Cuando Montalbano entró en el despacho de Geremicca, no sabía que al cabo de muy poco, entre aquellas cuatro paredes, se pronunciaría una palabra, una sola, que bastaría para guiarlo hacia el camino correcto.
Al ver a Montalbano, Geremicca se levantó y, sonriente, sacudió la mano derecha en el aire varias veces para expresar que había sucedido algo importante.
—¡Montalbà, has abierto la caja de los truenos!
—¿Yo? ¿Cómo?
—Le mandé a mi colega francés a través de internet unas imágenes del pasaporte que me diste. Y después le dije que, según tú, el nombre del sujeto pertenecía a un personaje de una novela de Simenon, si no recuerdo mal.
—Así es. ¿Y qué pasó?
—Pasó que empezó a contarme que hace un mes arrestaron a un falsificador importante, un maestro en la materia, que no reveló los nombres de sus clientes. No obstante, consiguieron incautarse, entre otras cosas, de dos pasaportes terminados. Con el tuyo, los pasaportes pasaron a tres. Y fue así, siguiendo la pista que nosotros le habíamos dado, como finalmente mi colega logró descubrir que ese falsificador tenía la costumbre de poner nombres ficticios tomados de personajes de la literatura francesa. ¡Imagínate!
—Por lo visto le gustaba leer.
—¡Y te digo más! Los nombres que escogía guardaban relación, de un modo u otro, con algo de la vida del cliente.
—¿Puedes explicarte mejor?
—Claro. Para que lo entiendas: mi colega me dijo que Émile Lannec, el personaje de la novela, es propietario de un pequeño barco. ¿Es así?
—Así es.
—Pese a la cara destrozada, mi colega ha reconocido, por los otros datos, al hombre del pasaporte. Se llama Jean-Pierre David, sin antecedentes penales pero al que seguían los pasos desde hacía tiempo.
—¿Y qué es lo que tiene alguna conexión con su vida?
—El padre de David poseía un pequeño barco que se hundió. Tu observación ha permitido a los franceses llegar hasta la verdadera identidad de los otros dos que tenían los pasaportes a punto. Te lo agradecen sinceramente, porque tu descubrimiento está ayudándolos mucho.
—¿Y por qué seguían los pasos de David?
—Parece que formaba parte de una gran organización que se dedica a traficar.
—¿Con qué?
—Diamantes.
Montalbano saltó de la silla. Durante un instante no vio absolutamente nada. El relámpago que le había atravesado el cerebro era tan fuerte que lo había cegado.
* * *
¿Y ahora qué?
Su primer deber sería correr al despacho de Mezzamore o Mozzamore, o como leches se llamara, y referirle de pe a pa todo lo que había averiguado. Ojo: «sería», condicional. Porque, conforme a la orden que le había dado el jefe superior, él no debería haber ido a ver a Geremicca esa mañana. Debería haberle dicho por teléfono: «Amigo mío, te estoy muy agradecido, pero toda la información que tengas debes pasársela al compañero Mizzamore; él es quien se ocupa ahora del caso».
En cambio, había ido, lo que suponía un acto de insubordinación. Si ahora le contaba a Mozzamore la historia de la identificación, el jefe superior podría acusarlo de insubordinación, de…
«Pero ¿no te avergüenzas de esgrimir excusas tan ridículas? —lo reprendió la voz de la conciencia—. La verdad es que eres tan egoísta, tan mezquino, que no quieres compartir con nadie…».
«¿Quieres hacerme reflexionar un poco?», respondió Montalbano.
¿Referir o no referir? Esa era la cuestión.
Al final, la conciencia salió vencedora. Rodeó el edificio, entró por la puerta principal y preguntó por el despacho del dottor Mezzamore.
—¿Mazzamore? —lo corrigió el de información, que conocía a Montalbano—. Mire, está justo al lado del despacho del dottor Lattes.
Ay, ay, ay… Habría que proceder con suma cautela.
En vez de montar en el ascensor, subió por la escalera. Al llegar al rellano, asomó la cabeza al pasillo. Y vio precisamente a Lattes, plantado allí en medio, hablando con uno.
No, no podría seguir adelante con la historia del inexistente hijo muerto. Dio media vuelta y se marchó. A Mazzamore lo llamaría por teléfono. Pero en su debido momento, sin prisas.
«¡Menuda excusa te has buscado!», le dijo, irónica, su conciencia.
Él la mandó a un sitio al que quizá, y hasta sin quizá, la mandaba demasiado a menudo.
* * *
—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori!
