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Era el otoño de 1958. Sus hijas tenían siete y cinco años. La luz se derramaba sobre el río de color pizarra. Una luz suave, la ociosidad de Dios. El puente nuevo, a lo lejos, brillaba como una afirmación, como una línea en una carta que despierta tu atención.

Nedra trabajaba en la cocina, se había quitado los anillos. Era alta, seria; llevaba el cuello desnudo. Cuando hacía un alto para leer una receta, con la cabeza agachada, su concentración y su aire de obediencia eran deslumbrantes. Llevaba puesto su reloj de pulsera, su mejor calzado. Por debajo del delantal, estaba vestida para la velada. Venía gente a cenar.

Había recortado los tallos de las flores extendidas sobre el mostrador de madera y empezó a prepararlas. Delante de ella tenía unas tijeras, envases de queso de cartón muy fino, cuchillos franceses. Se había perfumado los hombros. Voy a describir su vida desde dentro hacia afuera, desde su médula, y también la casa, las habitaciones en donde la vida se congregaba, cuartos a la luz de la mañana, los suelos tapizados con alfombras orientales que habían sido de la suegra de Nedra, de color albaricoque, carmín y habano, y que por muy astrosa que fuese su apariencia parecían beber el sol, absorber su calor; libros, misceláneas, almohadones con colores de Matisse, objetos relucientes como testimonios, muchos de los cuales, de haber sido posesiones de pueblos antiguos, podrían haber sido sepultados en tumbas para la otra vida: dados cristalinos, fragmentos de coral, cuentas de ámbar, cajas, esculturas, bolas de madera, revistas que contenían fotografías de mujeres con las que ella se comparaba.

¿Quién limpia esta casa grande, quién friega los suelos? Ella, esta mujer, lo hace todo; no hace nada. Viste un suéter de color avena, esbelta como una espiga, con su pelo largo recogido, la lumbre crepitando. Lo que le preocupa de verdad es lo esencial de la vida: la comida, la ropa de cama, las prendas de vestir. Todo lo demás no significa nada; se arregla sobre la marcha. Tiene una boca grande, la boca de una actriz, emocionante, intensa. Manchas oscuras en las axilas, menta en su aliento. Es derrochadora por naturaleza. Compra obedeciendo a un impulso, visita a Bendel como quien visita a un amigo, reúne cinco o seis vestidos y entra en un probador sin molestarse en correr del todo la cortina, se la vislumbra desvistiéndose, brazos delgados, tronco menudo, bragas de bikini. Sí, friega suelos, recoge la ropa sucia. Tiene veintiocho años. Sus sueños, que todavía perduran en ella, la ornamentan; es confiada, serena, está emparentada con criaturas de cuello largo, con rumiantes, santos abandonados. Es precavida, difícil de abordar. Esconde su vida. Uno la ve a través del humo y de la conversación de muchas cenas: cenas campestres, cenas en el Salón de Té Ruso, el Café Chauveron, con los clientes de Viri, el St. Regis, el Minotaur.

De la ciudad llegaban invitados en coche, Peter Daro y su mujer.

—¿A qué hora vienen?

—A eso de las siete —dijo Viri.

—¿Has abierto el vino?

—Todavía no.

Corría el agua y ella tenía las manos mojadas.

—Eh, coge esta bandeja —dijo—. Las niñas quieren comer junto al fuego. Cuéntales un cuento.

Durante un momento Nedra supervisó sus preparativos. Echó un vistazo al reloj.

Los Daro llegaron en la oscuridad. Las puertas de su automóvil dieron un débil portazo. Unos instantes después aparecieron en la entrada, con la cara radiante.

—Traigo un pequeño regalo —dijo Peter.

—Viri, Peter ha traído vino.

—Dadme los abrigos.

El atardecer era frío. En las habitaciones, el aura del otoño.

—Es un trayecto precioso —dijo Peter, alisándose la ropa—. Me encanta ese recorrido. En cuanto cruzas el puente, estás entre árboles, en la oscuridad, la ciudad desaparece.

—Es casi primigenio —dijo Catherine.

—Y estás en el camino hacia la hermosa casa de los Berland. —Sonrió. Qué aplomo, qué triunfo hay en la cara de un hombre a los treinta.

—Tenéis un aspecto magnífico los dos —les dijo Viri.

—Catherine adora de verdad esta casa.

—Yo también —sonrió Nedra.

