A Jivan le encantaban las niñas. Ellas le enseñaban sus juegos, sabían que aprendería a jugarlos en seguida. Él no se rebajaba; se convertía en un niño. Tenía tiempo para eso. Encarnaba las virtudes sencillas de una vida vivida a solas. Tenía tiempo para todo: para cocinar, para las plantas.
Vivía en un local comercial vacío que antes había sido una farmacia. Una larga y serena habitación delantera, con las ventanas veladas por bambú y un vergel de plantas. De noche apenas se podía fisgar dentro. Parecía un restaurante donde se demoraban los últimos clientes. De la pared colgaba una bicicleta de carreras. Un alsaciano blanco pegaba el hocico, silencioso, sin ladrar, contra el cristal de la puerta. Había jaulas con pájaros y un loro gris que extendía las alas.
—Perruchio —decía Jivan—, haz el ángel.
Nada.
—El ángel, el ángel —decía—. Fa Vangelone.
Como un gato que estira sus zarpas, el loro desplegaba despacio sus alas y su plumaje. Su cabeza de perfil presentaba un solo ojo negro y despiadado.
—¿Por qué se llama Perruchio? —preguntó Danny. Cuando ella trataba de acercarse, el loro se desplazaba de costado, un paso detrás de otro.
—Se llamaba así cuando lo compré —dijo Jivan.
Jugaba a las veinte preguntas. Su instrucción constaba de lo más elemental: libros. No leía narrativa, sólo publicaciones, cartas, biografías de grandes personajes.
—De acuerdo —dijo—. ¿Estás lista? Tengo uno.
—Un hombre —dijo Danny.
—Sí.
—Vivo.
—No.
Una pausa mientras ellas abandonaban la esperanza de que fuese fácil.
—¿Tenía barba?
Las preguntas de las niñas eran siempre oblicuas.
—Sí, tenía barba.
—¡Lincoln! —exclamaron.
—No.
—¿Tenía familia numerosa?
—Sí.
—¡Napoleón!
—No, no es Napoleón.
—¿Cuántas preguntas llevamos?
—No sé… cuatro, cinco —dijo él.
Les llevaba regalos, cajas que habían contenido jabones caros, naipes de miniatura, cuentas griegas. Se presentó a cenar un atardecer de octubre, aplastando con los pies la gravilla fría, con una botella de vino en la mano. Se acercaba el otoño; se sentía en el aire.
Hadji estaba tendido de lado a la sombra de un arbusto cuyas hojas oscuras le tocaban.
—Hola, Hadji, ¿cómo estás? —Se paró a hablarle como a una persona. Hubo un débil movimiento cerca del trasero del perro, un compás en el rabo ausente—. ¿Qué haces, descansando un rato?
Entró en la casa con seguridad pero correcto, como un pariente que conoce el sitio. Respetaba los conocimientos de Viri, su historial, la gente que conocía. Se había vestido pulcramente, con pantalones grises como los que se venden en una cadena de grandes almacenes, un fular, una camisa blanca.
—Hola, Franca —dijo. La besó con naturalidad—. Hola, Dan.
Tendió la mano, sonriente, a Viri.
—Yo te tengo el vino —se brindó Viri. Examinó la etiqueta—. Mirassou. No lo conozco.
—Me lo recomendó un amigo de California —dijo Jivan—. Tiene un restaurante. Ya sabes cómo son los libaneses. Cuando van a alguna parte, lo primero que hacen es buscar un buen restaurante, y luego siempre van allí, no pisan ningún otro. De eso le conozco. Iba a comer allí. Cuando estaba en California iba todas las noches.
—Hay cordero de cena.
—Tiene que estar muy rico con cordero.
—¿Te apetece un San Rafael? —le preguntó Nedra.
—Me gustaría, sí —dijo él—. Bueno —le dijo a Danny—, ¿qué tal te ha ido?
Estaba menos a gusto con ellas cuando su padre estaba presente.
—Quiero enseñarte algo que estoy haciendo —dijo ella.
—¿Qué es?
—Un bosque.
—¿Qué clase de bosque?
—Te lo enseño —dijo ella, cogiéndole de la mano.
—No —dijo Viri—. Tráelo aquí.
