Lo primero que hizo al volver a Marinella fue desenchufar la clavija del teléfono. Si Livia, Dios no lo quisiera, lo llamaba, sería incapaz de cruzar una palabra con ella; cada sílaba suya sería una puñalada de punzante remordimiento, así como de vergüenza por verse obligado a mentir.
—¿Qué has hecho hoy?
—Lo de siempre, Livia.
—Sí, pero cuéntamelo.
Y a partir de ese momento ponte a soltar una mentira tras otra, mentiras cada vez más gordas. Y luego las reticencias, las medias palabras… No, a su edad ya no podía prestarse a ese juego.
Necesitaba reflexionar con calma, con toda la lucidez posible, sobre el milagro que le había sucedido, y después tomar una decisión clara y definitiva. Y si decidía rendirse a ese milagro, a esa gracia que lo llenaba de alegría y espanto a un tiempo, su deber era comunicárselo de inmediato, cara a cara, a Livia.
Pero por el momento no estaba en condiciones de razonar. La excitación le causaba una gran confusión mental. Si al principio habían sonado campanas y violines, después de lo ocurrido en el muelle la música había cesado; ahora sólo oía correr su sangre, veloz y límpida como el agua de un arroyo alpino, palpitar deprisa su corazón. Necesitaba descargar toda esa energía que se acumulaba de minuto en minuto hasta resultar casi insoportable.
Se desnudó, se puso el bañador, bajó a la playa, fue hasta la orilla, donde la arena era compacta, y empezó a correr.
* * *
Volvió a casa cuando su reloj marcaba las doce y media pasadas. Había corrido dos horas seguidas, sin parar ni un minuto, y le dolían las piernas.
Se metió en la ducha, estuvo un buen rato bajo el chorro y después se fue a la cama, extenuado por la carrera y por la felicidad. La cual, cuando es verdaderamente grande, puede paralizarte exactamente igual que un gran dolor.
Despertó con la impresión de que la persiana del dormitorio era sacudida por el viento. ¡Qué raro! ¿De dónde había salido semejante vendaval tan de repente?
Abrió los ojos, encendió la luz y vio que la persiana no se movía. ¿Qué era, entonces, lo que golpeteaba? Al cabo de un instante oyó el timbre. Llamaban a la puerta. Miró el reloj: las tres y diez. Se levantó y fue a abrir.
Era Fazio el que estaba armando aquel escándalo.
—Dottore, le pido disculpas. He llamado, pero no me contestaba nadie; debe de tener el teléfono desconectado.
—¿Qué ha pasado?
—Han encontrado muerto a Chaikri.
En cierto sentido, se esperaba algo así.
—Un momento, que me visto.
Lo hizo en un abrir y cerrar de ojos; cinco minutos después estaba sentado al lado de Fazio, que conducía el coche de servicio.
—Dime cómo ha muerto.
—Dottore, no sé nada. A mí me llamó Catarella. Por cómo lo llamaba, Craqui, tardé en comprender que hablaba del magrebí. Y sin perder tiempo, después de estar llamándolo en vano, he venido a buscarlo.
—Pero ¿sabes al menos adónde tenemos que ir?
—Claro. Al muelle, a donde está atracado el Vanna.
* * *
En el muelle, justo delante de la pasarela del velero, estaban el teniente Matticca, un marinero de Capitanía y el capitán Sperli. Se dieron la mano.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Montalbano a Matticca.
—Quizá sea mejor que hable el capitán —contestó.
—Estaba en mi camarote —dijo Sperli— e iba a acostarme cuando me pareció oír un grito.
—¿Qué hora era?
—Las dos y cuarto. Miré el reloj instintivamente.
—¿De dónde provenía?
—Ahí está la cosa. A mí me pareció que venía del alojamiento de la tripulación, que se encuentra precisamente, como ve, en este costado, el más cercano a tierra.
—¿Fue sólo un grito? ¿No oyó ningún otro ruido?
—Sólo eso. Un grito cortado a la mitad, como interrumpido bruscamente.
—¿Qué hizo usted?
—Salí del camarote y fui al de la tripulación. Álvarez, Ricca y Digiulio dormían profundamente. La litera de Chaikri, en cambio, estaba vacía.
—¿Qué más?
