El comisario despertó cuando ya era de día. A lo mejor el «clac» no había sonado aquella noche, o el ruido no había sido tan fuerte como para empujarlo a abrir los ojos. A pesar de que ya era hora de levantarse, se quedó un rato tumbado. No se lo dijo a Livia, pero le dolían los huesos, consecuencia sin duda del baño de la víspera. Y la cicatriz del hombro estaba morada y le dolía. Livia notó que algo no marchaba, pero prefirió no hacer preguntas.
Entre una cosa y otra, llegó con un poco de retraso al despacho.
—¡Dottori, ah, dottori! ¡Las ampliaciones futugráficas que le encargó a Cicco de Cicco sobre su mesa están! —dijo Catarella en cuanto lo vio entrar, mirando a un lado y otro con cara de conspirador.
De Cicco había hecho un trabajo excelente. Montalbano descubrió que la grieta que partía del borde de la piscina no era tal. Era un efecto engañoso de luz y sombra. En realidad se trataba de una cuerda atada a un clavo que sujetaba un termómetro de gran tamaño, de los que servían para medir la temperatura del mosto. Tanto la cuerda como el termómetro se habían vuelto de color negro, en primer lugar por el uso y después por el polvo acumulado encima.
A Montalbano ya no le cupo ninguna duda: los secuestradores habían arrojado a la chica al interior de un depósito donde antaño se recogía el mosto. Por consiguiente, junto a él y en un lugar más elevado debía de haber también un lagar, el receptáculo donde se pisa la uva. ¿Por qué no se habían tomado la molestia de retirar el termómetro? Quizá no le habían prestado atención por estar demasiado acostumbrados a su presencia. Uno acaba por no ver lo que tiene siempre delante de los ojos. En cualquier caso, aquello reducía el área de investigación. Ya no había que buscar una apartada casita rural sino una auténtica finca, aunque estuviera medio en ruinas.
Llamó de inmediato a Minutolo para comunicarle su descubrimiento. El dato le pareció muy importante a su colega. Dijo que eso limitaba considerablemente el campo de las pesquisas y que dictaría nuevas órdenes a los hombres que estaban batiendo la zona.
Después preguntó:
—¿Qué opinas de la novedad?
—¿Qué novedad?
—¿No has visto Televigata esta mañana a las ocho?
—¡Yo no veo la televisión a esas horas!
—Los secuestradores han llamado a Televigata. Allí lo han grabado todo y lo han emitido. La consabida voz falseada. Dice que aquel «a quien corresponda» dispone hasta mañana por la noche. De lo contrario, nadie volverá a ver a la chica.
Montalbano sintió que una fría víbora le subía por la espalda.
—Han inventado el secuestro multimedia. ¿No han dicho nada más?
—Te he repetido palabra por palabra el contenido de la llamada. De todos modos, si deseas escucharla, dentro de poco me enviarán la cinta. El juez está histérico. Quería mandar a la cárcel a Ragonese. ¿Y sabes una cosa? Estoy empezando a preocuparme en serio.
—Yo también —dijo Montalbano.
Los que retenían a la chica ya ni siquiera se dignaban llamar a casa de los Mistretta. Su propósito, implicar a Peruzzo sin nombrarlo, ya lo habían alcanzado. El ingeniero tenía a la opinión pública en contra. Montalbano estaba seguro de que si los secuestradores mataran a Susanna en ese instante, la gente no la tomaría contra ellos, sino contra el tío que se había negado a intervenir en el asunto. ¿Mataran? Un momento. Los captores no habían utilizado ese verbo. Ni siquiera «asesinar». Y tampoco «liquidar». Era gente que dominaba el italiano. Habían dicho que no volverían a ver a la chica. Y dirigiéndose a personas corrientes, no cabía duda de que un verbo como «matar» causa más impresión. Así pues, ¿por qué no lo habían usado? Se aferró a ese detalle lingüístico con toda la fuerza de la desesperación. Era como agarrarse a una brizna de hierba para no caer a un precipicio. A lo mejor, los secuestradores pretendían dejar un margen para las negociaciones y evitaban emplear un verbo definitivo y sin posibilidad de retorno. En cualquier caso, convenía actuar con rapidez. Sí, pero ¿qué hacer?
