Marcel-Maas vivía en un granero de piedra inacabado, en gran parte construido con sus propias manos. Era pintor. Exponía su obra en una galería, pero prácticamente era desconocido. Tenía una hija de diecisiete años. Su esposa —la gente la encontraba rara— estaba en los últimos años de la juventud. Era como una cena suculenta dejada sin acabar en mitad de la noche. Era una mujer suntuosa, pero los invitados se habían ido. Las mejillas empezaban a temblarle cuando caminaba.
Barba tupida, nariz verrugosa, chaqueta de pana, largos silencios: así era Marcel-Maas. Ahora consagraba al lienzo todos sus esfuerzos; los marcos de las ventanas se estaban descascarillando, las paredes del interior estaban mugrientas. No reparaba nada, ni siquiera una gotera; rara vez salía, no conducía un coche. Aborrecía viajar, decía.
Su mujer era una yegua suelta en un campo. Aguardaba la locura, dilapidando su vida en los pastos. Iba a la ciudad, a los almacenes Bloomingdale, al ginecólogo, a los proveedores de material artístico. Algunas tardes veía una película.
—Viajar es una tontería —anunció Marcel-Maas—. Lo único que ves es lo que ya llevas dentro.
Estaba en zapatillas. El pelo negro le colgaba suelto.
—No estoy de acuerdo, en general —dijo Viri.
—Los únicos que sacarían provecho del viaje, las personas sensibles, no necesitan viajar.
—Eso es como decir que las personas que podrían beneficiarse de la educación no necesitan educarse —dijo Viri.
Marcel-Maas guardó silencio.
—Eres demasiado literal —dijo, por último.
—A mí me encanta viajar —comentó su mujer.
Silencio. Marcel-Maas no le hizo caso. Ella estaba de pie junto a la ventana, mirando el día, bebiendo un vaso de vino tinto.
—Robert es la única persona que conozco a quien no le gusta —dijo. Siguió mirando por la ventana.
—¿Qué viajes has hecho tú? —dijo él.
—Una buena pregunta, francamente.
—Hablas de algo de lo que no sabes nada. Has leído al respecto. Has leído sobre esos médicos que van con sus mujeres a Europa. Los empleados de banco van a Europa. ¿Qué hay en Europa?
—¿De qué estás hablando? —dijo ella.
La hija de ambos apareció en la puerta. Tenía brazos delgados, un cuerpo enjuto, pechos pequeños. Sus ojos azules eran fascinantes.
—Hola, Kate —dijo Viri.
Ella estaba ocupada en morderse la uña de un pulgar. Estaba descalza.
—Voy a decirte lo que hay en Europa —continuó su padre—. Los detritos de civilizaciones fracasadas. Clubs nocturnos. Pulgas.
—¿Pulgas?
—Ha venido Jivan —dijo Kate.
Nora Marcel-Maas apretó la cara contra el cristal para mirar fuera.
—¿Dónde está?
—Acaba de aparcar.
Oyeron abrirse la puerta.
—Hola —llamó una voz.
—¡Aquí dentro! —gritó Marcel-Maas.
Le oyeron llegar por el pasillo. La cocina era la habitación más cálida del granero; los pisos de arriba no tenían calefacción todavía.
Jivan era bajo. Era flaco, como los chicos que se ven holgando en plazas de México y países más al sur. Era uno de esos chicos, pero con modales, con prendas de vestir recién compradas.
—Hola —dijo, al entrar—. Hola, Kate. Te has puesto guapísima. Déjame verte. Date la vuelta. —Ella obedeció sin vacilar. Él le cogió la mano y se la besó como un ramo de flores—. Robert, tu hija es una maravilla. Tiene corazón de cortesana.
—No te preocupes. Va a casarse.
—Pensé que sólo era una prueba —se quejó Jivan—. ¿No es eso?
—Más o menos —dijo ella.
—Viri —dijo Jivan—. He visto tu coche. Por eso me he parado. ¿Cómo estás?
—¿Has venido en moto?
—¿Quieres que te dé otra clase?
—Creo que no.
—No fue nada, aquel pequeño accidente.
—Me gustaría probar otra vez —dijo Viri—, pero todavía me duele el costado.
