Decir que le había sorprendido no era exacto; si acaso, sintió una especie de pequeña satisfacción por haber acertado de pleno, porque en realidad estaba seguro de que, antes o después, la joven se presentaría para explicarle todo el asunto. Pero una cosa sí le sorprendió, y no poco: que Catarella, por primera vez en su vida, hubiera dicho bien un nombre, sin equivocarse ni deformarlo.
Al verla, por un instante pensó que aquella joven no era la misma que él había conocido. Y que la cosa estaba más embrollada de lo que pensaba. Pero ¿cuántas Vanna Digiulio existían?
Esta era rubia, no llevaba gafas, tenía unos preciosos ojos azules y, sobre todo, no ponía aquella cara de perro apaleado que provocaba compasión. Es más, por cómo andaba, parecía una persona decidida y segura de sí misma.
Sonrió a Montalbano mientras le tendía la mano. Y él, de pie, le devolvió la sonrisa.
—La esperaba —dijo el comisario.
—Y yo estaba segura de que me esperaba —repuso ella.
Empatados. Se le daba bien la esgrima. Montalbano le indicó la silla que había delante de la mesa, y ella se sentó después de dejar en el suelo el gran bolso que llevaba en bandolera.
Empezó a hablar sin que el comisario le hubiera preguntado nada.
—Me llamo Roberta Rollo y tengo el mismo grado que usted, pero desde hace tres años dependo directamente de la ONU.
O sea, que se trataba de algo gordo. Y ella podía tener el mismo grado que él, pero seguro que era bastante más importante que un simple comisario de policía. Montalbano quiso hacer la prueba.
—¿Es usted quien ha obligado al jefe superior a que me reasignara el caso?
—Yo personalmente no. Pero he movido algún que otro peón adecuado —respondió sonriendo.
—¿Puedo hacerle unas preguntas?
—Estoy en deuda con usted. Pregunte, por favor.
—¿Chaikri era su informador en el Vanna?
—Sí.
—¿La persona con la que Chaikri habló en el cuartel de los carabineros era usted?
—Sí.
—El teniente me insinuó que se trataba de terrorismo, pero yo no lo creo.
—Eso no es una pregunta, sino una afirmación. De todos modos contestaré. Hace bien en no creerlo.
—Porque se trata de tráfico de diamantes.
A Roberta se le pusieron los ojos como platos, unos ojos que se convirtieron en dos lagos azul celeste.
—¿Cómo se las ha arreglado para averiguarlo tan deprisa? Me habían dicho que era usted buen policía, pero no creía que…
—Usted no va a la zaga; consiguió convencerme totalmente con aquella historia de que era la sobrina un poco marginada de la rica propietaria de un velero… ¿Sabe? Hasta llegó a darme un poco de pena. Pero entonces, ¿por qué al mismo tiempo me proporcionó indirectamente una serie de pistas que me llevarían a concluir que era usted una persona distinta de aquella por la que se hacía pasar?
—Nada me impide contárselo todo. La mañana que nos conocimos, cuando me salvó de una situación inesperada y difícil, usted se presentó como el comisario Montalbano. Y era, casualmente, justo la persona que me habían indicado para colaborar en la operación que debía poner en marcha poco después.
—Es decir…
—Habíamos sabido que Émile Lannec…
Montalbano negó con la cabeza.
—¿Qué pasa?
—No se llamaba Lannec, sino Jean-Pierre David.
Roberta se quedó boquiabierta.
—¡Así que Lannec era David!
—¿Lo conocía?
—Ya lo creo. Pero no sabíamos que eran la misma persona. ¿Cómo lo ha averiguado?
—Después se lo cuento. Ahora continúe.
—Bien, sabíamos que Lannec había salido de París para venir aquí. Entonces…
—¿Cuál era el papel de Lannec?
—Espere. Nosotros creíamos que Lannec era una especie de hombre para las emergencias. Intervenía cuando había dificultades.
—Y cuando era David, ¿qué funciones tenía?
—Era uno de los jefes de la organización. Muy importante. Después recibí un aviso de Chaikri. Me decía que el Vanna, debido al mal tiempo, se dirigía hacia Vigàta. Como ya habrá comprendido, tanto el Vanna como el As de corazones forman parte de la misma organización, aunque con cometidos distintos.
—¿Cuáles?
