Diez

Subió al coche y fue directamente a la Jefatura Superior de Montelusa, sin pasar por la comisaría.

Por suerte, el despacho al que quería ir estaba en el lado opuesto al que ocupaba el jefe superior, de manera que no corría ningún peligro de encontrarse con el pesado de Lattes.

De todos modos, puesto que antes o después volverían a verse, ¿cómo podía resolver el asunto de una vez por todas? Le había prometido a Livia que le diría a Lattes la verdad, o sea, que no tenía ni mujer ni hijos, y que era soltero aunque estaba comprometido desde hacía años, pero ¿acaso no se lo había dicho y repetido al menos cinco veces y él parecía no oírlo, y cuando se encontraban de nuevo cara a cara volvía a las andadas y le preguntaba cómo estaba la familia? Así que intentar convencer a Lattes era malgastar saliva.

Aunque quizá hubiera una manera: presentarse ante él una mañana vestido de luto riguroso y con barba de varios días, y decirle entre lágrimas que su mujer y sus hijos habían muerto en un accidente de tráfico. Sí, esa parecía la única solución. Pero ¿no le echaría Livia otra bronca? ¿No lo acusaría como mínimo de haber exterminado a la familia? ¿Valía la pena? No; tenía que pensar en otra cosa.

Mientras tanto, había llegado. Entró por una puerta trasera, subió dos tramos de escalera y se detuvo ante una mesa tras la cual estaba sentado un agente al que conocía.

—¿Está el dottor Geremicca?

—Sí, el comisario está en su despacho. Puede pasar.

Llamó a la puerta y entró.

Attilio Geremicca, un cincuentón flaco como un palo que fumaba unos puros apestosos (Montalbano estaba convencido de que se los preparaban ex profeso mezclando tabaco con mierda de gallina), estaba mirando un billete de cincuenta euros a través de una especie de microscopio gigante colocado sobre un mostrador.

Levantó los ojos y, al ver a Montalbano, fue a su encuentro con los brazos abiertos. Ambos se abrazaron, contentos de volver a verse.

Después de haber charlado un poco de esto y lo otro, Geremicca le preguntó si necesitaba algo. Y el comisario, tendiéndole el pasaporte de Lannec, lo puso al corriente del caso.

—¿Y qué quieres de mí?

—Saber si este pasaporte es auténtico o no.

Geremicca lo observó atentamente mientras encendía un puro.

Montalbano pensó que no podría aguantar mucho tiempo sin respirar, de modo que fingió estornudar para llevarse el pañuelo a la nariz y ya no lo apartó de ahí.

—No resulta fácil darte una respuesta —dijo Geremicca—. Pero, si no es auténtico, en parte lo ha falsificado un verdadero maestro. Mira cuántas fronteras ha cruzado sin despertar sospechas.

—Entonces, ¿te inclinas por la autenticidad?

—Yo no me inclino por nada. ¿Sabes cuántos andan por ahí durante años con pasaportes falsos? ¡Decenas y decenas! Y este Lannec…

—Sobre el nombre quería decirte una cosa que quizá signifique algo.

—Dispara.

—He descubierto que Émile Lannec, nacido en Ruán, comparte nombre y lugar de nacimiento con el protagonista de una novela de Simenon. ¿Puede ser útil este dato?

—No sé qué decirte. Oye, ¿podría quedármelo unos días?

—No muchos. ¿Con una semana tienes suficiente?

—Sí.

—¿Qué quieres hacer?

—Hablar con un colega francés que es especialista en la materia.

—¿Se lo mandarás?

—No hace falta.

—Pero ¿cómo se las va a arreglar tu colega para averiguar si el papel y los…?

Geremicca sonrió.

—Pero, Salvo, ¡un pasaporte no es un billete de banco! Por regla general, los falsificadores de pasaportes trabajan con documentos auténticos, robados a alguien o sustraídos ilegalmente de algún organismo oficial, todavía vírgenes. Por eso he dicho que me parece obra de un maestro sólo en parte. Además, si mi colega francés necesita más información, está internet. No te preocupes; te he dicho que con una semana tengo suficiente. Una semana como máximo.

* * *

Una vez en la comisaría, lo primero que hizo fue mandar que Fazio se presentara inmediatamente en su despacho.

—¿Los carabineros nos han devuelto a Chaikri?

—Sí, señor dottore. Está aquí.

Iba a decirle que se lo llevara al despacho cuando sonó el teléfono.

