Al bajar del coche, vio que en el tejado de la comisaría había dos albañiles reparándolo. Mirarlos y empezar a preocuparse fue todo uno.
—Mándame a Fazio —le dijo a Catarella.
Habían limpiado su despacho, pero el techo estaba lleno de manchas de humedad. Cuando se secaran, habría que darle una mano de pintura. No obstante, observó con satisfacción que encima de la mesa no había ni un documento para firmar.
—Buenos días, dottore.
—Oye, Fazio, ¿qué protección llevan esos albañiles? No quisiera que nuestra comisaría contribuyese a aumentar el porcentaje de asesinatos en el trabajo.
Desde hacía años los llamaba así, asesinatos, en vez de accidentes de trabajo con resultado de muerte, porque estaba convencido de que el noventa por ciento de los mismos se producía por culpa de los empresarios.
—Tranquilo, dottore, llevan arnés de seguridad. No lo habrá visto.
—Más vale. Fazio, necesito que hagas una cosa de esas en las que eres un maestro.
—Usted dirá.
—Con la excusa, qué sé yo, de que debes preparar la lista completa de las citaciones para el fiscal, sube a bordo del Vanna y recoge todos los datos, de registro civil o no, referentes a la propietaria, el capitán y los cuatro tripulantes.
Fazio compuso una expresión interrogativa.
—Dottore, disculpe, pero ¿qué tienen que ver esos datos con el hallazgo del cadáver?
Buena pregunta, dictada por el hecho de que Fazio no sabía nada de las novedades relacionadas con la supuesta sobrina Vanna.
—Es por curiosidad.
Fazio lo miró todavía más dubitativo.
—¿Y qué entiende por datos de registro civil o no? —preguntó al cabo de un momento.
—Qué ambiente se respira a bordo, cómo son las relaciones entre ellos… Ya sabes: las personas que pasan tanto tiempo juntas en unos pocos metros, mañana, tarde y noche, suelen acabar odiándose, no se soportan… Basta media palabra para que salgan a relucir los trapos sucios.
Aunque a todas luces no le convenció la explicación, Fazio no se atrevió a hacer más preguntas.
* * *
A última hora de la mañana el comisario decidió llamar al forense. Quizá era demasiado pronto, pero no perdía nada por intentarlo.
—Soy Montalbano. Quiero hablar con el doctor Pasquano.
—El doctor está ocupado —contestó el telefonista.
—¿Le importa hacerme un favor?
—Si está en mi mano…
—¿Puede preguntarle a su ayudante cuándo tiene previsto el doctor hacer la autopsia al cadáver encontrado ayer en el mar?
—Un momento.
Cuando el telefonista se puso de nuevo al aparato, Montalbano había terminado de repasar las tablas del siete y el ocho. Era un buen sistema para pasar el tiempo de espera.
—Comisario, es justo la que está haciendo ahora.
* * *
—Dottore, lo siento —dijo Enzo abriendo los brazos en cuanto lo vio entrar en la trattoria.
—¿Qué es lo que sientes?
—No tengo pescado fresco. Con el mal tiempo que hizo ayer…
—¿Qué puedes darme?
—Un entrante de caponatina hecha por mi mujer, de primero pasta a la Norma o con brócoli, y de segundo unas berenjenas a la parmesana que están para chuparse los dedos.
Tenía razón. Pero en vez de chuparse los dedos o relamerse, el comisario prefirió pedir otra ración de berenjenas.
* * *
En cuanto salió a la calle, notó que necesitaba dar su largo paseo meditativo-digestivo hasta el faro; se había puesto las botas comiendo. Pero hizo un recorrido un poco más largo del habitual para pasar por delante del Vanna y el As de corazones, atracado al lado.
En las respectivas cubiertas no había nadie, lo que quizá indicaba que para ellos era la hora de comer.
Llegó al final del muelle y se sentó sobre la roca plana de siempre. Desde allí, la silueta del velero y del yate se veían bien.
Cuando iba por la mitad del cigarrillo, advirtió que en el agua, junto al As de corazones, flotaba una caja de madera de las que se utilizan para el pescado. Recordó las palabras del práctico Zurlo, y se quedó mirando cómo se desplazaba llevada por la corriente.
Metió una mano en el bolsillo y contó los cigarrillos que llevaba: diez; serían suficientes.