—El Vanna recoge los diamantes y el As de corazones los distribuye. Para nosotros, tenerlos a los dos en el mismo puerto y saber que estaba también Lannec, ¡y figúrese si hubiéramos sabido que en realidad se trataba de David!, representaba una ocasión única. Por eso me apresuré a venir. Pensaba ver cómo estaban las cosas y después, si era el caso, ponerme en contacto con usted para organizar una operación. Pero había un problema. Esa gente sabe quién soy, sabe que ando detrás de ellos desde hace tiempo… Es gente que no vacila ni un segundo en matar a quien haga falta; ya lo ha visto. Así que le puse a usted la mosca detrás de la oreja por si me pasaba algo.
—Eso lo deduje. ¿Y por qué desapareció?
—Por el descubrimiento imprevisto del cadáver de Lannec en el bote. Comprendí que habría mucho movimiento, y eso no me favorecía. Además, el asesinato de Lannec, cometido sin duda en el As de corazones, cambiaba mucho el panorama. Había que pensar con calma.
—Disculpe, pero ¿qué interés tenían los del Vanna en traer de vuelta el cadáver de Lannec? Si lo habían matado sus propios cómplices del As de corazones…
—¡No lo reconocieron! ¡No podían! ¡Fue un grave error por su parte traerlo a tierra! De hecho, Chaikri me habló de una furibunda discusión entre Livia Giovannini y Sperli, por una parte; y Zigami y Petit… ¿sabe quiénes son?
—Sí, el supuesto propietario del As de corazones y su secretario.
—Discutieron precisamente porque el Vanna había recogido el cadáver.
—¿Todos los miembros de las dos tripulaciones están implicados?
—Los del As de corazones, sí; a bordo del Vanna, sólo Álvarez está al corriente.
Esa era la razón por la que Livia Giovannini había organizado las cosas para que no mataran a Chaikri a bordo de su velero.
—¿Cómo es que sólo él?
—Álvarez es angoleño, no español como se cree. Al parecer fue él quien le propuso este tipo de tráfico al difunto señor Giovannini.
—Ya. ¿Y Chaikri?
—Era un agente nuestro al que habíamos conseguido infiltrar. Probablemente, que provocara dos veces su detención en apenas veinticuatro horas despertó algunas sospechas. ¿Sabe cómo lo mataron?
—Sí, primero le metieron la cabeza en un cubo lleno de agua para que pareciese que se había ahogado, luego…
—No. Para que pareciese que se había ahogado también, pero principalmente para torturarlo. Por lo visto no pudo resistir y habló.
—Disculpe, pero…
—¿Por qué no nos tuteamos?
—¿Me explicas qué tiene que ver la ONU con todo esto?
—¿Has oído hablar del Proceso de Kimberley?
—Sí, pero aún no he podido…
—Te lo cuento en pocas palabras. Se trata de un organismo internacional creado en dos mil dos para el control de la exportación y la importación de diamantes. En la actualidad están adheridos sesenta y nueve gobiernos. Pero, como te resultará fácil intuir, el tres o cuatro por ciento de los diamantes extraídos continúa siendo objeto de contrabando.
—De acuerdo. Pero ¿qué pinta la ONU?
—La ONU interviene para evitar que esos diamantes con que se comercia de forma ilegal se conviertan en diamantes de conflictos.
¿Diamantes de conflictos? ¿Y qué quería decir eso? Roberta le leyó la pregunta en la cara.
—Son los diamantes que proceden ilegalmente de zonas controladas por fuerzas contrarias a los gobiernos legítimos: guerrilleros, rebeldes, facciones tribales o políticas, opositores de todo tipo… Con las ganancias, inmensas, compran todas las armas que quieren.
—Y en tu opinión, ¿cómo se presenta aquí la situación?
—Verás, creo que nos encontramos ante una gran oportunidad. Casi irrepetible.
—¿Por qué?
—El As de corazones, que con toda seguridad lleva un cargamento de diamantes, se queda bloqueado en vuestro puerto debido a una avería en los motores. Entonces convocan a Lannec para entregarle el cargamento y que lo lleve probablemente a París. Lannec llega y lo matan.
—Según tú, ¿por qué?
—Eso nos lo dirá Zigami cuando lo hayamos detenido.
—¿Ninguna hipótesis?
—Creo que Zigami no hizo más que obedecer órdenes. Después del asesinato, pedí información a quien sabe de esto más que yo. Parece que los otros miembros de la cúpula de la organización ya no se fiaban de Lannec. O bien se trata de luchas intestinas; no estoy segura. Sea como sea, la situación presente es esta: los diamantes aún siguen en el As de corazones. Y no sólo eso: debe de haber también en el Vanna, porque los dos barcos no han podido cruzarse en alta mar para hacer el transbordo. Creo que están buscando desesperadamente a alguien que los saque del apuro.
