agachadas entre los árboles.
—¡No están todos en el suelo! —les gritó Viri.
Durante la larga cacería, con sus gritos lejanos, los adultos permanecieron sentados fuera, las mujeres en taburetes de hierro, los hombres en un banco. Paum tomó una taza de té al estilo ruso, con un terrón de azúcar entre los dientes. Los actores eran originales, los actores desbordaban vitalidad. Sentado de espaldas al río, componía una figura confiada. Era como si todos los rumores fuesen infundados; los refutaba con su soltura, su pelo bien peinado.
—Me han contado un chiste —les dijo—. Hay dos borrachos en un ascensor…
El té era pardo en la taza, las uñas de Paum estaban perfectamente recortadas, sus zapatos de Bally estaban lustrosos.
Dana, su hija, ganó el concurso. Encontró la mayoría de los huevos, incluidas cuatro abejas. El premio era un enorme soldado de cartón lleno de palomitas de maíz; el segundo premio era una estilográfica de palo de rosa.
Las mujeres sacaron la comida y pusieron la mesa. Hubo vino y una botella de Moët Chandon. La tarde era templada, espaciosa. Una brisa ligera transportaba las voces, de modo que a seis metros de distancia, misteriosamente, veían conversaciones, las palabras se perdían.
—Danny será guapísima —dijo Larry. La estaba observando sentada con los demás, con un plato en las rodillas—. Es diferente de Franca —dijo—. Franca siempre ha sido guapa, crece como un gato. Quiero decir que ha tenido uñas y rabo desde el principio, cada cosa en su sitio, pero en el caso de Danny está sucediendo algo más misterioso. Irá saliendo despacio. Sólo se verá al final.
Más allá de ellos estaba la hierba dormida, seca del invierno, calentada por el sol.
—Es así en muchas cosas —dijo Viri—. Tiene rasgos más o menos difíciles, hasta alarmantes, pero presiento que darán fruto más tarde.
—Tus hijas te dan algo muy especial —dijo Larry—. Protegerlas, conocerlas. Pero supongo que ahí reside todo, ¿no?
Viri guardó silencio. Conocía la situación de la pareja. Rae estaba sentada al lado de ellos.
—¿Por qué no sacas fotos? —preguntó ella.
—No me queda rollo.
—Oh, sí te queda.
—No, se me ha acabado.
—Te he dicho que parásemos a comprar —dijo.
Él apuraba a sorbos su champán.
—Sí, es verdad. Siempre tienes razón, ¿no?
Ella no contestó.
—Tengo mucha suerte, ya ves —le dijo a Viri.
La cara de Rae parecía muy pequeña allí sentada, con las rodillas levantadas debajo de la falda.
—Sí, mucha. Rae siempre tiene razón. Tiene que tenerla. Nada es culpa suya, ¿verdad?
Ella no dijo nada. Él no continuó. Estaba tumbado sobre el apoyo de los codos, con hierba en la mano. Su vida de pareja estaba expuesta en la imagen de ambos: él inmóvil, con la barbilla contra el pecho y el vaso vacío; ella, cabizbaja, estéril, con las manos enlazadas en torno a las piernas. Tenían gatos siameses, iban a museos y estrenos, ella sin duda era apasionada, vivían en un apartamento grande en el Village.
Al atardecer todos estaban dentro de la casa. Larry tomaba café, con un pañuelo alrededor del cuello, y se disponía a regresar. Los niños jugaban, aún no les había alcanzado la extenuación de los adultos. Se quedarían dormidos junto al fuego después de la cena, con la cara colorada y el corazón en paz. Rae se despidió. Estaba alegre. Llevaba en el bolsillo un nidito de hierba y dentro de él cuatro huevos de chocolate. Iban a tomar una tortilla en el camino de vuelta, dijo. Dedicó una sonrisa afectuosa, poco higiénica, breve.