Montalbano sabía lo que significaba esa quejumbrosa letanía.
—¿Ha llamado el jefe superior?
—Sí, siñor, ahora mismito ha tilifoneado.
—¿Qué quería?
—Dijo que usía debe ir con urgentísima urgencia al despacho de él, el siñor jefe supirior.
¡Pues sólo le faltaba eso! Ni hablar, no podía arriesgarse a un cara a cara con Lattes. Como mínimo, tendría que darle las gracias por la corona fúnebre.
—Dile a Fazio que venga a verme inmediatamente. Ah, oye, ¿has encontrado algo sobre el Proceso de Kimberley?
—Sí, siñor dottori, ahora si lo imprimo.
Al entrar en su despacho, vio que una flor se había desprendido de la corona al darle el manotazo y se había quedado en el suelo. Se agachó, la recogió y la arrojó por la ventana. Nada debía recordarle el sueño de su funeral.
—A sus órdenes —dijo Fazio, entrando en el despacho.
—Tienes que hacerme un favor. Debes telefonear al jefe superior.
Fazio lo miró sorprendido.
—¡¿Yo?!
—Sí, tú, ¿qué pasa? ¿Te ofende? ¿Te avergüenza?
—No, señor dottore, pero…
—Nada de peros. Tienes que contarle una mentira.
—¿Sobre qué?
—Quiere verme enseguida, pero yo, por motivos personales, no puedo ir en este momento.
—¿Y qué le cuento?
—Dile que, mientras venía a la comisaría, he chocado con el coche y has tenido que acompañarme a Urgencias y luego a Marinella.
—¿Le importa decirme, por si acaso me lo pregunta, qué se ha hecho en el accidente? ¿Algo grave o poca cosa?
—Como ya le había contado una trola, dile que he vuelto a hacerme daño en el pie del esguince.
—¿Y cómo se hizo ese esguince?
—De la misma forma que ahora.
—Entendido.
—Y ahora me voy corriendo a casa, por si acaso me llama allí.
—Está bien —dijo Fazio, disponiéndose a salir.
—¿Adónde vas?
—Voy a llamar desde mi despacho.
—¿No puedes hacerlo desde aquí?
—No, señor. Las mentiras las digo mejor cuando estoy solo.
Fazio volvió al cabo de menos de cinco minutos.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Montalbano.
—Que en los últimos tiempos usía tiene demasiados accidentes y que debe estar un poco más atento a su salud.
—¿No se lo ha creído?
—En mi opinión, no. Dottore, será mejor que se vaya ahora mismo a Marinella. Ese fijo que lo llama.
—¿Te ha dicho algo más?
—Sí, señor. Que usía debe volver a encargarse de la investigación porque el dottor Mazzamore está muy ocupado con otro asunto.
—¿Y me lo dices ahora?
—¿Y cuándo tenía que decírselo?
—¡Lo primero de todo!
Se quedaron mirándose un momento.
—No me cuadra —dijo Montalbano.
—A mí tampoco. Pero no es la primera vez que el jefe superior vuelve a darle un caso que previamente le había quitado.
—Sigue sin cuadrarme. De todos modos, te informo que el muerto del bote ha sido identificado: se llamaba Jean-Pierre David y la policía francesa le seguía los pasos.
—¿Por qué?
—Al parecer, estaba implicado en el tráfico de diamantes.
Fazio cerró los ojos hasta reducirlos a una ranura.
—Entonces, los del As de corazones…
—… están metidos hasta el cuello. Pondría la mano en el fuego. Habrá que ver cómo los acorralamos. Y debemos hacerlo rápido; pueden irse de un momento a otro. ¡Ah!, otra cosa.
—Usted dirá.
—Gallo y tú estad preparados. Después de comer, hacia las cinco, tenemos que hacer una cosa.
—¿De qué se trata?
—Probablemente tengamos que arrestar a Augello.
Fazio abrió la boca y volvió a cerrarla. Primero se puso colorado como un tomate y después más blanco que el papel. Se dejó caer sobre una silla.
—¿Po… por qué? —preguntó con un hilo de voz.
—Después te lo explico.
En ese momento entró Catarella con un puñado de papeles en la mano.
—Lo imprimí todo, dottori.
Montalbano se metió las hojas en el bolsillo.
—Hasta luego —dijo.
Y se fue a Marinella.
* * *
Pero ¿cómo es que el teléfono tenía ahora la bonita costumbre de ponerse a sonar mientras él abría la puerta? De todos modos, como había perdido la esperanza de que lo llamara Laura, se lo tomó con calma.
