—¡Dottori, ah, dottori! El dottori Pisquano llamó porque quería hablar con usía personalmente en per…
—¿Te dijo si volvería a llamar?
—… sona. No, siñor dottori. Fue otra cosa lo que me dijo.
—¿Qué?
—Que lo llame usía al Instituto de Midicina Letal.
Montalbano tardó un momento en comprender.
—No es «midicina letal», Catarè; es «medicina legal».
—Lo que es es, dottori; basta con que usía me entienda.
—Llama al Instituto, y cuando tengas al doctor en línea me lo pasas.
El teléfono sonó al cabo de diez minutos.
—Doctor, ¿qué pasa? —preguntó el comisario.
—¿Le sorprende?
—Ya lo creo. Una llamada suya es algo tan raro, tan especial, que igual es que mañana va a haber un terremoto.
—¡Qué ingenioso! Pues verá, como la montaña no ha ido a Mahoma, Mahoma va a la montaña.
—Doctor, pero en este caso concreto la montaña no tenía ningún motivo para ir a Mahoma.
—Es verdad. Razón por la cual esta vez me ha correspondido a mí ir a tocarle los cojones.
—¡Adelante! Será a cambio de las veces que se los he tocado yo a usted.
—¡De eso nada, amigo mío! ¡No se pase de listo! ¡Yo todavía tengo crédito! No puede comparar las continuas y superlativas tocadas de cojones que he tenido que soportar de usted con…
—Vale, vale… No me tenga en ascuas.
—¿Ve como la vejez le afecta? Antes no aguantaba las frases hechas y ahora las emplea. En fin, dejémoslo. Estoy escribiendo el informe sobre el desconocido encontrado en la zódiac.
—Por cierto, aprovecho para comunicarle que ya no es desconocido. He encontrado su pasaporte, donde pone que se llama Émile Lannec, que es francés, que nació en…
—Oiga, a mí me la refanfinfla.
—¿El qué?
—Pues cómo se llama, que es francés… Para mí es un simple cadáver y punto. Quería decirle que he realizado un segundo examen autópsico porque había algo que no me convencía.
—¿Y qué era?
—Observé, pese a que le habían destrozado la cara, ciertas cicatrices… En pocas palabras, que se la había cambiado.
—¡¿Cambiado?!
—¿Ese «cambiado» expresa asombro o es que no entiende a qué me refiero?
—Doctor, he entendido perfectamente que se refiere a la cara.
—¡Menos mal! ¿Ve como todavía es capaz de comprender alguna cosa?
—¿Está seguro de que le habían hecho esa operación?
—Más que seguro. Y no fueron pequeños retoques, mire lo que le digo, sino una transformación sustancial.
—Pero entonces, ¿por qué…?
—Oiga, a mí no me interesan sus porqués. No soy yo quien debe proporcionarle respuestas. Es usted quien debe dárselas a sí mismo. ¿O acaso, debido a la avanzada edad, sus células cerebrales se han dividido tanto que…?
—Doctor, ¿sabe lo que le digo?
—No siga. Intuyo perfectamente lo que quiere decirme, y yo le digo lo mismo.
* * *
Aunque la información facilitada por Pasquano fuera correcta, no alteraba mucho el cuadro general. Que la cara fuese la que la madre naturaleza había concedido al francés o que, en cambio, se tratara de una falsa, cambiada, ¿qué diferencia suponía desde el punto de vista de la investigación? Quienes lo habían matado querían que la cara del cadáver, tal como era, no fuese reconocida enseguida. ¿Por qué?
Ya se había formulado esa pregunta, pero quizá valiera la pena volver sobre ella: sin duda porque se dieron cuenta, al registrarlo después de muerto, de que Lannec no llevaba encima el pasaporte. Y con toda la razón, dedujeron que lo había dejado en el hotel. Por consiguiente, si la cara del muerto aparecía en la televisión o los periódicos, a los del hotel les resultaría…
¡Un momento, Montalbà!
Buscó en la guía telefónica el número del hotel Bellavista. Una vez encontrado, lo marcó.
Contestó una voz desconocida. Debía de ser el recepcionista de día.
—Soy el comisario Montalbano.
—Dígame.
—¿Está el señor Toscano?
—Ha llamado para decir que hoy no pasará por aquí. Puede encontrarlo en la inmobiliaria.
—¿Le importa darme el número?
El empleado se lo dio y él llamó.
—¿Señor Toscano? Soy Montalbano.
—Buenas tardes, comisario.