Después de una hora larga, la caja encalló entre los bloques de protección del malecón. El capitán Zurlo tenía razón: la corriente de salida, que partía del embarcadero, llevaba cualquier cosa que flotara a estrellarse forzosamente contra el muelle de levante, el que estaba más arriba de donde se encontraba él.
Tuvo una idea. Caminando sobre los bloques, resbalando y maldiciendo, consiguió alcanzar la caja. La cogió, se la llevó a la roca plana y desde allí la arrojó de nuevo al agua.
Esta vez no tardó ni media hora en ver cómo la caja se dirigía decididamente hacia la salida del puerto.
* * *
Subió al coche y tomó el camino de Montelusa para ir a hablar con Pasquano.
—El doctor está en su despacho —le dijo el telefonista-conserje.
Llegó ante la puerta y llamó. Ninguna respuesta. Llamó de nuevo. Nada. Entonces accionó la manija y entró.
Pasquano, sentado a la mesa, estaba concentrado escribiendo y ni siquiera levantó los ojos para ver quién era.
—Me juego las pelotas a que en este momento ha entrado el escasamente educado comisario Montalbano.
—Sus pelotas están a salvo, doctor. Ha acertado.
—A salvo por el momento, porque estoy segurísimo de que ahora va a tocármelas bien tocadas.
—Ha vuelto a acertar.
—¡Ojalá acertara así en el póquer!
—¿Qué tal le fue anoche en el Círculo?
—¡No me hable! Me encuentro entre las manos un trío servido, pido dos cartas y… Dejémoslo. ¿Qué quiere?
—Lo sabe perfectamente.
—Edad, algo más de cuarenta; complexión atlética, cuerpo cuidadísimo, piel blanca, ninguna marca de operaciones, dientes que no han necesitado dentista, corazón y pulmones perfectos; no llevaba ni gafas ni lentillas. ¿Tiene bastante?
—Como vivo, sí. ¿Y como muerto?
—Digamos que, cuando lo encontraron, llevaba por lo menos tres días fallecido.
—¿Lo hicieron fallecer destrozándole la cara de ese modo?
—No —respondió el doctor, negando con la cabeza.
—¿Heridas de arma blanca o de fuego?
—No.
—¿Estrangulamiento?
—No.
—Doctor, ¿por qué no jugamos a frío o caliente? ¡Por lo menos así tendré una ayudita!
—¡Envenenado, amigo mío!
—¿Con qué?
—Veneno común para ratas.
Montalbano se quedó tan atónito que Pasquano se percató.
—¿Le desconcierta?
—Sí; el veneno ya no…
—¿Ya no está de moda?
—Bueno…
—Pues mire, yo se lo aconsejaría vivamente a los aspirantes a asesino. Un disparo produce tal estruendo que los vecinos podrían oírlo; una cuchillada lo mancha todo de sangre, el suelo, la ropa… mientras que el veneno… ¿No le parece?
—¿Y la cara?
—Se la partieron post mórtem.
—Evidentemente, para dificultar la identificación.
—Observo con placer, comisario, que pese a su edad considerablemente avanzada todavía conserva cierto grado de lucidez.
Montalbano decidió hacer caso omiso de la provocación.
—¿Las yemas de los dedos cómo estaban?
—En consonancia con el estado del cuerpo.
—Por consiguiente, sus huellas no figuran en los ficheros.
—Una conclusión impecable, de extremo rigor lógico; lo felicito. Y ahora, si ha acabado de tocarme los cojones…
—Una última pregunta. ¿Estaba casado?
—¿A mí me lo pregunta? Sólo sé que en los dedos no había marcas de anillos. Pero eso no significa nada.
—Una cosa más. ¿Puede decirme si…?
—¡Ah, no, amigo mío! Usted ha dicho que la pregunta sobre el eventual matrimonio era la última. ¡Sea un hombre de palabra por una vez en la vida!
* * *
Ya que estaba allí, fue a la Jefatura para hablar con alguien de la Científica. Sabía que el jefe Vanni Arquà, que le caía fatal, estaba de vacaciones y lo sustituía el subjefe Cusumano.
—¿Qué me dices?
—¿Empezando por dónde?
—Por el bote.
—Un pequeño bote inflable de remos…
—¿Estaban los remos? Yo no los vi.
