Seis

Fue a comer a la trattoria de Enzo sintiéndose bastante satisfecho; pensaba que había encontrado el camino correcto para entender algo sobre el comportamiento de la chica conocida como Vanna. Ahora estaba casi seguro de que ella había actuado siguiendo un plan preciso, trazado mentalmente en cuanto se enteró de que él era el comisario Montalbano.

O sea, que no se había tratado de una broma, sino de una cosa seria, y muy seria.

En cualquier caso sentía, aunque no comprendía la causa precisa, que estaba comportándose como ella habría querido que lo hiciera.

En cambio, en lo que se refería al muerto de la lancha, no tenía nada por lo que felicitarse; el caso estaba estancado prácticamente desde el principio. El hecho de no poder identificarlo lo paralizaba todo. Quien le había destrozado la cara había logrado su objetivo.

Por otro lado, si se trataba de un forastero, era inútil recorrer los hoteles y pensiones de Vigàta, Montelusa y alrededores. Aparte de que habría sido una tarea larga, el problema seguía siendo el mismo: ¿cómo se reconoce a alguien que ya no tiene cara y va indocumentado? Y si por casualidad era alguien del lugar, ¿cómo es que no se había presentado ninguna denuncia de desaparición?

En la trattoria encontró consuelo: el pescado había vuelto al menú de Enzo y, para resarcirse de la abstinencia forzosa del día anterior, se dio un atracón. Pidió una fritura de salmonetes y calamares que habría quitado el hambre a media comisaría.

Por consiguiente, el paseo por el muelle hasta el faro se impuso como una necesidad absoluta. Esta vez hizo también el recorrido largo, pasando por delante del Vanna y el As de corazones, que seguían cabeceando juntos.

Acababa de pasar ante las dos embarcaciones cuando oyó a su espalda risas y voces. Se giró sin dejar de andar.

Livia Giovannini, la propietaria del Vanna, y el capitán Sperli estaban bajando en ese momento por la pasarela del As de corazones, mientras desde la cubierta un hombre de considerable corpulencia, un hércules de un metro noventa como mínimo, espaldas como un armario y pelirrojo, les decía adiós con la mano. El barco era enorme, pero aquel hombre por fuerza tendría que andar inclinado por el interior. Después, la señora y el capitán empezaron a subir por la pasarela del Vanna.

Al llegar a la roca plana, Montalbano se sentó, encendió un cigarrillo y empezó a pensar en lo que acababa de ver.

¿Por qué la propietaria y el capitán del Vanna habían subido al As de corazones?

¿Se trataba de una simple visita de cortesía, de un gesto de buena vecindad? ¿Era costumbre entre aquella gente actuar así? Teniendo en cuenta la hora, también era probable que los del Vanna hubieran sido invitados a comer, cosa muy natural. ¿O bien ya se conocían? ¿Mantenían viejas relaciones de amistad, de negocios u otro tipo?

Sólo se podía hacer una cosa, e inmediatamente: averiguar más cosas sobre el As de corazones.

Pero de ese modo la investigación, en vez de empezar a reducirse, se ampliaría aún más al implicar a otras personas. Y eso es lo peor que puede suceder en el transcurso de una investigación.

Fuera como fuese, la única manera de obtener información sobre el As de corazones era preguntarle a Laura, a la cual tenía que preguntarle otra cosa lo antes posible.

¡Laura! ¡Madre mía, qué guapa era!

Y de nuevo se perdió en sus pensamientos sobre la joven teniente. No le gustaba ser incapaz de concentrarse en ninguna otra cosa en cuanto pensaba en ella. Sólo la tenía a ella en la cabeza; cómo andaba, cómo reía… En el fondo, le daba un poco de vergüenza. No le parecía serio en un hombre de su edad. Pero no podía remediarlo.

Cuando subió al coche, en lugar de ir a la comisaría, tomó la carretera de Montelusa. Se detuvo delante del Instituto Médico Forense, bajó y entró.

—¿Está Pasquano?

—Estar, está. —Lo que, traducido, significaba: está, pero no es aconsejable ir a molestarlo.

—Verá, sólo necesito copiar la ficha que ha cumplimentado el doctor después de la autopsia del cadáver desfigurado.

—Podría facilitársela yo, pero usted no puede llevársela.

—La quiero sólo para copiar algunos datos aquí mismo, delante de usted. Hágame ese favor.

