Sus amigos, aquel año, eran Marina y Gerald Troy. Ella era actriz —había interpretado a Strindberg— y tenía ojos de un azul penetrante. Era rica. Su riqueza no era reciente, destellaba en todo: en la piel, en su hermosa sonrisa. Iba al gimnasio tres veces por semana, al de un griego viejo que se llamaba León y que, a sus ochenta años, tenía los brazos todavía fuertes y el pelo completamente blanco.
Nedra también empezó a ir. Siempre había sido indiferente a los deportes, pero desde las primeras horas en el espacio desierto de la sala principal, con sus ventanas sucias sobre el tráfico, el fervor del anciano, el compañerismo, pensó que aquel era su sitio. Las duchas estaban limpias; la sobriedad, las paredes verdes la atrajeron. Su cuerpo despertaba, súbitamente era consciente de que en su interior, como si tuvieran vida propia, había hondas pulsiones de fuerza. Cuando la tensaba, colgada boca abajo, cuando los músculos de debajo estaban entonados y laxos, cuando se sentía como una corredora joven, caía en la cuenta de lo mucho que podría amar aquel cuerpo, aquel recipiente que un día habría de traicionarla: no, no lo creía; creía lo contrario, de hecho. Había veces en que presentía su inmortalidad: las mañanas frías, las noches estivales a solas, tumbada desnuda sobre las mantas, cuando se bañaba, mientras se vestía, antes del amor, en el mar, o cuando tenía los miembros cansados y se aprestaba a dormir.
Almorzaba con Eve o con Marina, a veces con ambas. Eran mediodías en que los restaurantes se llenaban de clientes, de clamor y de una luz perfecta y serena. En el bolso tenía una carta recién llegada de Europa a la que sólo había echado una ojeada, leído de prisa, bastaba ver el reborde azul y rojo la letra febril. Robert, al parecer, estaba enfermo, se autoengañaba, quejumbroso, se canonizaba. Le estaban tratando de una dolencia tiroidal en una clínica cerca de Reims. Dentro de dos años oigo a gente decir: tu obra es extraordinaria. Y mi respuesta: me costó diez años perfeccionar mi arte. Aquí estoy luchando con gigantes. Todas las mañanas me despierto sudoroso y dispuesto a luchar. El choque es grande, pero nunca me derrotan. Echo de menos los ensayos, asistir a ellos y ver progresar a los actores. Estar allí es absolutamente necesario. Mi ojo y mi oído critican cada movimiento y cada entonación. Escucho las «comas» de la obra como si fueran gotas que caen de una fuente. Dis mois comment vont tes affaires[2]. Estoy solo.
La habitación estaba casi vacía. Era esa hora tranquila y central del día, lenta, delicuescente, las dos y media o las tres, en que el humo de cigarrillo invisible se mezclaba con el aire, la peladura de limón estaba junto a las tazas vacías, el tráfico de la avenida era silencioso, pasaba flotando como muerto, mujeres en la treintena, hablando.
—Neil está enfermo. Tiene diabetes —dijo Eve.
—¿Diabetes?
—Eso han dicho.
—¿No es hereditaria?
Estaban sentadas a una mesa cerca de la entrada. El camarero las miraba desde cerca del mostrador. Estaba enamorado de ellas, de su ocio, su voz baja, las confidencias que tanto las absorbían.
—Espero que mi hijo no la contraiga —dijo Eve—. Neil es un desastre. Me sorprende que sólo tenga eso.
—¿Sigue viviendo con esa no sé quién?
—Sí, que yo sepa. Es tan estúpida que no sabría qué hacer por él, de todos modos. Sólo tiene una… no sé cómo llamarlo… cualidad.
—¿La cama, quieres decir?
—Tiene veintidós años, esa es su cualidad. Pobre Neil, es un calzonazos. Los dientes se le están pudriendo.
—Tiene una pinta horrible.
—Creo que no podría ni ligar con una mujer en un bar, a oscuras. Se lo tiene merecido, pero es penoso para Anthony verle en ese estado. Es tristísimo. Y le gusta su padre, siempre le ha querido. Han estado muy unidos.
—Es muchísimo más fácil cuando son dos —dijo Nedra—. Yo no habría podido criar a mis hijas sola. Oh, claro, habría podido, pero veo en ellas cualidades que no son mías o que son una reacción contra las mías, que han heredado de Viri. En definitiva, creo que las chicas necesitan una presencia masculina. Les hace cobrar vida en algunos sentidos.
—Los chicos son iguales.
—Supongo.
—¿Por qué no compartes a Viri conmigo? —preguntó Eve. Se rio—. No hablo en serio.
—¿Compartirle? —dijo Nedra—. Pues no sé. Nunca lo he pensado.
—No lo decía en serio.
