Acababa de conciliar el sueño después de una noche horrenda —pocas había pasado en su vida peor que esa— cuando, de pronto, lo despertó un trueno que sonó como un cañonazo disparado a cinco centímetros de su oreja. Alarmado, saltó en la cama soltando tacos. Y vio clarísimo que era inútil quedarse acostado porque no volvería a dormirse.
Se levantó, se acercó a la ventana y miró al exterior. Se había desatado un temporal en toda regla: cielo uniformemente negro, relámpagos escalofriantes y olas de cuatro metros que se aproximaban sacudiendo su gran crin blanca. El agua se había comido la playa y llegaba hasta la galería. Miró el reloj: apenas eran las seis de la mañana.
Fue a la cocina, preparó café y, mientras esperaba que escampase, se sentó. Poco a poco rememoró el sueño que había tenido. ¡Qué latazo! ¿Por qué desde hacía unos años le había dado por acordarse de todas las chorradas que soñaba? Por lo que él sabía, no todo el mundo recordaba los sueños que tenía. Abrían los ojos y lo sucedido en sueños, agradable o desagradable, desaparecía. No era ese su caso. Y para colmo se trataba de sueños problemáticos, que le suscitaban interminables preguntas a la mayoría de las cuales no sabía dar respuesta. Y eso acababa poniéndolo de los nervios.
La noche anterior se había acostado de buen humor. Desde hacía una semana, en la comisaría no ocurría nada importante y él estaba planeando aprovechar esa circunstancia para darle una sorpresa a Livia presentándose de improviso en Boccadasse. Apagó la luz, buscó una posición cómoda y se durmió casi enseguida. E inmediatamente empezó a soñar.
—Catarè, esta tarde me voy a Boccadasse —decía, entrando en la comisaría.
—¡Yo también voy!
—No, tú no.
—Pero ¿por qué?
—¡Porque no!
Entonces intervenía Fazio:
—Dottore, perdone, pero piense que usía no puede ir a Boccadasse.
—¿Por qué?
Fazio parecía un poco renuente.
—Pero, dottore, ¿no se acuerda?
—¿De qué?
—De que usía murió ayer por la mañana a las siete y cuarto en punto. —Y sacaba un papel del bolsillo—. Usía es Montalbano, Salvo…
—¡Deja en paz el registro civil! ¿De verdad he muerto? ¿Y cómo ha sido?
—Le dio una apoplejía.
—¿Y dónde ocurrió?
—Aquí, en la comisaría.
—¿Cuándo?
—Mientras hablaba por teléfono con el siñor jefe supirior —precisaba Catarella.
Por lo visto, el cabronazo de Bonetti-Alderighi lo había cabreado hasta el punto de…
—Si quiere venir a verse… —decía Fazio—. Hemos instalado la capilla ardiente en su despacho.
Habían hecho sitio entre las montañas de papeles acumulados sobre la mesa para poner encima el ataúd abierto. Se miraba. No tenía aspecto de muerto. Pero enseguida llegaba al convencimiento de que aquel cadáver era el suyo.
—¿Habéis avisado a Livia?
—Sí —respondía Mimì Augello, acercándose. Acto seguido lo abrazaba y añadía, llorando desconsoladamente—: Te acompaño en el sentimiento.
Y una especie de coro repetía:
—Lo acompañamos en el sentimiento.
El coro lo formaban Bonetti-Alderighi, su jefe de gabinete el dottor Lattes, Jacomuzzi, el director Burgio y dos sepultureros.
—Gracias —decía él.
Entonces se acercaba el doctor Pasquano.
—¿Cómo he muerto? —le preguntaba Montalbano.
Pasquano se ponía hecho un basilisco:
—¿Hasta muerto tiene que tocarme los cojones? ¡Espere los resultados de la autopsia!
—Pero ¿no puede adelantarme nada?
—Se diría que ha sido un derrame cerebral fulminante, pero hay algunos elementos que no me conven…
—¡Ah, no! —intervenía el jefe superior de policía—. ¡El dottor Montalbano no puede investigar su propia muerte!
—¿Por qué?
—No sería correcto. Está demasiado implicado personalmente. Además, esta circunstancia no está prevista en el reglamento. Lo siento. La investigación se halla en manos del nuevo jefe de la brigada.
En ese momento lo asaltaba un pensamiento y hacía un aparte con Mimì.
—¿Cuándo llega Livia?
Mimì parecía incómodo.
—Dice que…
—Habla.
Mimì se miraba la punta de los zapatos.
—Ha dicho que no sabe.