Los dos hombres eran casi de la misma altura, de la misma edad. Jivan poseía menos aplomo. Se sentaron como si uno fuese el dueño de una gran mansión y el otro su jardinero. El uno aguardaba a que el otro abordara un tema, que le autorizase a hablar.
—Empieza a hacer frío —comentó Viri.
—Sí, las hojas ya empiezan a caer —asintió Jivan.
—No tardarán mucho. Me gusta el invierno —dijo Viri—. Me gusta esa sensación de que te envuelve.
—¿Cómo está Perruchio? —preguntó Franca.
—Le estoy enseñando a colgar cabeza abajo.
—¿Cómo lo haces?
—Como un murciélago —añadió Jivan.
—Me gustaría verlo.
—Bueno, cuando aprenda.
Nedra le llevó la bebida.
—Gracias —dijo él.
—¿Quieres más hielo?
—No, está bien así.
A Nedra no le costaba nada ser amable, o lo era fácilmente o no lo era en absoluto. Jivan dio un sorbo. Limpió el fondo del vaso antes de posarlo. Era propietario de una pequeña empresa de mudanzas y guardamuebles. Su camión estaba inmaculado. Las mantas formaban una pila ordenada, los parachoques no estaban abollados.
A mediodía, dos veces por semana, y a veces más a menudo, ella se acostaba en la cama de Jivan en la tranquila habitación trasera. Sobre la mesa, junto a su cabeza, había dos vasos vacíos, sus pulseras, sus anillos. No llevaba nada encima; tenía las manos, las muñecas desnudas.
—Me encanta el sabor de esto —dijo ella.
—Sí —dijo Jivan—. Es curioso, nadie más lo prepara.
—Es nuestra bebida favorita.
Mediodía, el sol más allá del techo, las puertas cerradas herméticamente. Ella se perdía, se echaba a llorar. Él se lo hacía con el mismo ritmo regular, como un monólogo, como un chirrido de remos. Los gritos de ella no tenían fin, sus pechos estaban duros. Emitía los sonidos de una yegua, un perro, una mujer que huye para salvar la vida. Tenía el cabello esparcido a su alrededor. Él no alteraba su cadencia.
—Viri, enciende el fuego, ¿quieres?
—Ya lo hago yo —se ofreció Jivan.
—Creo que hay algo de leña en el cesto —dijo Viri.
Ella le veía muy arriba, encima de ella. Aferraba las sábanas con las manos. Al cabo de tres, cuatro, cinco acometidas amplias que recorrieron los grandes meridianos del cuerpo femenino, él se derramó en un chorro enorme, como un vaso de agua. Yacieron en silencio. Durante un largo rato él permaneció inmóvil, como un jinete a caballo en el otoño, abrazado a ella, extenuado, soñando. Juntos se sumieron en un sueño profundo, de miembros pesados. Ella tenía los pezones más grandes, más blandos, como si estuviese embarazada.
El fuego prendió, crepitaba, se enroscaba entre los gruesos leños; Jivan estaba arrodillado ante ellos. Franca le observaba. No dijo nada. Lo sabía ya, como sabe un gato, cualquier animal; latía en su sangre. Era una niña todavía, por supuesto; sus miradas eran breves, intrascendentes. Carecía de poder, sólo poseía el germen, el hueco donde florecería. Había ya aprendido lo que significaba decir el nombre de Jivan, haciendo una pausa ingenua. Su madre sentía afecto por él, Franca lo sabía y percibía en Jivan un calor distinto del de su padre, aunque menos familiar, menos insípido. Estaba segura de que la atención y los pensamientos de Jivan no estaban muy lejos, incluso cuando estaba haciendo algo con Danny, como era el caso ahora, en que miraba el paisaje en miniatura que ella había hecho con piedras y ramitas de pino.
A Nedra la despertaron poco a poco roces como en sueños, livianos como plumas. Hizo un esfuerzo para emerger, reponerse. Le costó media hora. El sol de la tarde bañaba las cortinas, la voz del día había cambiado. Él alargó un brazo hacia la luz. Ella mantuvo el suyo junto al de él. Se miraron los brazos con una mutua, vaga curiosidad.
—Tu mano es más pequeña.
Ella acercó su mano a la de él, como para compararse.
—Tus dedos son mejores —dijo él. Eran largos y pálidos, afloraba el hueso—. Los míos son cuadrados.