—Entonces pensé que quizá el grito venía del exterior. Subí a cubierta con una linterna encendida, pero el muelle, por lo que se podía ver a la luz de las farolas, estaba desierto. Me apoyé en esa barandilla, la que está justo encima de la pasarela, y al moverme la linterna se inclinó hacia abajo. Y así, de forma casual, lo descubrí.
—Enséñemelo.
—Puede verlo desde aquí, sin necesidad de subir a bordo.
Se acercó al borde del muelle e iluminó la estrecha zona de unos cincuenta centímetros que había entre el cemento y el costado del velero. Montalbano y Fazio se inclinaron para mirar.
Había un cuerpo encajado cabeza abajo, sumergido hasta las caderas; sólo la pelvis y las piernas absurdamente abiertas quedaban fuera del agua.
A Montalbano se le ocurrió una pregunta y se la hizo al capitán:
—Pero, dada la posición del cuerpo, ¿cómo supo que se trataba de Chaikri?
Sperli no mostró la menor vacilación.
—Por el color de los pantalones. Los llevaba a menudo.
Eran unos pantalones de un amarillo tan intenso que parecían fosforescentes.
—¿Ha avisado a la señora Giovannini?
Esta vez el capitán no consiguió disimular un instante de titubeo, aunque sólo un instante.
—N… no.
—¿No se encuentra a bordo?
—Sí, pero… está durmiendo. No quisiera molestarla. Total, ¿de qué serviría?
—¿Y se lo ha dicho a la tripulación?
—Verá, a ésos la mona les dura un buen rato. Y anoche debieron de beber bastante. Lo único que harían es armar jaleo.
—Quizá tenga razón. No creo que puedan decirnos mucho. En su opinión, capitán, ¿cómo ha ocurrido?
—¿Cómo quiere que haya ocurrido? El pobre Ahmed, con la curda que debía de llevar, seguramente dio un paso en falso, cayó al agua y quedó encajado cabeza abajo. Se habrá ahogado.
Montalbano no hizo ningún comentario.
—¿Qué hacemos? —preguntó Matticca mirando al comisario.
—Si las cosas han sucedido como dice el capitán, este asunto no es de mi competencia sino de la suya, teniente. Se trata de una desgracia ocurrida dentro del recinto portuario. ¿No está de acuerdo?
—Sí —admitió de mala gana el teniente.
Esta vez le tocaría a él pasar la noche en blanco. En cuanto a la señora Giovannini, ya podía ir olvidándose de marcharse enseguida.
* * *
Mientras acompañaba al comisario a Marinella, Fazio le preguntó:
—¿Cree que ha sido realmente una desgracia?
Montalbano contestó con otra pregunta:
—¿Quieres explicarme por qué el capitán sintió la necesidad de coger una linterna para ver si en el muelle había alguien? El muelle está iluminado, ¿o no?
—Sí. Entonces, ¿por qué la cogió?
—Para poder contarnos la tontería del descubrimiento casual del cadáver. Sin linterna, no habría podido ver el cuerpo de ninguna manera.
—Entonces, ¿usted no cree que haya sido una desgracia?
—Estoy convencido de que no.
Fazio no salía de su asombro.
—¿Y por qué no…?
—Porque es mejor así, hazme caso. Dejémosle creer que nos hemos tragado su historia. Total, el cadáver irá a parar a manos de Pasquano. Y mañana por la mañana pienso hacerle una llamada.
* * *
Cuando se desnudó otra vez eran casi las cinco. Pero ya no tenía ni pizca de sueño.
Preparó la cafetera, se bebió una buena taza y se sentó a la mesa de la cocina con una hoja y bolígrafo en mano.
Se puso a pensar cómo habrían descubierto los asesinos que el pobre magrebí era una especie de quinta columna en medio de ellos. Quizá había cometido alguna imprudencia, como, por ejemplo, provocar que lo arrestaran dos veces seguidas.
Mientras pensaba, su mano trazaba líneas al azar en el papel. Al mirarlo, se dio cuenta de que había intentado hacer un retrato de Laura. Pero, como no sabía dibujar, el retrato parecía hecho por un oscuro imitador de Picasso en un momento de embriaguez total.
