En Marinella oyó el teléfono mientras abría la puerta, pero cuando levantó el auricular era demasiado tarde; al otro lado de la línea ya no había nadie. Miró el reloj: las ocho y treinta y cinco.
Se desahogó soltando unos cuantos improperios contra la propietaria del velero por haberle hecho perder tiempo.
Le había dado a Laura el número de Marinella y habían quedado en que lo llamaría a las ocho y media. Por eso él no le había pedido su número. ¿Y ahora qué? ¿Telefoneaba a Capitanía o esperaba un poco, confiando en que volviera a llamarlo? Decidió esperar.
Se cambió de traje y fue a abrir el horno. Adelina, la asistenta, le había preparado una fuente de pasta ’ncasciata suficiente para cuatro. En el frigorífico, por si tenía más apetito, cosa difícil, había un plato de nervetti all’acìto, trochos de cabeza y cartílago de ternera hervidos y aliñados con cebolla y encurtidos.
El teléfono sonó de nuevo. Era Laura.
—He llamado hace un rato, pero…
—Disculpe, pero me he entretenido en la comisaría y…
—¿Dónde nos vemos?
—En Marinella hay un bar…
—No me apetece.
—¿El qué?
—Que nos veamos ahí. No me gustan los bares.
—En tal caso, podríamos…
—¿Me explica cómo se va a su casa? —preguntó ella sin rodeos.
En el fondo, era lo más sencillo, y Laura debía de ser una chica práctica. Montalbano se lo explicó.
—Entonces quedamos así: yo voy a su casa y, mientras tomamos un aperitivo, decidimos adónde vamos a cenar.
—Sí, mi teniente.
* * *
Laura se presentó media hora más tarde. Se había quitado el uniforme y ahora llevaba una falda por encima de la rodilla, una blusa blanca y una especie de chaleco grueso. El pelo, suelto, le caía sobre los hombros. Guapísima, vital y simpática.
—¡Qué bonito es esto!
Montalbano abrió la cristalera de la galería, y ella salió y se quedó embelesada.
—¿Qué quiere tomar?
—Vino blanco, si tiene.
El comisario tenía siempre una botella en la nevera. La sacó y metió otra.
—¿Podemos sentarnos aquí? —preguntó Laura.
—Claro.
Bebieron el vino sentados uno al lado del otro en el banco. Pero hacía demasiado fresco, y al terminar la copa tuvieron que entrar.
—¿Adónde va a llevarme?
—Hay dos posibilidades: o vamos a un restaurante cerca de Montereale, pero para eso tenemos que coger el coche… o nos quedamos aquí.
Ella se mostró dubitativa y Montalbano la malinterpretó.
—Usted apenas me conoce, pero le aseguro que…
Laura rompió a reír con una risa cristalina.
—¡No, no! Ni se me ha ocurrido pensar que quiera…
Montalbano sintió una punzada de melancolía. ¿Lo veía tan viejo como para no tener ya deseos? Afortunadamente, ella continuó:
—… pero debo confesarle que tengo un hambre canina; hoy no he podido comer a mediodía.
—Venga conmigo.
La guió hasta la cocina, abrió el horno y sacó la fuente. Laura aspiró el aroma, suspiró y cerró un instante los ojos.
—¿Qué me dice? ¿No le parece una buena propuesta?
—Quedémonos.
* * *
Se conocieron más a fondo. Ella le contó que había elegido la carrera militar porque su padre era almirante —ya próximo a la jubilación—, que había estudiado en la Academia de Livorno, que había estado embarcada en el Vespucci, que su tío se llamaba Gianni y también era oficial de la Marina —destinado en un crucero—, que tenía treinta y tres años, que vivía en Vigàta desde hacía apenas tres meses y que aún no había tenido tiempo de hacer amistades. Era la primera vez, desde que estaba en Vigàta, que quedaba para comer con un hombre. Montalbano, en cambio, le habló largo y tendido de Livia. Laura se comió también los nervetti. Tenía buen paladar.
—¿Quieres…? Disculpe, ¿quiere…? —empezó Montalbano.
—¿Te molesta tutearme?
—En absoluto. ¿Quieres un café, un whisky…?
—¿Queda más vino de este?
* * *
—¿Habéis conseguido identificar al muerto? —pregunto Laura en un momento dado.
—Todavía no. Creo que la identificación será larga y difícil.
—Me han dicho que lo mataron destrozándole la cara.
—No; se la destrozaron después. Murió envenenado.
—Entonces… —Laura se interrumpió—. No, nada; me había formado una idea… Pero es ridículo hablar de esto contigo. Me he informado, ¿sabes? Me han dicho que en tu campo eres más que bueno, excepcional.
