En la cooperativa, en cuanto se identificó, lo enviaron al despacho del señor Incardona, el secretario. Un tipo con cara de funeral, perilla caprina y expresión antipática.
—Necesitaría hablar urgentemente con uno de sus socios, Madonia, el del taxi número catorce.
—Pippino es un hombre de bien —replicó Incardona a la defensiva.
—No lo pongo en duda, pero…
—¿No puede hablar conmigo?
—No.
—A estas horas seguro que está trabajando, y no me parece oportuno molestarlo.
—A mí, en cambio, sí me lo parece —repuso Montalbano, que empezaba a sentir que aquel sujeto estaba tocándole las narices—. ¿Lo dejamos aquí o vamos a hablar del asunto a la comisaría?
—Dígame.
—¿Tienen contacto con él?
—¡Naturalmente!
—Vaya a informarse y dígame dónde se encuentra ahora.
Lo dijo en un tono tal que el tipo se levantó sin rechistar y salió del despacho. Volvió al cabo de un momento.
—Ahora mismo está en la parada al lado del bar Vigàta.
—Dígale que me espere allí.
—¿Y si mientras tanto llega un cliente?
—Que se considere ocupado. Yo le pagaré la carrera que pierda.
* * *
En la parada había cuatro taxis. Y en cuanto Montalbano llegó, los cuatro taxistas, que estaban charlando, se volvieron a mirarlo con curiosidad. Por lo visto, el 14 les había hablado a sus colegas de él.
—¿Quién es Madonia? —preguntó asomándose por la ventanilla.
—Yo —dijo un cincuentón robusto sin un solo pelo en la cabeza.
Montalbano aparcó el coche con toda tranquilidad en uno de los sitios reservados para los taxis.
—Ahí no puede dejarlo —dijo un taxista.
—¡No me diga! —exclamó el comisario, poniendo cara de asombro.
Abrió la portezuela del taxi 14 y se sentó en el asiento del acompañante. El taxista, desconcertado, subió y ocupó el suyo.
—Arranque y vayámonos.
—¿Adónde?
—Se lo diré por el camino.
En cuanto se alejaron de la parada, Montalbano empezó a hablar.
—¿Recuerda que hace unos días lo llamaron por la mañana del hotel Bellavista para que recogiera a un cliente?
—¡Comisario, no pasa una mañana sin que me llamen!
—Era un hombre de unos cuarenta años, atlético, un buen mozo que… —Se acordó de que llevaba el pasaporte en el bolsillo. Lo sacó y se lo enseñó.
—¡Un francés! —exclamó nada más ver la fotografía.
—¿Lo recuerda?
—¡Cómo no!
—¿Por qué?
—Porque no sabía adónde tenía que ir, o al menos eso me pareció a mí.
—Explíquese.
—Primero pidió que lo llevara al cementerio; bajó, entró, estuvo diez minutos y volvió. Después pidió que lo llevara a la entrada norte del puerto; bajó, desapareció diez minutos más y volvió. Luego me hizo ir a la estación; bajó, estuvo diez minutos y montó de nuevo en el coche. Finalmente dijo que lo llevara al restaurante Pez de Oro, donde se apeó y me pagó.
—¿Vio si entraba en el restaurante?
—No, señor; yo lo dejé allí parado, mirando alrededor.
—¿Qué hora era?
—Las doce y media pasadas.
—Muy bien. Repita exactamente el recorrido que hizo aquella mañana y después déjeme en el Pez de Oro. O mejor volvamos a la parada; yo cojo mi coche y lo sigo.
* * *
Pagó la carrera, aparcó su coche y regresó a donde el taxista había dejado a Lannec. Montalbano estaba convencido de que todas las vueltas que el francés le había hecho dar tenían un objetivo preciso: el de no revelar adónde pretendía ir realmente. Desde la puerta del restaurante un camarero le dirigió una mirada invitadora. Y Montalbano se dejó tentar.
Entró. El local estaba vacío; quizá era demasiado pronto. Se sentó en la primera mesa que encontró y abrió la carta. Prometía buenos platos, pero una cosa es escribir y otra hacer.
El camarero se acercó.
—¿Ya ha elegido?
—Sí. Pero antes debo pedirle una información.
Sacó del bolsillo el pasaporte y se lo tendió. El camarero miró largamente la fotografía.
—¿Qué quiere saber? —preguntó.
—Si hace unos días vino a comer aquí.
—No, no entró. Pero lo vi.
—Dígamelo todo.
—Perdone, pero ¿por qué? —La sonrisa le había desaparecido de la cara.