—Espera un momento —dijo, levantando el auricular.

—¡Ah, dottori! Está al tilífono el fiscal Gommaseo, que quiere hablar con…

—Está bien, pásamelo.

—¿Montalbano?

—Dígame, dottore.

—Oiga, quería advertirle que ayer por la tarde estuvo aquí, bastante enfadada, la señora Giovannini, la propietaria del Vanna… una bellísima mujer, ¿la tiene presente?

—Sí, la tengo presente, dottore.

—Es una dominadora, estoy convencido.

Montalbano no lo entendió.

—¿Dominadora de qué?

—¡Pues de su pareja, amigo mío! En la intimidad seguro que usa látigo, pantalones de cuero y tacones de aguja, seguro que trata a su compañero como a un animal, que llega incluso a ponerle el bocado y montarlo…

A Montalbano le entró la risa, pero consiguió contenerse. Las palabras del fiscal le hicieron ver, por un instante, a Mimì desnudo, tumbado sobre la alfombra, y a la señora Giovannini poniéndole el pie en la espalda… ¡Ah, las fantasías sexuales del fiscal Tommaseo! ¡Al cual, pobrecillo, no se le conocía ninguna mujer! En ese momento, mientras se imaginaba a Livia Giovannini, debía de tener los ojos desorbitados, las manos trémulas y un hilillo de baba en las comisuras de la boca.

—Sea como sea, le decía que ayer vino a verme. Afirmó que estamos reteniendo su barca en el puerto más allá de todo límite, que estamos cometiendo un auténtico abuso de autoridad, que ellos no tienen nada que ver con el homicidio; lo único que hicieron fue recoger un cadáver del mar. Y efectivamente…

—¿Y cuáles son sus conclusiones?

—A eso voy: quería comunicarle que me siento más que inclinado a decirles que pueden irse cuando quieran.

—Pues yo no estaría…

—Montalbano, mire que no tenemos nada para seguir reteniéndola. Además, ¿para qué? Estoy convencido de que ni ella ni nadie de la tripulación está implicado en el delito. Si usted lo ve de otro modo, dígamelo, pero motivándolo. ¿Y bien?

Teniendo en cuenta que Tommaseo no sabía nada de la supuesta Vanna y las sospechas que había suscitado sobre el velero, su conclusión era más que correcta. Sin embargo, el comisario no podía permitir que el Vanna se le escapara.

—¿Puede concederme dos días más?

—Sólo uno. Es el máximo que puedo concederle. Pero explíqueme el motivo de su petición.

—¿Puedo pasar por su despacho pasado mañana?

—Lo espero.

Tenía que conformarse con un día. Colgó y le dijo a Fazio que fuera a buscar a Chaikri.

Un solo día. Aunque si Mimì actuaba con habilidad, quizá consiguiera retener a la señora Giovannini una semana.

* * *

Ahmed Chaikri era un hombre de veintiocho años al que costaba identificar como magrebí porque era calcado a un marinero siciliano. Parecía experimentado, tenía una mirada inteligente y una elegancia natural. A Montalbano le cayó bien.

—Quédate y siéntate —le dijo el comisario a Fazio, que se disponía a irse.

—Y usted también tome asiento, Chaikri.

—Gracias —dijo educadamente.

Montalbano abrió de nuevo la boca para hablar, pero el magrebí se le adelantó.

—Antes que nada, quisiera pedir perdón al señor aquí presente por haberle dado un puñetazo. —Hablaba un italiano perfecto—. Le ruego que acepte mis disculpas. Desafortunadamente, a mí el vino…

—El siciliano —lo interrumpió Montalbano.

Chaikri lo miró desconcertado.

—No comprendo.

—Decía que será el vino siciliano, o como mucho el griego, el que le produce ese efecto.

—No; verá…

—Oiga, Chaikri, no pretenderá decirme que el vino de… no sé… de Alexander Bay, en Sudáfrica, por decir la primera ciudad que me viene a la cabeza, lo coloca tan fácilmente…

Chaikri parecía atónito.

—Pero yo no…

—Voy a ponerle un ejemplo clarificador. El vino que bebe en Alexander Bay no lo obliga a emprenderla a puñetazos con… no sé… los policías locales. ¿No es así?

Las palabras de Montalbano tuvieron un efecto doble. En Fazio, que aguzó el oído al advertir que el comisario no hablaba por hablar sino que perseguía un objetivo concreto. Y en Chaikri, que al principio se sobresaltó por la sorpresa y después se esforzó en fingir que no lo entendía.