Nedra y Eve se sentaron al lado de la ventana. El ruido de la moto se fue apagando. Viri había salido a dar un paseo. Nedra estaba bordando un par de zapatillas. Había un dios del sol en cada dedo.
—Es muy simpática —dijo Eve.
—Sí, me gusta.
—Habla mucho. No dice tonterías… es interesante.
—Es verdad.
—Él, por otra parte…
—Habla muy poco.
—Larry siempre está callado —dijo Nedra.
—Qué odio.
—¿Te parece? Eres muy perceptiva, Eve.
—He pasado por eso.
Viri entró, seguido por el perro, con briznas de hierba adheridas al lomo.
—Oh, habéis bajado al río —dijo Nedra.
—Hoy se lo ha pasado en grande.
—Te gusta Pascua, ¿eh, Hadji? Seguramente tiene sed, Viri.
—Ha bebido mucho en el río. ¿Os apetece un té? Lo hago yo.
—Sería estupendo —dijo Nedra. Cuando Viri hubo salido, se volvió hacia Eve—. ¿Qué piensas de Viri y de mí?
Eve sonrió.
—¿Lo ves en nosotros?
—Sois absolutamente… sois perfectos el uno para el otro.
Nedra emitió un sonido débil, como si hubiera encontrado un defecto en su labor.
—Es imposible vivir con él —dijo, finalmente.
—No lo es. Está claro…
—Imposible para mí. No, no lo entiendes. Le quiero, es un padre maravilloso, pero es terrible. No puedo explicarlo. Es lo que te hace trizas, estar triturada entre lo que no puedes y lo que debes hacer. Te hace polvo.
—Creo que estás cansada, eso es todo.
—Viri y yo somos como Richard Strauss y su mujer. Soy tan asquerosa como era ella, sólo que… Strauss era un genio. Ella era cantante, tenían peleas tremendas. Ella chillaba y le tiraba la música a la cara. Cuando él era un don nadie, claro. Estaban ensayando su ópera. Ella se marchó corriendo al camerino. Él fue a buscarla y siguieron riñendo.
Viri volvió con el té en una bandeja.
—Le estoy contando lo de Strauss y su mujer —dijo Nedra.
—Él tenía una escritura bellísima —comentó Viri.
—Tenía un gran talento.
—Podría haber sido delineante.
—Bueno, pues llegó la orquesta y anunciaron que no iban a tocar ninguna ópera en que actuase aquella mujer. Y Strauss dijo, bien, es una pena, porque Fraülein de Ahna y yo acabamos de prometernos. Era una arpía redomada, de no creer. Él le suplicaba que le dejara entrar en su habitación. Ella le decía cuándo había que trabajar y cuándo había que parar; lo trataba como a un perro.
Viri sirvió el té. Una fragancia ascendió de las tazas.
—¿Leche? —preguntó a Eve.
—Solo —dijo ella.
Franca y Anthony entraron en el cuarto.
—¿Queréis un té? —les preguntó Viri—. Traed dos tazas.
Se lo sirvió; ellos se sentaron en cojines en el suelo.
—Hay cierta clase de grandeza —dijo Viri—, la de Strauss, por ejemplo, que empieza en los cielos. El artista no conquista la gloria, aparece en ella, la posee ya y el mundo se dispone a reconocerle. Meteórico, como un cometa; empleamos esas palabras, y es verdad, es como una especie de explosión. Les hace sumamente visibles y al mismo tiempo les consume, y sólo después, cuando el brillo ha desaparecido y cuando sus huesos están enterrados junto a los de hombres inferiores, podemos juzgarlos. Quiero decir que hay obras famosas, renombradas en la antigüedad, y que hoy están completamente olvidadas: libros, edificios, obras de arte.
—¿Pero no es verdad —dijo Nedra— que casi todos los grandes arquitectos fueron reconocidos en su época?
—Bueno, tenían que serlo o no hubiesen construido nada. Pero hay muchos arquitectos que gozaron de un gran renombre y luego se han sumido en la oscuridad.
—Pero no al contrario.