—Está bien, pero no se lo diga al doctor.

* * *

Una media hora más tarde aparcó delante de Retelibera, una de las dos cadenas de televisión locales.

—¿Está Zito?

—Está en su despacho —dijo la secretaria, que lo conocía perfectamente.

El comisario y el periodista se abrazaron; eran viejos amigos y se alegraban mucho siempre que se veían.

Montalbano le pasó los datos que había copiado: estatura, peso, color del pelo, anchura de hombros, longitud de las piernas, dentadura… Zito le prometió que daría la noticia en los dos siguientes telediarios, el de las ocho y el de medianoche. A los que llamaran, les dirían que se pusieran en contacto directamente con la comisaría.

* * *

En la oficina encontró a Fazio esperándolo con cara de perro apaleado.

—¿Qué pasa?

—¡Dottore, estamos jodidos!

—¿Y te parece que eso es una novedad? No sé qué le ves de sorprendente. Yo tengo clarísimo que he estado jodido desde el momento de nacer, así que, jodienda más o jodienda menos… A ver, ¿de qué se trata?

—De Chaikri.

—Desembucha.

Dottori, casualmente, mientras iba a comer, al pasar por delante de la taberna de Giacomino he visto que entraban Digiulio, Ricca y Álvarez. Así que al cabo de un momento he entrado yo también y me he sentado cerca de ellos. Al oír que hablaban de Zizì he puesto la antena. ¿Quiere saber una cosa?

—Si es mala, no quiero saberla, pero tú dímela igualmente.

—Anoche detuvieron a Zizì.

Montalbano soltó un taco.

—¿Quién? —preguntó.

—Los carabineros.

—¿Y por qué?

—Parece que anoche, cuando volvía al barco, vio un coche de los carabineros parado junto al puerto. Zizì había bebido bastante, así que se acercó al vehículo, se desabrochó la bragueta y se puso a mear encima.

—Pero ¿está mal de la cabeza o qué? ¿Y los carabineros estaban dentro del coche?

—Sí, señor.

—¿Y qué pasó?

—Pasó que, cuando estaban arrestándolo, le arreó un mamporro a uno de los carabineros.

Montalbano soltó otro exabrupto.

—¿Qué hacemos? —preguntó Fazio.

—¿Qué quieres que hagamos? ¡No puedo telefonear a los carabineros y decirles que lo pongan en libertad porque a mí me va bien! Intenta acercarte a Ricca; es el único movimiento posible.

* * *

La noche anterior había quedado con Laura en que ella le telefonearía a las siete, pero ya eran casi las ocho y aún no había dado señales de vida.

Como le había pedido a Laura el número de su móvil, después de un ratito de tira y afloja consigo mismo decidió llamarla.

—Soy Montalbano.

—Te he reconocido por la voz. —Frase dicha sin ningún entusiasmo.

—Se te ha olvidado que…

—No se me ha olvidado.

¡Coño, sí que estaba comunicativa!

—¿Mucho trabajo?

—No.

—Entonces, ¿por qué no…?

—Había decidido no llamarte.

—Ah.

Se hizo el silencio. A Montalbano lo asaltó el pánico del corte de línea. Era una cosa de lo más idiota, y sin embargo no podía remediarlo; le entraba un miedo insoportable, de niño abandonado en una nave en medio del espacio.

—¿Diga? ¿Diga? —se puso a berrear.

—¡No grites! ¡Estoy aquí!

—¿Puedes explicarme por qué no…?

—Por teléfono no me siento cómoda.

—Inténtalo.

—Te he dicho que no.

—Entonces, veámonos, por favor. Tengo que preguntarte también una cosa sobre el Vanna.

Otra pausa. Pero esta vez Montalbano la oía respirar.

—¿Quieres que vayamos a cenar? —preguntó ella.

—Sí.

—Pero a tu casa no.

—De acuerdo. A donde tú quieras.

—Vayamos a ese restaurante de Montereale del que me hablaste.

—Muy bien. Ven tú aquí, a la comisaría, cogemos mi coche y…

—No. Dime cómo se va a esa trattoria. Nos vemos directamente allí. Pero dentro de una hora, que tengo que cambiarme.

¿Qué le pasaba? ¿Por qué había cambiado tanto de actitud? No lo entendía.

* * *

Al cabo de diez minutos sonó el teléfono.

—¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori!