Por la tarde, Mimì Augello, que se había hartado de dar vueltas por la casa, se presentó en la comisaría con dos noticias.
La primera era que a última hora de la mañana, mientras abría la puerta de su automóvil en un aparcamiento de Montelusa, la señora Valeria, esposa del ingeniero Antonio Peruzzo, había sido abordada por tres mujeres que la increparon y la emprendieron a puntapiés con ella, diciéndole a gritos que no tenía vergüenza y que aconsejara a su marido que pagara el rescate cuanto antes. Entretanto se acercaron otras personas, que se pusieron de parte de las tres mujeres, hasta que una patrulla de carabineros que pasaba por allí salvó a la señora. En el hospital le detectaron contusiones, moretones y desgarros.
La segunda noticia era que habían incendiado dos camiones de gran tamaño de la empresa de Peruzzo. Para evitar equívocos y falsas interpretaciones, en el lugar de los hechos habían escrito en una pared: «¡Paga enseguida, cornudo!».
—Si matan a Susanna, seguro que el ingeniero muere linchado —dijo Mimì.
—¿Tú crees que esto acabará mal? —le preguntó Montalbano.
Mimì Augello contestó de inmediato:
—No.
—Pero supongamos que el ingeniero se niega a pagar ni una lira. Ya han lanzado una especie de ultimátum.
—Los ultimátums nunca acaban siéndolo. Ya verás como terminan poniéndose de acuerdo.
—¿Cómo está Beba? —preguntó, cambiando de tema.
—Bastante bien. Ya es sólo cuestión de días. Por cierto, ha venido Livia a vernos, y Beba le ha contado nuestra intención de pedirte que seas el padrino de nuestro hijo.
¡Pero bueno! ¿Es que todo el pueblo se había empeñado en nombrarlo padrino?
—¡Y me lo dices así! —reaccionó por fin el comisario.
—¿Y cómo quieres que te lo diga? ¿Con papel timbrado? ¿No suponías que te lo pediríamos?
—Sí, claro, pero…
—Por otra parte, Salvo, te conozco bien: si no te lo hubiera pedido, te habrías ofendido.
Montalbano pensó que era mejor dejar para otro momento el tema de su carácter, pues se prestaba a interpretaciones encontradas.
—¿Y qué ha dicho Livia?
—Pues que estarías encantado, sobre todo porque así equilibrarías la balanza. Esa última frase no la he comprendido.
—Yo tampoco —mintió.
Pero la comprendía muy bien: un hijo de delincuente y otro de policía, ambos apadrinados por él. Empate. Livia, cuando se ponía, podía ser tan cabrona o más que él.
* * *
Ya se había hecho de noche. Se disponía a abandonar la comisaría para regresar a Marinella cuando lo llamó Nicolò Zito.
—No tengo tiempo de explicártelo, pero estoy a punto de salir en antena —dijo con tono expeditivo—. Mira mi telediario.
Montalbano corrió al bar, donde había unas treinta personas. El televisor estaba sintonizado con Retelibera. En la pantalla se leía: «Dentro de unos minutos, importante declaración sobre el secuestro Mistretta». Pidió una cerveza. El anuncio desapareció, salió el logotipo del telediario y a continuación se vio a Nicolò Zito sentado detrás de su habitual mesita de cristal. La expresión de su rostro era la de las grandes ocasiones.
—Esta tarde se ha puesto en contacto con nosotros Francesco Luna, el abogado que ha defendido en diversas ocasiones los intereses del ingeniero Antonio Peruzzo, y nos ha pedido espacio para una declaración. No una entrevista. Imponía la condición de que no añadiéramos ningún comentario por nuestra parte. A pesar de esas limitaciones, hemos decidido aceptar porque, en este momento tan crucial para la suerte de Susanna Mistretta, las palabras del abogado Luna pueden ser extremadamente clarificadoras y contribuir a la feliz solución de este dramático caso.