—Soy Montalbano, comisario de…
—¡Virgen santísima, es verdad! ¡Ahora lo reconozco!
—Entonces, dígame.
—Yo estaba fuera, como hace un momento, cuando llegó un taxi y bajó este señor. El taxi se fue y el pasajero se quedó parado delante de la acera. Parecía no saber adónde ir. Entonces me acerqué a preguntarle si podía ayudarlo en algo. ¿Y sabe qué me contestó?
—No.
—Exacto. Me dijo que no. Al cabo de un ratito echó a andar, giró a la derecha y dejé de verlo. Eso es todo. ¿Qué le traigo?
* * *
¡Maldita la hora en que había decidido comer en aquel restaurante asqueroso! ¡Y encima carísimo! En la cocina debía de haber un drogadicto en fase terminal o un criminal sádico con vocación de exterminador. Lo que no estaba recocido estaba quemado, desabrido o demasiado salado; el cocinero no acertaba una ni por equivocación.
Una pobre pareja que había entrado después que él empezó a mostrar signos de malestar después del primer plato: ella corrió al servicio, quizá a enjuagarse la boca, y él se bebió dos copas de vino para matar los sabores.
Una vez fuera, Montalbano giró a la derecha como había hecho Lannec, siguió recto y al poco, por una bocacalle, vio a lo lejos la entrada norte del puerto.
Se dirigió hacia allí. Nada más cruzar la barrera, se encontró frente al As de corazones y el Vanna.
Lannec y el mar.
Tuvo la absoluta certeza de que el francés había ido al puerto para encontrarse con alguien. Ignorando que iba a encontrar la muerte. Había hecho un viaje para llegar a la última cita de su vida.
De repente la comida le subió a la garganta en una regurgitación ácida y abrasadora. Sólo había una solución. Fue hasta una pila de cajas de madera, se escondió detrás, se metió dos dedos en el gaznate y vomitó.
Salió nuevamente del puerto, deshizo el camino andado, subió al coche y se dirigió hacia la trattoria de Enzo. Fue al lavabo, se enjuagó la boca y se sentó.
—¿Qué le traigo? —le preguntó Enzo.
—Lo mejor.
* * *
—¡Ah, dottori! ¡Ah, dottori, dottori! ¡El siñor y dottori Lattes ha tilifoneado cuatro veces preguntando por usía!
Otra vez con ese rollo de la identificación de los papeles destruidos.
—No he vuelto todavía. ¿Está Augello?
—No está aquí.
—¿Y Fazio?
—Sí, siñor.
—Envíalo a mi despacho.
Al ver a Fazio, lo primero que el comisario advirtió fue que tenía un ojo morado.
—¿Qué te ha pasado?
—Un puñetazo.
—¿Y quién te lo ha dado?
—Nuestro amigo Zizì, ayer por la noche.
—Siéntate y cuéntame.
—Dottore, anoche, pasadas las nueve, me aposté en las proximidades de la taberna de Giacomino esperando que llegaran los del Vanna. Se presentaron pasadas las once.
—¿Quiénes eran?
—La tripulación en pleno: Álvarez, Ricca, Digiulio y Zizì. Yo entré al cabo de media hora. Ellos hablaban, reían, comían y bebían. El que más bebía era Zizì. En cierto momento se levantó y fue hacia mi mesa. Digiulio intentó detenerlo, pero él lo apartó de un empujón. Yo lo miraba. Se plantó delante de mí con las piernas abiertas y me dijo: «¿Qué cojones buscas, poli de mierda?». Habla bien el italiano. Es de esos que buscan camorra.
—¿Y tú qué hiciste?
—¿Qué podía hacer, dottore de mi alma? No podía hacerme el longuis; todos los de la taberna lo habían oído. No era cuestión de escurrir el bulto. Apenas había tenido tiempo de levantarme cuando el magrebí me estampó un puñetazo tal que fui a dar contra la pared. Esa vez fue Ricca el que intentó detenerlo, pero Zizì le propinó otro puñetazo a él. Ese tipo es un toro. De todos modos, yo aproveché su momento de distracción para darle una patada en los huevos. Zizì cayó al suelo retorciéndose de dolor y lo esposé.
—¿Y qué hiciste con él?
—Lo traje aquí y lo metí en un calabozo.
—¿Y ahora dónde está?
—Pues en el calabozo.
—¿Y qué hace?
—Duerme.
—Déjalo. Cuando despierte, me lo traes aquí. Quiero enseñarte una cosa.
Cogió el pasaporte y se lo pasó a Fazio, que lo ojeó.
—¿Quién es este Lannec?