Un pensamiento que le cruzó la mente de improviso hizo que Montalbano saltara de la silla.
—¿Qué te pasa?
—Creo que ya han encontrado a su hombre.
—¿Y quién es?
—Se llama Mimì Augello y es el subcomisario de Vigàta.
Roberta se quedó atónita.
—¿Y ha conseguido infiltrarse? ¿Cómo lo ha hecho?
—Tiene… digámoslo así… está dotado de… resumiendo, posee unas cualidades extraordinarias.
—¿En qué sentido?
Montalbano prefirió cambiar de tema.
—Antes explícame mejor lo que quieres hacer.
—Sí, pero después me dices hasta dónde has llegado tú.
—De acuerdo.
—Lo que quiero hacer es muy sencillo: he conseguido que me den las órdenes judiciales de registro para los dos barcos. Si la Policía Fiscal, con cuyo comandante ya he hablado, encuentra los diamantes, los detiene a todos con tu colaboración. Y es preciso hacerlo esta tarde; si no, nos exponemos a que zarpen durante la noche o mañana temprano.
—Hay un problema —dijo Montalbano—. ¿Y si los del As de corazones, al ver movimiento en el muelle, sospechan algo y escapan? Tienen motores potentes; con nuestros medios, difícilmente lograríamos alcanzarlos.
—Tienes razón. ¿Qué propones?
—Imposibilitarles la salida del puerto.
—¿Cómo?
—Situemos dos patrulleras de Capitanía en la bocana. Están armadas, y desde luego podrán detenerlo.
—¿Te ocupas tú o me ocupo yo?
—Es mejor que vayas tú a ponerte de acuerdo con los de Capitanía. Tienes más autoridad.
—De acuerdo. Ahora háblame del subcomisario.
—Ha conseguido infiltrarse con la complicidad de una teniente de Capitanía, Belladonna, que lo presentó a los del Vanna como representante de la empresa suministradora de carburante.
Roberta Rollo torció la boca.
—Me parece muy debilucho.
—Espera. La excusa era que la calidad del carburante que habían suministrado no era buena debido a una infiltración y podía dañar los motores. El subcomisario tomó una muestra de carburante de sus depósitos para analizarlo. Entretanto, trabó amistad con la señora Giovannini.
—¿Qué tipo de amistad?
—Íntima. Y le ha hecho creer que es alguien dispuesto a lo que sea para ganar dinero. La señora Giovannini le ha propuesto trabajar para ella.
—¿Dónde?
—Primero en Sudáfrica y después en Sierra Leona.
—Sierra Leona ha sido y continúa siendo un punto neurálgico del tráfico de diamantes. ¿Y qué ha dicho el subcomisario?
—Ha aceptado.
—¿Y piensa irse con ellos? —preguntó atónita.
—¡Qué va! Hoy a las cinco, después de comer, tiene una última entrevista con la señora Giovannini y Sperli. Intentará obtener la mayor cantidad de información posible.
Roberta se quedó callada unos momentos y finalmente dijo:
—Quizá sea mejor oír lo que tenga que decirnos antes de pasar a la acción.
—Yo también lo creo.
—¿Y qué hará después el subcomisario para quitarse de en medio?
—Voy a arrestarlo. Como hacía Chaikri contigo.
Roberta se echó a reír.
—Me parece una buena idea —dijo, levantándose—. Nos vemos aquí hacia las cuatro. Yo voy primero a Capitanía a hablar con el comandante, y luego volveré a la sede de la Policía Fiscal para ultimar algunos detalles.
Montalbano envidió sus ojos, que verían a Laura.
* * *
En cuanto Roberta Rollo se hubo ido, el comisario llamó a Fazio.
—Siéntate.
Entonces vio que tenía cara de funeral.
—¿Qué te pasa?
—Cuando me dijo que quizá tendríamos que arrestar al dottor Augello, ¿bromeaba?
—No.
—Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho? Mire, el dottor Augello y yo no es que simpaticemos demasiado, pero no creo que sea una persona…
—Debemos arrestarlo en su propio interés.
Fazio abrió los brazos, resignado.
—¿Dónde? —preguntó.
—En el puerto. Y tenéis que armar el máximo alboroto posible.
—Pero ¿no puede arrestarlo usía personalmente? Aquí, en la comisaría, sin armar tanto escándalo. Haya hecho lo que haya hecho, ese hombre no se merece…
—Si me dejas hablar, te explico por qué y cómo hay que arrestarlo.