Corte. Apareció en pantalla un típico despacho de abogado. Estanterías de madera negra llenas de libros jamás leídos, recopilaciones de leyes que se remontaban a finales del siglo XVIII, aunque seguramente todavía en vigor en nuestro país; como ocurre con el cerdo, aquí todo se aprovecha y jamás se tira nada, aunque las leyes tengan cien años. El abogado era como su apellido indicaba: una luna. Cara de luna llena, cuerpo de luna obesa. Obviamente sugestionado por la imagen, el técnico de luces lo había envuelto todo en un resplandor de plenilunio. El letrado, que desbordaba un sillón, sostenía en la mano una hojita de papel sobre la que de vez en cuando ponía el ojo.
—Hablo en mi propio nombre y en el de mi cliente el ingeniero Antonio Peruzzo, el cual se ha visto en la necesidad de salir de su obligado retiro para responder al creciente alud de mentiras y difamaciones que se ha volcado sobre él. El ingeniero desea anunciar a todo el mundo que desde el día siguiente del rapto de su sobrina se puso a la total disposición de los secuestradores, conocedor de la precaria economía de la familia Mistretta. Sin embargo, e inexplicablemente, su inmediata disponibilidad no se ha visto correspondida por una análoga actitud por parte de los captores. Dada la coyuntura, el ingeniero Peruzzo no puede más que reiterar su compromiso, antes que con los secuestradores, con su propia conciencia.
En el bar estalló una sonora carcajada que no permitió oír la siguiente noticia.
—¡Si el ingeniero ha adquirido un compromiso con su conciencia, la chica está jodida! —dijo uno, resumiendo los pensamientos de todos los presentes.
La situación había llegado a tal punto que si Peruzzo se declaraba dispuesto a pagar el rescate, todos pensarían que iba a hacerlo con billetes falsos.
Montalbano regresó a su despacho y telefoneó a Minutolo.
—Acaba de llamarme el juez, que también ha oído la declaración del abogado. Quiere que vaya inmediatamente a ver a Luna para pedirle explicaciones, una visita más bien informal. Y respetuosa. En resumen, debemos actuar con pies de plomo. He llamado a Luna, que me conoce y está dispuesto. ¿Lo conoces?
—Bueno, de vista.
—¿Quieres ir tú también?
—Desde luego. Dame la dirección.
Minutolo lo esperaba en el portal; se había desplazado en su propio automóvil, al igual que Montalbano. Sabia precaución, pues a muchos clientes del abogado igual les daba un soponcio si veían aparcado allí un vehículo policial.
La casa era lujosa y estaba recargadamente amueblada. Una criada vestida de criada los hizo pasar al despacho que todo el mundo había visto en la televisión y les indicó que se acomodaran.
—El señor viene enseguida.
Minutolo y Montalbano se sentaron en los sillones de una especie de saloncito que había en un rincón. En realidad, más que sentarse, se perdieron en el interior de sus respectivos y gigantescos sillones, hechos a la medida de elefantes y de Luna. La pared de detrás del escritorio estaba cubierta por fotografías de distintos tamaños, todas debidamente enmarcadas. Debía de haber por lo menos cincuenta y parecían exvotos colgados en memoria y agradecimiento a algún santo milagroso. La disposición de las luces no permitía ver el rostro de las personas retratadas. Tal vez fueran clientes salvados de las prisiones patrias gracias a esa mezcla de oratoria, astucia y saber hacer que era el abogado Luna. Puesto que la llegada del señor de la casa se retrasaba, el comisario no pudo resistir la tentación y se levantó para examinar de cerca las fotografías. Todas eran de políticos, senadores, diputados, ministros y subsecretarios, retirados o todavía en activo. Todas con firma y dedicatoria que oscilaba entre el «querido» y el «queridísimo». Regresó a su asiento. Ahora comprendía por qué el jefe superior había recomendado prudencia.
—¡Mis queridísimos amigos! —dijo el abogado al entrar—. ¡No, por favor, no se levanten! ¿Puedo ofrecerles algo? Tengo todo lo que puedan desear.
—No, gracias —respondió Minutolo.
—Sí, gracias, un daiquiri —pidió Montalbano.
