9

Verano en Amagansett. Ella tenía treinta y cuatro años. Se tumbaba en las dunas, en la hierba seca. Tenía la mano pintada de negro, cada dedo dividido en tres partes, el pulgar en dos, la palma en cuatro como una carta doblada. En la base de los dedos había rodeado con un círculo los montes, Júpiter, Saturno y Mercurio, y coloreado de rojo las líneas de la palma. Estaba enfrascada en el estudio, con la carta astral a su lado, en trance. Abajo, en la playa, las niñas jugaban.

Estaba silenciosa, era una paria, invisible menos desde el mar. Su cuerpo era de un color tostado oscuro. Sus pechos ocultos eran pálidos, había una delgada franja blanca alrededor de sus caderas, una franja no más ancha que una corbata. Sus ojos eran claros, su boca descolorida; estaba en paz. Había perdido su deseo de ser la mujer más hermosa de las fiestas, conocer a celebridades, escandalizar. El sol le calentaba las piernas, los hombros, el cabello. No tenía miedo de la soledad; no temía envejecer.

Permaneció horas donde estaba. El sol alcanzó su cénit, los gritos de las niñas se apagaban, el mar se volvió estaño. La playa nunca estaba vacía. Era espaciosa, infinita, había siempre figuras en ella, lejanas, como campamentos de nómadas. Vio riqueza en su mano; vio un prodigioso tercio final de vida. Tres claros anillos, de treinta años cada uno, le ceñían la muñeca; viviría hasta los noventa. Había perdido el interés por el matrimonio. No había nada más que decir. Era una cárcel.

—No, te diré lo que es —dijo ella—. Es indiferencia. Me aburren las parejas felices. No creo en ellas. Son falsas. Se están engañando.

«Viri y yo somos amigos, buenos amigos. Creo que lo seremos siempre. Pero lo demás, lo demás ha muerto. Los dos lo sabemos. No tiene sentido fingir. Está adornado como un cadáver, pero ya está podrido».

«Cuando Viri y yo nos divorciemos… —dijo».

Arnaud llegó aquel verano. Su llegada fue digna de Chaplin. Se presentó con Eve en un descapotable blanco, saludando levemente con la mano cuando las ruedas delanteras toparon con un tocón y elevaron el hocico del auto un metro en el aire. Alquiló dos habitaciones al fondo de la casa, un dormitorio y una solana que daba a los campos. Llevaba una gorra blanca y una camisa de canalé, pantalones de color tabaco o del color de ciertos perfumes, y un pañuelo a modo de cinturón. Era extravagante, sereno, lustroso como un conejillo de Indias. Lo primero que hizo fue comprar ciento cincuenta dólares de licor.

—Un regalo magnífico —recordó Nedra.

—Aunque en realidad… —dijo Viri.

—No se lo bebió todo.

—Bueno, no todo.

Y puros. Fue el verano de los almuerzos y de los puros maravillosos. Todos los días, tras haber terminado el almuerzo al sol, Nedra preguntaba:

—Arnaud, ¿qué vamos a fumar?

—Déjame ver —decía él.

—¿Un Coronita?

—No, yo no… quizá. ¿Qué me dices de un Don Diego? —preguntaba él—. Un Don Diego o un Palma.

—Un Palma.

—Eso es.

Nedra escribió a Jivan: Sabes cuánto detesto la idea de estar separados, incluso unas pocas semanas, pero en cierto sentido no me parece tan difícil como había pensado. No es que no piense en ti. De hecho pienso en ti más que nunca, pero el verano parece un día largo después de haber estado juntos, tengo tiempo de reflexionar, de saborearte otra vez. Es como dormir, como bañarse. Muchas veces hablamos de ir al mar juntos, y aunque esté aquí sin ti, lo veo a través de tus ojos y me conformo. No sentiría esto si no te amara ni sintiera tu amor intensamente. Tenemos tanta suerte. Entre nosotros circula esa tremenda electricidad. Te envío muchos besos. Te beso las manos. Franca habla a menudo de ti. Hasta Viri lo hace

Junto a la firma había un dibujito, hecho de memoria.