—Está bien, puede irse —dijo Montalbano.

Esta vez, Chaikri se quedó boquiabierto.

—¿No va a denunciarme?

—No.

—Pero si he provocado y pegado a un…

—Por esta vez lo dejaremos pasar. Los carabineros ya se han encargado de denunciarlo, ¿no?

—Sí.

—Y ayer lo interrogaron en el cuartel, ¿verdad?

—Sí.

Montalbano se echó a temblar por dentro. Había llegado al punto en que debía decir la frase decisiva, la que le permitiría saber si se había equivocado en toda la línea de investigación o había dado en el clavo.

—Si vuelve a verla, y estoy seguro de que volverá a verla o al menos a hablar con ella, dele recuerdos de mi parte.

Chaikri palideció y se agitó en la silla.

—¿A quién?

—A la señorita… disculpe, a la persona que ayer lo, llamémoslo así, interrogó.

En la frente de Chaikri aparecieron unas gotas de sudor.

—No… no comprendo.

—No tiene importancia. Buenos días. —Dirigiéndose a Fazio, el comisario añadió—: Ponlo en libertad.

* * *

Naturalmente, en cuanto Chaikri se hubo ido, Fazio regresó al despacho de Montalbano.

—¿Me explica qué es toda esa historia?

—Después de haber hablado con el teniente Sferlazza, he llegado a la conclusión de que Chaikri es la persona que informa a la supuesta Vanna de lo que sucede a bordo del velero. Seguro que fue él quien la avisó de que habían tenido que cambiar de ruta a causa del temporal y que por esa razón se dirigían hacia Vigàta.

—¿Y cómo lo hizo?

—No sé; quizá con un móvil por satélite. Y Vanna se trasladó para encontrarse con él. Pero la zódiac con el cadáver impidió que se produjera la cita. Entonces Chaikri se las arregló para que lo detuvieran los carabineros, reveló quién era y lo pusieron inmediatamente en contacto con Vanna. Y ayer ella pudo verlo por fin.

—¿Y por qué se lió a puñetazos también conmigo?

—Porque es un chico bastante inteligente. Quiere aparentar ante sus compañeros que el vino de esta zona le produce siempre el mismo efecto: pelearse con los agentes del orden, sean carabineros o policías.

—Pero entonces, ¿esa Vanna quién es?

—Sferlazza apuntó hacia la lucha antiterrorista, pero creo que me mintió. Seguro que en ese velero hay algo sospechoso y Vanna anda detrás de ello. ¿Y sabes qué?

—Dígame.

—En mi opinión, los del As de corazones están metidos hasta el cuello en el asunto del muerto de la lancha.

Fazio se sentó.

—Cuéntemelo todo.

* * *

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Fazio cuando el comisario acabó de ponerlo al corriente.

—Mientras que del Vanna sabemos bastantes cosas, respecto al As de corazones estamos a oscuras. Así que es preciso averiguar algo cuanto antes.

—Puedo encargarme.

—De acuerdo, pero necesitas un punto de inicio. Haz una cosa: ve a Capitanía y habla con la teniente Belladonna. Que te diga todo lo que saben sobre el As de corazones. Ve ahora mismo; cuanto menos tiempo perdamos, mejor.

No se sentía con ánimos para ir personalmente. No habría soportado ver a Laura, sobre todo después de haber pasado la noche con Mimì, como sin duda había hecho.

—¿Y si me pregunta para qué necesitamos esa información?

—Creo que puedes hablar libremente con ella. Dile que tenemos sospechas fundadas de que el homicidio se produjo a bordo del barco.

* * *

Eran las doce y media cuando sonó el teléfono directo. Era Mimì Augello.

—La cosa está encarrilada.

—¿En qué sentido?

—En el sentido que queríamos. Laura me ha llevado a bordo y se ha marchado enseguida; yo he contado la mentira del carburante y he ordenado llenar un bidón. Livia Giovannini no se ha apartado de mí ni un momento. Entre otras cosas, he llegado al convencimiento de que entiende realmente de motores.

—¿Desde dónde llamas?

—Desde el muelle. He bajado para llevar el bidón al coche, pero tengo que volver a bordo porque me han invitado amablemente a comer. La señora me ha echado el ojo y no quiere soltarme.

—¿Qué piensas hacer?

