6

—Bruce Ettinger es guapísimo —susurró Nedra.

—¿Cuál es?

—El que está en el rincón. Es muy alto.

Viri le miró.

—¿Te parece guapo?

—Espera a que sonría.

Las salas estaban llenas de gente. Había personas a las que conocían y personas a las que habrían podido conocer. Mujeres hermosas, ropas audaces.

—Tiene sonrisa de gángster —dijo Nedra.

Eve estaba en el otro extremo de la sala con un vestido de tela fina de color burdeos que revelaba el leve contorno de su estómago. Era pálida, elegante, fulanesca. Tenía mala vista; apenas veía a la persona con quien estaba hablando. Usaba lentillas, pero no en una fiesta. El hombre que tenía enfrente era más bajo que ella. Detrás de ellos había un cuadro que, en apariencia, representaba una jungla primitiva: azul, violeta, verde mar.

—A juego con tu camisa —dijo Nedra.

—Ni el mismo Bruce Ettinger tiene una camisa como esta.

—Oh, tu camisa es la mejor. La mejor, de lejos.

—Eso creo.

—Pero él tiene la mejor sonrisa.

—Voy a traerte algo de beber —se brindó él.

—Que no sea demasiado fuerte.

Ella se abrió camino lentamente por la sala, con una cara menos animada que la de otras mujeres. Pasaba por detrás de la gente, la rodeaba, asentía, sonreía. Era de esas mujeres que nada más verlas lo cambian todo.

—Está aquí Saul Bellow —le dijo Eve.

—¿Dónde? ¿Qué aspecto tiene?

—Estaba en el pasillo hace un minuto.

No le encontraron.

—Creo que no he leído nada de él.

—También está Arthur Kopit —dijo Eve.

—Bueno, él ni siquiera escribe.

—Es muy divertido.

—Está Bruce Ettinger —dijo Nedra.

—¿Quién?

—Un hombre que no tiene camisas muy bonitas.

—Camisas. ¿Has visto las camisas que se ha hecho Arnaud?

—Viri se las recomendó.

—¿Sí?

—¿Son bonitas?

—Hasta duerme con ellas.

Arnaud se encaminaba hacia ellas en aquel momento, cordial, impasible, con los hombros salpicados de lo que parecían ser polvos de talco. Llevaba sendas copas en las manos.

—Hola, Nedra —dijo. Se inclinó para besarla—. Aquí tienes, querida —le dijo a Eve—. ¿Dónde está Viri?

—Está aquí.

—¿Dónde?

—Le reconocerás —dijo Nedra—. Lleva exactamente la misma camisa.

—Ah, estás celosa.

—Desde luego que no —dijo Nedra—. Creo que mereces tener cosas preciosas…

—Siempre te he adorado, ya lo sabes.

—Quiero decir que, en definitiva, ya nos tienes a nosotros.

Le sonrió, cómplice, directa, mostrando sus dientes blancos.

—Tienes razón —dijo él—. Ahí viene Viri.

—No tienen Cinzano. Te he pedido un vermut dulce. —No terminó la frase; Arnaud le estaba abrazando—. ¡Espera, espera, me estás tirando la copa! ¡Vas a arrugarme la camisa! —exclamó.

—Oye, estás fuerte —dijo cuando Arnaud le soltó.

—Está fuerte como un toro —dijo Eve.

Arnaud era fuerte a la manera sorprendente de ciertos hombres: profesores de matemáticas, dentistas. Había sobrepasado la edad de máximo vigor, tenía treinta y cuatro años y su figura barriguda estaba ya oscurecida por el humo de los puros. Era despistado, astuto, torpe. Sabía hacer trucos fantásticos con naipes.

—Practiqué la lucha libre —dijo—. Combatí con tiarrones…

—¿Dónde, en la facultad?

—… algunos medían dos metros y medio. Lo único malo es que todos huelen fatal.