Recibió correo de Robert Chaptelle, que estaba en Varengeville. Sus postales omitían el saludo, su letra era ilegible y densa.

Mi obra es la primera de su género, dura dos horas y media sin descanso. Se titula Le begaud. Le estoy dando los últimos retoques.

—Así que ha vuelto a Francia —dijo Viri.

—Sí.

—Qué pérdida.

Me propongo seguir a rajatabla mi calendario, que es el siguiente. Estaré en el Hotel de la Terrasse hasta el 15 de agosto. En L’Abbaye, en Viry-Chatillon, hasta el 30 de agosto. En el Wilbraham Hotel, de Sloane Street, Londres, todo el mes de septiembre.

Puede que te visite un tal Ned Portman. Es un norteamericano, bastante inteligente, que he conocido aquí. Me ha visto trabajando, y lo que tiene que decir sobre mí quizá te interese.

Ella no tenía nada que decir, pero consiguió redactar una respuesta breve. Le producían una extraña euforia las atenciones de Robert, sus palabras subrayadas, sus sellos de Le Touquet y las cabezas esculpidas de los años treinta.

Las niñas amaban a Arnaud. Su pelo rizado, que estaba encaneciendo, era demasiado largo. Tenía una gran panza; comparado con él, su padre era delgado. Arnaud era un patriarca, un hombre alfa. Usaba un sombrero de paja, movía con fruición los dedos de los pies cuando estaba tumbado en la playa, era un vagabundo de dientes blancos, blancos como conchas, y los bolsillos llenos de dinero arrugado. Era librero. Tenía dinero porque su negocio era seguro y bien gestionado, y porque no vacilaba en pedir el mejor precio. Bromeaba sobre el dinero, lo malgastaba, fluía hacia él como el agua a un desagüe.

Corría con ellas por la playa. Era poderoso bajo el sol abrasador, con la cara protegida y la piel morena. Eve iba los fines de semana. Se trasladaban a un motel.

—Es demasiado tranquilo —se quejó al día siguiente. Estaba mezclando bebidas, ron con frutas frescas; era el último ron de calidad que quedaba: Viri estaba recogiendo leña. La playa estaba casi desierta. A lo lejos, a un kilómetro de distancia, otro grupo se bañaba en el mar.

Bebieron el ron helado mientras se asaban en la parrilla las mazorcas de maíz empapadas en agua de mar.

—¿Os habéis enterado? —dijo Nedra—. Han robado en nuestra casa.

—Oh, Dios —dijo Eve—. ¿Cuándo?

—Nos han telefoneado esta mañana. Se han llevado el tocadiscos, la televisión, lo han destrozado todo.

—Debes de estar asqueada.

—Quiero vivir en Europa —dijo Nedra.

—¿Europa? —gritó Arnaud—. Son peores.

—¿En serio?

—Allí inventaron el robo —dijo él.

—¿E Inglaterra?

—¿Inglaterra? Lo peor de todo. Sabes, hago negocios allí, tengo amigos ingleses. Les entran en casa continuamente. Llega la policía, echa un vistazo, esparce polvos buscando huellas digitales. Bueno, sabemos quién ha sido, dicen. Estupendo, ¿quién? Los mismos que la otra vez, dicen.

—Oh, pero a mí me encantan esas fotos de Inglaterra.

—La hierba es muy buena —concedió él.

Eve estaba borracha.

—¿Qué hierba? —dijo.

—La hierba inglesa.

Se estaba acariciando el pelo.

—Tú sí que eres hermoso —dijo ella—. ¿Cómo puede una mujer tener la esperanza de…?

—¿De qué?

—De interesarte —murmuró ella, imprecisamente.

—Seguro que hay alguna manera.

Ella dio unos cuantos pasos, se detuvo y luego, con un solo movimiento, se giró y se quitó el vestido. Debajo sólo llevaba las bragas.

—¿Tienes calor, querida? —preguntó él.

—Sí.

—Eres tan impulsiva con la ropa.