—¿Que no sabe qué?
—Si podrá llegar a tiempo al funeral.
Entonces él salía furioso del despacho, iba al patio, donde, entre montones de coronas de flores, estaba preparado el coche fúnebre, y sacaba el móvil.
—¿Livia? Soy Salvo.
—Hola, ¿cómo estás? Uy, perdona, no quería…
—¿Qué es eso de que no sabes si podrás llegar a tiempo a…?
—Mira, Salvo, si hubieras vivido, yo habría intentado por todos los medios seguir contigo. Quizá hasta me habría casado. Claro que, a mi edad y después de haber perdido la vida pendiente de ti, ¿qué otra cosa podría haber hecho? Pero, puesto que se me presenta inesperadamente esta oportunidad única, comprenderás que…
Montalbano apagaba el móvil y volvía adentro. Allí se encontraba con que ya habían puesto la tapa del ataúd y el cortejo empezaba a avanzar.
—¿Viene? —le preguntaba Bonetti-Alderighi.
—Sí, claro —respondía él.
Pero, nada más llegar al patio, uno de los porteadores se caía, y la caja iba a parar al suelo armando un estruendo que lo despertó.
Y ya no había conseguido conciliar el sueño de nuevo, asediado por infinidad de preguntas. Lo martilleaba una en especial: ¿qué significaba la frase de Livia de que quería aprovechar aquella oportunidad? Significaba simplemente que su muerte constituía para ella una especie de liberación. Y entonces la pregunta siguiente sólo podía ser esta: ¿cuánto de verdad hay en un sueño? En este caso concreto, había verdad para dar y vender.
Porque sin duda Livia no sólo tenía que estar de él hasta la coronilla, sino que estaría hasta los mismísimos cojones en caso de que los tuviese. Pero ¿era posible que su conciencia se manifestase solamente en sueños? ¡Menudas noches le hacía pasar! En cualquier caso, el hecho de que Livia no pensara asistir a su funeral, pese a todas las razones que pudiera alegar, no decía nada bueno de ella; era de todas todas una mala acción.
* * *
Cuando salió hacia el coche para ir a comisaría, descubrió que el mar había llegado a medio metro de la explanada que había delante de su casa; nunca lo había visto subir tanto. La playa había desaparecido, era toda una extensión de agua.
El motor tardó un cuarto de hora largo y un par de centenares de juramentos en avenirse a cumplir con su deber, lo cual, naturalmente, no hizo sino empeorar el estado de sus nervios, destrozados ya por las asquerosas condiciones del día.
Antes de haber recorrido cincuenta metros tuvo que parar: una caravana de vehículos se extendía hasta perderse de vista, o sea, era todo lo larga que permitía ver el parabrisas, al que las escobillas no lograban mantener libre del agua de lluvia.
Estaba formada por coches que iban hacia Vigàta; por el otro carril, en cambio, no se veía pasar ni un ciclomotor.
Al cabo de unos diez minutos decidió abandonar la fila, ir en dirección contraria hasta el desvío de Montereale y, desde allí, tomar una carretera más larga pero que le permitiría llegar a su destino. Pero no pudo moverse, porque el morro de su coche estaba pegado al parachoques trasero del que tenía delante, y lo mismo le pasaba al coche de detrás.
No había otra; tenía que quedarse allí. Estaba encajonado, atrapado. Y lo que más rabia le daba era que no comprendía qué coño había pasado.
Perdida por completo la paciencia tras otros veinte minutos de espera, abrió la puerta y bajó. En un santiamén se le empaparon hasta los calzoncillos. Echó a correr hacia la cabeza de la caravana, y no tardó en alcanzar el punto donde se producía el atasco, cuya causa fue evidente de inmediato: el mar se había llevado la carretera. Completamente. Los dos carriles habían desaparecido, y en su lugar había un precipicio cuyo fondo no era de tierra, sino de agua amarillenta y espumeante. El primer coche de la caravana tenía el morro justo en el borde; treinta centímetros más y habría caído. Sin embargo, el comisario vio que se hallaba en peligro, porque la carretera, aunque con extrema lentitud, seguía desmoronándose. Ese vehículo estaba destinado a ser engullido por el precipicio en los próximos veinte minutos. El diluvio impedía ver quién había dentro.
Se acercó y golpeó la ventanilla con los nudillos. La bajó a duras penas una joven de poco más de treinta años, con gafas de culo de botella y aspecto de estar realmente aterrada.
Era la única ocupante del vehículo.
—Tiene que bajar.
—¿Por qué?
