Sábado, 23 de junio
Un par de minutos después, fue mi móvil el que interrumpió nuestro desayuno continental en versión cántabra. Abandoné a medias mi quesada pasiega y me obligué a contestar a regañadientes.
—¡Ay, nena!, qué mala noche he pasado. ¿Y tú cómo estás? —era Elisa, que hablaba como si ametrallara las palabras.
—Bastante bien —mentí—, no te preocupes por mí. Cuando tomo los calmantes no me duele. ¿Cómo está Álex?
—Hoy está todavía un poco alterado, pero por suerte Marcos no ha sospechado nada.
—¿Cómo que no ha sospechado nada? —repetí incrédula—, ¿me estás diciendo que no se lo has contado?
—Ni se lo voy a contar, Adriana. En realidad te llamaba para pedirte que no le digas nada, por favor.
—No lo entiendo, Elisa. Mira, no me quiero meter en vuestros problemas de pareja, pero Marcos es un tío muy comprensivo, y debería saber lo que le ha ocurrido a su hijo.
Me levanté de mi taburete y paseé por el salón de Iago. El roce de la moqueta me relajaba la planta de los pies.
—Tú lo has dicho —me cortó—: No te metas en nuestros problemas de pareja. ¿Puedo contar con tu silencio?
Serás cretina.
—Mira, Elisa, voy a colgar. Tengo que curarme la herida que me hice salvando a tu hijo.
Aplasté la tecla roja como si fuera una cucaracha y la dejé con la palabra en la boca. Iago se había quedado discretamente en la cocina mientras hablaba con ella, y me estaba mirando desde la isla rebosante de manjares de la tierra sin acercarse.
—¿Algo va mal? —preguntó con cautela.
—Lo cierto es que sí. No entiendo cómo Elisa no le quiere contar a mi primo lo que pasó ayer en Cabárceno. Sé que tienen problemas porque no se ven demasiado, pero…
—Así que Marcos es tu primo y el marido de Elisa —dijo dibujando en su sonrisa algo parecido al alivio.
—Sí, así es —contesté distraída, ¿qué importancia tenía eso para él?
—En todo caso, no deberías meterte.
—Tienes razón, bastante tenemos con lo nuestro. Además, no quiero que me fastidien un sábado tan bonito —dije mientras me acercaba a él y le pasaba los brazos por el cuello.
—Así que esto es solo un sábado bonito para ti —dijo riéndose—. Ven, demos una vuelta por la bahía. Ha salido un día espléndido.
Bajamos a su portal de la mano, cruzando sin prisas por los jardines de Pereda. Santander se había volcado en la calle de nuevo y las casas debían de estar vacías como después de un bombardeo. Las terrazas estaban colapsadas de turistas y nativos que degustaban cocina en miniatura apoltronados en sus sillas de aluminio, mirando al sol con los ojos achinados, como si ese gesto les pusiera más morenos. Para redondear la jornada perfecta, recalé en el quiosco de Regma, y pedí un «jaspeado», un helado de cucurucho de nata y café, el mismo que me pedía los domingos de mi infancia, de la mano de mis padres. No había fuerza, ni en el cielo ni en el infierno, me dije, que pudiese torcer ese día.
Enfilamos hacia el Hotel Bahía cuando Iago me indicó con un apretón de manos que cruzásemos hacia la rotonda, donde la noche de la cena de trabajo nos habíamos parado a descansar frente al monumento al Incendio de Santander. Nos detuvimos frente a la escultura, como la otra vez, salvo que en esta ocasión íbamos con los dedos entrelazados. Iago contempló las figuras durante un buen rato, como si estuviera manteniendo con ellas un silencioso diálogo y finalmente se dirigió a mí con una enigmática sonrisa. Aún no sabía de qué se trataba, pero entendí perfectamente que lo que venía a continuación iba a ser un momento solemne.
—Me he permitido hacerte una pequeña trampa —me dijo, sopesando las palabras—. Ya sé que anoche me dijiste que no querías que te diese pruebas, y lo voy a respetar. Ahora que me crees, te irás dando cuenta por ti misma de todo lo que antes te negabas a ver, pero no puedo evitar enseñarte esto —dijo al tiempo que señalaba las figuras—. Vamos a pasar casi a diario delante de este monumento, y sentiría que estoy omitiendo algo importante si no te revelo quiénes son, o más bien, quiénes somos.
Yo observé con detenimiento las estatuas sin comprender aún. En la parte superior del monumento, tres hombres y una mujer miraban al vacío. A sus pies, una pareja agachada parecía ocultar sus rostros deliberadamente. Hasta entonces había creído que representaban a los santanderinos después del incendio que dejó sin centro histórico a su ciudad en el año 1941.
—¿Todavía no nos ves, verdad? —dijo Iago, cortando el hilo de mis pensamientos—. Por eso accedimos a posar para el escultor. Esculpió nuestros rostros en piedra blanca; granito, en realidad, y los rasgos quedaron difuminados hasta el punto de que no se nos reconoce a simple vista.
