9

Estaban sentados en el restaurante del modo que él prefería, en el mismo lado de la mesa. Las arrugas del mantel eran recientes, y la sala resplandeciente de luz.

—¿Te apetece vino? —preguntó.

Ella llevaba un vestido sin mangas de color ciruela —septiembre es un mes caluroso en Nueva York— y un collar de plata como follaje, como un enjambre de íes. Él se fijaba en todo, se alimentaba de ello: los rebordes de sus dientes, su olor, sus zapatos. La sala estaba atestada, desbordante de charlas.

Él también hablaba. Se excedió explicando, pero no pudo evitarlo. Una cosa llevaba a la otra, la inspiraba, la historia de Stanford White, la ciudad como era antiguamente, las iglesias de Wren. No inventaba nada; brotaba de él. Ella asentía y contestaba con su silencio, bebía el vino. Recostaba los codos en la mesa; su mirada la debilitaba. Estaba absorta, casi hipnotizada. Era inteligente, eso era lo que la volvía extraordinaria. Aprendía, asimilaba. Él sabía que ella no llevaba nada debajo del vestido; de Beque se lo había dicho.

El apartamento de ella era de un periodista ausente durante un año. Libros, lápices afilados, leña apilada en orden para el invierno, todo lo necesario. Había ejemplares de Der Spiegel, esquís blancos Kneissl. Ella cerró la puerta tras sí y corrió el cerrojo. A partir de aquel primer momento, de aquel acto trivial y frío, fue como si empezara una especie de película, una película muda, casi titilante, con pasajes estúpidos que no obstante les consumían y se tornaban reales.

La habitación era amplia. Fotos de amigos en la pared, de barcos, fiestas, tardes en Puerto Marques. Una radio de plástico con las ciudades de Europa impresas en el dial. La odisea de Kazantzakis. Los bordes rojos y azules de sobres de correo aéreo. Los Ecrits intimes de Vailland. En el nicho donde estaba la cama, un espejo enmarcado de plata repujada, pájaros tallados, una página doble impresa a mano.

—Parece México —dijo Viri. La voz parecía salirle a empellones, carecía de tono—. ¿Son tuyos estos esquís? —preguntó.

—No.

Como sin ningún motivo, ella entonces le besó. Se quitó los zapatos, primero uno y después el otro, que cayeron al suelo y rodaron. Sus pies eran aristocráticos, bien hechos. El sonido tenue de una cremallera. Ella se giró y levantó los brazos.

El amplio lecho de la tarde, la penumbra de cortinas corridas. Él se estaba escabullendo de su ropa, que caía formando un revoltijo. Ella le esperaba tendida. Parecía tranquila, remota. Él le tocó la frente con la suya como un criado, como un creyente en Dios. No podía hablar. Le abrazó las rodillas.

Era un apartamento trasero, que daba a patios con árboles todavía sin hojas. Los rumores de la calle habían cesado. Ella tenía la cabeza ladeada hacia un costado, la garganta desnuda. Su calidad de mujer nueva le ahogaba. En algún lugar cerca de la cama empezó a sonar el teléfono. Tres timbrazos, cuatro. Ella no lo oía. Dejó de sonar, por fin.

Despertaron mucho más tarde, débiles, indultados. Ella tenía la cara hinchada de amor. Habló sin inmutarse.

—¿Qué te parece México?

Él respondió finalmente.

—Es una ciudad bonita —dijo.

Se metió en el baño. Vio en la penumbra su propio reflejo como si fuera el de otro hombre, un atisbo triunfal que le retuvo mientras el agua inundaba la bañera. Su cuerpo estaba en la sombra. Parecía fuerte, como el de un boxeador o un yóquey. No era un hombre de ciudad; de pronto era primitivo, firme como una rama. Nunca había estado tan exultante después del amor. Todas las cosas sencillas habían encontrado su voz. Era como si estuviera entre bastidores durante una gran obertura, solo, en semipenumbra pero oyéndolo todo.

Ella pasó por delante, desnuda, y su piel rozó la suya. Le abrumaba esta imagen de ella, no lograría memorizarla, no le bastaría. Ella era indiferente a su presencia. Su desnudez femenina era densa, adulta; sus nalgas brillaban como las de un chico.

Entró en el agua y se recogió el pelo. Él estaba sentado fuera, con las rodillas dobladas, contento.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Es como hacer el amor por segunda vez.

