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—¿Eres feliz, Viri? —preguntó ella.

Estaban en pleno tráfico, cruzando la ciudad a las cinco de la tarde. El gran río metálico del que formaban parte avanzaba lentamente en las intersecciones y más fluido en las largas manzanas transversales. Nedra se pintaba las uñas. En cada semáforo en rojo, sin decir una palabra, ella le tendía el frasco y se pintaba una uña.

¿Si era feliz? La pregunta era tan ingenua, tan ligera. Había cosas que él soñaba hacer y que temía que no haría nunca. Sopesaba a menudo su vida. Y sin embargo todavía era joven, los años se extendían ante él como llanuras sin fin.

¿Si era feliz? Recibió en la mano el frasco abierto. Ella untó con cuidado el pincel, absorta en sus actos. Él sabía que ella tenía un instinto agudo. Tenía los dientes parejos de un sexo que parte un hilo en dos, dientes que cortan tan limpiamente como una navaja. Todo su poder parecía concentrado en su mirada franca, interrogante. Él carraspeó.

—Sí, supongo que soy feliz.

Silencio. El tráfico había empezado a avanzar. Ella cogió el frasquito para que él pudiese conducir.

—¿Pero no es una idea estúpida? —preguntó ella—. ¿Si lo piensas realmente?

—¿La felicidad?

—¿Sabes lo que dice Krishnamurti? Consciente o inconscientemente, somos totalmente egoístas y, con tal de conseguir lo que queremos, creemos que todo está bien.

—Conseguir lo que queremos… ¿pero eso es la felicidad?

—No sé. Sé que no conseguir lo que quieres es ciertamente la infelicidad.

—Tendría que pensarlo —dijo él—. No conseguir nunca lo que quieres podría ser la infelicidad, pero mientras haya una posibilidad de conseguirlo…

En cuanto llegaran a la Décima Avenida la calle estaría libre y despejada como en un fin de semana; rodarían sin obstáculos hacia la autopista, rumbo al norte. Las gentes grises, derrengadas, rebasaban con paso trabajoso quioscos de prensa, cerrajerías, bancos. Comían en silencio, desplomadas sobre mesas del Automat. Había palomas cojas, coches abollados, las ventanas oscurecidas de apartamentos innumerables, y encima de todo ello el cielo de otoño, liso como una cúpula.

—Es difícil pensarlo —dijo ella—. Sobre todo cuando dice que el pensamiento no conduce nunca a la verdad.

—¿Qué conduce a la verdad? Esa es la auténtica pregunta.

—El pensamiento está siempre cambiando. Es como una corriente, se mueve entre las cosas, fluctuante. El pensamiento es desorden, dice él.

—¿Pero qué alternativa hay?

—Es muy complicado —admitió ella—. Es un modo distinto de ver las cosas. ¿Has sentido alguna vez que te gustaría encontrar otro estilo de vida?

—Depende de lo que entiendas por otro estilo. Sí, a veces lo he sentido.

Era el día en que murió Monica, la niña con una sola pierna. Los cirujanos no habían amputado lo suficiente, no era posible hacerlo. Ella había vuelto a tener dolores, invisibles, como si todo aquello no hubiera servido de nada. Aquel dolor era la sentencia de muerte. Después vino la fiebre y las cefaleas. Se le hinchó todo el cuerpo. Entró en coma. Duró semanas, por supuesto. Finalmente… fue por la tarde; cuando ella murió, Viri estaba recogiendo leña, con trozos de corteza adheridos a las mangas, los brazos cargados, estaba formando una pila con recortes, un parapeto que durase todo el invierno. El padre de Monica estaba todavía en el trabajo. La madre estaba sentada en una mecedora y su hija dejó de respirar. Se fue en un soplo. De repente pesaba menos, mucho menos, yacía en su lecho con una especie de aterradora insignificancia. Todas las cosas la habían abandonado: la inocencia, el llanto, las diligentes excursiones con su padre, la vida que no había vivido. Todo eso pesa algo. Pasa, se disuelve, se esparce como polvo.

Los días habían perdido su calor. A veces, al mediodía, como a manera de despedida, había una hora o dos de clima veraniego que pasaban en seguida. En las tarimas de huertos vecinos había manzanas duras y amarillas, rebosantes de zumo sustancioso. Explotaban contra los dientes, escupían motas blancas como argumentos. En los campos lejanos, mares de tierra húmeda y fría, lejos de las ciudades, había aún tomates adheridos a las lianas. A primera vista había unos pocos, pero estaban escondidos, a resguardo; por eso habían sobrevivido.

Nedra llenó un cesto de tomates. Viri llenó dos. Era increíble lo que pesaban. Eran como ropa mojada; pesaban como naranjas. Eran una familia de jornaleros, con la cara sucia y las manos oscuras por la mancha de aquella postrera tierra húmeda. El campo estaba cerca de New City; el granjero era amigo suyo.

—Coged los pequeños —dijo Viri a sus hijas.

También ellas habían llenado sus cestos. Guardaban en los bolsillos los tomates pequeños, los que estaban todavía algo verdes. Recorrían las hileras sin término, iban y venían de atrás hacia delante, se cansaban, aprendían a agacharse, a faenar, a sentir en sus manos el fruto desnudo. Se gritaban una a otra, y a veces se sentaban en el suelo.

Finalmente acabaron.

—¡Papá, tenemos muchísimos!

—Dejadme ver.

Estaban cerca del coche, con pilas de tomates a su alrededor que aún tenían tierra pegada, y refrescaba. Nedra parecía una mujer que antaño había sido rica. Mantenía las manos a distancia del cuerpo. El cabello se le había soltado.

—¿Qué vamos a hacer con tantos putos tomates? —se rio. Su risa maravillosa, en otoño, en el lindero de los campos.

—Vamos, Hadji —llamó—, perro apestoso. —El animal tenía el hocico apelmazado de tierra—. Qué día hemos tenido —dijo ella.

Tenía las uñas negras, una costra de barro en los zapatos. Estaban colocando los tomates en la entrada sin calefacción de la cocina cuando Jivan subía hacia la casa al anochecer.