—Mira la figura que está tumbada —señaló extendiendo el brazo—. Es mi padre hace casi veinticinco años. Como ahora sabes, llevaba barba. A su derecha estoy yo, llevaba el pelo más o menos como ahora, espero que la cara te suene un poco. Subido de pie a un pedestal, algo separados de nosotros dos, está Nagorno.
Lo cierto es que me veía incapaz de articular palabra en aquellos momentos. Las figuras eran imponentes, medían casi tres metros, y el hecho de saber a quienes pertenecían y cuándo fueron talladas hacía que impusieran aún más respeto.
—Lyra está a un lado —continuó Iago, sin dejar de mirarme de reojo para calibrar mi reacción—, ensimismada y protegiéndose con los brazos. Lo cierto es que el escultor supo captar la esencia de cada uno de nosotros.
—¿Y qué pasa con la pareja que está agachada?
—Son los hijos y hermanos que cayeron. Apenas llegaron a vivir unos pocos siglos. La mujer es Boudicca, ya te hablé de ella, ¿lo recuerdas?
—Sí, lo recuerdo —¿cómo olvidar cada palabra pronunciada la tarde que cambió mi vida?—, ¿y el de los bigotes?
Iago apretó mi mano con demasiada fuerza, le observé con el rabillo del ojo y me di cuenta de que lo había hecho de manera involuntaria. Dejé que se tomara su tiempo para contestar.
—Es Gunnarr, mi único hijo longevo hasta la fecha. Nació en el siglo IX de vuestra era, en Kaupmannahöfn, el «puerto de los comerciantes». Hoy lo llamáis Copenhague. Por aquel entonces vivíamos como vikingos. A mí me apodaban Kolbrun, «el de las cejas negras de carbón». Mi hijo murió en combate, en los brazos de Nagorno. Juntos recorrieron Europa y Asia interviniendo en todas las batallas que se ponían a su paso. Yo nunca participé de su espíritu bélico, Gunnarr estaba mucho más cerca en carácter y aficiones de su tío Nagorno que de mí. Aun así, el día que mi hermano volvió sin él fue uno de esos días duros que recuerdas para el resto de tu vida. Después de aquello, me mantuve alejado de mi familia durante varias décadas, excepto por el contacto intermitente que mantenía con mi padre. El caso es que quise olvidarme de ellos y sus conflictos durante un tiempo.
—¿Cuándo ocurrió todo aquello?
—En 1601, durante la Guerra de los Nueve Años, en la batalla de Kinsale, en Irlanda. Gunnarr y Nagorno formaban parte del frente de los rebeldes irlandeses y los españoles contra la dominación inglesa. Esa batalla no la encontrarás entre las maquetas de Nagorno. Cuando mi hijo murió, yo me quedé en el Condado de Cork, muy cerca del mismo Kinsale, en una pequeña península que ahora es un resort de golf, el Old Head. La zona se había normalizado después de que se firmara el Tratado de Londres, en 1604, así que no tuve ninguna idea mejor que pasarme allí varias décadas rumiando mis penas. Como ves, fui todo lo autodestructivo que un ser humano puede llegar a ser.
Las maquetas, recordé. Puede que Jairo no hubiese tenido valor para reconstruir la batalla que se había llevado por delante a su sobrino, pero Iago sí que se había atrevido a recordar a Gunnarr. A mi cabeza vino una de las imágenes que me encontré la noche de Carnavales, la de aquella maqueta con dos hombres robustos reparando el barco vikingo. Eran Iago y su hijo.
—¿Y qué pasó después? —me obligué a preguntarle.
—Tenía una pequeña embarcación y me limitaba a pescar para sobrevivir.
Como el pescador del blues de tu móvil, pensé.
—Aquel territorio nunca estuvo demasiado poblado, ideal para un cascarrabias solitario como yo. Te diría que fui feliz, que me sentí libre del yugo de los problemas familiares, que no necesitaba nada más, pero estaría faltando a la verdad, y para eso ya están los historiadores.
—Voy a fingir que no he escuchado eso último —le contesté como un resorte, torciendo el gesto.
—Pasa unos años conmigo y acabarás cualquier conversación con esa muletilla —me dijo, sin un atisbo de ironía en su voz—. Como te estaba contando, aquella soledad tan absoluta tampoco me hizo ningún bien. Pese a que no tenía apenas contacto con nadie, terminé por contagiarme del «mal irlandés»: acababa como una cuba gracias a aquel maldito whiskey que destilaban los monjes franciscanos en una abadía cercana bordeando la costa, en Timoleague. Ahora tengo el récord mundial de permanencia sin probar una copa: casi cuatro siglos y subiendo.
—Pero te he visto beber muchas veces —dije sin comprender.
—No, me habrás visto cómo me llevo una copa o un vaso a los labios, pero nunca bebo. No suelo rechazar ningún ofrecimiento. La mayoría de la gente tiende a ser insistente si te niegas, pero no se fija en si ingieres el alcohol o no cuando dices que sí a la primera.
—¿Y qué pasaría si aceptaras?
Se encogió de hombros y sonrió, aunque no parecía feliz.
