Dieciocho

A las ocho en punto, todavía con suficiente luz, un vehículo de Capitanía se detendría al pie de la pasarela del As de corazones y un oficial, con un pretexto cualquiera, subiría a bordo para ver cuántos hombres de la tripulación había en el barco y comunicárselo con el móvil a Roberta Rollo.

Esta, desde su coche aparcado en el muelle, suficientemente lejos para no ser vista pero suficientemente cerca para ver, dirigiría la operación. La información del oficial era muy importante, porque los del As de corazones ya habían matado como mínimo a dos personas y eran tipos capaces de todo. No era necesario hacer lo mismo con el Vanna, ya que los implicados en el tráfico de diamantes eran sólo tres: la señora Giovannini, el capitán Sperli y el viejo Álvarez.

Roberta Rollo comunicaría a su vez el número de embarcados a Montalbano, que estaría en el primero de los dos coches de la comisaría, conducido por Gallo. Tanto en el primero como en el segundo, con Fazio al mando, irían cuatro policías.

Los dos coches debían acceder al puerto por la entrada norte, a toda velocidad pero sin sirenas: el primero se detendría a la altura del As de corazones, y el segundo, a la del Vanna. Los hombres debían bajar empuñando las armas, encaramarse como piratas y apoderarse de las dos embarcaciones.

Cuanto más por sorpresa actuaran, tanto mejor.

Sin embargo, la parte más difícil les tocaba a los del primer coche, pues tendrían que vérselas con los del As de corazones. Probablemente encontrarían resistencia.

Una vez inmovilizadas todas las personas a bordo, Roberta llamaría a la Policía Fiscal, preparada ya en la entrada norte, para que fuera a buscar la gran maleta con los diamantes en bruto.

No obstante, ante la duda de cómo acabaría el asunto, Montalbano había dispuesto que, mientras tanto, Mimì Augello recorriera con un par de hombres las tabernas de Vigàta, con órdenes de arrestar a todos los marineros del Vanna o el As de corazones que encontrara. Todos, incluso los que según Roberta Rollo no estaban en el ajo. Era mejor asegurarse.

Sobre el papel, todo debería funcionar a la perfección. Pero a medida que pasaban los minutos y se acercaba el momento del inicio, Montalbano sentía un nerviosismo cada vez mayor. Y como ignoraba el motivo, no paraba de moverse dentro del coche y de resoplar como si le faltara aire.

Eran cuatro: Gallo a su lado, y detrás Galluzzo y un agente joven y despierto, Martorana. Montalbano llevaba la pistola en el bolsillo, los otros tres iban armados también con metralletas. Gallo tenía el motor encendido y a punto para una salida estilo Fórmula 1.

Montalbano abrió la puerta.

—¿Quiere bajar? —le preguntó Gallo, estupefacto.

—No. Quiero fumar un cigarrillo.

—Entonces es mejor que cierre la puerta y baje la ventanilla. Por si hay que salir…

—Vale, vale —dijo el comisario, renunciando a fumar.

En ese momento sonó su móvil.

—La teniente Belladonna acaba de subir al As de corazones —le comunicó Roberta.

¡Laura! ¡Virgen santa, no había pensado que la meterían en esto! Pero ¿por qué precisamente a ella?

—¿Qué ha dicho? —preguntó Gallo.

¿Y si esos delincuentes asesinos reaccionaban mal? ¿Y si le hacían daño? ¿Y si…?

—¿Qué ha dicho? —insistió Gallo.

—Que la… que el… que la… la… ha subido. ¡Joder! Pero ¡qué ocurrencia! ¡Es la rehostia!

El comisario estaba tan cabreado que Gallo se mordió la lengua y no se atrevió a hacer más preguntas.

Pero ¿cómo se les ocurría asignar una misión tan peligrosa a una joven como Laura? ¿Es que se habían vuelto locos?

El móvil sonó de nuevo.

—A bordo hay cinco hombres, dos en los motores y tres en cubierta, pero la teniente…

Montalbano no siguió escuchando.

—¡Adelante!

Gritó tan fuerte que su propio grito lo ensordeció a él y a los otros tres. Mientras Gallo salía disparado, el comisario miró por el retrovisor: el coche de Fazio iba detrás, prácticamente pegado al suyo.

Roberta había calculado que para llegar hasta el As de corazones desde la entrada norte se necesitaban menos de cuatro minutos, pero Gallo se había reído diciendo que le bastaría con la mitad de tiempo. Roberta también había decidido que, para no despertar sospechas, el tráfico portuario debía continuar como siempre.