—No creo que funcionase, con Viri no. Pero con Arnaud…
—Tienes razón —dijo Eve.
—Oh, sí. Pensándolo bien, creo que estaría mejor con dos mujeres.
—Pero tú eres mucho más ordenada que yo.
—Yo creo que tú eres más comprensiva.
—No creo.
—Sí —dijo Nedra—. Y es normal. Estoy segura de que acabaría queriéndote más. Sí, es cierto.
Salieron enlazadas y sin prisa por la entrada estrecha. En Lexington Avenue el tráfico era interminable, coches de la periferia, taxis, limusinas oscuras que flotaban sobre los carriles. Caminaron. Las calles eran como ríos alimentados por afluentes a lo largo de los cuales ellas se entretenían mirando escaparates en los que aparecían reflejadas. Había tiendas que atraían a Nedra, locales donde había comprado cosas, manteles, perfumes. A veces su mirada se cruzaba con la de una dependienta ociosa, sola, sobre muestrarios de libros, stands de vino. No tenía prisa; no sonreía. Era la inteligencia de su rostro lo que les llamaba la atención, la gracia. Era alguien cuya cara habían visto, una persona que lo poseía todo: tiempo libre, amigos, las horas del día eran como una mano de cartas. Por aquellas mismas avenidas Viri caminaba solo. La ascensión de uno es la caída del otro. Tenía la cabeza llena de detalles, de citas; a la luz del sol su piel parecía seca.
Nedra volvió a casa en el tráfico temprano, entre coches de mujeres que regresaban del médico y hombres que habían terminado su jornada de trabajo. Los árboles empezaban a cambiar.
Cinco de la tarde. Se arregló el pelo delante del espejo de su cuarto; tenía las manos pálidas. Se alisó las mejillas, como borrando las huellas de un suceso. No había ninguno, se preparaba para cuando ocurriese: una llamada de teléfono, una pieza musical, media hora de lectura.
Fue el teléfono. La voz de la señora Dahlander, titubeante, serena.
—¿Podría venir al hospital? —preguntó—. Mi marido no está. Leslie se ha caído de un caballo.
Había ocurrido una hora antes. Estaba montando sola. Nadie vio el galope, el tropiezo, el instante en que voló despatarrada por los aires en una postura como de broma y luego cayó y se quedó inmóvil mientras el caballo se paraba y se ponía a pastar. El prado estaba desierto, no se veía desde la carretera.
En el hospital dictaminaron que era grave: una conmoción cerebral. La niña seguía inconsciente. Tenía la cara magullada. Se había golpeado la cabeza contra una roca. Era adoptada, hija única. El médico estaba explicando la urgencia, el riesgo, a la madre estupefacta. Era en la sala de espera del pabellón de niños. En los anaqueles había pilas de libros, por el suelo había bloques de plástico. Si continuaba la hemorragia en el interior del cráneo, ejercería una presión fatal sobre el cerebro.
—¿Qué podemos hacer?
—Habrá que operar.
El neurocirujano ya estaba a la vista, con una bata verde.
—Necesitamos la autorización de usted.
Ella se volvió hacia Nedra, implorante.
—¿Qué debo hacer?
Volvieron a interrogar al médico. Él repitió su descripción pacientemente. Era la hora de cenar; oscurecía en las calles. El caballo olvidado, con las bridas puestas, estaba en el campo desierto. La hierba se ponía fría.
—Quiero esperar a mi marido.
—No podemos esperar.
Ella se volvió de nuevo hacia Nedra.
—Quiero esperarle —suplicó—. ¿No cree que deba esperar?
—No sé si puede —dijo Nedra.
La mujer estéril asintió, cedió. Se encogió, sí, de acuerdo, sálvenla. Vieron a la niña pasar justo por delante en una camilla, mortalmente quieta. Desapareció durante horas y reapareció como una muñeca rota, con los ojos cerrados, la cabeza envuelta en vendajes blancos. Esa noche la colocaron en hielo. La presión dentro de la cabeza afeitada continuaba aumentando. Llamaron al cirujano a medianoche. Encontró a los padres esperándole.
—Por la mañana sabremos —les dijo.
Fue una mañana en que Viri vio, en su último sueño, a una mujer con un bello vestido que llegaba al ascensor de un gran hotel. Era Kaya. Ella no le veía. La acompañaban dos hombres con esmoquin. Él no quería que le viesen: su ropa corriente, sus dientes, su pelo ralo. Les vio entrar en el ascensor, subir a un jardín en el tejado, a una fiesta, una elegancia que él no podía imaginar, y de repente supo que ella ya no era la misma; por fin la habían capturado.
Soñaba esa mañana temprano en la casa junto al río. Otoño, solo en su sueño, las habitaciones frías, desiertas, los vientos del Hudson lavándole como a un cadáver.