* * *
A las seis, pese al café que había tomado, le dio un ataque de sueño al que no pudo más que sucumbir. Se fue a la cama, durmió tres horitas y despertó oyendo ruido de cacerolas en la cocina.
—¿Adelina?
—¿Ya se ha despertado? Ahora le llevo el café.
Mientras se lo bebía, Montalbano le preguntó:
—¿Cómo te encuentras? ¿Se te pasó el dolor de cabeza?
—Sí, señor dutturi.
¡Bendito fuera el dolor de cabeza de Adelina! De no ser porque la asistenta no había podido prepararle la cena, él no habría ido a la trattoria de Enzo, no habría dado el paseo por el muelle y no habría visto a Laura.
* * *
Salió de casa a las diez pasadas. Nada más entrar en el despacho, llamó por teléfono a Pasquano.
—El doctor está trabajando y no quiere…
—Oiga, ¿puede decirle una cosa de mi parte?
—Por supuesto.
—Dígale que la montaña necesita a Mahoma.
El telefonista se quedó atónito.
—Pero… pero…
El comisario colgó. Inmediatamente después se presentó Mimì Augello. Parecía bastante agotado.
—Una noche dura, ¿eh, Mimì? —dijo Montalbano en tono irónico.
—Calla, calla…
—¿Es que las cosas te han ido mal?
—En cierto sentido…
—¿Te dijo que no?
—Pero ¡qué dices!
—¡Pues cuéntame!
—Paciencia, Salvo; antes de hablar necesito un café doble. Se lo he pedido a Catarella.
—Y un buen zabaglione para recuperar fuerzas, ¿no? Te noto un poquito mustio.
Augello no contestó. Permaneció sentado en silencio, esperando la llegada de Catarella. No habló hasta que se hubo tomado el café, tal como había anunciado.
—Anoche, creo que te lo mencioné cuando hablamos por teléfono, llevé a cenar a Livia.
Montalbano, que en ese preciso momento tenía a Laura en la cabeza, saltó de la silla.
—¡¿A Livia?!
—Salvo, ¿ya no te acuerdas de que la señora Giovannini se llama así? No era tu Livia, tranquilo. Bien, pues la llevé a un restaurante de Montelusa. Se puso las botas comiendo y se bebió una botella y media de vino. ¿Está previsto el reembolso de los gastos?
—¿No lo has recibido ya en especies? Continúa.
—A la vuelta fue ella quien tomó la iniciativa.
—¿Cómo?
—Oye, preferiría ahorrarme los detalles.
—Cuéntame sólo el principio. ¿Qué te dijo?
—¿Decirme? ¡No abrió la boca!
—Entonces, ¿qué hizo?
—Menos de cinco minutos después de subir al coche, me puso la mano donde puedes imaginar.
¡Ante todo romántica, la señora Giovannini!
—Y luego me preguntó adonde tenía intención de llevarla. Yo le contesté que si quería podíamos ir a mi casa, pero ella dijo que se sentiría más cómoda en su camarote.
—¿Qué hora era?
—No miré el reloj, pero alrededor de las doce pasadas. Subimos a bordo, y nada más meternos bajo cubierta nos encontramos con el capitán.
—Pero ¡si dicen que Sperli es el amante de Livia Giovannini! ¿Se cabreó? ¿Se mosqueó? ¿Dijo algo?
—En absoluto. Nos deseó buenas noches cortésmente y subió a cubierta.
—A lo mejor son amantes en el sentido de que, cuando ella no tiene a nadie, recurre a él.
—Puede ser. El caso es que no hizo ninguna escena. En cuanto entramos en el camarote, Livia se desnudó y…
—¿Me haces un favor, Mimì?
—Claro.
—No la llames Livia.
—¿Por qué?
—Me da impresión.
—Está bien. Resumiendo, se lanzó al ataque enseguida. Y ya no paró. Créeme: no es una mujer, es una picadora de carne eléctrica permanentemente enchufada. A lo mejor por eso el capitán, al verme con ella, me sonrió. ¡Iba a ahorrarle un pesado trabajo! Por suerte, hacia las dos y media oímos que había sucedido algo grave.
—¿Cómo que por suerte?
—Porque se desenchufó, aunque por poco tiempo.
—En pocas palabras, mors tua vita mea.