El resultado fue que, en cuanto el coche de Montalbano, desde el callejón donde estaba escondido, llegó a la entrada norte, la encontró obstruida por un camión.

El conductor había bajado y le mostraba un papel al policía de guardia.

Montalbano no se lo pensó dos veces: en un abrir y cerrar de ojos, maldiciendo, abrió la puerta, saltó del coche y echó a correr por la calzada peatonal hacia el As de corazones.

E inmediatamente, desde lejos, vio una cosa que no habría querido ver. Uno de los marineros acababa de soltar el cabo de amarre del noray y estaba volviendo a subir a bordo. Y ese ruido sordo y continuo que oía, ¿era su sangre o el rugido de los potentes motores del As de corazones?

Aceleró todo lo que pudo, pese al intenso dolor que sentía en el costado.

Sin saber cómo, se encontró en lo alto de la pasarela que había sido abandonada en el muelle; la cubierta del barco estaba a la misma altura, pero ya a más de medio metro de distancia. Estaban escapando.

Montalbano cerró los ojos y saltó.

Reparó en que llevaba la pistola en la mano, pero no sabía cuándo la había sacado del bolsillo. Actuaba por instinto.

Aterrizó en la popa, completamente al descubierto. El primer tiro que le dispararon desde la cabina le pasó junto a la cabeza. Reaccionó disparando dos veces al azar, a la buena de Dios, hacia el puente de mando, mientras corría a esconderse detrás de un gran rollo de maroma, aunque servía de poco como protección.

Descubrió que estaba muy cerca de la escotilla por donde se bajaba al interior de la nave. Tenía que llegar hasta allí. Desde la cabina le dispararon de nuevo, pero el barco se balanceaba debido a la velocidad que iba ganando y era difícil dar en el blanco.

El comisario, disparando tres veces seguidas, dio un gran salto y se encontró rodando por los peldaños de la escalera que llevaba bajo cubierta.

Al levantarse se quedó paralizado.

Delante de él, pegada contra una pared, estaba Laura, mirándolo muda, con el miedo pintado en los ojos.

Pero ¿cómo es que estaba todavía a bordo?

Por un instante se ahogó en el azul de aquellos ojos. Y ese instante le bastó al hombre que estaba detrás de él para apoyarle una pistola en medio de la espalda.

—Si te mueves, te mato —dijo una voz con un ligero acento francés.

Debía de ser Petit, el secretario de Zigami, que sin embargo ignoraba de cuánto desesperado valor habían armado a Montalbano los ojos de Laura.

Sin que su cuerpo hiciera el menor ademán de girarse, el pie izquierdo del comisario se levantó por voluntad propia con la misma rapidez que la pata de un animal salvaje y golpeó, no sólo con fuerza sino con ferocidad, los huevos del francés, el cual, gritando de dolor, se dobló por la cintura al tiempo que soltaba el arma. Para mayor seguridad, el comisario le propinó otra patada en plena cara. El hombre se desplomó.

Acto seguido, Montalbano se plantó de un salto junto a Laura y la empujó por los hombros hasta el pie de la escalera. Se agachó para recoger la pistola del francés. Ahora podía hacer fuego sin escatimar disparos.

—Yo subo hasta arriba y me pongo a disparar contra la cabina de mando. Al primer tiro, tú echas a correr por la cubierta y te lanzas al agua. Pero por el costado; debes evitar las hélices. ¿Entendido?

Ella asintió con la cabeza. Luego, haciendo un gran esfuerzo para hablar, preguntó:

—¿Y tú?

—Me lanzo detrás de ti. Vamos.

Pero ella lo retuvo por el brazo. Montalbano comprendió. Se inclinó y le dio un suave beso en los labios. Después subió los seis peldaños y empezó a disparar. Laura pasó por su lado y Montalbano dejó de verla. Pero desde la cabina respondían a sus disparos y no había un segundo que perder.

Se puso en pie, llegó hasta la borda saltando como un canguro, pasó por encima y se zambulló.

De pronto advirtió que Laura no estaba en las inmediaciones: habían bastado unos pocos segundos de diferencia entre un salto y otro para que la gran velocidad del barco pusiese entre ellos bastante distancia. Además, había anochecido. Sin embargo, orientándose por las luces que veía, se dio cuenta de que estaba justo en medio del puerto.

Soltó las armas, que ya no le servían de nada, se quitó la chaqueta y los zapatos, y empezó a nadar a contramano de la estela blanca dejada por el barco.

Llamó gritando lo más fuerte que podía:

—¡Laura! ¡Laura!