—No. O se perdieron en el mar o alguien remolcó el bote. Continúo. De fabricación inglesa, hay muchos como ese en circulación. Ninguna huella dactilar; utilizaron guantes en todo momento. El cuerpo fue depositado en el bote poco antes de ser encontrado.
—Gracias.
—Hay una cosa más referente a la embarcación. No tenía señales de haber sido usada con anterioridad.
—Es decir…
—Que, a nuestro entender, la desembalaron e hincharon para la ocasión. En la parte interior aún tenía pegados trocitos del celofán en que la había envuelto el fabricante.
—¿Algo sobre el cadáver?
—Nada. Estaba completamente desnudo. Pero…
—Dime.
—Ten en cuenta que es una impresión personal.
—Dímelo de todos modos.
—Antes de rescatar el cuerpo, el capitán mandó hacer unas fotografías que nos ha entregado. ¿Quieres verlas?
—No. Dime cuál es tu impresión.
—Dentro de la zódiac, la blancura del cuerpo destacaba más. Desde luego, el muerto no era un hombre de mar.
* * *
—¡Ah, dottori! ¡Fazio me dijo que le dijera que en cuanto usía llegara yo debía dicírselo a Fazio!
—Pues díselo.
Fazio llegó dos minutos después con cara de preocupación y se quedó plantado delante del comisario.
—Dottore, antes que nada hemos de hacer un trato.
—Tú dirás.
—Usted no se cabreará ni me pondrá de vuelta y media si de vez en cuando necesito mirar mis notas.
—Siempre y cuando no sean datos del registro civil, como nombre del padre, la madre…
—De acuerdo.
Fazio se sentó en la silla delante de la mesa.
—¿Por dónde empiezo?
—Por la propietaria.
—La cual es una mujer con un carácter que…
—La conozco, sigue.
—Se llama Livia…
Montalbano, vete a saber por qué, se sobresaltó. Fazio lo miró perplejo.
—Dottore, su novia no tiene la exclusiva del nombre. Livia Acciai, livornesa, cincuenta y dos años recién cumplidos, aunque no los aparenta en absoluto. De joven, según ella, era modelo, mientras que según Maurilio Álvarez era puta.
—¿Y quién es ese Álvarez?
—El mecánico, pero después sigo con él. A los treinta y cinco años esta Livia conoce, en Forte dei Marmi, al ingigneri Arturo Giovannini, hombre rico que se enamora de ella. Se casan. El matrimonio dura sólo diez años porque el ingigneri muere.
—¿De viejo?
—Dottore, eran coetáneos. El pobrecillo cayó de la barca durante un temporal y…
—No la llames barca.
—¿Y cómo debo llamarla?
—Velero.
—Bien, pues cayó al mar y no lograron rescatar el cuerpo.
—¿Y quién te ha contado esa historia?
—La viuda.
—¿Maurilio coincide con ella?
—Con Álvarez no he hablado de la desgracia. En cualquier caso, ella hereda la barca y continúa navegando por los mares, como, por lo demás, ya hacía el ingigneri.
—¿Y de qué vivía?
—¿El ingigneri? De una herencia.
—¿Y la viuda?
—De la herencia de la herencia.
—¿Te cuadra?
—No, señor. Esto es todo acerca de la propietaria. El capitán se llama Nicola Sperli, genovés, cincuenta y cinco años, y en los tiempos del ingigneri era ayudante del capitán de entonces, que se llamaba… —Sacó del bolsillo un papelito y lo miró—: Filippo Giannitrapani. Después lo sustituyó.
—¿Giannitrapani se fue?
—No, señor; la señora lo despidió nada más convertirse en propietaria.
—¿Por qué?
—Según Sperli, era imposible que esos dos se llevaran bien, pues el capitán Giannitrapani tenía un carácter todavía peor que el de ella.
—¿Y qué dice Maurilio al respecto?
—Maurilio dice que Sperli y la señora eran amantes antes de que el marido muriese.
—A ver si ahora va a resultar que la desaparición del marido en el mar… —empezó Montalbano.
—No, señor dottore. Si lo tiraron al mar, no fue por ese motivo.
—Explícate.
—Parece que la señora, tras unos dos años de matrimonio, empezó a pasarse por la piedra a la tripulación por turnos y…
—¿Cómo que por turnos?