—Hay un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que sea el muerto de la zódiac.
Y se lo contó todo, empezando por la visita que le había hecho al doctor Pasquano y pasando por la siguiente a Zito, para terminar con la comida de pesadilla en el Pez de Oro.
Fazio tuvo una de sus rarísimas salidas ingeniosas:
—Dottore, ¿y no será que ese desgraciado comió en el Pez de Oro y ellos lo niegan porque lo envenenaron?
—Oye, ¿recuerdas si hemos tenido alguna relación con el tal Lannec?
—No, señor. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque no me resulta un nombre desconocido.
—Puede haberlo conocido en cualquier sitio, pero estoy seguro de que no ha sido aquí.
* * *
—¡Ah, dottori, dottori! ¡Madre mía, dottori! ¡Virgen santísima, dottori, qué cosas! ¡Me falta la respiración!
Catarella había llamado a la puerta a su estilo, o sea, prácticamente echando la puerta abajo, y ahora estaba delante del comisario atarantado a más no poder.
—¡Cálmate! ¿Qué ha pasado?
—¡Es el tiniente Sferlazza!
—¿Está al teléfono?
—¡No, siñor; está aquí! Personalmente en persona.
—¿Qué quiere?
—Hablar con usía. Pero esté muy atento, dottori. ¡Los ojos bien abiertos, dottori!
—¿Por qué?
—No va vestido con el uniforme; ha venido de civil.
—¿Y qué quiere decir eso, según tú?
—¡Cuando el carabinero se presenta no uniformado, te hace pagar la cuenta por duplicado! ¡Eso es lo que se dice!
—No te preocupes. Hazlo pasar.
El teniente y Montalbano se conocían desde hacía tiempo. Y aunque no se lo decían, se tenían cierta simpatía. Se estrecharon la mano. Montalbano le ofreció asiento.
—Discúlpame si te molesto —dijo el teniente.
—¡Quita, hombre! Dime.
—He sabido que un tal Chaikri, de la tripulación del velero Vanna, ha agredido a uno de tus hombres y este lo ha arrestado. ¿Es así?
—Sí. Por otra parte, creo que vosotros también lo detuvisteis por orinar en un coche vuestro. —El comisario hizo una pausa—. Y lo soltasteis casi inmediatamente.
El teniente parecía un tanto incómodo.
—Esa es la cuestión. Poco después de encerrarlo, recibí una llamada del Mando Regional relativa precisamente a Chaikri.
—¿Qué querían?
—Saber si lo habíamos encerrado.
Montalbano se quedó perplejo.
—¿Y cómo se habían enterado en Palermo?
—Ni idea.
—No me parece un episodio que pueda interesar al Mando Regional.
—A mí tampoco.
—Continúa.
—Se lo confirmé, y ellos me dijeron que lo retuviera en el cuartel porque a la mañana siguiente vendría alguien de Palermo para interrogarlo.
—¿Por una meadita?
—Pues sí, yo también me quedé atónito, pero obedecí las órdenes.
—¿Y ese alguien llegó?
—Esa vez no. Me llamaron de nuevo para comunicarme que la persona que debía interrogar a Chaikri había sufrido un contratiempo, y me dijeron que me comportara con el detenido conforme a la ley. Así que fue denunciado y puesto en libertad.
—¿Y por qué has venido hoy aquí?
—Porque aquella persona ha llegado, está en el cuartel y quiere hablar con Chaikri.
—A ver si lo entiendo: ¿me estás pidiendo que te entregue al magrebí?
—Exacto.
—Ni hablar.
El teniente se mostró más incómodo.
—La persona que ha venido…
—¿Quién es?
—No lo sé; parece de las fuerzas antiterroristas. Como te decía, la persona que ha venido, al enterarse de que vosotros habíais arrestado a Chaikri, ha… cómo te diría… ha previsto que te negarías a entregármelo.
—No era muy difícil preverlo. ¿Y qué pretende hacer?
—Si te niegas, llamará al jefe superior.
—Y tú crees que el jefe superior…
—No creo que pueda decirle que no.
A Montalbano se le ocurrió entonces una idea.
—Podríamos llegar a un acuerdo.
—Dime.
—Yo os lo presto esta noche y mañana por la mañana me lo devolvéis.
—De acuerdo —accedió el teniente Sferlazza.
Montalbano levantó el auricular y le dijo a Fazio que fuera a su despacho.
Fazio entró y saludó al teniente sin manifestar sorpresa alguna. Seguro que Catarella le había contado a todo el mundo que había llegado un adversario al campo de Agramante.
—El teniente se llevará a Chaikri.