—El capitán comerá con nosotros, pero confío en encontrar un momento para invitarla a cenar esta noche a ella sola. Creo que vendrá; me parece que esa quiere comerme vivo.

—Oye, Mimì, Livia Giovannini ha ido a ver a Tommaseo para protestar porque, según ella, están reteniendo el velero ilegalmente. Tommaseo quería darle permiso para irse, pero he conseguido un día. Así que disponemos de muy poco tiempo, ¿me explico?

—Perfectamente.

* * *

Hacía un día espléndido; debían de haberle dado al cielo una mano de pintura fresca durante la noche, pero en cuanto se metió en el coche para ir a la trattoria de Enzo, a Montalbano lo asaltó tal ataque de melancolía que, de repente, todo, cielo, casas y personas, se volvió gris, como en el más profundo invierno.

Hasta la poca hambre que tenía se le pasó de golpe. No, no era cosa de ir a ningún sitio a comer; lo único que podía hacer era volver a Marinella, desconectar el teléfono, desnudarse, meterse en la cama, taparse la cabeza con la manta y suprimir de esa forma el mundo entero. Pero ¿y si Fazio tenía algo importante que decirle?

Bajó en busca de Catarella.

—Si preguntan por mí, estoy en casa. Volveré a la comisaría hacia las cuatro.

Montó de nuevo en el coche y se fue.

* * *

Naturalmente, pese a estar más tapado que una momia, no pudo conciliar el sueño.

No hacía falta preguntarse por la causa de ese acceso de melancolía. Lo sabía perfectamente. Tenía un nombre preciso: Laura. Quizá hubiera llegado el momento de considerar el asunto del modo más desapasionado, siempre y cuando consiguiera razonar desapasionadamente.

Laura le había gustado mucho a primera vista, había sentido con emoción, casi con turbación, algo que sólo había experimentado en los años de juventud. Pero eso no debía de sucederle solamente a él; probablemente les sucedía a muchos hombres que habían traspasado con creces la frontera de los cincuenta. ¿De qué se trataba? Sin duda de un desesperado —e inútil— intento de volver a sentirse joven, como si ese sentimiento pudiera borrar los años.

Y era precisamente eso lo que enturbiaba las aguas, porque uno ya no conseguía distinguir si el sentimiento era verdadero, auténtico, o falso, artificial, porque nacía de la ilusión de poder retroceder en el tiempo. ¿No le había ocurrido lo mismo con la amazona? Con Laura no había habido manera de aclararse las ideas. Estaba dejándose arrastrar por la corriente que él mismo había creado cuando sucedió lo imprevisible. Es decir, cuando Laura le dijo que sentía por él la misma atracción.

¿Y cuál había sido su reacción? Sentirse asustado y feliz al mismo tiempo. ¿Feliz porque la joven lo quería o porque había conseguido, a su edad, enamorar a una joven? Había una diferencia abismal entre ambas cosas. Y estar asustado por las consecuencias, ¿no significaba que la intensidad de ese sentimiento era tan baja que aún le permitía razonar? En el amor, la razón se deja a un lado, no se le presta oídos. Si puedes existir, estar presente, obligarte a ver los aspectos negativos de la relación, eso significa que no se trata de verdadero amor.

Aunque quizá las cosas no eran exactamente así. Quizá el miedo procedía de la sensación experimentada al oír las palabras de Laura: la de no estar a la altura de la situación, la de no tener ya fuerzas para resistir la violencia de un sentimiento auténtico.

Y esta última consideración, tal vez la más acertada de todas, despertó en él una sospecha. Cuando pensó utilizarla para poner a Mimì en contacto con la propietaria del velero, ¿acaso no lo había hecho con otra intención inconfesable?

«¿Te atreves a decirlo claramente, Montalbà? ¿No sabías que haciendo que Laura y Mimì se conocieran todo el asunto corría el peligro de tomar otro cariz? ¿No lo habías calculado? ¿O bien (pero trata de ser sincero) lo habías calculado al milímetro? ¿No albergabas la secreta esperanza de que Laura acabase en la cama de Mimì? ¿No se la has servido prácticamente en bandeja?».

A esta última pregunta no supo dar respuesta.

Estuvo media hora más acostado y luego se levantó. Y descubrió que había obtenido un magnífico resultado: la melancolía, en vez de pasársele, había aumentado hasta transformarse en un estado de ánimo sombrío. El ánimo sombrío del ocaso, como decía Vittorio Alfieri.