Él recorrió con la mirada el apartamento bien organizado. Hay mujeres que viven esmeradamente, que son astutas, que dan un paso sólo cuando el suelo es firme debajo de sus pies. Ella no era una de ellas. Había collares colgados a la ventura cerca del espejo, y sus ropas y cigarrillos estaban desperdigados. Él encendió la televisión sin poner sonido. El decorado era extranjero, los colores intensos y hermosos. Le pareció que se hallaba en otra parte, en una ciudad europea, en un tren. Había entrado en aquella habitación donde había una mujer que le estaba esperando, una mujer inteligente que sabía por qué había ido.

Ella observaba recostada en la entrada, con las caderas circundadas de blancura y el oscuro mechón de pelo. Él ansiaba mirarla, pero estaba avergonzado. De alguna manera desesperaba de que ella se le entregase. Sabía que la estaba devorando, como un zorro.

—¿Crees que debería volver a la oficina? —dijo ella.

—Quizá fuese mejor que no volviéramos al mismo tiempo. —Recogió su reloj—. Dios mío —murmuró—. Son casi las cuatro. ¿Por qué no vuelves hacia las cuatro y media? Di que has estado en el dentista o algo parecido.

—¿Crees que se darán cuenta?

—¿Darse cuenta? —dijo él. Había empezado a vestirse lentamente—. Probablemente ya lo han hecho.

Él la observó peinarse. Ella le vio en el espejo, sin sonreír apenas. Era su silencio, su sumisión lo que a él le abrumaba. Pensó que ella no quería nada; lo permitiría todo. No podía mirarla sin pensar en ello, sin llenarse de deseo. Era como si ella estuviese extraviada. Temía molestarla, prestarle ayuda. Era como si ella no le hubiese visto todavía. ¿Cuánto podía durar? ¿Cuánto tiempo haría falta para que ella le reconociese, conociera sus pensamientos? Temía el brillo súbito de un reloj de pulsera, el destello de una sonrisa, el sol en el tapacubos de un coche, cualquier poderosa emanación masculina que la despertase. Quería seguir poseyéndola aun cuando no creyese en ello, sentir la confianza de la que todo dependía. Quería ser invulnerable, incluso durante una hora, admirarla mientras ella yacía de bruces, hablarle en voz baja como se habla a un niño. Le colocaba una almohada debajo, la doblaba con sumo cuidado. Nadaban en lentitud. Parecía que eran necesarios cinco minutos para arrodillarse entre las piernas de ella. Ella estaba extendida debajo y él le ponía la mano en el cuerpo para sosegarla…

La dejó en la esquina, cerca del museo. Ella esperaba el cambio del semáforo. Los edificios que él atravesaba parecían extrañamente muertos, y la calle, aun bañada por el sol, parecía desnuda. Se volvió a mirar una vez más. De pronto, no supo por qué —ella estaba cruzando sola la ancha avenida—, toda su incertidumbre se disipó. Echó a correr y la alcanzó en las escaleras.

—He decidido acompañarte —dijo. Su voz era entrecortada; logró aquietar la respiración—. Hay una sala de joyería egipcia, una sala preciosa, que quería enseñarte. ¿Sabes quién es Isis?

—Una diosa —dijo ella.

—Sí. Otra más.

Ella bajó la cabeza en un gesto de satisfacción profunda. Lo miró y sonrió.

—Ella también es una diosa, ¿eh? Las conoces a todas.

Él percibía claramente su amor. Comprendió que ella era suya. Jamás se había sentido más feliz, más seguro.

—Hay muchas cosas que quiero enseñarte.

Ella le siguió al interior de las grandes galerías. Él la guiaba por el codo, tocándola a menudo, el hombro, la región lumbar. A la postre ella le olvidaría; sería su manera de vencer.

La llevó a casa en el ocaso luminoso. Estaban anunciando las cotizaciones al cierre de la bolsa, los árboles guardaban los residuos del día.

Nedra estaba sentada a una mesa del cuarto de estar, con notas esparcidas ante ella. Escribía algo.

—Un cuento —dijo—. ¿Había mucho tráfico?

—No mucho.

—Tienes que ilustrármelo —dijo, con cierta euforia extraña. Cerca del codo tenía un San Rafael. Nedra levantó la vista—. ¿Te apetece uno?

—Daré un sorbo del tuyo. No, pensándolo mejor, me tomaré uno.

Ella parecía tranquila y confiada; no sabía nada, él estaba seguro. Fue a prepararle el cóctel. Se sintió aliviado. Era como una liebre, por fin a salvo en su madriguera. La vislumbró cruzando el pasillo y le embargó un gran cariño, afecto por sus caderas, su cabello, las pulseras que llevaba en la muñeca. En cierto modo él era de repente igual a ella; su amor por ella no dependía solamente de ella, era más vasto, un amor a las mujeres, en gran medida no correspondido, un amor inalcanzable que él concentraba en aquella criatura terca y misteriosa, pero no sólo en ella. Había dividido su tormento; por fin lo había escindido.