—Vamos a nadar —dijo ella. Se tapaba los pechos con los brazos. El mar siseaba a su espalda.

—El maíz está casi hecho —se quejó Arnaud.

—Querido. —Eve le extendió la mano—. No me dejes nadar sola.

—Jamás.

La transportó en brazos hasta el agua, tranquilizándola como si fuese una niña. Vieron sus piernas largas colgando del brazo de Arnaud. Las olas eran de seda. Hadji ladró a las pisadas que se perdían en el mar.

Eve ya no era joven, advirtió Nedra. Tenía el estómago liso, pero la piel se le había estriado. Se le estaba ensanchando la cintura. Pero uno la quería por ese motivo, la quería aún más. Hasta las rayas finas que empezaban a aparecer en su frente parecían bellas. Cuando volvieron, tenía empapadas las puntas del pelo, su cuerpo brillaba y el monte de Venus asomaba por sus bragas mojadas. Se recostó en Arnaud con profundo afecto. Se había puesto el suéter de él; le llegaba a las caderas, parecía desnuda debajo. Él le rodeaba la cintura.

—Lo malo —dijo ella— es que no tengo remedio. Amo a los judíos.

Verano. El follaje es espeso. Las hojas relucen por doquier, como escamas. Por la mañana, aroma de café, la blancura del sol desperdigado por el suelo. El rumor de Franca en el piso de arriba, las pisadas de una jovencita mientras hacía la cama, se cepillaba el pelo, descendía con la cálida sonrisa de la juventud. El cabello le colgaba en una columna tersa entre los omoplatos. Cuando se lo tocaban, ella se ponía rígida, con la certeza ya, la seguridad de su belleza.

Caminos hasta la playa. La arena estaba caliente. El mar rugía débilmente, como en un vaso. Sus miembros estaban bronceados. Franca tenía contornos incipientes de mujer, las caderas que se ampliaban, largas piernas esbeltas. Su padre sujetaba a las niñas para que pudieran sostenerse cabeza abajo con las manos. Franca llevaba su bañador negro. Sus nalgas sobresalían cuando arqueaba el cuerpo, las pantorrillas, la región dorsal de la espalda.

—¡Vale, suelta ya! —gritó.

Oscilante, insegura, dio dos o tres pasos con las manos y cayó.

—¿Cuánto he aguantado? —preguntó.

—Ocho segundos.

—Otra vez —suplicó ella.

El viento soplaba desde la orilla. Las olas parecían romper en silencio.

Días de playa. Volvían a casa al caer la tarde, las grandes extensiones brillaban bajo un sol que ya no calentaba. Almuerzos que les guarecían como tiendas de campaña. Bajo una amplia sombrilla Nedra disponía pollo, huevos, endivias, tomates, paté, queso, pan, pepinos, mantequilla y vino. O bien comían sentados a una mesa del jardín, con el mar lejano, los árboles verdes, las voces que llegaban de la casa contigua. Cielo blanco, silencio, los puros aromáticos.

Ella hablaba de Europa con frecuencia.

—Necesito el estilo de vida que se vive allí —dijo—, sin inhibiciones.

—¿Inhibiciones? —preguntó Arnaud. Tenía los ojos entornados de sueño. Viri se había ido a la ciudad. Estaban los dos solos.

—Necesito una casa grande.

—No creo que tú tengas muchas inhibiciones.

—Y un coche.

—Tú eres muy desinhibida.

—Sí, bueno, hablo de las inhibiciones de los demás.

—Ah, de los demás. Pero a ti no te importan los demás. Te importan menos que a nadie que yo conozca.

Ella guardó silencio. Se estaba mirando los pies, en los que advirtió, por primera vez, venas azules. El sol estaba en su apogeo. Era consciente, como si aquel fuese un momento de ingravidez, de que su vida también se hallaba en su cúspide; era sagrada, flotante, dispuesta a cambiar de rumbo por última vez.

—Verás, pienso en el divorcio —dijo—, y Viri es un padre ejemplar. Quiere muchísimo a sus hijas, pero no es eso lo que me frena. No son todos los trámites y los pleitos legales, los arreglos que habría que hacer. Lo realmente deprimente es el optimismo absoluto de todo eso.