Estaba bebiendo. Sonreía cuando bebía; no le afectaba. La bebida le convertía en otro hombre, invulnerable a la ofensa, que nadaba en el calor de la vida. A su alrededor había mujeres con vestidos dorados, mujeres que habían sido modelos. Eran las cariátides de una cierta capa moderna de Nueva York. Arnaud era su predilecto, con su tez grisácea, su caspa en el cuello. Era cariñoso, irreverente, le encantaba contar historias.

—¿Vais a ver la película? —les preguntó el anfitrión.

—¿Hay una película? —dijo Nedra.

—Dentro de un par de horas —dijo de Beque—. La estamos distribuyendo; todavía no se ha estrenado.

—¿Conoces a Eve Caunt? —dijo Viri.

—¿A Eve? Pues claro que conozco a Eve. Todo el mundo la conoce.

Sus ojos eran tan pálidos como un vaso de agua. Su mirada era agua hirviendo.

—No conozco a la mitad de esta gente —le confesó a Yin—. Bueno, a las mujeres; a las mujeres las conozco a todas. —Bajó la voz—. Hay algunas fantásticas aquí, créeme.

Cogió a Viri del brazo y se lo llevó.

—Quiero hablar contigo —explicó—. Espera, quiero presentarte a alguien.

Extendió la mano hacia un brazo desnudo.

—Te presento a Faye Massey.

El mal cutis de una chica de buena familia. Un vestido escotado sobre el que se demoró la mirada acuosa.

—Tienes muy buen aspecto, Faye —dijo de Beque.

—¿La película es tan mala como dicen?

—¿Mala? Es espléndida.

—No es lo que me han dicho —dijo ella.

—Faye es una chica muy interesante —dijo de Beque, echando una nueva ojeada al escote—. Mucha gente lo dice.

—Ya vale —dijo ella.

—Creo que esta reunión pertenece a las mujeres —decidió de Beque.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Todas estáis guapísimas.

Más allá, Viri veía a una muchacha sentada en el borde de un sofá.

—¿Por qué siempre hablas en plural?

—Es natural en un hombre.

—¿Qué es natural y qué no lo es? —preguntó ella—. Distamos tanto de ser naturales… ahí está el problema.

Viri aguardaba para disculparse.

—¿Usted se considera natural? —le preguntó ella.

—Todos lo hacemos, ¿no? —dijo él—. Más o menos.

—Puede pensar lo que quiera —dijo ella—. Dígame una sola persona.

—¿Conoce a Arnaud Roth?

—¿Quién? —Faye sonrió de repente, una sonrisa cálida e inesperada—. Arnaud. Tiene razón. Le amo —dijo—. Le conozco desde hace años.

En la mujer que nos abruma no debe haber nada familiar. Faye contaba la historia de cuando Arnaud se compró una avioneta; no volaba, dijo ella, ¿no era típico de él? Estaba aparcada cerca de un estanque. La chica del sofá se había levantado y hablaba con alguien. Viri procuró no mirar. Estaba desamparado en reuniones como aquella, en las que las conversaciones eran rápidas y cínicas, los encuentros distantes como una clase de baile. Solía refugiarse en alguien grotesco, fuera de la liza. Se resistía a los rostros agraciados, había aprendido a no mirarlos, pero aquella muchacha era la criatura desconocida ante la cual se sentía turbadoramente vulnerable: esbelta, de pechos llenos, como si la incomodaran. Hasta los pulgares los tenía huesudos.

No pudo seguirla con la vista. No pudo, ni por un momento, imaginar su vida. Si ella le hubiese abordado, él se habría quedado sin habla o, peor aún, habría dicho nimiedades de las que se habría arrepentido al instante y que a ella le habrían dado la impresión de que él era uno de esos hombres patéticos y corrientes, que sólo servían para lo que eran: trabajadores, cabezas de familia. Pero no soy eso, quiso decir, no soy eso en absoluto. De todas maneras, ella se había ido. Era la novia de alguien, sin duda; una chica así nunca estaba sola.

—¿Dónde has estado? —preguntó Nedra.

Bebieron; cenaron con platos sobre las rodillas. Un camarero servía champán. Alguien tocaba el piano, apenas audible en todo aquel barullo. Gerald de Beque estaba sentado con una joven japonesa. Su mujer, que tenía un dolor de cabeza fortísimo, empezó a decir a la gente que era hora de ir a ver la película.