Montalbano se sonrojó y ella volvió a reír.
—¡Qué maravilla! ¡Todavía existe un hombre capaz de sonrojarse!
—¡Anda, para ya! Dime cuál es tu idea.
—Había pensado en un robo que se complica. Ese hombre está dando un paseo por el muelle, alguien quiere arrebatarle su cartera, él planta cara, el otro lo golpea con una piedra y se lo carga. Después lo mete en un bote… por esa parte hay muchos anclados, y… ¿Habéis comprobado a quién pertenece la embarcación?
Montalbano consiguió no sonrojarse otra vez de milagro. No se le había ocurrido. Y era lo primero en que debería haber pensado. Estaba perdiendo facultades; no tenía vuelta de hoja.
—No —respondió—, porque la Científica opina que no había sido utilizada antes de poner dentro el cadáver.
Laura arrugó la nariz.
—Aun así, yo haría una pequeña comprobación.
Más valía cambiar de tema; si no, acabaría quedando mal.
—Oye, quizá puedas darme una respuesta. Que tú sepas, ¿hay mucha gente rica que se pasa todo el año en el mar, yendo de un puerto a otro sin hacer otra cosa?
—¿Te refieres a Livia Giovannini?
—¿La conoces?
—El Vanna atracó en el puerto tres días después de que yo me incorporara al servicio en Vigàta. Subí a bordo para hacer un trámite y así nos conocimos. En aquella ocasión venía de Tánger, pero había zarpado meses antes de Alexander Bay.
—¿Dónde cae eso? —preguntó Montalbano, sorprendido.
—Es un pequeño puerto de Sudáfrica.
—¿Y ahora de dónde ha venido?
—De Rétino, y…
—¿Rétino? ¿Dónde está?
—En la isla de Creta, y se dirigía a Orán, pero tuvo que cambiar de ruta a causa del mal tiempo.
El comisario estaba atónito.
—¿Te sorprende? —inquirió Laura.
—Pues sí. No digo que el Vanna sea una embarcación pequeña, pero…
—Ten en cuenta que es uno de los mejores veleros del mundo. Además, el marido de la señora Giovannini modificó totalmente la distribución y los motores.
—Sperli dijo que llevan un motor auxiliar que no funciona bien.
—¡Y un cuerno! Creo que las velas las usan sólo de adorno. Es una bestia de veintiséis metros, originalmente con veinticuatro plazas para dormir. También ampliaron y modificaron los camarotes, de forma que ahora las plazas para dormir han quedado reducidas a media docena, pero en compensación han ganado mucho espacio y otro saloncito.
—El yate que está al lado tampoco se queda corto.
—¿El As de corazones? Ese es un Baglietto de dieciocho con sesenta y tres metros, dotado de dos potentes motores GM, y tiene nueve plazas para dormir. Va a donde quiere.
—Veo que entiendes de esto.
—Mi interés es por puro entretenimiento personal.
—Oye, volviendo a lo de antes, te preguntaba si hay mucha gente rica que…
—¿… que se pasa la vida en el mar? No creo.
—Entonces, ¿cómo te lo explicas?
—No me lo explico. Quizá sea una manía que tenía el marido y contagió a su mujer.
Montalbano se quedó pensativo. Al cabo de un momento preguntó:
—¿Cómo se podría averiguar cuántos puertos ha tocado el Vanna en el último año?
—Revisando el cuaderno de bitácora del capitán.
—¿Y cómo se le podría echar un vistazo?
—El único que puede hacerlo es el fiscal. Pero debe encontrar una excusa ingeniosa. ¿Vas a explicarme por qué te interesa tanto el Vanna? En el fondo, se cruzó con la zódiac por pura casualidad.
—No sé decirte por qué, pero… tengo curiosidad… No sé… hay algo que no me convence.
No podía decirle que lo que había despertado sus sospechas era el encuentro con la chica que decía llamarse Vanna, como el propio velero.
* * *
Laura se fue pasada la medianoche, con la promesa de que al día siguiente se llamarían.
Él se quedó un rato despierto pensando en el hombre asesinado. Si, como afirmaba Pasquano, lo habían dejado irreconocible a propósito, eso significaba que alguien podía reconocerlo. A primera vista, un razonamiento como ese parecía digno de Catarella o de Perogrullo. Pero era un punto de partida.
En nuestros días, un pobre diablo asesinado así no es noticia, como dicen los periodistas. La prensa nacional puede dedicarle como máximo cinco líneas; la local, media columna. Las cadenas de televisión nacionales ni siquiera lo mencionarían; las del lugar del suceso, en cambio, sí.