Jivan aceptó un vaso de vino. Tenía las manos pequeñas, las uñas aseadas, la cara tersa como la de un niño.
—¿Dónde has estado, en la ciudad? —preguntó Marcel-Maas.
—¿Dónde está Nora?
—Estaba aquí hace un minuto.
—Sí, acabo de volver —dijo Jivan—. He pasado allí la noche. Fui a una especie de recepción… un rollo libanés. Se me hizo tarde y me quedé a dormir. Son muy extrañas, las norteamericanas —dijo. Se sentó y sonrió cortésmente. Con él frecuentabas cafés y restaurantes insulsos, caldeados por el murmullo de charlas. Volvió a sonreír. Tenía dientes fuertes. Dormía con un cuchillo en la cabecera de la cama.
—Verás, he conocido a una mujer —dijo—. Estuvo casada con un embajador o algo así, es rubia, en la treintena. Después de la fiesta fuimos cerca del sitio donde iba a hospedarme. Había un bar y le pregunté, como si tal cosa, si le apetecía tomar allí una copa. No te imaginas lo que me dijo. Dijo: «No puedo. Tengo la regla».
—¿No te has hartado de ellas? —dijo Marcel-Maas.
—¿Hartado? ¿Te puedes hartar?
—Para ti todas son como lukum.
—Locum —le corrigió Jivan—. Rahat locum. Significa delicia turca —tradujo—. Engorda mucho. A Robert le gusta cómo suena. Un día te traeré una rahat locum. Así sabrás lo que es.
—Ya sé lo que es —dijo Marcel-Maas—. He comido cantidad.
—No la auténtica rahat.
—La auténtica.
Jivan era amigo suyo, solía decir Marcel-Maas. No tenía más amigos, ni siquiera su mujer. De todos modos, iba a divorciarse de ella. Era una neurótica. Un artista tenía que vivir con una mujer sin complicaciones, como la de Bonnard, que posaba sólo con el calzado puesto. Lo demás venía por añadidura. Por «lo demás» entendía un almuerzo caliente todos los días, sin el cual no podía trabajar. Se sentaba a la mesa como un peón irlandés, con las manos sucias y la cabeza gacha, patatas, carne, gruesas rebanadas de pan. Comía en silencio, no había bromas con él, esperaba que las cosas se resolviesen solas mientras almorzaba, que cuajaran en algo inesperado e interesante como la capa de finas burbujas sobre la pierna en el baño.
—¿Dónde está tu madre, Kate? —dijo—. ¿Dónde se ha metido?
Kate se encogió de hombros. Tenía la languidez de un recadero, de alguien imposible de ofender. Había sobrellevado dormitorios sin estufa, facturas sin pagar, la fuga de su padre, sus regresos, los pájaros hermosos que él había tallado con madera de manzano y pintado y puesto encima de su cama. Él le había dedicado muchísimo tiempo cuando era una niña. Ella se acordaba de algo. Había vivido en las ondas de color que él había elegido, las había absorbido como se absorbe el sol. Había visto en el suelo los cuadernos de bocetos rotos, con huellas de pisadas en las hojas, y le había encontrado despatarrado y borracho en la habitación de ella, con la cara contra los gruesos tablones de picea. Ella no le traicionaría nunca; era impensable. Él no le pedía nada. A lo largo de todos aquellos años, había presenciado los golpes que él había sufrido, como en una pelea callejera. Él no se quejaba. Alguna que otra vez hablaba de pintura, de podar los árboles. Había en él la santidad de un hombre que no se miraba nunca al espejo, que tenía pensamientos deslumbrantes, aunque analfabetos, y sueños inmensos. Les había dado cada centavo que ganaba, y ellas lo gastaban.
Su novio de California era pintor. Mientras la música llenaba el aire, fumaban durante días seguidos. Trasnochaban, dormían la mitad del día. Su padre no le había enseñado nada a Kate, pero la estofa de que estaba hecha la vida de Marcel-Maas era la única que a ella le parecía buena; la portaba como él llevaba a veces sus zapatos viejos: tenía pies muy pequeños.
—Bueno, ¿dónde está? —preguntó—. Cuando trabajas no te puedes librar de ella. Cuando quieres verla se marcha. ¿Por qué no le dices que ha venido Jivan?
—Oh, ya lo sabe —contestó Kate.