Silencio. ¿Cómo es que no contestaba? ¿Quizá la violenta caída al agua la había dejado aturdida?

Iba a llamarla de nuevo cuando, de improviso, llegó un gran estruendo de ráfagas de ametralladora desde la bocana del puerto. Parecía una auténtica batalla naval. Seguramente el As de corazones estaba intentando romper el bloqueo de los guardacostas y llegar a mar abierto.

De repente se produjo una fuerte explosión y el agua se iluminó de rojo, con el resplandor de un gran incendio.

«Adiós, As de corazones», pensó Montalbano; quizá le habían dado donde llevaba el carburante.

Y precisamente a aquella luz en continuo movimiento, bajo la que parecía que el agua misma se estaba transformando en llamas, Montalbano vio, a unos veinte metros, el cuerpo de Laura flotando, desplazado únicamente por el ligero movimiento del mar.

El miedo que sintió no le impidió nadar hacia ella con todas sus energías.

—Señor… Señor… te lo ruego, Señor…

¿Estaba rezando? No lo sabía; y si era verdad que rezaba, era la primera vez que le sucedía en toda su vida.

La alcanzó. Laura tenía los ojos abiertos, como si mirara las primeras estrellas aparecidas en el cielo, y apenas respiraba, con la boca también muy abierta. Ni siquiera reparó en que Montalbano estaba a su lado y la sujetaba pasándole un brazo por los hombros.

Y fue la mano de aquel brazo la que tocó la horrible herida que tenía Laura. Debían de haberle dado cuando ya estaba en el agua. Pero lo importante era que todavía respiraba. Había que llevarla de inmediato a tierra.

Montalbano se sumergió bajo el agua, se deslizó bajo el cuerpo de la joven y emergió de nuevo, quedando espalda contra espalda; la mantuvo inmóvil sobre él con un brazo mientras empezaba a nadar con el brazo libre y con los pies.

Al cabo de menos de cinco minutos lo iluminó un foco, el motor de una patrullera al ralentí sonó a su lado y oyó la voz de Fazio:

Dottore, suéltela. Nosotros nos ocupamos de la teniente.

* * *

Más tarde, en la comisaría, se cambió de ropa y se puso los zapatos que Gallo había ido a buscarle a Marinella. De la botella de whisky que mandó comprar a Catarella, se bebió la mitad antes de que llegara una feliz y triunfal Roberta Rollo.

—Felicidades, comisario. Gracias a su valor… Los del As de corazones han muerto todos en la explosión.

¿Por qué no lo habían dejado subir a la ambulancia con Laura?

—La Policía Fiscal ha encontrado la maleta con los diamantes en bruto. Livia Giovannini, el capitán Sperli y Álvarez han sido arrestados.

¿Sufría mucho? ¿Conseguirían salvarla?

—El golpe que hemos asestado al tráfico de diamantes de conflictos es durísimo. No se recuperarán fácilmente. En mi informe a la ONU destacaré su valiosa contribución, comisario.

Le había pedido un beso. ¿Presentía acaso lo que iba a sucederle?

—Mañana ofreceremos una conferencia de prensa en la Jefatura Superior de Policía.

¡Cómo lo había mirado al verlo aparecer en el As de corazones!

—Mejor no ha podido ir.

¿En serio? ¿Mejor? ¿Mejor para quién?

* * *

Cuando salió de la comisaría, pasaba de medianoche.

Durante todas aquellas horas, apenas había abierto la boca tres o cuatro veces para responder a alguna pregunta. Y Fazio debía de haber notado que le pasaba algo, porque de vez en cuando lo miraba.

Por su parte, Montalbano sólo le había hecho dos preguntas a Roberta.

—Pero ¿tú sabías que la teniente Belladonna se había quedado a bordo?

—¡Claro! ¡Y te lo dije!

Era verdad. Ahora se acordaba. Roberta había empezado la frase: «Pero la teniente…», pero él no había seguido escuchando.

La segunda pregunta fue:

—¿Y habrías ordenado que dispararan contra el barco sabiendo que estaba allí la teniente?

—No. De hecho, dije a los guardacostas que no abrieran fuego, aunque eso significara perder la partida. Pero tú resolviste la situación. Sólo cuando os vi lanzaros al mar, les di vía libre para disparar.

* * *

No, no podía irse a Marinella sin tener noticias de Laura. Montó en el coche y se dirigió a Montelusa.

A aquellas horas no se podía entrar en el hospital, pero quizá consiguiera alguna información en Urgencias.