—Verá, me temo que si los servicios de emergencia no llegan enseguida, dentro de muy poco su coche va a despeñarse.
Ella puso cara de niña a punto de echarse a llorar.
—¿Y adónde voy? —preguntó.
—Coja lo que tenga que coger y venga a mi coche.
La joven lo miró. Montalbano comprendió que no se fiaba de un desconocido.
—Oiga, soy comisario de policía.
Quizá fue la forma en que lo dijo lo que la convenció y animó a bajar, después de haber recogido una especie de bolsa.
Echaron a correr pegados uno a otro, y Montalbano la hizo subir a su coche. Llevaban la ropa tan mojada que, cuando se sentaron, los vaqueros de ella y los pantalones de él anegaron los asientos.
—Me llamo Montalbano.
La chica lo examinó acercando la cabeza.
—Ah, sí, ahora lo reconozco. Lo he visto en la televisión.
Tuvo un acceso de estornudos. Cuando por fin se le pasó, tenía los ojos llorosos. Se quitó las gafas, las secó y se las puso de nuevo.
—Yo me llamo Vanna. Vanna Digiulio.
—Está pillando un buen resfriado.
—Eso parece.
—¿Quiere venir a mi casa? Allí hay ropa de mi novia; podrá cambiarse y poner la suya a secar.
—No sé si es oportuno —objetó circunspecta.
—¿El qué?
—Que vaya a su casa.
Pero ¿qué se imaginaba? ¿Que le estaba echando los tejos nada más conocerla? ¿Daba la impresión de ser un tipo de esa clase? Además, ¿ella se había mirado al espejo?
—Oiga, si no…
—¿Y cómo vamos a llegar a su casa?
—Andando. No está a más de cincuenta metros. Total, pasarán horas antes de que alguien nos saque de aquí.
* * *
Mientras Montalbano, después de haberse cambiado, preparaba un café con leche para ella y uno solo para él, Vanna se duchó, se puso un vestido de Livia que le estaba más bien ancho y se presentó en la cocina, tropezando primero con el marco de la puerta y luego con una silla. ¡Era increíble que con esa vista le hubieran dado el carnet de conducir! Y la pobre era un rato fea. Con los vaqueros resultaba imposible, pero ahora que con el vestido de Livia se le veían las piernas, Montalbano observó que las tenía torcidas y musculosas. Eran unas piernas más de hombre que de mujer. Tetas, ni rastro; tez cenicienta, andares desgarbados.
—¿Dónde ha dejado su ropa?
—He visto un calefactor en el cuarto de baño. Lo he encendido y he puesto delante los vaqueros, la blusa y la chaqueta.
El comisario le ofreció asiento y le sirvió el café con leche, acompañado de unas galletas que Adelina acostumbraba comprar y que él acostumbraba no comer.
—Disculpe —dijo Montalbano cuando hubo bebido la primera taza de café.
Se levantó y fue a telefonear a la comisaría.
—¡Ay, dottori, dottori! ¡Ay, dottori!
—¿Qué pasa, Catarè?
—¡Esto es el apocalipisis!
—Pero ¿se puede saber qué ocurre?
—¡El viento se ha llevado las tijas del tijado y ha entrado agua en todos los despachos!
—¿Ha causado daños?
—Sí, siñor. Por ejemplo, todos los papeles que estaban encima de su mesa en espera de que usía estampara la firma, se han mojado tanto que se han convertido en una pasta.
Un himno de júbilo, en escarnio de la burocracia, se elevó glorioso en el corazón de Montalbano.
—Oye, Catarè, estoy en casa; la carretera se ha hundido.
—Y entonces por eso está imposibilitado.
—A menos que Gallo encuentre una manera de venir a recogerme…
—Espere que se lo paso, está a mi lado.
—Dígame, dottore.
—Oye, Gallo, iba para la comisaría y a unos cincuenta metros de casa me he encontrado con una caravana porque las olas se han llevado la carretera. He tenido que dejar el coche allí porque no puedo moverlo. Estoy atrapado en casa. Si pudieras encontrar…
Gallo no le dio tiempo de terminar la frase.
—Dentro de media hora como máximo estoy ahí.
Montalbano volvió a la cocina, se sentó y encendió un cigarrillo.
—¿Fuma?
—Sí, pero mis cigarrillos se han mojado.
—Coja uno de los míos.
Vanna aceptó y él le dio fuego.
—Siento mucho las molestias que le…
—No es ninguna molestia. Dentro de una media hora vendrán a buscarme. ¿Usted iba a Vigàta?