* * *
Mimì Augello reapareció en la cubierta del Vanna poco antes de las seis. Lo acompañaba el capitán Sperli. Mimì bajó por la pasarela, y el capitán se quedó a bordo.
Nada más poner los pies en el muelle, Augello sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó. Luego se encaminó hacia su coche.
No había dado ni tres pasos cuando un coche de policía, con la sirena puesta, se interpuso en su camino con un ruidoso chirrido de neumáticos. Mimì, rapidísimo, rodeó el vehículo y echó a correr a toda pastilla hacia la entrada norte del puerto. Fazio y Gallo bajaron pistola en mano y corrieron tras él.
—¡Alto! ¡Policía! —gritó Fazio. Y en vista de que el subcomisario seguía huyendo sin darse por enterado, disparó al aire.
Mimì continuó su carrera. Pero en cuanto el agente de la Policía Fiscal que estaba de guardia en la entrada norte lo vio, lo apuntó con el fusil:
—¡Alto o disparo!
Augello se asustó. Igual ese le disparaba de verdad, ignorante de que aquello era puro teatro. Se detuvo en seco y levantó las manos.
—Dottore, ¿no podría haber corrido menos rápido? —le preguntó Fazio sin resuello mientras lo esposaba.
Augello hizo el camino de vuelta hasta el coche patrulla entre Fazio y Gallo. La tripulación del As de corazones, atraída por el disparo y las voces, estaba en cubierta mirándolo todo. Los espectadores del Vanna, en cambio, sólo eran dos: Livia Giovannini y Sperli. Pero eran suficientes.
—¡Virgen santísima! —le dijo jadeando Mimì a Montalbano, que no había bajado del coche—. ¡Ese de la Policía Fiscal me ha pegado un susto de muerte!
En las dependencias policiales ya estaba Roberta Rollo. El comisario la presentó a Augello y Fazio y les explicó quién era. Luego Mimì se dirigió a Montalbano:
—¿Tú has estado hoy a bordo del Vanna?
—Sí. Quería hacer algo que los pusiera nerviosos para que, cuando llegaras tú a las cinco, te…
—¡Pues lo has conseguido con creces! ¡Los has puesto más que nerviosos! Livia… —se le escapó. Se sonrojó y miró a Roberta, que le sonrió con amabilidad.
—No se preocupe.
—La señora Giovannini le ha dicho a Sperli que estaba segura de que tú lo habías descubierto todo y que no había que darte tiempo de actuar. ¿Qué les has dicho?
—Como por casualidad, he dejado que Sperli viera unos papeles que llevaba en el bolsillo sobre el Proceso de Kimberley, del que tú me habías hablado. Y seguramente les habrá parecido que sabía más de lo que en realidad… Pero cuéntame qué ha pasado.
—Pues nada más llegar, la señora Giovannini, alteradísima, me ha comunicado que habían cambiado de parecer.
—¿Ya no te contrataban?
—No es eso; cambiaba el tipo de trabajo, aunque sólo momentáneamente.
—¿Y en qué consistía el cambio?
—Tenía que llevar una maleta a París siguiendo un recorrido determinado que me indicarían esta noche, poco antes de partir. Pretenden zarpar al amanecer. Una vez entregada la maleta, yo tendría que tomar un avión para Sierra Leona.
—¿Y tú qué has dicho?
—Que muy bien.
—¿Qué excusa has puesto para bajar?
—Que necesitaba ir a la comisaría a retirar el pasaporte porque la oficina cerraba a las seis.
—¿Han especificado si se trata de una maleta grande o un maletín? —preguntó Roberta.
—Una maleta bastante grande y pesada, cuyo contenido debería trasladar después a dos maletas más pequeñas.
Roberta Rollo emitió un silbido.
—Es evidente que han metido en una maleta los diamantes que había en las dos embarcaciones. Y pretenden utilizar al dottor Augello en sustitución de Lannec, está claro. Pero han decidido poner en sus manos un material de un valor inmenso, una maleta llena de diamantes en bruto, sin ninguna garantía. Me parece muy extraño.
—Un momento —repuso Mimì—. La señora Giovannini me ha dicho que tendría que salir para París mañana a última hora de la mañana. Vendría a recogerme un coche, con otra persona además del conductor.
—O sea, que haríais todo el viaje en coche.
—Sí.
—En conclusión —dijo Roberta—, tenemos la certeza de que los diamantes todavía están a bordo. Es preciso actuar de inmediato. —Miró el reloj: las siete menos cuarto—. Ahora os digo cómo debemos proceder.