Nedra volvió con la bebida y se sentó en una butaca confortable.

—¿Has trabajado mucho hoy?

—Pues sí. —Dio un sorbo a la copa—. Está delicioso. Gracias.

—¿Y ha ido bien el trabajo?

—Más o menos.

—Hum.

Ella no sabía nada. Ella lo sabía todo, brotó de golpe la idea, ella no decía nada por pura lucidez.

—¿Qué has hecho hoy? —preguntó él.

—He tenido un día maravilloso, realmente. He estado escribiendo el cuento de la anguila para Franca y Danny. No me gustan los libros que les dan en la escuela. Quiero hacer uno mío. Déjame que te lo lea. Voy a buscarlo.

Sonrió a Viri antes de levantarse, fue una sonrisa amplia, comprensiva.

—La anguila… —dijo él.

—Sí.

—Eso es muy freudiano.

—Ya sé, pero, Viri, no creo en esas cosas. Creo que es bastante limitado.

—Limitado. Bueno, claramente limitado, pero el simbolismo es muy claro.

—¿Qué simbolismo?

—O sea es una polla clarísima —dijo él.

—Detesto esa palabra.

—Es inofensiva.

—No, no lo es.

—Bueno, las hay peores.

—No me gusta, simplemente.

—¿Cuál te gusta?

—¿Qué palabra?

—Sí.

—Inimitable —dijo ella.

—¿Inimitable?

—Sí. —Se echó a reír—. Tenía una gran inimitable. Escucha lo que he escrito.

Le mostró el dibujo que había hecho. Era sólo para dar una idea; el de él sería mejor.

—Oh, Nedra —dijo él—, es precioso.

Una extraña, serpeante criatura de líneas elegantes, engalanada con flores.

—¿Con qué tipo de lápiz lo has hecho? —dijo él.

—Con uno fabuloso. Mira. Lo he comprado.

Él lo estaba examinando.

—Tiene diferentes puntas —explicó ella.

—Es una anguila maravillosa.

—Durante siglos, Viri —dijo ella—, nadie sabía nada de ellas. Eran un absoluto misterio. Aristóteles escribió que no tenían sexo, ni huevos ni semen. Dijo que emergían, ya crecidas, del mar. Durante miles de años se aceptó esa versión.

—¿Pero no ponen huevos?

—Te lo contaré todo al respecto —prometió ella—. Hoy, todo el día, he estado dibujando esta anguila. ¿Te gustan las flores?

—Sí. Muchísimo.

—Tú dibujas mucho mejor que yo, tu anguila será fantástica. Además, tienes razón, la anguila es algo masculino, pero las mujeres también la comprenden. Las fascina.

—Eso he oído decir —murmuró él.

Escucha…

Él estaba vacío, en paz. Las ventanas oscurecidas conferían brillo a la habitación. Él venía del mar, de una travesía emocionante. Se había estirado la ropa, cepillado el pelo. Estaba lleno de secretos, engaños que le hacían completo.

—«La anguila es un pez —leyó ella— que pertenece al orden Anguilliformes. Es de color marrón y aceituna, con lomos amarillos y el vientre pálido. La anguila macho vive en puertos y ríos. La hembra vive lejos del mar. La vida de las anguilas fue siempre un misterio. Nadie sabía de dónde procedían ni adónde iban».

—Eso es un libro —dijo él.

—Un libro o un cuento. Sólo para nosotros. Me encantan las descripciones. «Viven en agua dulce —prosiguió—, pero una vez en sus vidas, una sola vez, van al mar. Hacen el viaje juntas, el macho y la hembra. No vuelven nunca».

—Eso es exacto, por supuesto.

—«La anguila procede de un huevo. Después es una larva. Flotan en la corriente del océano, no miden más que medio centímetro de largo y son transparentes. Se alimentan de algas. Al cabo de un año o algo más llegan finalmente a la costa. Aquí se desarrollan hasta convertirse en angulas, y aquí, en la desembocadura de los ríos, las hembras abandonan a los machos y viajan río arriba. Las anguilas se alimentan de cualquier cosa: peces muertos y animales, cangrejos de río, quisquillas. Se ocultan en el limo durante el día y comen durante la noche. En el invierno hibernan».

Dio un sorbo de la copa y continuó.

—«La hembra vive así durante años, en estanques y corrientes, y luego, un día del otoño, se detiene y ayuna. Su color se vuelve negro o casi negro, el hocico se le afila, los ojos se le agrandan. Avanza de noche y descansa de día, y a veces cruza praderas y campos en su viaje río abajo hacia el mar».