Por eso la persona capaz de reconocer al muerto, en caso de que le hubieran dejado intacta la cara, no podía sino encontrarse en las inmediaciones de Vigàta. Por consiguiente, el eventual reconocimiento habría llevado directamente al asesino. ¿Por qué?
Por una razón sencillísima: porque el hombre había sido envenenado. Para matar así a alguien, hay que poner el veneno en algo de comer o de uso personal; no hay otra. Por tanto, el muerto tenía que conocer a su asesino forzosamente.
Igual lo había invitado a tomar un aperitivo o a cenar, como había hecho él con Laura, y mientras el pobre miraba hacia otro lado…
¡Laura! ¡Madre mía, qué guapa era esa mujer! Pero ¿qué le pasaba? ¿Qué se le estaba metiendo en la cabeza? No iría a imaginarse que a su edad… Pero ¡qué ojos tenía! ¡Y cómo lo miraba! No consiguió seguir razonando, y llegó a la conclusión de que lo único que podía hacer era irse a la cama.
* * *
—¿Está Fazio? —fue lo primero que preguntó al entrar en la comisaría.
—Sí, siñor dottori. Y lo acompaña otra persona que está a su lado con él.
—Dile a Fazio que venga a mi despacho él solo.
Acababa de sentarse cuando entró Fazio.
—¿Cómo es Digiulio?
—¿Y cómo quiere que sea? Un palermitano que…
—Quiero saber si cuando le has dicho que tenía que venir a la comisaría se ha puesto nervioso.
—No, señor. Se ha quedado tan tranquilo. Es más, ha dicho que se lo esperaba.
—¡¿Se lo esperaba?!
—Eso ha dicho.
—Hazlo pasar.
—¿Puedo estar presente?
—No.
Fazio salió ofendido.
Mario Digiulio era un tipo de unos cuarenta años, con una de esas caras que se olvidan un segundo después de haberlas visto. Llevaba un jersey negro de cuello vuelto y unos vaqueros sucios. Era totalmente distinto de como se lo había imaginado Montalbano. Tal como había dicho Fazio, no estaba nada impresionado. Inesperadamente, en cuanto el comisario le dijo que se sentara, fue el primero en hablar.
—Ha llegado la denuncia, ¿eh?
Montalbano hizo un gesto vago que podía significar todo y nada.
—¡Esos cabrones! —Digiulio hizo una pausa—. ¡Menudos hijos de puta!
Una vez enterado de la gran consideración en que Digiulio tenía a quienes lo habían denunciado, el comisario decidió averiguar algo más.
—Cuénteme su versión de los hechos.
—En Rétino, Zizì y yo fuimos a beber a una taberna, y allí había dos griegos que…
—… los provocaron.
—Exacto. Zizì reaccionó y yo no me quedé atrás. Se organizó una pelea y…
—Destrozaron el local.
—¿Destrozar? ¡Ni de coña! Zizì rompió dos o tres sillas y…
Zizì. ¿Dónde había oído nombrar a ese tal Zizì? Alguien se lo había mencionado de pasada, pero ¿quién? ¿Y cuándo?
—Disculpe, pero ¿Zizì es alguien del lugar?
Digiulio lo miró perplejo.
—No; es uno de la tripulación.
—Pero no figura entre los…
—Ah, perdone, nosotros lo llamamos Zizì, pero su nombre es Ahmed Chaikri; es magrebí.
En ese momento a Montalbano se le encendió la bombilla.
—¿Era criado del antiguo propietario?
La perplejidad de Digiulio aumentó.
—¿Criado del antiguo…? ¡Ni de coña! ¡Pero si no hace ni tres meses que Zizì embarcó!
El cerebro de Montalbano era ahora un motor a pleno rendimiento.
—¿Me repite el nombre de los otros miembros de la tripulación?
—Pero si ellos no estuvieron en la pelea…
—Dígamelos de todos modos.
—Maurilio Álvarez, que es el mecánico; Stefano Ricca, que es…
Montalbano dejó de escucharlo. ¡Ricca! Lo recordó todo. Vanna le había dicho que Ricca era un banquero, socio de su tío Arturo. Ella se llamaba Vanna como el velero, mientras que Digiulio, Zizì y Ricca eran tres tripulantes…
¡Qué astuta había sido la chica! ¡Una verdadera artista! Había que quitarse el sombrero.
A ver si iba a resultar que lo que él consideraba una tomadura de pelo por parte de Vanna tenía, en cambio, un objetivo preciso. En cualquier caso, ahora lo más urgente era desembarazarse del marino.