Arnaud sonrió.

—Quiero viajar —dijo ella. No estaba pensando; las palabras brotaban de algún lugar de su fuero interno y se le subían a los labios—. Quiero ir a una habitación agradable al final del día, deshacer el equipaje, darme un baño. Quiero bajar a cenar. Dormir. Luego, por la mañana… el Times de Londres.

—Con el número de habitación apuntado a lápiz en el periódico.

—Quiero poder pagar con un cheque y no pensarlo siquiera.

—Digan lo que digan, eso es lo más grande, ¿no?

—Me gustaría comprarme toda la ropa nueva.

Estaban sentados bajo una bóveda de calor, de mediodía silente, en posturas lánguidas, como exhaustos, como si estuviesen en algún paraje de Sicilia, intercambiando secretos que les envolvían como corrientes lentas y que era tan dulce confesar como escuchar.

—Arnaud, te tengo mucho cariño. Eres de verdad mi hombre favorito, ¿lo sabes?

—Eso esperaba.

—Lo digo en serio. Tienes la virtud maravillosa de comprender, de comprender y aceptar.

—Tal parece.

—Tienes un fantástico sentido del humor.

—Por desgracia —dijo él—. El humor proviene en gran medida de la indiferencia.

—Oh, no lo creo.

—El desapego es lo que produce el humor. Es una paradoja. Dicen que somos las únicas criaturas que se ríen, y cuanto más reímos, menos cosas nos preocupan.

—No creo que sea cierto.

—Hum —reflexionó él—. Quizá. Muchas de las ideas tan claras que se te ocurren en esas horas de reflexión, sobre todo después del almuerzo, luego resulta que no son tan sólidas. Ha sido un verano precioso.

—Lo pienso todos los días —dijo ella.

Hacia el final, en los últimos días de agosto, estaban sobre el césped al atardecer, Arnaud en mangas de camisa, recostado en un codo, y Viri y Nedra sentados. Delante tenían el mantel extendido en la hierba. Los grandes árboles, exuberantes de hojas, suspiraban al viento. Viri se anillaba las rodillas con los brazos, y se le veían los calcetines.

—Un verano precioso, ¿verdad? —dijo.

No sabían lo que estaban alabando; los días, el sentimiento de satisfacción, de júbilo pagano. Aclamaban el verano de sus vidas en que, libres de peligro, reposaban. Su carne, su bienestar hablaba por ellos.

—Voy a traer la sopa —dijo Nedra.

—¿De qué es? —preguntó Viri.

Ella se puso de pie.

—Una de tus preferidas —dijo ella—. ¿No hueles?

Llenaba el aire el olor de yerba, de tierra seca, el débil aroma de flores.

—No —confesó él.

—La nariz es tu punto flaco —dijo ella—. Es de cresson.

—¿De verdad has hecho berros?

Ella se restregó las piernas.

—En tu honor.

Entró en el interior. Franca leía sentada en el sofá. Las cucharas estaban en el cajón. Llenaba la casa la luz pura del crepúsculo.

—Eres un tío con suerte —estaba diciendo Arnaud. Desde la casa ambos parecían inmóviles, como si posaran. Las capas de fronda se mecían sobre ellos. La esquina del mantel voló suavemente hacia atrás—. Has llegado a puerto.

Viri no respondió. El vasto y ligero balanceo del verano movía el dosel de hojas, pasaba entre ellas, las abrillantaba.

—Te mueves en una realidad más amplia que otros hombres, Viri. Podría poner ejemplos, pero es patente. Es una especie de paraíso.

—Sí, bueno, no todo soy yo —dijo Viri.

—En gran parte eres tú.

—No, tú trajiste los puros. —Hizo una pausa—. Lo cierto es que no es lo que parece. Me tomo las cosas con demasiada calma.

—¿Qué quieres decir?

—A las mujeres habría que encerrarlas en jaulas. Si no… —No terminó. Finalmente dijo—: Si no, no sé.