—Salvo, lo siento, pero la situación era exactamente esa.
—Oísteis un grito.
—¿Qué grito? No hubo ningún grito.
—¿Qué oísteis?
—Al capitán, que hablaba por teléfono en voz alta y decía que había ocurrido una desgracia.
—¿Y qué pasó luego?
—Entonces Liv… la señora Giovannini se levantó, se puso una bata y salió del camarote. Al regresar, me dijo que no era nada importante, que un tripulante borracho se había caído al agua, pero que lo habían sacado.
—¿Sabes que ese hombre está muerto?
—Sí, me enteré después, pero ella me contó otra cosa.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¡Porque quería seguir picando en el mortero! Temía que si yo me enteraba de que ese no sólo estaba muerto sino que seguía encajado ahí, a unos metros de nosotros, se me pasaran las ganas.
—¿Cuándo pudiste bajar del velero?
—Esta mañana a las seis y media, después de que se llevaran el cadáver. Fui a casa, eché un sueñecito y aquí estoy. Pero ahora me voy otra vez a dormir, porque Liv… la señora Giovannini ha reclamado el segundo asalto para esta noche.
—¿Conseguiste hablar con ella durante alguna breve pausa?
—Sí. Como se interesó por lo que ganaba, me inventé una cifra un poco más alta que la que nos paga el Estado.
—¿Hizo algún comentario?
—No. Quiso saber si estaba casado y si tenía hijos. Le dije que no. ¡Menos mal que no fuimos a mi casa! Habría visto los juguetes de Salvuzzo.
—A mí me parecen preguntas normales.
—Sí, pero llegué a la conclusión de que apuntaba a algo concreto, así que le dije que estaba descontento con mi trabajo, que me encantaría cambiar y que le estaría muy agradecido a quien me ofreciera otro… O sea, le manifesté mi disponibilidad. Creo que le está dando vueltas a algo.
—Oye, ¿y cómo te las arreglaste?
—Modestamente, me parece que estuve a la altura.
—No, no me refiero a la excelencia de tus prestaciones, sobre las cuales no albergo ninguna duda, sino a que no pudiste dar el repaso sobre los carburantes con la teniente Belladonna.
—¡Ah!, ¿te enteraste? Pero el repaso lo dimos igualmente. Una cosa rápida; había poco tiempo.
Si le hubiera caído una viga en la cabeza, lo habría dejado menos aturdido.
—¿Cu… cuándo? ¿Do… dónde?
—¡La pobre! Después de pasar toda la noche en pie, me telefoneó a las seis de la mañana.
—¿Y fu… fue a tu ca… casa?
—Salvo, ¿qué te pasa? ¿Te has vuelto tartamudo? No; me citó en Capitanía.
Din don dan, din don dan.
—¡Querido Mimì! ¡Queridísimo amigo! —exclamó, levantándose de golpe y yendo a abrazarlo—. Ahora vete a dormir y recupera fuerzas para esta noche.
Fazio, que entraba en ese momento, se quedó de piedra. ¿Qué le pasaba al comisario, que ahora abrazaba a todo el mundo?
—¿Qué quieres? —le preguntó Montalbano después de que Augello hubiera salido.
—He venido a recordarle lo de esa llamada al doctor Pasquano.
—Ya la he hecho. ¿Qué crees, que estoy tan viejo que no me acuerdo de las cosas?
—Pero ¿qué dice, dottore? Yo no…
—Mira de lo que soy capaz todavía. —Y saltó con los pies juntos encima de la mesa—. ¡Hop!
Fazio lo miró boquiabierto. No cabía duda de que el comisario necesitaba una visita al loquero cuanto antes.
* * *
—¡Ah, dottori! Es el doctor Pisquano, que…
—Déjame hablar con él.
—Montalbano, aquí no funcionan los teléfonos, no hay línea.
—Disculpe, pero ¿desde dónde me llama?
—Estoy llamándolo con una mierda de móvil. Pero no me gusta hablar mucho rato con estos aparatos. ¿Qué quiere de Mahoma?
—Le han llevado a un marinero que cayó…
—He trabajado con él esta mañana temprano.
—¿Puede darme detalles?
—Con el móvil, no. Si viene dentro de media hora, lo espero.