—No —admitió Viri—. No se conoce todavía el caso opuesto. Quizá yo sea el primero.
—Tú no eres oscuro, papá —protestó Franca.
—Fue oscuro pero honrado —dijo Viri.
—¿Y Jude, el Oscuro? —dijo Nedra.
—Ja, bueno, muy bueno —dijo Viri. Sentía una punzada de amargura por las bromas que estaban haciendo.
Subió al piso de arriba más tarde, cuando empezaron a preparar la cena. Se miró en el espejo, súbitamente desilusionado. Estaba en la edad mediana; ya no reconocía al joven que había sido.
Sentado en el dormitorio dibujó figuras, palabras que transformaba en dibujos. 1928, escribió y, a continuación, Nacido el 12 de junio en Filadelfia, Pennsylvania. En 1930 se traslada a Chicago, Illinois. Continuó las reseñas, describiendo su vida como la de un pintor. En 1941 ingresa en Phillips Exeter. En 1945, en Yale. En 1950 viaja por Europa. En 1951 se casa con Nedra Carnes.
Le afluían pensamientos en la quietud: días que casi había olvidado, fracasos, antiguos nombres. 1960. El año más hermoso de mi vida, escribió. Y luego, debajo, Lo pierde todo.
Lo interrumpió la llamada de su esposa: Arnaud le llamaba por teléfono. Bajó, con la cronología guardada en el bolsillo. Las luces estaban encendidas, había anochecido. Eve, con las rodillas dobladas hacia un lado, y con la mitad de los pies —suaves, envueltos en medias— fuera de los zapatos, hablaba por teléfono.
—Escucha, no sé muy bien si me gustaría estar ahí o que tú estuvieses aquí —decía.
Arnaud había ido a visitar a su madre, pero ahora ansiaba hablar con su otra familia, la de sus afectos. Su cariño era pródigo, contaba historias divertidas, rogó que le contasen detalles del día.
Viri cogió el teléfono. Estaban unidos, todos ellos, en la gran noche azul que reinaba sobre el río y las colinas. Siguieron hablando, hablando.
Más tarde se sentó a leer el periódico, la edición dominical, inmensa y pulcra, que había estado sin abrir en el pasillo. Contenía artículos, entrevistas, noticias frescas, inimaginadas; era como un gran barco con las cubiertas llenas de pasajeros, un repertorio que recogía todo lo que era de importancia para la ciudad, el mundo. Un gran bajel que navegaba a diario, ansiaba estar a bordo, entrar en sus salones, apostarse cerca de la borda.
No eres oscuro, le habían dicho. Tienes amigos. La gente admira tu obra. Era, en definitiva, un buen padre… es decir, un hombre infructuoso. La eminencia era otra cosa, era irresistible, asesina, causaba víctimas como cualquier agresión; en suma, conquistaba. Tenemos que ser borrosos, debemos ser afables; de lo contrario estamos matando a gente, sean las que sean nuestras intenciones, la estamos aplastando debajo de una visión de luz. La excelencia es el idiota, pensó, el alfeñique, el hijo que ha fracasado; más allá de esto, no hay virtud posible.
Cae la noche. El frío se extiende por los campos. La hierba se torna piedra.
En la cama, como un hombre en la cárcel, sueña con la vida.
—¿Cómo era el chiste tan gracioso que ha contado Booth? —preguntó Nedra. Se estaba cepillando el pelo.
—Tiene una sonrisa extraordinaria —dijo Viri—. Como la de un viejo político.
—¿Dónde estaba su mujer?
—Está aprendiendo a volar.
—¿Aprendiendo a volar?
—Eso dice él. Bueno, pues hay dos borrachos en un ascensor. En un hotel…
—¿Eso es el chiste?
—Sube una mujer… está completamente desnuda. Ellos se quedan mirándola sin decir ni pío. Cuando ella sale del ascensor, le dice uno a otro: «¿Sabes una cosa? —dice—, mi mujer tiene un vestido exactamente igual que ese».