Velada de noviembre, inmemorial, clara. Trucha de arroyo ahumada, cordero, ensalada de endivias, una botella de Margaux abierta en el aparador. La cena se sirvió debajo de un grabado de Chagall, la sirena sobre la bahía de Niza. La firma era probablemente falsa, pero qué más daba, como había dicho Peter, valía lo mismo que la auténtica de Chagall, incluso aún más, con aquel grado justo de descuido. Y el póster, en definitiva, era una copia entre miles, aquel ángel flotando en la noche pura, casi ninguna de ellas llevaba siquiera una rúbrica, aunque fuese fraudulenta.

—¿Te gustan las truchas? —preguntó Nedra, con la bandeja en las manos.

—No sé qué me gusta más, si pescarlas o comerlas.

—En serio, ¿sabes pescarlas?

—Hay veces en que me lo pregunto —dijo él. Se estaba sirviendo una ración generosa—. Te diré, he pescado en todas partes. El pescador de truchas es un individuo muy especial, solitario, perverso. Nedra, están deliciosas.

Sus cabellos raleaban, y tenía la cara tersa y llena de un heredero, de alguien que trabaja en la sección de fondos de inversiones de un banco. Sin embargo, se pasaba el día de pie, sacando Gauloises de un paquete arrugado. Tenía una galería de arte.

—Así conquisté a Catherine —dijo—. La llevé a pescar. En realidad, la llevé a leer; estuvo sentada en la orilla con un libro mientras yo pescaba truchas. ¿Alguna vez os he contado la historia de la pesca en Inglaterra? Fui a un río pequeño, perfecto. No era el Test, que es el famoso presidido durante tantos años por un hombre que se llama Lunn. Un viejo maravilloso, típicamente inglés. Hay una fotografía fantástica de él clasificando insectos con unas pinzas. Es una leyenda.

«Era cerca de una posada, una de las más antiguas de Inglaterra. Se llama The Old Bell. Cuando llegué a aquel paraje absolutamente precioso, había dos hombres sentados en la orilla, no demasiado contentos de que apareciera un intruso, pero como eran ingleses hicieron como si ni siquiera me hubiesen visto».

—Perdona, Peter —dijo Nedra—. Toma un poco más.

Él se sirvió.

—De todos modos, dije: «¿Cómo va eso?». «Hermoso día», dijo uno de ellos. «Me refiero a cómo va la pesca». Un largo silencio. Finalmente uno de ellos dijo: «Truchas aquí». Nuevo silencio. «Una allí, junto a esa roca», dijo. «¿De veras?». «La he visto hará una hora», dijo él. Otro largo silencio. «Grande la cabrona, además».

—¿La pescaste? —preguntó ella.

—Oh, no. Era una trucha que ellos conocían. Ya sabes cómo es, has estado en Inglaterra.

—No he estado nunca en ningún sitio.

—Vamos.

—Pero he hecho de todo —dijo ella—. Lo que es más importante. —Una amplia sonrisa sobre su copa de vino—. Oh, Viri —dijo—, este vino es maravilloso.

Está bueno, ¿eh? Es increíble, pero hay algunas tienduchas donde encuentras buen vino, y nada caro.

—¿Dónde has comprado este? —preguntó Peter.

—Bueno, conoces la calle 56…

—Cerca de Carnegie Hall.

—Eso es.

—En la esquina.

—Tienen muy buenos vinos.

—Sí, lo sé. ¿Quién es el dependiente? Hay uno en concreto…

—Sí, uno calvo.

—No sólo sabe de vinos; conoce su poesía.

—Es fantástico. Se llama Jack.

—Exactamente —dijo Peter—. Un tipo majo.

—Viri, cuenta la conversación que oíste —dijo Nedra.

—No fue allí.

—Ya sé.

—Fue en la librería.

—Cuenta, Viri —dijo ella.

—Es simplemente algo que oí —explicó él—. Estaba buscando un libro y había allí dos hombres. Uno le dijo al otro —su imitación ceceante era perfecta—: «Sartre tenía razón, ¿sabes?».

—¿Ah, sí? —Viri imitó al otro—. ¿En qué?

—Genet es un santo —dijo—. Ese hombre es un santo.

Nedra se rio. Su risa era resonante y limpia.

—Lo haces tan bien —le dijo.

—No —protestó él, vagamente.

—Lo imitas perfectamente —dijo ella.

Cenas en el campo, la mesa rebosante de vasos, flores, comida hasta saciarse, cenas que acababan en humo de tabaco, una sensación de bienestar. Cenas pausadas. La conversación no se interrumpe. Su vida de pareja es especial, fervorosa, prefieren pasar el tiempo con sus hijos, sólo tienen unos pocos amigos.