Fue a abrir la cristalera de la galería y luego entró en la cocina.
Tendría que comer forzosamente en casa, y por eso quería ver qué le había preparado Adelina. Abrió el horno.
Un auténtico hallazgo: pasta ’ncasciata, con ese toque especial que le daba al plato terminar la cocción en el horno, y salmonetes a la livornesa.
El teléfono, que había dejado de sonar, empezó de nuevo. Esa vez fue a contestar.
Era el señor jefe superior.
—Montalbano, ¿cómo está?
¡El muy cabronazo, tal como habían previsto Fazio y él, quería asegurarse de que había tenido de verdad un accidente! Y Montalbano estaba preparado para darle lo que quería.
—Bueno, el choque ha sido…
—No hablaba de eso —lo cortó con sequedad.
¿Ah, no? ¿Y de qué, entonces? Lo mejor era quedarse callado y ver por dónde iban los tiros.
—Hablaba de su salud mental, que me tiene muy preocupado.
¿Qué novedad era esa? ¿Le estaba diciendo que creía que se había vuelto loco? Pero ¿cómo se permitía semejante insinuación?
—Oiga, señor jefe superior, yo lo acepto todo, pero sobre mi salud mental, como usted dice, no tolero…
—Déjeme hablar. Y conteste únicamente a mis preguntas.
—Oiga, no estamos…
—¡Montalbano, por el amor de Dios, basta! —explotó Bonetti-Alderighi.
Parecía realmente enfadado. Más valía dejar que se desahogara. Pero Montalbano estaba muy lejos de imaginar lo que iba a preguntarle.
—¿Es cierto que ha sufrido usted una grandísima pérdida estos días?
Montalbano se quedó anonadado. ¡Estaba claro que el lenguaraz de Lattes le había contado lo de la muerte del niño!
—O sea, ¿que ha muerto un hijo suyo? —concretó el jefe superior con voz gélida.
¿Cómo puñetas podía escurrirse?
—¿Y que su mujer está desesperada?
La voz del jefe superior estaba ya bajo cero.
—¿Y le importa explicarme cómo es que en ninguna parte consta usted como casado y con hijos?
Una banquisa polar.
¿Y ahora cómo coño salía de ese berenjenal? Le pasaron por la mente cien posibles respuestas a velocidad supersónica, pero las descartó todas; no le parecieron convincentes. Abrió la boca, pero no consiguió articular palabra. El jefe superior, en cambio, continuó:
—Comprendo.
Un hielo como ese sólo era posible obtenerlo en un laboratorio.
—Espero que algún día me revele el motivo de esa vulgar y mezquina tomadura de pelo a un caballero como el dottor Lattes.
—No era una… —consiguió articular por fin.
—No creo que de algo tan miserable y grave se pueda hablar por teléfono. Dejémoslo así por ahora. ¿Le han dicho que he tenido que reasignarle el caso?
—Sí.
—Si hubiera sido por mí, no… pero me he visto obligado, contra mi voluntad, a… Se lo digo con todas las letras: si esta vez falla, me lo cargo. Y manténgame constantemente informado del desarrollo de la investigación. Buenos días.
Buenas noches habría sido más apropiado.
¡Madre mía, qué humillación! ¡Como para desear que se lo tragara la tierra! Con todo, la cosa tenía un lado bueno: el dottor Lattes nunca más le preguntaría por su familia.
Por otra parte, con el cabreo, al jefe superior se le había escapado un detalle importante: que le había devuelto el caso no por voluntad propia sino por obligación. Por tanto, había intervenido alguien. Pero ¿quién? Y sobre todo, ¿por qué?
Sin embargo, considerando que la llamada del jefe superior ya se había producido y que para sus preguntas no era posible encontrar una pronta respuesta, decidió ir a comer a la trattoria de Enzo.
* * *
Fue mientras se acercaba al puerto para dar el habitual paseo cuando se le ocurrió una idea. Quizá pudiera hacer algo que facilitara que a la señora Giovannini se le soltase la lengua y le revelara finalmente a Mimì lo que hacía navegando de acá para allá, y confirmar de ese modo sus chanchullos.
Hizo el recorrido largo, y al llegar a la altura del Vanna se dirigió decidido hacia la pasarela y subió a la cubierta.
—¿Hay alguien?
Le respondió el capitán Sperli desde abajo:
—¿Quién es?
—El comisario Montalbano.
—Venga, venga.
Bajó a la sala común por la escotilla. El capitán estaba terminando de comer; a su lado se hallaba Digiulio, que hacía de camarero.