Luna lo miró perplejo.
—La verdad es que no…
—No importa —dijo magnánimamente el comisario, haciendo un gesto como si apartara una mosca.
Mientras el abogado se hundía en el sofá, Minutolo le lanzó a Montalbano una enfurecida mirada advirtiéndole que no empezara a dárselas de gracioso.
—Bien. ¿Hablo yo o preguntan ustedes?
—Hable usted —dijo Minutolo.
—¿Puedo tomar notas? —preguntó Montalbano, llevándose la mano a un bolsillo en el que no guardaba absolutamente nada.
—¡No, por Dios! —saltó Luna.
Minutolo le suplicó con la mirada que dejara de tocar los cojones.
—Está bien, está bien —dijo el comisario en tono conciliador.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó el letrado, que se había perdido.
—Aún no hemos salido.
Luna intuyó el cachondeo, pero fingió no darse cuenta. Montalbano percibió que el otro había comprendido y decidió acabar con las bromas.
—Claro, claro. Bueno, mi cliente recibió una llamada anónima hacia las diez de la mañana del día siguiente del secuestro de su sobrina.
—¿Cuándo? —preguntaron al unísono Minutolo y Montalbano.
—Hacia las diez de la mañana del día siguiente del secuestro.
—O sea, ¿apenas catorce horas después? —inquirió Minutolo, todavía sorprendido.
—Exactamente. Una voz masculina le advertía de que, habida cuenta de que los Mistretta no estaban en condiciones de pagar el rescate, él era considerado a todos los efectos la única persona capaz de satisfacer sus exigencias. Volverían a llamar a las tres de la tarde. Mi cliente…
Cada vez que decía «mi cliente», ponía la cara de una enfermera que enjuga el sudor de un moribundo en su lecho de muerte.
—… vino aquí corriendo. Enseguida llegamos a la conclusión de que lo habían engañado y que los secuestradores tenían todas las cartas en la mano para implicarlo. Si se sustraía a esa responsabilidad, lesionaría gravemente su imagen, bastante dañada ya por ciertos episodios desagradables, y comprometería de manera irreversible sus aspiraciones políticas. Tal como creo que ya ha ocurrido, por desgracia. Iba a figurar en las listas de candidatos para las próximas elecciones.
—Supongo que no es necesario que le pregunte de qué partido —dijo Montalbano, mirando hacia la fotografía del presidente en atuendo de jogging.
—En efecto, es innecesario —replicó con dureza el abogado—. Yo le hice alguna sugerencia sobre el modo de actuar —continuó—. A las tres llamó de nuevo el secuestrador. A una pregunta propuesta por mí, contestó que la prueba de que la chica estaba viva se facilitaría a través de Televigata. Cosa que ocurrió puntualmente. Pidieron seis mil millones. Exigieron que mi cliente adquiriera un móvil nuevo y se trasladara de inmediato a Palermo sin establecer contacto con nadie, salvo con los bancos. Una hora después volvieron a llamar para que les facilitara el número del móvil. Mi cliente no tuvo más remedio que obedecer, y en un tiempo récord retiró los seis mil millones reclamados. La tarde del día siguiente contactaron otra vez con él, y les dijo que estaba dispuesto a pagar. Sin embargo, e inexplicablemente, repito lo que he dicho en la televisión, aún no ha recibido ninguna instrucción.
—¿Por qué el ingeniero no lo autorizó antes a revelar eso? —preguntó Minutolo.
—Porque se lo prohibieron los secuestradores. Le ordenaron que desapareciera durante unos días y que no hiciera declaraciones ni concediera entrevistas.
—¿Y ahora han levantado la prohibición?
—No. Ha sido una iniciativa de mi cliente, ante el grave riesgo que está corriendo… Pero es que ya no puede más… sobre todo después de la vil agresión sufrida por su mujer y el incendio de los camiones.
—¿Sabe dónde se encuentra él ahora?
—No.
—¿Conoce el número de su nuevo móvil?
—No.
—¿Y cómo se mantienen en contacto?
—Me llama él. Desde cabinas públicas.