—Ya ves, soy adicto a una serie de cosas —comenzó Peter.

—¿Como por ejemplo? —dijo Nedra.

—Bueno, las vidas de pintores —dijo él—. Me encanta leerlas. —Reflexionó un momento—. Las mujeres que beben.

—¿En serio?

—Irlandesas. Les tengo mucho cariño.

—¿Beben?

—¿Beber? Todos los irlandeses beben. He estado con Catherine en cenas donde grandes damas irlandesas se han caído de narices sobre el plato, borrachas como cubas.

—Peter, no te creo.

—Los mayordomos no les hacen ningún caso —dijo él—. Lo llaman el punto flaco. La condesa de… ¿cómo era, querida? Aquella que nos causó tantos problemas, bebida a las diez de la mañana. Una mujer más bien morena, sospechosamente morena. Hay algunas irlandesas así.

—¿Quieres decir tez morena?

—Negra.

—¿Cómo es eso? —preguntó Nedra.

—Bueno, como diría un amigo mío, es porque el conde tiene la polla grande.

—Sabes muchas cosas de Irlanda.

—Me gustaría vivir allí —dijo Peter.

Una breve pausa.

—¿Qué es lo que más te gusta? —dijo ella.

—¿Lo que más? ¿Hablas en serio? Lo que más me gusta en el mundo es pasar un día pescando.

—A mí no me gusta madrugar —dijo Nedra.

—No tienes que madrugar.

—Pensé que tú madrugabas.

—Te prometo que no.

Las botellas de vino se habían acabado. Su color, vacías, era el de las naves de una catedral.

—Tienes que ponerte botas y demás —dijo ella.

—Sólo para pescar truchas.

—Se te llenan siempre de agua y hay gente que se ahoga.

—De vez en cuando —dijo él—. No sabes lo que te pierdes.

Ella se llevó la mano a la nuca, como si no escuchara, se soltó el pelo y lo agitó.

—Tengo un champú fabuloso —anunció—. Es sueco. Lo compro en Bonwit Teller’s. Realmente fabuloso.

Le había hecho efecto el vino, la luz suave. Su tarea había terminado. Dejaba el café y el Grand Marnier para Viri.

Se sentaron en los sofás junto al fuego. Nedra se acercó al fonógrafo.

—Escuchad esto —dijo—. Os diré cuándo es.

Comenzó a sonar un disco de canciones griegas.

—Es la siguiente —dijo ella. Aguardaron. Les asaltó la música apasionada y plañidera—. Escuchad. Es una canción sobre una chica cuyo padre quiere que se case con alguno de sus atractivos pretendientes…

Ella movió las caderas. Sonrió. Se descalzó y se sentó con las piernas recogidas debajo del cuerpo.

—… pero ella no quiere. Quiere casarse con el borracho del pueblo porque le hará el amor maravillosamente todas las noches.

Peter la observó. Había momentos en que parecía que ella lo revelaba todo. En la barbilla tenía un hoyuelo claro y redondo como un disparo. Una señal de inteligencia, de desnudez, que ella lucía como una joya. Intentó imaginar escenas que se producían en aquella casa, pero le distrajo la risa de Nedra. Era un desahogo, una prenda de la que se despojaba, como de unas medias ya quitadas, como de un albornoz en la playa.

Hablaron hasta medianoche sentados en los mullidos almohadones. Nedra bebía sin restricciones, extendía el vaso para que se lo llenaran. Mantenía una conversación aparte con Peter, como si fueran íntimos, como si ella le comprendiera enteramente. Todos los cuartos y los recintos cerrados de la casa eran de Nedra, las cucharas, las telas, el suelo debajo de los pies. Era su provincia, su serrallo, donde ella podía caminar descalza, donde era libre de dormir con los brazos desnudos y el cabello suelto. Cuando dio las buenas noches su cara parecía ya lavada, como por adelantado. El vino la había amodorrado.

—La próxima vez que te cases —dijo Catherine cuando transportaba a casa a su marido—, deberías casarte con una mujer como ella.

—¿Qué quieres decir?

—No te asustes. Sólo quiero decir que es evidente que te gustaría vivir toda esa experiencia…

—Catherine, no digas tonterías.

—… y yo creo que deberías hacerlo.

—Es una mujer muy generosa, eso es todo.

—¿Generosa?

—Empleo la palabra en el sentido de abundante, rico.

—Es la mujer más egoísta del mundo.