—Tengo que hacerle una pregunta muy importante para mí.
—Estoy a su disposición.
—Piénselo bien. El día que llegó Lannec, ¿sucedió algo extraño en el hotel durante la noche?
Toscano guardó silencio un momento.
—Pues… ahora que lo pienso, sí. Pero fue una cosa que… en la cual no…
—Dígame.
—Verá, el hotel está más o menos aislado. Tres meses después de inaugurarlo, una noche en plena temporada entraron unos ladrones que desvalijaron la caja fuerte donde teníamos el dinero y las joyas de los clientes.
—¿No estaba el recepcionista de noche?
—Claro que sí. Pero, verá, eran las tres de la madrugada. Las tres y las cuatro son horas tranquilas; todos los clientes habían vuelto y Scimè se había tumbado en un camastro que hay en el cuartito contiguo a la dirección. Debieron de narcotizarlo, porque despertó dos horas después con un terrible dolor de cabeza.
¿Cómo es que no había tenido ninguna noticia de ese suceso?
—¿Denunciaron el robo?
—Por supuesto. A los carabineros.
—¿Y a qué conclusión llegaron?
—Como no se había producido ninguna efracción, salvo la de la caja fuerte, los carabineros concluyeron que los ladrones tenían un cómplice entre los huéspedes del hotel. Fue esa persona la que narcotizó con un aerosol al recepcionista y la que abrió la puerta a los demás. Pero no pasaron de ahí. ¡Menos mal que estábamos asegurados!
—¿Y la otra noche qué sucedió?
—Verá, después del robo contratamos a un vigilante nocturno que cada media hora da una vuelta alrededor del hotel. La noche a la que usted se refiere, el vigilante vio un coche parado, con las luces apagadas, frente a la puerta posterior del hotel. Pero, al acercarse, el coche se alejó. Esta vez, como no había pasado nada, no consideramos… ¿Cree que tiene alguna relación con el homicidio?
Montalbano no tenía ninguna intención de decirle que efectivamente había una relación, y muy estrecha.
—En absoluto. Pero ya sabe lo que dicen: todo grano hace granero.
¡Mierda! ¡Tenía razón Pasquano! ¡Cuanto más viejo se hacía, más recurría a las frases hechas!
En fin, volviendo al asunto, gente del As de corazones había intentado conseguir el pasaporte de Lannec sin éxito. En cuanto vieron al vigilante, salieron por piernas. Demasiado peligroso para dejarse sorprender. Porque una vez identificados como hombres de ese barco, las investigaciones sobre el homicidio habrían llevado sin ninguna duda a ellos. No podían arriesgarse tanto.
No obstante, la idea había sido correcta: el pasaporte era lo único que podía permitir la identificación del muerto. Deshacerse del documento significaba que el cadáver podía quedar, tal vez para siempre, sin nombre. Pero al no conseguir robarlo, tuvieron que conformarse con destrozarle la cara al muerto.
No le extrañaría que la cara falsa fuera más conocida que la verdadera. Por si acaso, decidió que lo mejor era comunicar a Geremicca la noticia del cambio de rostro.
Se disponía a llamarlo cuando entró Fazio.
—He hablado con el teniente.
Montalbano experimentó una súbita envidia. Fazio había tenido la posibilidad de ver a Laura, había estado a su lado, aspirado su perfume, hablado con ella…
—¿Qué has averiguado? —Notó que se le quebraba la voz.
—¿Está ronco? —le preguntó Fazio.
—No es nada; me noto la garganta seca. Dime.
—En primer lugar, me he enterado de que el As de corazones pertenece a una sociedad italo-francesa que…
—Eso no es una sorpresa, no suelen figurar a nombre de un particular; lo hacen para pagar menos impuestos. ¿A qué se dedica esa sociedad?
—A la importación y exportación.
—¿De qué?
—De un poco de todo.
—¿Y para qué necesita ese pedazo de barco?
—El teniente me ha explicado que esa sociedad opera en toda el área del Mediterráneo, desde Marruecos y Argelia hasta Siria, Turquía, Grecia…
Los mismos sitios que figuraban en el pasaporte del francés.
—Y también me ha dicho que no es la primera vez que esa embarcación hace escala en Vigàta, aunque habitualmente pasa un día, como máximo dos. Esta vez, en cambio, se han quedado más tiempo porque les fallan los motores y han tenido que llamar a un técnico de fuera para revisarlos.
—¿Y no sería mejor que utilizaran un avión?
—Dottore, ¿qué quiere que le diga? Pregúnteselo a ellos.
