Por la mañana, la luz llegaba en silencio. La casa dormía. El aire relucía, infinito, sobre la tierra húmeda; se podía degustar aquella tierra, su riqueza, su densidad, bañarse en el aire como en una corriente. Ni un sonido. La corteza del queso se había secado como pan. Los vasos conservaban el aroma de vino consumido.
En el comedor vacío colgaba la expulsión del Edén, un cuadro lleno de fieras y una selva como la de Rosseau de la que emergían dos figuras, el hombre todavía orgulloso y la mujer no tanto. Ella era grácil, avergonzada sólo a medias; era irreverente, le brillaba el cuerpo. Aun en la luz temprana que despojaba de sus colores a la maravillosa serpiente y a los árboles de sus frutos, la mujer era reconocible, al menos para el dueño del cuadro, reconocibles sus piernas, la insolencia de su vello corporal, su vida misma. Era Kaya. Él lo había advertido por casualidad. Un buen día, sin pensarlo, le había atraído su resplandor, del mismo modo que atrae la atención el punto gastado de una reliquia, la cara blanca en una multitud. Lo había descubierto como una confirmación, como si los objetos le demostraran que estaba vivo.
En otra pared había la famosa fotografía de Louis Sullivan en Misisipí, sacada en Ocean Springs, en su casa de verano. Con pantalones y camisa blancos, una gorra blanca, bigote y barba, parecía un capitán fluvial o un novelista. Nariz grande, dedos delicados, posaba recostado casi con levedad contra un árbol.
Él no podía ser Sullivan, no podía ser Gaudí. Bueno, tal vez sí Gaudí, que vivió hasta esa edad avanzada que constituye una santidad, una vejez ascética, frágil, liviano, vagando por las calles de Barcelona, desconocido para sus numerosos habitantes. Al final fue atropellado por un tranvía y no le socorrieron. En la desnudez y el olor del pabellón de beneficiencia, entre los niños y parientes pobres, una vida singular y excéntrica se estaba extinguiendo, una vida más clamorosa que el mar, una vida perenne, que era fácil de abandonar porque representaba tan sólo una cáscara; se había ya metamorfoseado, cristalizado en edificios, catedrales, leyenda.
Mañana. La luz más temprana. El cielo es pálido encima de los árboles, puro, más misterioso que nunca, un cielo que marea a los fedayin, que pone fin a la noche del astrónomo. En ese cielo, tenues como monedas en una playa, apagándose, brillan dos últimas estrellas.
Mañana de otoño. Los caballos permanecen inmóviles en prados cercanos. La poni tiene ya un pelaje más espeso; parece antes de tiempo. Sus ojos son grandes y oscuros, sus pestañas escasas. Si uno se acerca oye el sonido regular de hierba que está siendo mascada, la paz de la tierra siendo removida.
Sus sueños son ilícitos; en ellos ve a la mujer prohibida, la encuentra con otros hombres en medio de la muchedumbre. Al momento siguiente están los dos solos. Ella es amorosa, complaciente. Todo es increíblemente real: la cama, el modo en que la mujer se ha acicalado…
Al despertar encuentra a su esposa tumbada sobre el vientre y a las niñas sobre ella, una sobre la espalda y la otra encima de las nalgas. Duermen encima de ella, aferradas, de la cabeza a los pies. La presencia de las niñas le absuelve, poco a poco se siente contento. Este mundo, los pájaros con sus plumas, la luz del sol… la razón existe, al menos por el momento. Le consuela. Se siente cálido, potente, henchido de una alegría inexpugnable.
¿Qué sucede entre los dos, en esta pareja, en las horas interminables de su trato? ¿Qué se abre camino, qué fluye? La alcoba conyugal era espaciosa, con una vista del río y ventanas de doble jamba que llegaban hasta la cintura, con el cristal tallado en forma de diamantes, desigual, alabeado, deformado como por efecto del calor; aquí y allá faltaba una astilla, un rombo escapado de su feble ribete de plomo. Las paredes eran de un color turquesa desvaído, un tono curioso que a él ya no le disgustaba. Tras las puertaventanas había una solana, blanca como ropa blanca, donde el perro dormía, patas arriba, en un sofá de mimbre.
Su vida de pareja era dos cosas: era una vida, más o menos —como mínimo era la preparación para una vida—, y era una ilustración de la vida para sus hijas. Nunca se lo habían expresado mutuamente, pero estaban de acuerdo a este respecto, y las dos versiones de la vida se entreveraban de tal forma que cuando una de ellas estaba escondida la otra se manifestaba. Querían que sus hijas, en aquellos años, tuvieran lo imposible, no en el sentido de lo inalcanzable, sino en el sentido de lo puro.
