4

Llega el invierno. Un frío cortante. La nieve pisada cruje con un sonido quejumbroso y melódico. La casa está rodeada de blancura. Horas de sueño, el aire fresco. El sueño más delicioso, ¿es la muerte tan cálida, tan confortable? Apenas está despierto, emerge por un momento a la primera luz con una especie de instinto, sepultado, perdido. Abre los ojos ligeramente, como hace un animal. Por un instante se desprende de los sueños y ve el cielo, la luz, nada se mueve, no se oye nada. Esa hora es la última, las niñas duermen, la poni está silenciosa en su cuadra.

El río está helado. Lo han sabido por teléfono.

—¿Está realmente helado?

—Sí —le aseguraron—. Hay gente patinando.

—Iremos.

Más abajo del puente había grandes faldones de hielo circundando las orillas, y había ya gente allí, hombres con abrigos y mujeres arropadas contra el frío. Patinaron bajo el sol cegador, con bufandas alrededor del cuello, se gritaban entre ellos, los tobillos de los niños más pequeños se doblaban como papel. Al fondo del cauce, el río estaba gris, la sombra del hielo hecho pedazos. Soplaba viento, un viento frío que quemaba las puntas de los dedos. Estaba allí la chiquilla con una sola pierna. Tenía tres años, padecía cáncer, le habían amputado una pierna. Antes de eso había sido una presencia invisible. Después, con muletas, se volvió luminosa; le costaba un buen rato pasar de largo en la acera, o sentada en el coche, incapaz de apearse, con su carita de perfil, inerte. Se llamaba Monica. Tenía dos hermanos, dientes pequeños, nunca sonreía. Era la mártir de una familia desesperada; se odiaban a sí mismos cuando se impacientaban con ella. Vivían en una casa fea, de color sabañón, ladrillo, y unos cuantos arbustos pelados en cada extremo. En el frío punzante, el padre la arrastraba por el hielo en una especie de plancha curva de aluminio. Sentada muy seria, sin hablar, la niña aferraba el borde con sus manos enguantadas.

—Hola, Monica —la llamaron. Formaron un corro alrededor de ella y la saludaron con la mano. Ella parecía no verles; estaba inmóvil, como una anciana que ha vivido demasiado tiempo.

—Agárrate —le gritaron—. Agárrate fuerte.

Su padre llevaba la cabeza descubierta. Viri sólo le conocía de vista. Trabajaba en una compañía de seguros e iba en coche a la ciudad todos los días. «Agárrate, Moni», le dijo. Empezó un recorrido circular. La plancha, ladeándose, giraba.

—Agárrate —gritaban.

En el aire se entrecruzaban voces, gritos, el chirrido de patines. Se podía ir más allá de lo que nadie recordaba; el hielo era espeso hasta media milla río adentro. La gente había encendido hogueras y se congregaba en la orilla, alrededor del fuego, calentándose con los patines puestos. Algunos perros trataban de correr por el hielo.

Nedra no había ido con ellos. Estaba en la cocina. Ardía un fuego. Había servido un plato de leche caliente y el cachorro bebía a lengüetazos breves, desmañados, y la leche le brillaba en la boca. Era pardo, del color de un zorro, y blanco por debajo. Se movía con una torpeza irremediable.

—Te gusta, ¿verdad? —dijo ella. Le tocó el pelaje suave mientras el perro bebía bajo su mano—. Hadji —dijo—. Vas a hacerte grandote. Vas a ladrar y ladrar.

Viri volvió de patinar, frotándose las manos. Tras él, muy cerca, las niñas se quitaban el abrigo en el pasillo.

—Le he puesto nombre.

—Bien. ¿Qué nombre?

—Hadji —dijo ella.

—Hadji.

—¿No le cuadra?

—Sí. ¿Qué significa?

—¿Los nombres significan algo?

Hadji estaba lamiendo el plato vacío. Repiqueteaba contra el suelo.

—Hemos visto a la niña sin pierna.

—Monica.

—Sí.

—Qué pena.

—No soporto mirarla. Me deja sin ánimos.

—Hacía un frío que pelaba.

A primeras horas de la tarde tomaron chocolate y peras. La luz había cambiado. El sol se había escondido detrás de unas nubes; el día perdió su fuente. Viri jugó con todas ellas a un juego árabe con alubias. A la postre las dejó ganar.

—¿Hay más chocolate caliente? —preguntó.

—Haré más —dijo Nedra.

Las gaviotas en el río parecían estar de pie sobre el agua. El hielo era invisible. El reflejo de las aves era oscuro; sus patas se veían como líneas negras. Un dosel de música en la habitación, una bandeja con tres tazas, terrones blancos de azúcar en un cuenco, muchos libros.

Su vida es misteriosa, es como un bosque; desde lejos parece una unidad que cabe comprender y describir, pero más cerca empieza a separarse, a disolverse en luz y sombra de una densidad que ciega. Dentro de esa vida no hay forma, sólo un detalle prodigioso que llega a todas partes: sonidos exóticos, astillas de luz solar, follaje, árboles caídos, animalillos que huyen al oír el crujido de una rama, insectos, silencio, flores.

Y todo ello, dependiente, estrechamente entretejido, todo eso es engañoso. Hay en realidad dos clases de vida. Hay, como dice Viri, la que la gente cree que estás viviendo y hay la otra vida. Es esta otra la que causa el problema, la que anhelamos ver.

—Ven aquí, Hadji —dice.

El perro, ya todo él lleno de perspicacia, todo él valentía, todo él amor, parece alerta pero no comprende.

—Ven aquí —dice Viri. Extiende la mano hacia él. El perro no se acobarda, acepta que lo cojan.

—Así que eres un perro pastor, ¿eh? ¿Dónde tienes el rabo? ¿Qué le ha pasado? Ni siquiera sabes lo que es un rabo, ¿verdad? Crees que un rabo es algo que cuelga del extremo de una vaca. Ahora escucha, Hadji, de lo primero que tenemos que hablar es de la higiene. Nuestro cuarto de baño está dentro de la casa, y el tuyo está fuera. Los árboles…

—No sabría qué hacer con un árbol, Viri.

—¿No sabrías qué hacer con un árbol? La hierba, entonces, para empezar. Después piedrecitas, la esquina del edificio, escalones y luego… luego un árbol. Vas a ser un perrazo, Hadji. Vas a vivir con nosotros. Vamos a llevarte al río. Vamos a llevarte al mar. Oh, ¡qué dientes más afilados!

Dormía en un cesto de fruta, de espaldas, como un oso. Una mañana hubo una gran agitación. Franca fue la primera que lo vio.

—¡Ha levantado la oreja! ¡Ha levantado la oreja! —gritó.

Todos corrieron a verlo mientras Hadji, sentado, no se percataba de su éxito. Pero esa tarde tuvo otra vez la oreja caída.

Se volvió inteligente, fuerte, reconocía las voces de sus amos. Era estoico, era sagaz. En sus ojos oscuros se advertía una tribu de criaturas: caballos, ratones, ganado, ciervo. Perro rana, le llamaban. Se tumbaba en el suelo con las patas de atrás extendidas.

Les observaba, descansando la cabeza en las pezuñas.