—Maurilio dice que disfrutaba de un marinero durante una semana y luego pasaba al siguiente. Cuando acababa la ronda, volvía a empezar desde el principio. Hasta más adelante no se estabilizó con el capitán Sperli. Y el ingigneri conocía todo ese trasiego, pero no decía nada; se la traía floja. Hasta el punto de que algunas noches se iba a dormir a un camarote vacío.
—¿Todo esto te lo ha contado Maurilio?
—Sí, señor.
—¿La señora también se lo pasó a él por la piedra?
—Sí, señor.
—¿Y no puede ser que Maurilio hable mal de ella porque quería la exclusiva?
—¡Quién sabe! Pero yo estoy convencido de que Maurilio no la traga porque no para de tocarle las pelotas; baja a la sala de máquinas, lo incordia diciéndole que ella entiende más de motores que él y lo abronca a la menor ocasión.
—¿Y el resto de la tripulación?
—Maurilio, que es español, está en el Vanna desde que el ingigneri lo compró, como Sperli. Los tres marineros actuales fueron contratados después de que Sperli se deshiciera de la antigua tripulación porque le recordaba demasiado las experiencias de la señora.
—A ver si lo entiendo. ¿Se deshizo de todos menos de Maurilio?
—Sí, señor. Porque Maurilio está protegido.
—¿Protegido por qué?
—Por el testamento del ingigneri, donde se decía que Maurilio debía permanecer a bordo mientras quisiera.
—¿Y cómo explica Maurilio esa cláusula?
—No la explica; dice que sentía un gran afecto por el ingigneri.
—Afecto que, sin embargo, no le impedía aceptar que la señora se lo pasase por la piedra.
Fazio abrió los brazos.
—Ánimo. ¿Quiénes son los otros tres?
Fazio tuvo que consultar otra vez el papelito.
—Ahmed Chaikri, magrebí, veintiocho años; Stefano Ricca, natural de Yiareggio, treinta y dos años; y Mario Digiulio, natural de Palermo…
¡Digiulio! ¡El apellido que le había dado Vanna! ¿Se trataba de una coincidencia? Lo mejor era comprobarlo.
—¡Para! Ahora es tarde, pero mañana por la mañana coges a ese tal Digiulio y me lo traes aquí.
Fazio lo miró desconcertado.
—¿Qué ha hecho?
—No ha hecho nada; me interesa conocerlo mejor. Busca una excusa cualquiera, pero a las nueve lo quiero en comisaría.
* * *
Montalbano estaba a punto de irse a Marinella cuando sonó el teléfono.
—Dottori, hay una señora que es hembra pero tiene nombre de varón, dice que se llama Giovannino y quiere hablar con usía personalmente en persona.
—Hazla pasar.
Era Livia Giovannini, la propietaria del velero. Entró desplegando una amplia sonrisa. Iba vestida de noche, bastante elegante.
—Comisario, disculpe si lo molesto.
—Por favor, señora, siéntese.
—Ayer estaba un poco alterada y olvidé preguntarle una cosa. ¿Puedo preguntársela ahora?
Era de una amabilidad exquisita. Puro teatro, estaba claro.
—¡Faltaría más!
—¿Cómo es que sabía que tengo una sobrina?
Debía de haberse devanado los sesos para encontrar una explicación; seguramente le había pedido consejo a Sperli y al final había decidido preguntárselo directamente. Lo que significaba que el asunto de la seudosobrina era importante. Pero ¿por qué?
—Ayer diluviaba y la carretera de la costa que va a Vigàta se hundió —empezó Montalbano, y le contó toda la historia.
—¿Le dijo algo de mí?
—Sólo me dijo el nombre de su marido, pero no el apellido. Ah, ahora que me acuerdo, dijo también que es usted muy rica y que le gusta viajar por mar. Nada más.
La mujer se mostró aliviada.
—¡Menos mal!
—¿Por qué?
—Porque a veces a la pobre se le va la cabeza y dice disparates, se inventa historias inverosímiles… Estaba preocupada pensando que quizá le había…
—Comprendo. Pero le aseguro que no me contó nada raro.
—Gracias —repuso ella, levantándose con una sonrisa radiante.
—De nada —contestó Montalbano, levantándose también con una sonrisa más radiante todavía.