—Los míos también —dijo ella.
—Los míos son más cuadrados.
Almuerzo, brandy, café. Ella amaba el aislamiento de aquel comercio que había sido abandonado, en uno de los lados de una calle en pendiente. La embargaba una sensación de paz, de logro. Había recibido bondad y ahora la irradiaba, como una piedra para calentar la cama por la noche. Salió a la calle por la puerta lateral. Los árboles antiguos, gigantescos, con el tronco marcado como reptiles, habían reventado la acera. Sólo habían caído unas pocas hojas. El tiempo seguía siendo templado, en la última hora del verano.
Jivan era ligero, era trivial. Profesaba culto a esos emblemas norteamericanos de la sosa clase media, zapatos, suéteres de tonos pastel, corbatas de punto. Ella usaba el coche de él cuando el suyo estaba averiado. Él la reñía por el uso negligente que hacía del vehículo, por los suelos regados de papeles, las abolladuras que aparecían en un costado. Ella le sonreía, se disculpaba. Hacía lo que le venía en gana.
Él ambicionaba ser propietario. Tenía la astucia para conseguirlo. Era dueño del local en que vivía y estaba comprando una casa con cuatrocientas áreas cerca de New City. Acumulaba callada, pacientemente, como una mujer.
—Me interesa tu casa —dijo Nedra.
—Sí, ¿dónde está, exactamente? —preguntó Viri.
No era gran cosa, dijo Jivan, una casa muy pequeña, pero el terreno era bonito. Era más un estudio que una vivienda. Pero había un arroyo, con un puente de piedra derruido.
Estaban cenando. Bebieron el Mirassou. Franca tomó medio vaso. Su expresión parecía de una sensatez extraordinaria a la luz suave, y sus facciones indestructibles.
—Lo llevas en la sangre lo de ser propietario, ¿verdad? —dijo Nedra.
—Creo que depende de cómo te educan. Pero en la sangre… puede que también haya algo de eso. Me acuerdo de mi padre —dijo—. Me dijo: «Jivan, quiero que me prometas tres cosas». Yo era un niño, y dijo: «Jivan, ante todo, prométeme que nunca serás jugador. Nunca». Yo tenía siete u ocho años.
Y él me estaba diciendo que nunca jugase. «Si tienes que jugar —dijo— juega con el rey del juego. Lo encontrarás en la calle, desnudo, lo ha perdido todo, hasta la ropa».
«“En segundo lugar…”. Yo seguía imaginándome a aquel rey del juego, a aquel mendigo, pero mi padre continuó: “En segundo lugar, que nunca irás de putas”. Discúlpame, Franca. Yo tenía ocho años, ni siquiera sabía de lo que estábamos hablando. “Nunca”, dijo. “Prométemelo. Pero si vas, vete sólo por la mañana; es cuando no están pintadas ni empolvadas, y así las verás cómo son realmente, ¿entiendes?”. “Sí”, le dije. “Sí, padre”. “Bien —dijo él—, y la tercera cosa es, escucha: pinta siempre una casa antes de venderla”».
Jivan era moreno, sabía cantidad de historias como la serpiente de los mitos; cada diente blanco contenía una historia y cada historia otras cien más, él las llevaba todas dentro, entretejidas, latentes. No se puede vencer al extraño centelleante de leyendas. En cuanto los ha vertido, esos himnos, esas bromas, esas mentiras se mezclan con el aire y se respiran, no es posible filtrarlos. Él es como la proa de un barco que surca mares de sueño. El silencio es misterioso, pero las historias nos llenan como el sol. Son igual que fragmentos cuyos reflejos reposan como piezas rotas; si las juntas comienza a fraguarse una forma más grande y surge la historia de historias.
—Mi padre murió —dice Jivan—, pero mi madre todavía vive. Es una mujer maravillosa, mi madre. Lo sabe todo. Tiene una casa con un jardincito, no lejos del mar. Todas las mañanas bebe un vaso de vino. Nunca ha salido de su ciudad. Es como… ¿quién era?: Diógenes. En la ciudad de provincias, con sus árboles en la plaza, es tan feliz como nosotros en el corazón de la gran capital.
—¿Diógenes? —dijo Viri.
—Sí, ¿no es aquel que vivía en un tonel?