Mala señal. Cuando Catarella empezaba lamentándose así, significaba que telefoneaba el siñor jefe supirior, como lo llamaba reverentemente.

—¿El jefe superior pregunta por mí?

—¡Sí, siñor dottori! ¡Es urgentísimo!

—Dile que no estoy en la comisaría.

Igual era para pedirle que fuera a Montelusa y le impedía acudir a la cita con Laura.

—¡Virgen santísima, dottori! —exclamó Catarella.

—¿Qué te ocurre?

—¡Me ocurre que cuando tengo que decir un embuste al siñor jefe supirior me parece que cometo un pecado mortal!

—¡Pues ve a confesarte!

Pasados tres cuartos de hora, se disponía a levantarse para salir cuando se presentó Fazio.

Dottore, como tengo un amigo muy querido que es carabinero, me he permitido…

—¿Qué has hecho?

—Le he preguntado qué intenciones tenían con Chaikri.

—¿Y cómo has justificado tu interés?

—Le he dicho que es amigo mío, que cuando bebe no sabe lo que se hace, y me he disculpado en su nombre.

—¿Y qué te ha contestado?

—Lo han soltado esta misma tarde, a las cinco. Han presentado una denuncia contra él por agresión y resistencia. ¿Qué hago? ¿Voy a buscarlo a la taberna de Giacomino?

—Ve ahora mismo y deja estar a Ricca por el momento.

* * *

Ya se había puesto de pie cuando sonó el teléfono directo. ¿Contestar o no contestar? Esa era la cuestión. La prudencia sugería no contestar, pero como le había dado precisamente ese número a Laura, pensó que podía ser ella para decirle que había cambiado de idea. Levantó el auricular.

—¿Sí?

—¡Qué suerte haberlo encontrado, dottor Montalbano! ¿Acaba de regresar a la sede?

—En este preciso momento.

Era el pelmazo del jefe de gabinete del jefe superior de policía, el dottor Lattes, apodado «leches y mieles», y empeñado, entre otras cosas, en que Montalbano tenía mujer e hijos.

—Queridísimo amigo, el jefe superior ha salido y me ha dejado el encargo de que lo localice.

—Dígame, dottore.

—Verá, urge confirmar qué expedientes son los que quedaron destruidos por esa especie de inundación que sufrieron el otro día.

—Comprendo.

—¿Tendría disponible una horita o una horita y media?

—¿Cuándo?

—Ahora. Podemos hacerlo por teléfono. Basta con que tenga delante la lista de los expedientes perdidos. Hagamos de momento una comprobación rápida, aunque necesaria para…

Montalbano se vio perdido. ¿Debía anular la cena con Laura? No, no cedería a la venganza de la burocracia. Pero ¿qué podía hacer? ¿Cómo iba a escabullirse? Quizá sólo podía salvarlo una buena representación improvisada. Así pues, dio rienda suelta a sus dotes de actor trágico.

—¡Ay, pobre de mí! ¡No puedo, no puedo! ¡Por desgracia, no tengo tiempo! —exclamó con voz desesperada.

Lattes quedó impresionado.

—¡Dios santo! ¿Qué le ocurre?

—¡Acaba de telefonear ahora mismo mi esposa!

—¿Y qué?

—¡Llamaba desde el hospital! ¡Ay, qué desgracia!

—Pero ¿qué ha pasado?

—Mi hijo pequeño, Gianfrancesco, está muy mal, y tengo que ir sin falta…

El dottor Lattes no titubeó.

—¡Por lo que más quiera, Montalbano! ¡Vaya enseguida, corra! Rezaré a la Virgen por su… ¿Cómo ha dicho que se llama?

Montalbano ya no se acordaba del nombre que había dicho. Soltó uno al azar.

—Gianantonio.

—Pero ¿no ha dicho Gianfrancesco?

—¿Lo ve? ¡No sé dónde tengo la cabeza! Gianantonio es el mayor, que está bien, gracias a Dios.

—¡Vaya, vaya! ¡No pierda más tiempo! Le deseo que todo salga bien. Y mañana deme noticias, se lo ruego.

* * *

Montalbano salió disparado para Montereale.

Y al cabo de menos de dos kilómetros el coche se paró. En el depósito no quedaba ni una gota de gasolina. Sabía que a unos doscientos metros había un surtidor.