—¡Ah! —exclamó Montalbano—. Si está comiendo, vuelvo más tarde.
—¡Por favor! Si ya he acabado… ¿Toma un café conmigo?
—Con mucho gusto.
—Siéntese.
—¿No está la señora?
—Sí, pero está descansando. Si quiere…
—¡No, no; déjela dormir! Me he enterado de que han tenido problemas por el carburante. ¿Cómo está la situación?
—Al parecer ha sido una falsa alarma.
—Entonces, ¿piensan zarpar pronto?
—Si mañana por la mañana nos entregan al pobre Chaikri, como nos han asegurado, celebramos el funeral y por la tarde zarpamos.
Digiulio llevó el café. Lo tomaron en silencio. Luego Montalbano empezó a rebuscar en uno de sus bolsillos. Para encontrar más fácilmente lo que necesitaba, sacó los papeles que le había dado Catarella y los dejó sobre la mesa. En el primero estaba impreso en grandes caracteres: «Proceso de Kimberley». Aún no había tenido tiempo de leerlos, pero, cualquiera que fuese su contenido, debían de tener un significado preciso para el capitán, dado que la señora Giovannini guardaba en la caja fuerte una carpeta etiquetada con ese nombre. Y efectivamente, en cuanto Sperli posó la vista en el papel, Montalbano vio que se sobresaltaba. Finalmente sacó del bolsillo un paquete de tabaco, encendió un cigarrillo y volvió a guardarse los papeles.
Así pues, Sperli se había puesto nervioso.
—Si quiere hablar con la señora, puedo…
—Deje, deje —dijo Montalbano, levantándose—. No es nada importante. Volveré a pasar dentro de un rato. Buenas tardes.
Subió a la cubierta y bajó al muelle. Sperli no se había movido; parecía haberse transformado en piedra.
Quizá fuera oportuno enterarse de qué era el Proceso de Kimberley, puesto que había causado tan hondo efecto en el capitán. Pero lo haría más tarde, en el despacho. Ahora tocaba el paseo.
* * *
Mientras estaba sentado en la roca plana, de repente el pensamiento de Laura lo asaltó con la violencia de un perro rabioso. Sintió un auténtico dolor físico. Tal vez esa violencia se debía a que durante un tiempo había conseguido no pensar en ella gracias a la investigación; tal vez era una especie de venganza. Pero ahora su ausencia se había vuelto lacerante, una herida.
No, no podía llamarla, no debía. Pero al menos podía hacer una cosa sin que tuviera consecuencias.
Subió al coche y se dirigió hacia Capitanía. Delante de la puerta estaban el centinela y dos marineros hablando. Pasó de largo y aparcó más adelante, de modo que por el retrovisor podía ver quién entraba o salía.
Estuvo allí un cuarto de hora, fumando un cigarrillo tras otro. Hasta que, en un momento de lucidez, sintió vergüenza de sí mismo.
¿Qué hacía allí? Esas cosas no las había hecho ni cuando tenía dieciséis años, ¿y las hacía ahora que tenía cincuenta y ocho? ¡Cincuenta y ocho, Montalbà! No lo olvides, ¿o acaso es la estupidez de la vejez lo que te empuja a actuar así?
Humillado y entristecido, arrancó y se fue a la comisaría.
* * *
Nada más sentarse, sacó los papeles de Catarella para empezar a leerlos, pero sonó el teléfono.
—¡Ah, dottori! Está al tilífono el dottori Lattes, que dice que…
—¡No estoy!
Lo dijo tan fuerte que Catarella dio un respingo.
—¡Virgen santísima, dottori! ¡Mi ha dejado sordo!
Montalbano colgó. No se sentía con ánimos de hablar. ¿Qué justificación podría darle a Lattes? ¿Cómo iba a pedirle disculpas? ¿Con qué palabras? ¿Por qué había sido tan cabronazo y no había seguido el consejo de Livia?
El Proceso de Kimberley era…
El teléfono sonó de nuevo.
—Disculpe, dottori, pero hay una siñorita que dice que querría hablar con usía personalmente en per…
—¿Está al teléfono?
—No, siñor, está aquí.
No tenía tiempo; debía leer sin falta aquellos papeles.
—Dile que venga mañana por la mañana.
El Proceso de Kimberley era…
De nuevo el teléfono.
—Dottori, pido comprensión y perdón, pero la siñorita dice que es urgentísimo.
—¿Te ha dicho cómo se llama?
—Sí, siñor. Vanna Digiulio.