—Oiga, ¿usted tiene por casualidad una hermana que se llama Vanna?
—¿Yo? No. Yo tengo un hermano que se llama Antonio.
—Está bien, puede irse.
El hombre no entendía nada.
—¿Y la denuncia?
—¿Cuál?
—La del propietario de la taberna.
—No ha llegado.
—Y entonces ¿por qué me ha hecho venir?
—Por otra denuncia.
—¿Hay otra?
—Sí, de una tal Vanna Digiulio contra su hermano Mario. Pero, puesto que usted asegura que no tiene hermanas…
—No es que lo asegure, ¡es que no las tengo!
—Entonces es un caso evidente de homonimia. Adiós, amigo.
* * *
Estaba seguro: no era Digiulio quien había avisado a Vanna del cambio de ruta del velero. Era absolutamente preciso hablar con los otros miembros de la tripulación. Llamó a Fazio, que se presentó todavía con cara de ofendido por la exclusión.
—Siéntate.
Montalbano se quedó un momento mirándolo. ¿Debía contarle la historia de Vanna o no? Ahora que el asunto parecía tener otro significado, ¿no era mejor contar con un aliado como Fazio?
—¿Recuerdas que el otro día llovió tanto que la carretera se hundió?
—Sí, señor.
—¿Recuerdas que traje a la comisaría a una pobre chica que se llamaba Vanna Digiulio?
—Sí, señor.
—¿Quieres saber una cosa? No se llamaba ni Vanna ni Digiulio, y no era una pobre chica, sino una grandísima hija de puta que me tomó por un idiota de marca mayor.
Fazio se quedó boquiabierto.
—¿En serio?
Y Montalbano se lo contó todo.
* * *
—¿Y usía qué piensa del asunto? —preguntó al final Fazio.
—Yo me he formado una idea precisa sobre unos pocos hechos. Que la chica (sigamos llamándola Vanna por comodidad), en cuanto me presenté como el comisario Montalbano, se puso a estornudar sin parar.
Fazio se quedó pasmado.
—Disculpe, pero ¿qué tiene eso que ver?
—Lo tiene, lo tiene. Me juego las pelotas a que eran estornudos fingidos. Lo hacía para ganar tiempo y decidir si debía decirme lo que quería decirme. Y de inmediato me puso, indirectamente, sobre la pista del velero.
—¿Y por qué?
—Puedo aventurar una hipótesis. Lo hizo para que fuese un recuerdo de futuro.
—Explíquese mejor.
—Si a ella le ocurría algo malo, me había dado suficientes datos sobre a quién debía interrogar.
—Pero ¡la chica no llegó a ver a los del velero!
—En efecto. Porque, en mi opinión, sucedió un imprevisto.
—¿Qué imprevisto?
—Que el velero atracó con un muerto a bordo. Lo que significaba la presencia de la policía, Capitanía, el forense, la Científica… demasiada gente. Prefirió desaparecer. ¿Te cuadra?
—Sí, señor. Pero seguimos sin saber qué había venido a hacer.
—Y por eso es importante descubrir quién está en contacto con ella. ¿Alguien de Capitanía? No lo creo posible. Digiulio no; estoy seguro. Así que ahora necesito contar con tu habilidad.
—¿Qué quiere decir?
—Con los otros miembros de la tripulación no podemos utilizar el mismo sistema que con Digiulio. Es preciso que encuentres una manera de aproximarte al magrebí, ¿cómo se llama…?
—Chaikri.
—Sí, pero para los amigos es Zizì. Intenta enterarte de alguna cosa, que se emborrache… ¿Bajan a tierra?
—¡Ya lo creo! No hacen otra cosa que andar de aquí para allá.
—Pues encuentra el mejor modo de hacerte amigo suyo.
En ese momento apareció Mimì Augello, elegantísimo y sonriente.
—¿Dónde has estado?
—Pero ¿cómo? ¿Catarella no te lo ha dicho? Llevé a Beba con el niño a casa de sus padres. ¿No ves qué cara tengo? ¡Esta noche he dormido por fin como un rey!
Montalbano se quedó mirándolo en silencio.
—¿Qué pasa? —preguntó Augello.
—Mimì, se me está ocurriendo una idea.
—¡Qué buena noticia! ¿Tiene alguna relación conmigo?
—Claro. ¿Te sientes capaz de hacerle la corte a una mujer de cincuenta años que aparenta cuarenta?
Mimì no lo dudó ni un segundo.
—Puedo intentarlo.