—El otro día vi a bordo a una especie de hércules que saludaba a la propietaria del Vanna y al capitán.
—Es el director general de la sociedad. Se llama Matteo Zigami y mide un metro noventa y uno.
—¿Cuántas personas van en el barco?
—Cinco. Zigami, su secretario, que se llama François Petit, y tres tripulantes. Y la sociedad se llama SMIE.
—¿Qué significa?
—Sociedad Mediterránea de Importación y Exportación. Según el teniente Matticca…
—¿No hablaste con la teniente Belladonna?
—No, señor.
—¿No estaba?
—No, señor. El suboficial que está en la entrada de Capitanía me dijo que la teniente Belladonna había pasado la noche ocupada…
Pero ¿cómo? ¡Era increíble! ¿Hasta en Capitanía sabían que ella y Mimì…? ¡Madre mía, qué vergüenza!
—… porque desembarcaron unos cien inmigrantes y ella tuvo que quedarse de servicio hasta la mañana.
¡Entonces Laura no había pasado la noche en casa de Mimì! ¡No había podido ni poner los pies allí!
Alguien lanzó al vuelo un par de campanas, que resonaron sin cesar dentro de su cabeza. Pero no eran sólo campanas: había también un millar de violines. Veía a Fazio abrir y cerrar la boca, pero no lograba oír las palabras que articulaba. Demasiado ruido.
—¡Fazio, lo has hecho de maravilla! —exclamó, levantándose de pronto.
Y Fazio se dejó abrazar, absolutamente atónito, preguntándose si el comisario había perdido de repente el juicio. Cuando Montalbano lo soltó por fin, Fazio se aventuró a preguntar con un hilo de voz:
—¿Cómo procedemos?
—¡Luego hablamos, luego hablamos!
Mientras salía, Fazio lo oyó canturrear. Y, casi cantando, Montalbano le contó a Geremicca lo del cambio de cara.
* * *
De golpe y porrazo le entró un hambre voraz.
Miró el reloj; se habían hecho las ocho y media. Los violines habían dejado de sonar; las campanas continuaban, pero a un volumen más bajo.
Se levantó, salió del despacho y pasó por delante de Catarella con los ojos cerrados, como un sonámbulo. Catarella se alarmó.
—¿Se encuentra bien, dottori?
—Muy bien, muy bien.
Se preocupaban por su salud, cuando en ese preciso momento se sentía de nuevo un chaval. Un joven de veinte años. No, mejor no exagerar, Montalbà; dejémoslo en un hombre de cuarenta.
Subió al coche y se dirigió a Marinella. Nada más entrar, fue a abrir el frigorífico. Nada, vacío, con excepción de un plato de aceitunas y un tarrito de anchoas. Se apresuró a mirar en el horno. Nada. Fue entonces cuando vio una nota encima de la mesa de la cocina.
Comu no me encuentru muy bien porque me duele la caveza no puedu cocinar y me vuelvu a casa disculpe adelina.
No, no podría pasar aquella noche especial con el estómago vacío. No conseguiría pegar ojo. La única solución era meterse otra vez en el coche e ir a cenar a la trattoria de Enzo.
* * *
—¿Esta noche lo ha traicionado Adelina? —le preguntó Enzo al verlo entrar.
—No se encontraba bien y no ha podido preparar nada. ¿Qué me ofreces tú?
—Lo que usía quiera.
Empezó con unos entrantes marineros variados, y el pescadito frito estaba tan crujiente que pidió otro plato sólo de eso. Siguió con un generoso plato de espaguetis con sepia en su tinta, y terminó con una ración doble de salmonetes y herreras.
Al salir, vio clarísimo que necesitaba un paseo nocturno hasta el faro. No hizo el recorrido largo para ver los dos barcos. El muelle estaba desierto. Había dos grandes buques atracados, completamente a oscuras. Caminó a paso lento, sin prisa.
Era una noche en paz consigo misma. El mar respiraba despacio.
Al llegar a la roca plana, se sentó y encendió un cigarrillo. Y concluyó con amargura que, si bien como policía era bastante bueno, como hombre era una calamidad.
Porque mientras se dirigía hacia el faro, no había hecho otra cosa que pensar en Laura y en su propia reacción ante la noticia de que ella no había podido ir a casa de Mimì.