Bajó, cogió una lata, fue corriendo hasta el surtidor, llenó la lata, pagó, volvió al coche, arrancó, paró de nuevo en el surtidor, llenó el depósito y salió pitando. Todo eso sin dejar de soltar palabrotas ni un momento.

Y cuando llegó al restaurante, sudando y jadeando, Laura ya estaba sentada a una mesa y lo esperaba nerviosa.

—Si tardas cinco minutos más, no me encuentras —dijo, fría como un témpano.

Quizá fue por los contratiempos que se habían interpuesto en su camino e impedido que llegara a tiempo por lo que, al oír esas palabras, Montalbano perdió los nervios. No pudo controlarse y se le escapó una frase que jamás habría pensado que diría:

—En ese caso, me voy yo.

Dio media vuelta, salió del restaurante, cogió el coche y se dirigió a Marinella.

* * *

Sólo tenía ganas de meterse en la ducha y quedarse bajo el chorro de agua el mayor tiempo posible para que se le calmaran los nervios.

Veinte minutos después, mientras se secaba, reflexionó, con la mente fría, sobre lo que había hecho y le pareció una tontería como una casa. Porque él necesitaba a Laura para llevar adelante la investigación: Mimì Augello sólo podría contactar con la señora Giovannini a través de Laura.

Eso era lo que ocurría cuando se mezclaban los asuntos personales con los del trabajo. Decidió que lo primero que haría a la mañana siguiente sería telefonear a Laura para pedirle disculpas.

De momento no tenía hambre; quizá le entrara con un rato en la galería respirando el aire del mar. Mientras volvía del restaurante, se había dado cuenta de que, al contrario que la noche anterior, no hacía fresco y no corría ni un soplo de aire. Así que se quedó en calzoncillos. Encendió la luz de la galería desde dentro, cogió el tabaco y el encendedor y abrió la cristalera.

E inmediatamente se quedó helado.

No por el frío que no hacía, sino porque frente a él, callada, con la mirada gacha, estaba Laura.

Al parecer había llamado; él no la había oído porque estaba en la ducha, y entonces ella, como sabía a ciencia cierta que se encontraba en casa, había dado la vuelta para presentarse por la parte trasera.

—Perdona —dijo muy seria. Levantó los ojos, y de pronto se le escapó la risa.

Y justo en ese momento, casi viéndose reflejado en sus ojos, Montalbano cayó en la cuenta de que iba en calzoncillos.

—¡Aaahhh! —gritó, y echó a correr hacia el cuarto de baño como en una escena cómica de cine mudo.

Estaba tan alterado y confundido que la escena cómica continuó cuando, al ponerse los pantalones, resbaló en el suelo mojado y cayó de culo.

Cuando por fin se encontró en condiciones de razonar mínimamente, salió y fue a la galería. Laura se había sentado en el banco y estaba fumando un cigarrillo.

—Por lo que parece, hemos discutido —dijo ella.

—Sí. Te pido disculpas, pero es que…

—Dejemos de pedirnos disculpas. Te debo una explicación.

—No tienes por qué dármela.

—Voy a hacerlo porque me parece necesario. ¿Te queda un poco de aquel vino?

—Claro.

Montalbano entró en casa. Volvió con una botella recién abierta y dos copas. Laura se bebió una entera antes de empezar a hablar.

—No tenía ninguna intención de llamarte y me había jurado que, si me telefoneabas tú, te diría que no podía verte.

—¿Por qué?

—Déjame hablar.

Pero él insistió.

—Mira, Laura, si ayer te sentiste ofendida por algún motivo que todavía no…

—No me ofendiste; al contrario.

¿Qué significaba aquel «al contrario»? Lo mejor era quedarse callado y dejarla hablar.

—No quería verte porque tengo miedo de hacer el ridículo. Y además, no sería justo.

Montalbano no salía de su asombro. Y se temió que metería la pata dijera lo que dijera. Pero la verdad es que no entendía nada.

—Por lo tanto —continuó Laura—, me dije que sería un error seguir viéndote. Es la primera vez en la vida que me pasa una cosa así. Es muy humillante, muy deprimente, porque te vuelves completamente pasiva; no puedes hacer absolutamente nada, tu voluntad no cuenta. De hecho, cuando me has llamado, no he sido capaz… Ayúdame.

Se interrumpió, se sirvió otra copa y se bebió la mitad. Mientras se la acercaba a los labios, Montalbano vio cómo brillaban sus ojos, en los que se agolpaban las lágrimas.