Fazio se quedó blanco como el papel.
—A sus órdenes —dijo en actitud militar.
Pero al cabo de cinco minutos se presentó de nuevo ante el comisario un poco nervioso.
—¿Quiere explicarme por qué…?
—No —respondió Montalbano cortante.
Fazio dio media vuelta y salió.
* * *
—Catarella, ¿ha vuelto el dottor Augello?
—Todavía no está aquí.
—Pero ¿esta mañana ha venido a la comisaría?
—Sí, siñor dottori.
—¿Cuándo?
—Mientras usía estaba hablando con el siñor Florentino.
—¿Y qué ha hecho luego?
—Yo le pasé a él una llamada para él, y él, o sea, el dottori Augello, al cabo de un ratito salió.
—¿Te acuerdas de quién era la llamada?
—El nombre se me ha olvidado, pero se trataba de un tiniente femenino de Capitanía.
Se le cayó el auricular de la mano.
¡Laura! ¡Se había puesto en contacto con Mimì Augello sin decirle nada! ¡Soslayándolo, como si él no existiera! ¡Como si jamás hubiera existido! Estaba enfadado, apenado, contrariado, dolido. ¿Por qué Laura actuaba tan mal? ¿No quería tener nada que ver con él? De repente la puerta pareció explotar: dio un golpetazo contra la pared e hizo saltar la pintura.
—Disculpe, dottori, dada la urgencia se me ha ido la mano.
—¿Qué quieres? —preguntó Montalbano, recobrando el aliento después del susto.
—En vista de que el uricular de su teléfono está fuera de su sitio y de que el dottori Augello ha llamado y no si lo podía pasar porque el uricular suyo de usted está fuera de su sitio y, por consiguiente, como daba el teléfono señal de ocupado a causa del uricular que está fuera de…
—¿Te ha dicho si volverá a llamar?
—Sí, siñor. Dentro de cinco minutos.
Montalbano puso el auricular en su sitio.
* * *
—¿Salvo?
No respondió enseguida. Antes tenía que acabar de contar hasta mil para que se le calmaran los nervios y no agredirlo hablándole mal.
—¿Salvo?
—Dime, Mimì.
—Esta mañana me ha llamado de tu parte una…
—Lo sé todo.
No era verdad, no tenía ni puta idea, pero no quería que supiera que Laura lo había mantenido al margen.
—La chica, además de estar como está…
—¿Qué quieres decir?
—Dios mío, Salvo, pero ¿tú has visto qué maravilla?
—¿Tú crees? —Tono indiferente. Más aún, frunciendo la nariz con cara de asco.
—Salvo, no me digas que no…
—Sí, es mona; no te lo voy a discutir. Pero de ahí a llamarla maravilla hay una gran diferencia. En cualquier caso, ve al grano.
—Al grano iría yo con ella. Es más, creo que…
¡Y soltó una risita, el muy imbécil! Montalbano no podía dejarlo continuar; si no, empezaría a insultarlo.
—Dime qué se le ha ocurrido.
—Como ayer el Vanna repostó, Laura cree que podríamos presentarnos a bordo para realizar un control del carburante.
—No comprendo.
—Yo iría en calidad de representante de la empresa importadora. Encontraremos irregularidades, residuos que podrían comprometer el buen funcionamiento de los motores. Esa es la excusa.
—¿Y si te hacen hablar sólo con el mecánico?
—Laura descarta esa posibilidad. Está segura de que en cuanto oiga hablar de los motores, la propietaria intervendrá.
—Pero ¿qué entiendes tú de carburantes?
—Hasta esta mañana, nada. Pero, comiendo, Laura me ha explicado unas cuantas cosas. Después de comer hemos ido a hablar con uno que es un verdadero experto, y esta noche Laura vendrá a mi casa y…
Montalbano no aguantó más; colgó de mala manera, se levantó y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa soltando juramentos como un endemoniado.
¡Laura en casa de Mimì! ¡Y sin nadie más! ¡Ellos dos solos! ¡Y él le había dicho a Laura que Mimì era un hombre que sabía tratar a las mujeres! ¡Y seguro que eso había bastado para despertar su curiosidad, para que se sintiera tentada de ver si…! ¡No, más valía no pensar en las consecuencias, o estaría perdido! ¡Maldita la hora en que se le había ocurrido que la señora Giovannini y Mimì se conocieran!
¿Por qué se desesperaba de esa forma? ¡Él lo había querido! ¡Él mismo se lo había buscado! ¡Capullo, más que capullo! ¡Se la había servido a Mimì en bandeja de plata con sus propias manos!