Bajaron en un ascensor repleto y recorrieron tres manzanas hasta el cine con un frío tremendo, caminando y casi corriendo, se pararon en la entrada a la espera de que llegase de Beque y le dijera al gerente que les dejase pasar. Varias personas, con todo, habían conseguido entrar.

—Venga, Viri —se quejó Nedra—, dile que venimos de la fiesta.

—Todo el mundo está esperando.

—Oh, esperar, los cojones.

Estaba hablando con el gerente ella misma cuando apareció de Beque.

—Gerald, tu película casi ha terminado —le dijo.

—Déjeles entrar —gritó al gerente—. Que entre todo el mundo.

Viri se rezagó. Tocó a de Beque en el codo.

—Gerald… —dijo.

—¿Sí?

—La chica al lado del letrero, esa delgadita…

—¿Qué pasa con ella?

—Lleva un abrigo de piel.

—Sí, con cinturón.

—¿Quién es? ¿La conoces? —dijo, con indiferencia.

—Ha venido con George Clutha. Se llama Kaya no sé qué… Se me ha olvidado.

—Kaya…

—Él dice que ella es mejor de lo que aparenta.

Le estaban llamando; estaban ya por la mitad del pasillo.

—Está buscando trabajo —recordó de Beque.

—Sí, gracias.

—Viri. —No le soltaba—. Para ti hay cosas mejores.

—Es sólo que he pensado que me la encontraría en algún sitio.

Arnaud, de pie junto a sus asientos, le estaba haciendo señas. Era un cine pequeño, antaño respetable. No se habían quitado los abrigos.

—Estaba informándome un poco sobre la película —dijo Viri—. Es sobre el despertar sexual de una mujer.

—Me lo podía haber imaginado —dijo Nedra.

Arnaud bostezó.

—Es probable que Gerald actúe en la película.

Las luces permanecieron encendidas largo rato. Comenzaba a haber silbidos y palmadas. Viri miró hacia atrás, como para ver si entraba alguien. Parecía tranquilo y a gusto. Estaba sentenciado como un perro que persigue automóviles.

—Tengo el presentimiento de que voy a dormirme antes de que empiece —murmuró Arnaud.

Finalmente se oscureció la sala y empezó la película. Las muchas tomas de una joven con la blusa abierta vagando por carreteras y atravesando campos o trabajando en la cocina con aquel atuendo inverosímil no bastaron para embelesar a los espectadores.

—Esto no es muy interesante —susurró Nedra.

Arnaud estaba dormido. Viri guardaba silencio en su asiento, entristecido por la vaga relación entre la heroína y la muchacha escondida en algún sitio entre las toses del auditorio aburrido. Si por lo menos pudiese verla por el rabillo del ojo, una o dos filas más adelante. Quería mirarla sin que nadie lo advirtiera. Hay caras que le subyugan a uno, que se distancian con una sensación como la de que pierdes el aliento. Por la mañana lo habría olvidado, pensó; por la mañana todo es distinto, las cosas son reales.

Había un gentío esperando en la calle cuando salieron, gente que acudía a la primera proyección pública, a medianoche. Arnaud llevaba el abrigo alzado como un jugador o un divo de la ópera.

—El libro era mejor —comentó mientras pasaba entre el público.

—¿Ah, sí? ¿Qué libro?

—Ahórrate el dinero —dijo.

Llegaron a casa después de medianoche, el largo y fluido sendero de entrada estaba oscuro y había nieve en el arcén del camino. La canguro estaba desplomada en el sofá; tenía una expresión suave y perpleja cuando Viri la llevó a su casa.

Se acostaron en la alcoba amplia y fresca, dejaron la ropa desperdigada y la ventana admitía tan sólo un resquicio de aire helado.

—Gerald de Beque es un depravado —dijo Nedra—. Y la película era un verdadero espanto. No había nadie que me interesara allí. Pero lo he pasado bien. ¿No es extraño?

Él no contestó. Estaba dormido.