Sin embargo, nada más entrar comprendió que no era posible. Un autobús lleno de turistas había caído por un precipicio, y había una treintena de heridos que necesitaban atención urgente.

Salió de Urgencias muy desmoralizado. Se dirigía hacia el aparcamiento cuando oyó que alguien lo llamaba. Se volvió; era Mario Scala, un colega de la Brigada Antimafia.

—Hola, Salvo. Hace un rato, en la Jefatura, he oído hablar de tu actuación. Enhorabuena. ¿Qué haces aquí?

—Quería preguntar por una teniente de Capitanía, Belladonna, una chica que… —Se le secó la garganta y no pudo seguir. Sólo consiguió preguntar—: ¿Y tú?

—Tengo un arrepentido, un colaborador de la justicia, ingresado aquí con nombre falso. Pero no estoy tranquilo y de vez en cuando vengo a echar un vistazo… ¿Cómo has dicho que se llama esa teniente?

—Belladonna.

—Espérame aquí.

Volvió al cabo de diez minutos, durante los cuales Montalbano se fumó cinco cigarrillos seguidos.

Mario Scala tenía el semblante serio.

—La han intervenido de urgencia. Ha llegado viva al hospital de milagro; había perdido mucha sangre. Ahora está en reanimación.

—Pero ¿se salvará?

—Esperan que sí. Pero está muy grave.

* * *

Como el aparcamiento se hallaba casi vacío, subió al coche, lo puso en marcha y lo situó de manera que le permitiese ver bien la entrada principal del hospital. En la guantera tenía dos paquetes enteros de tabaco.

Podía pasar la noche allí. Y allí la pasó.

De cuando en cuando bajaba del coche, paseaba, miraba la fachada del hospital y volvía a subir.

A las primeras luces malva del día, vio salir a un hombre de uniforme que se puso a hablar por un móvil. Lo reconoció. ¡Era el teniente Matticca!

Bajó del coche, corrió hacia él y le apartó con brusquedad la mano que sostenía el teléfono.

—¿Cómo está Laura?

El teniente estuvo a punto de contestarle de malos modos, pero por suerte lo reconoció.

—Ah, es usted. Aguarde. —Se acercó el móvil al oído—. Te llamo dentro de un momento.

—¿Cómo está? —repitió Montalbano.

Matticca llevaba el uniforme arrugado y tenía cara de no haber pegado ojo en toda la noche. Abrió los brazos, y Montalbano sintió que se le venía el mundo encima.

—¿Qué quiere que le diga, comisario? Está más allá que aquí. He pasado toda la noche a su lado; cuando la llevaron al quirófano, me quedé en el pasillo esperando. Antes de la intervención tuvo un momento de lucidez. Después, nada más.

—¿Pudo decir algo?

A Montalbano le pareció que el teniente se sentía un tanto incómodo.

—Sí. Repitió dos veces un nombre. —Vaciló un instante antes de preguntar—: Usted se llama Salvo, ¿verdad?

Por el tono que empleó, más que una pregunta era una afirmación. Ambos se quedaron en silencio. Luego, Matticca dijo:

—Hemos avisado a su prometido. No podrá venir; no le parece adecuado pedir permiso.

Montalbano recordó al instante que, en aquel sueño que tuvo, Livia tampoco había querido ir a su funeral. Pero ¿qué tenía eso que ver? ¿Qué ocurrencia era esa? ¿Quizá un efecto del cansancio? Aquello era un sueño y…

—El doctor me ha dicho que le parece muy extraño que Laura no colabore.

—¿En qué sentido?

—Dice que, tratándose de alguien tan joven, el cuerpo debería reaccionar instintivamente, colaborar, incluso en un nivel inconsciente. En cambio… En fin, vuelvo dentro.

«No quiere reaccionar, no quiere colaborar en su salvación —pensó Montalbano mientras se dirigía hacia el coche, con un nudo en la garganta y el corazón en un puño—, porque quizá ha hecho una elección. O más probablemente, quiere quitarse de en medio para siempre para no tener que elegir».

Una hora más tarde, la puerta del copiloto se abrió y alguien subió al coche y se sentó. Montalbano no se volvió para mirar de quién se trataba; ya no era capaz de apartar los ojos de la entrada del hospital.

—He ido a buscarlo a Marinella, pero no estaba. He pensado que lo encontraría aquí y he venido —dijo Fazio.

Él no contestó.

Al cabo de media hora vio salir a Matticca.

Caminaba encorvado, se tapaba la cara con las manos y lloraba.

—Llévame a casa —le pidió Montalbano a Fazio.

Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró finalmente los ojos.