Un pensamiento lo había asaltado a traición para acabar de golpe con su alegría: «Pero tú, Montalbà, ¿en qué consideración tienes a esa joven? ¡Estabas convencido de que ella, la misma persona que el día antes no había querido quedarse a solas contigo, asustada por el sentimiento que estaba empezando a experimentar, caería al día siguiente indefectiblemente en los brazos de Mimì! ¡Y esa idea te desesperaba!
»Pero ¿cómo estabas tan seguro? Desde luego, el comportamiento sincero y leal de Laura contigo no te autorizaba a estarlo.
»¿Entonces? Entonces, ¿no nacería quizá esa convicción de un prejuicio tuyo no sólo respecto a Laura, sino respecto a la naturaleza de todas las mujeres? En otras palabras: que en el fondo basta un ligero empujoncito para convencerlas de que digan que sí. ¿No es eso lo que piensas de ellas en tu fuero interno? ¿Y no es una solemne gilipollez propia de alguien que no conoce en absoluto a las mujeres? ¿Quieres hacer la prueba? Cuéntale a Laura que habías pensado que acabaría en la cama con Mimì y verás cómo reacciona. Como mínimo, dándote una torta y exigiéndote disculpas».
—Laura, te pido perdón —dijo en voz alta.
Y adquirió consigo mismo el firme compromiso de llamarla por teléfono a la mañana siguiente.
* * *
Después de fumar otro cigarrillo, se levantó y emprendió el camino de regreso. Había llegado a la mitad del muelle cuando oyó el ruido de una patrullera que estaba entrando en el puerto. Se volvió para mirar.
La embarcación de la Guardia Costera apuntaba con un foco una barcaza a la que remolcaba. A bordo de la barcaza se entreveía una masa oscura. Era una treintena de inmigrantes, pegados unos a otros, muertos de frío y hambre.
Vio también que en el muelle de poniente, donde solían desembarcar a los inmigrantes ilegales, habían encendido dos potentes focos. Allí debían de estar los colegas de la policía con autobuses, ambulancias y coches, además de un montón de curiosos.
Para su desgracia, una vez se había encontrado justo en medio del desembarco de un grupo de esos desdichados, y desde entonces había decidido no presenciar jamás otro. Por suerte, ese asunto era ajeno a la competencia de su comisaría; de él se ocupaba directamente la Jefatura Superior de Montelusa.
Ante una escena semejante, conseguía soportar la visión de esos ojos, desorbitados por el miedo vivido y por la incertidumbre de su futuro, conseguía soportar la visión de los cuerpos macilentos que no se tenían en pie, las manos temblorosas, las lágrimas mudas, las caras de los niños que se convertían en caras de viejos en un momento… Lo que no conseguía soportar era el olor. Aunque quizá no había olor; quizá era cosa de su imaginación. En cualquier caso, fuera o no fantasía, él lo percibía; lo dejaba paralizado, le traspasaba el corazón.
No era un olor nacido de la falta de limpieza, no; era algo completamente distinto. De su piel emanaba el olor fuerte y antiguo, pero presente, de la desesperación, la resignación, las desgracias padecidas, los abusos sufridos, las agresiones consentidas agachando la cabeza.
Eran, efectivamente, los dolores del mundo ofendido, como había leído en un libro de Elio Vittorini, los que desprendían ese olor hiriente.
Sin embargo, en esta ocasión, sus pasos, desobedeciendo al cerebro, se dirigieron hacia el muelle de poniente.
* * *
Llegó cuando la patrullera acababa de atracar y se quedó a cierta distancia, sentado en un noray.
Parecía una película muda a medias. Las personas asignadas a esa tarea ya sabían lo que tenían que hacer; no había necesidad de dar ni recibir órdenes. Sólo se oían ruidos: portezuelas que se cerraban, pasos, sirenas de ambulancias, motores que se ponían en marcha.
Y los habituales cámaras de televisión, que filmaban inútilmente la escena. Habrían podido emitir de nuevo el material filmado un mes antes; total, todo era exactamente igual y nadie se daría cuenta.
Montalbano esperó hasta que los focos se apagaron y la oscuridad pareció volverse más densa. Entonces se levantó, dio la espalda a las tres o cuatro sombras que seguían hablando entre sí y se dirigió hacia su coche.
De pronto oyó unos pasos que corrían detrás de él.
Se detuvo y se volvió.
Era Laura.
Sin saber cómo, se encontraron estrechamente abrazados. Ella hundió la cabeza en su pecho. Y Montalbano la notó temblar ligeramente de arriba abajo. No acertaron a hablar.
Luego Laura se desasió de su abrazo, le volvió la espalda y echó a correr hasta perderse en la oscuridad.