—¿Y el macho?

—«Se reúne con el macho, que ha pasado toda su vida cerca del estuario y juntas, por centenares de miles, regresan al lugar donde nacieron, el mar de algas, el mar de los Sargazos. Se aparean a profundidades insondables y mueren».

—Nedra, eso suena a Wagner.

Hay anguilas comunes, congrios, anguilas serpiente, anguilas de cola en punta, toda clase de anguilas. Nacen en el mar, viven en agua dulce y regresan al mar para reproducirse y morir. ¿No te conmueve?

—Sí.

—No sé cómo acabar.

—Quizá con un dibujo bonito.

—Oh, habrá dibujos en cada página —dijo ella—. Quiero que esté lleno de dibujos.

Viri sentía los ojos cansados.

—Quiero dibujarlas en papel blanco, gris. Dibuja una aquí.

Las niñas bajaban la escalera.

—¿Una anguila? —dijo él.

—Aquí hay cantidad de ilustraciones.

—¿Ellas pueden ver lo que hago?

—No —dijo ella—. Tiene que ser una sorpresa.

Cenaron en un restaurante chino muy concurrido los fines de semana, pero aquella noche estaba casi vacío. Los menús estaban desgastados y desgarrados por el pliegue. Tomaron sendos vodkas y enseñaron a las niñas el modo de manejar los palillos. Sirvieron los platos en la mesa y los destaparon: gambas y guisantes, estofado de pollo, arroz. Dos vidas son perfectamente naturales, pensó Viri, mientras cogía una castaña de agua. Entretanto hablaba de China: leyendas de emperadores, los barcos de recreo de piedra de Peiping. Nedra parecía vigilante, callada. De pronto él se puso alerta y casi enmudeció, temiendo traicionarse. Había pasado por alto algo, trató de pensar qué era, algo que ella había advertido por casualidad. Le asaltó la culpa del inexperto, como una falsa enfermedad. Procuró conservar la calma, el realismo.

—¿Queréis tomar postre? —preguntó.

Llamó al camarero, que llevaba una etiqueta con su nombre en la chaqueta.

—¿Kenneth? —dijo Viri, sorprendido.

—Kennif —confirmo el chino.

—Ah, sí. Kenneth, ¿qué hay de postre? ¿Tienen galletas de la fortuna?

—Oh, sí, señar.

—¿Kumquats?

—No kumquat —dijo Kenneth.

—¿No kumquat?

Jerro —dijo, apaciguador.

—Entonces galletas —dijo Viri.

Esperaba tumbado en la cama, con un pijama limpio. Sus zapatos estaban en el armario, y había guardado la ropa. El frescor de la almohada debajo de su cabeza, la sensación de cansancio y de bienestar que le invadía: inspeccionaba esas cosas como si fueran advertencias. Resignado y cauteloso, se aprestaba para el golpe.

Nedra ocupó su sitio junto a él. Viri guardaba silencio; no podía cerrar los ojos. La presencia de Nedra era la garantía definitiva de orden y de santidad, como aquellos grandes dirigentes que eran los últimos en dormir. La casa estaba en silencio, las ventanas oscuras, sus hijas estaban acostadas. En el dedo de Nedra, cerca de él, había un anillo conyugal de oro, un dedo quizá manchado de tinta, un dedo que él ansiaba acariciar, que no tenía el valor de tocar.

Estaban acostados juntos en la oscuridad. En una gaveta del escritorio, sepultada en el fondo, había una carta compuesta de frases recortadas de revistas y periódicos, una carta de amor encolada con chistes y sugerencias apasionadas, una carta famosa enviada desde Georgia antes de que se casaran, cuando Viri estaba en el ejército, compungido y solo. Había abejas que anidaban en el invernadero, erosión a lo largo de la ribera del río. En una cómoda de niño, dentro de una caja con cuatro patitas, había collares, sortijas, una estrella de mar dura como madera. En la casa había una abundancia de acuario, la llenaban los ritmos del sueño, miembros sin fuerza, bocas entreabiertas.

Nedra estaba despierta. De repente se incorporó sobre un codo.

—¿Qué es ese olor asqueroso? —dijo—. ¿Hadji? ¿Eres tú? El perro estaba tendido debajo de la cama.

—Sal de ahí —le gritó ella.

Hadji no se movió. Ella repitió la orden. Por fin, con las orejas gachas, el perro salió.

—Viri —suspiró ella—. Abre la ventana.

—Sí, ¿qué es?

—Tu maldito perro.