—¿Tiene correo electrónico el señor Peruzzo?
—Sí, pero ha dejado el ordenador portátil en casa a petición de los secuestradores.
—En resumen, ¿nos está diciendo que un hipotético bloqueo de los bienes del ingeniero no tendría sentido, pues ya ha conseguido la cantidad exigida?
—Exactamente.
—¿Cree usted que él lo llamará en cuanto sepa dónde y cuándo debe entregar la suma del rescate?
—¿Por qué lo pregunta?
—Supongo que no hace falta que le recuerde que si tal cosa ocurriera, tendría el deber de comunicárnoslo de inmediato.
—Por supuesto que sí. Y lo haré. Sólo que mi cliente no me llamará hasta que los hechos se hayan consumado.
El que formulaba las preguntas hasta ese momento había sido Minutolo. Montalbano decidió abrir la boca.
—¿Qué tipo de billetes?
—No entiendo —dijo el abogado.
—¿Sabe qué tipo de billetes bancarios han exigido?
—Ah, sí. De quinientos euros.
Muy extraño. Billetes más fáciles de transportar, pero mucho más difíciles de gastar.
—¿Sabe si su cliente anotó los números de serie?
Luna puso cara de enfermera.
—No, no lo sé. —Consultó su Rolex de oro e hizo una mueca—. Y eso es todo —dijo, levantándose.
Estuvieron un rato hablando en el portal del abogado.
—¡Pobre ingeniero! —comentó Montalbano—. Ha tratado de protegerse las espaldas confiando en que fuera un secuestro relámpago sin repercusión mediática y en cambio…
—Eso es algo que me preocupa —dijo Minutolo, y se explicó—: Por lo que ha dicho el abogado, si los captores establecieron contacto con Peruzzo de inmediato…
—Casi doce horas antes de efectuar la primera llamada —puntualizó Montalbano—. Nos han tratado como un teatro de marionetas. Nos han utilizado como comparsas. Porque lo que han hecho no es sino pura comedia. Sabían desde el primer momento quién era la persona indicada para pagar el rescate. A ti y a mí nos han hecho perder el tiempo, y a Fazio, el sueño. Han sido muy hábiles. Bien mirado, los mensajes enviados a la casa de los Mistretta eran la puesta en escena de un viejo guión. Lo que nosotros queríamos ver, lo que esperábamos oír.
—A juzgar por lo que nos ha contado Luna, a la veinticuatro horas del rapto, los secuestradores ya tenían la situación en sus manos. Bastaba con llamar al ingeniero para que este soltara la pasta. Sólo que no han vuelto a contactar con él. ¿Por qué? ¿Se encuentran en dificultades? ¿Quizá los hombres que tenemos batiendo la campiña estén obstaculizando su libertad de movimientos? ¿No crees que deberíamos aflojar un poco de cuerda?
—¿Para qué?
—Temo que si se ven en peligro cometan cualquier tontería.
—Me parece que estás olvidando un detalle fundamental.
—¿Cuál?
—Que han seguido dando señales de vida en las televisiones.
—Entonces, ¿por qué no se ponen en contacto con el ingeniero?
—Porque primero quieren que hierva a fuego lento en su propio caldo —contestó Montalbano.
—¡Pero cuanto más tiempo pasa, más riesgos corren!
—Sí, lo saben muy bien. Y creo que también son conscientes de que han tensado la cuerda al máximo. Estoy convencido de que el regreso de Susanna a casa es sólo cuestión de horas.
Minutolo lo miró, confundido.
—¿Cómo? Esta mañana no parecías muy…
—Esta mañana el abogado aún no había hablado a través de la televisión, ni había utilizado un adverbio que ha repetido en la charla que hemos tenido con él. Ha sido muy listo. Les ha instado indirectamente a los secuestradores a que terminen de una vez con su juego.
—Perdona —dijo Minutolo desconcertado—, ¿qué adverbio ha utilizado?
—Inexplicablemente.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que él, el abogado, se lo explica muy bien.
—No entiendo ni jota.
—Dejémoslo estar. ¿Qué haces ahora?
—Voy a informar al juez.