Los hijos son nuestra cosecha, nuestro cultivo, nuestra tierra. Son pájaros a los que se da suelta en la oscuridad. Son errores renovados. Pero son la única fuente de la que puede extraerse una vida más cumplida, más lúcida que la nuestra. De un modo u otro harán una cosa, irán un paso más lejos, verán la cima. Creemos en ello, en el resplandor que despide el futuro, los días que no veremos. Los hijos deben vivir, deben triunfar. Los hijos tienen que morir; es una idea que no podemos aceptar.
No hay felicidad como esta dicha: mañanas apacibles, la luz del río, el fin de semana por delante. Vivían una vida rusa, una vida fecunda, entrelazada, en la que un infortunio de uno de los miembros, un fracaso, una enfermedad, rompería el equilibrio de todos. Aquella vida era como una prenda de vestir. Su belleza estaba fuera, su calor dentro.
Nedra había hecho para el cumpleaños de Franca un mantel maravilloso, una selva de flores de papel que había recortado y pegado una por una, de los helechos y verdes más bellos imaginables. También confeccionó invitaciones, juegos, sombreros. Había sombreros de chef, sombreros de ópera, sombreros azul y oro de cobradores con nombres pintados. Sobre la mesa pendía una rana grande de papel maché llena de regalos y monedas de chocolate. Viri tocó el piano para el juego de las sillas, poniendo un cuidado escrupuloso en no mirar a las participantes nerviosas. Estaba Leslie Dahlander, estaba Dana Paum, cuyo padre era actor. Había nueve niñas en total, y ningún niño.
Un bizcocho de naranja glaseada. Nedra había hecho helado repleto de vainilla, tan espeso que se estiraba como caramelo. La casa parecía un teatro; de hecho hubo una función de Punch y Judy para coronar la fiesta, Viri y Jivan arrodillados detrás del escenario, con el guión esparcido entre ambos, los miembros fláccidos de las marionetas ordenadas conforme al orden de su aparición en escena. Sentadas en sofás, las niñas gritaban y aplaudían. Se sabían el teatrillo de memoria. En medio de ellas estaba Franca. El día de su cumpleaños estaba más hermosa que nunca. La cara le resplandecía de felicidad, brillaban sus dientes blancos. Viri la vislumbró a través de una abertura en el borde del escenario. Tenía las manos posadas en el regazo. Estaba atenta, pendiente de cada palabra.
—¿Dónde está el bebé?
—Pero cómo, ¿no le has atrapado?
—¿Atraparle? ¿Qué has hecho?
—Caramba, lo he tirado por la ventana, pensé que a lo mejor pasabas tú por delante.
Gritos alegres. Franca, radiante, era más alta que las niñas que la rodeaban. Estaba claro que era su ídolo.
Los automóviles enfilaban despacio el camino de entrada para recoger a las invitadas exhaustas, se encendían las luces en las ventanas, una bruma nimbaba la tarde. Hadji descansaba extenuado entre los desechos. Por fin había calma.
—Algunas de las niñas son encantadoras —admitió Nedra—. Me gusta mucho Dana. Pero es extraño… ¿tú crees que porque son nuestras? Franca y Danny son distintas. Tienen algo muy especial que no sé describir.
—Jivan ha leído mal la mitad del texto.
—Oh, la función ha sido preciosa.
—Ha pisado a Scaramouche; por error, desde luego.
—¿Cuál es Scaramouche?
—Es el que dice: Le haré pagar por mi cabeza, señor.
—Oh, qué pena.
—Puedo arreglarlo —concedió Viri.
La habitación estaba silenciosa, sembrada de papelitos. Los sucesos del día poseían ya una especie de contorno luminoso. La rana, como una remesa de mercancías dañadas, estaba despedazada encima de la mesa, destrozada por incontables golpes.
Nedra prepararía la cena al cabo de un rato. Cenarían juntos, algo ligero: una patata cocida, fiambres, lo que quedaba de una botella de vino. Las niñas se sentarían aturdidas a la mesa, con una sombra de fatiga debajo de los ojos. Nedra se daría un baño. Como quienes lo han dado todo de sí mismos —actores, campeones de atletismo—, sucumbirían a esa apatía que produce sólo la culminación de una empresa.