—Sí. Había quedado a las diez en el puerto. He venido expresamente desde Palermo. Mi tía llegaba a esa hora, pero no creo que con este tiempo… Me parece que en el mejor de los casos atracará por la tarde.
—Le advierto que a las diez de la mañana no llegan ni correos ni transbordadores.
—Lo sé, pero mi tía viene con su barca.
La palabra «barca» le molestó. Hoy en día, la gente te dice «ven a ver mi barca» y luego te encuentras con un señor barco de cuarenta metros.
—¿De remos? —preguntó el comisario con cara de ingenuidad.
—Es una barca que tiene un capitán y una tripulación de cuatro hombres —contestó ella, sin advertir que Montalbano estaba tomándole el pelo—. Y mi tía viaja constantemente. Sola. Hace años que no la veo.
—¿Y adónde va?
—A ninguna parte.
—No comprendo.
—A mi tía le gusta estar en el mar. Puede permitírselo, pues es muy rica. Al morir, tío Arturo le dejó una herencia considerable y un criado tunecino, Zizì.
—Y con la herencia, su tía se compró la barca.
—La barca ya la tenía tío Arturo; él también estaba siempre navegando. No trabajaba, pero estaba forrado. No se sabe qué hacía para ganar tanto dinero. Parece que estaba asociado con un banquero, un tal Ricca.
—Y usted, si me permite la pregunta, ¿a qué se dedica?
—¿Yo? —Pareció dudar un momento. Como si tuviera que elegir entre las innumerables cosas que hacía—. Estudio.
* * *
En la media hora siguiente, Montalbano se enteró de que la chica, que vivía en Palermo y era huérfana, estudiaba arquitectura, no tenía pareja y —consciente de no ser una belleza— tampoco esperaba tenerla, le gustaba leer y escuchar música, no usaba perfume, ocupaba un piso de su propiedad con un gato llamado Eleuterio, y prefería ir al cine a sentarse delante del televisor. Luego Vanna se calló de golpe, miró al comisario y dijo:
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por haberme escuchado. No es muy habitual que un hombre me escuche tanto rato.
A Montalbano le dio un poco de pena.
Gallo llegó en ese momento.
—La carretera aún está cortada, pero los bomberos y los de Obras Públicas ya están trabajando. De todos modos, tardarán horas en solucionar el problema.
Vanna se levantó.
—Voy a cambiarme.
Cuando salieron, todavía diluviaba más. Gallo tomó la dirección de Montereale, giró en el cruce hacia Montelusa y al cabo de otra media hora larga llegaron a Vigàta.
—Acompañemos a la señorita a la Capitanía del puerto.
Cuando Gallo detuvo el coche, Montalbano le dijo a la joven:
—Vaya a preguntar si tienen noticias. La esperamos.
Vanna regresó al cabo de diez minutos.
—Me han dicho que desde la barca de mi tía han comunicado que avanzan despacio, que no necesitan ayuda y que estarán en el puerto hacia las cuatro de la tarde.
—¿Y usted qué piensa hacer?
—¿Qué quiere que haga? Esperar.
—¿Dónde?
—Pues no sé, no conozco la ciudad. Iré a un bar.
—Véngase con nosotros a la comisaría. Estará más cómoda que en un bar.
* * *
Había una sala de espera. Montalbano le ofreció asiento a Vanna y, como el día anterior había comprado una novela titulada La soledad de los números primos, se la llevó.
—¡Estupendo! Quería leerla. He oído hablar muy bien de ella.
—Si necesita alguna cosa, diríjase a Catarella, el recepcionista.
—Gracias, es usted un verdadero…
—¿Cómo se llama la barca de su tía?
—Como yo: Vanna.
Antes de salir, Montalbano la miró. Parecía un perro mojado; la ropa no se le había secado del todo y estaba arrugadísima, el moño se le había deshecho y el cabello negro le tapaba media cara. Además, tenía una manera de estar sentada que el comisario había observado en algunos prófugos: preparados para dejar por siempre la silla o para ocuparla toda la eternidad.
* * *
Pasó por el cuartito de Catarella.
—Llama a Capitanía. Diles que si el Vanna se pone en contacto con ellos, hagan el favor de comunicarme las novedades que haya.
Catarella se quedó mirándolo pasmado.
—¿Qué te ocurre?
—¿Y qué contesto cuando me pregunten quién es la susodicha Silvana que tiene que ponerse en contacto con Capitanía, si yo no sé quién es esa susodicha Silvana?
—Déjalo, ya me ocupo yo —respondió Montalbano, resignado.