—Imagino que si tomara una copa un día normal no pasaría nada, pero si lo hiciera un día en que estoy alterado, pongamos ayer, y me gustase esa sensación de no pensar en nada…, quién sabe, me habría bebido hasta el agua de los floreros, y tal vez habría hablado en varias lenguas, o habría vuelto a tener lagunas de memoria. Lo cierto es que empezaron en aquella época, imagino que el whiskey irlandés fue el detonante.
—¿Qué ocurrió entonces, en Irlanda?
—Que mi padre, Nagorno y Lyra volvieron a buscarme, después de inquietarse tras esperar durante muchos solsticios sin que yo apareciera. Por lo visto, me encontraron en prisión en un estado deplorable. Me han contado que los franciscanos, los únicos vecinos con quienes mantenía algún tipo de contacto, se toparon un día conmigo junto al monasterio, hablando alguna lengua muerta. Al principio pensaron que era un caso de posesión, pero las autoridades inglesas se enteraron y me pusieron bajo custodia. Imagino que me metí sin quererlo en medio de una guerra de religiones. El caso es que no pude recomponer una excusa creíble acerca de quién era y de dónde había venido. Mi familia escuchó la historia en una taberna de Cork, después de buscar por todo el condado, y me liberaron. Nagorno y Lyra se…, ejem…, se encargaron por la vía rápida.
—Quién iba a decirme que eras un exalcohólico —murmuré, tratando de mascar aquella indigesta historia.
—A mi edad eres casi todos los ex que se te puedan ocurrir, créeme.
—¿Y qué hacía el resto de tu familia por aquella época? —dije, en un intento de desviar el tema.
—A primeros del siglo XVII Nagorno se había civilizado un poco, y le tomó el gusto a la vida cortesana de Europa, así que recorrió junto con Lyra las cortes francesa, española e italiana durante casi dos siglos. Prefiero no contarte sus intrigas palaciegas y los desaguisados que dejaron a su paso. Cambiaban a menudo de identidad, pero eran hábiles y nadie les siguió la pista.
—¿No tendrían nada que ver con el conde de San Germain, verdad?
Había leído la historia de aquel noble que afirmaba ser inmortal en alguna revista esotérica de la consulta de mi dentista.
—No, no fue mi hermano. Por lo que sé, el presunto conde solo fue un intrigante y un charlatán. Nagorno jamás se dará a conocer frente a la gente efímera, como él os llama. Os desprecia demasiado, le gusta la exclusividad de su condición. Cuando nació formaba parte de la élite guerrera de su pueblo. Era, por así decirlo, de sangre azul, la nobleza a caballo escita, así que su condición natural es sentirse superior. De hecho, ese es el único motivo por el que siempre vuelve con la familia: solo sabe relacionarse de igual a igual con nosotros. Siento ser tan crudo, pero prefiero advertirte antes. Si te parece, vamos a dar a conocer nuestra relación. Estoy cansado de escondernos, y la gente ya ha murmurado todo lo que tenía que murmurar, pero creo que será más seguro que se lo digamos antes a mi familia.
Asentí con la cabeza, no podía estar más de acuerdo.
—Aun así, debemos tener cuidado con las reacciones de mi hermano, no le hará gracia que sepas nuestro secreto. Tampoco le hará gracia que tú y yo estemos juntos. Se cansó pronto de perseguirte, o tal vez vio con claridad que lo que ocurría entre nosotros era una conexión demasiado fuerte. El caso es que supo retirarse a tiempo. De todos modos, tendremos que estar atentos.
Tragué saliva y le hice un gesto para confirmarle que había entendido. No me gustaba el tono de preocupación que trataba de ocultar su voz.
—Simplemente te estoy advirtiendo, ¿vale? —dijo, dándome un beso en un intento vano de quitarle importancia al asunto.
—Pues creo que por hoy ya has cubierto el cupo de revelaciones —le contesté, tratando de que no se me notara el impacto que me habían provocado sus confidencias.
Encaminé nuestros pasos hacia el paso de cebra, sin soltarle de la mano.
—¿Seguro que estás bien? —insistió.
—Esto… Iago, una cosilla.
—Dime.
—Hagamos un pacto.
—Me encantan los pactos. Sobre todo si son contigo.
—Solo un esqueleto en el armario por día, ¿de acuerdo?
Creo que le hizo gracia, pero mantuvo el tipo.
—Nada me hace más feliz, créeme.
—Vamos a mi casa —dije, volviendo al presente—, tengo que cambiarme de ropa, y tenemos que pensar qué hacemos a partir de mañana.
—Tú deberías pedir la baja hasta que deje de dolerte la espalda, yo me ocuparé estos días.
—No deberíamos, vamos muy mal de tiempo.
—Puedo obligarte, soy tu jefe.
—Nunca has ejercido como tal, ¿vas a empezar ahora? —dije levantando una ceja.
—Sí, de hecho se me están ocurriendo varias ideas para aprovecharme de mi estatus contigo —me dijo ronroneando como un gato.
—No veo la hora de que cumplas con tu palabra —le dije llegando al portal.
—Será mejor que tu herida se cure pronto, tengo miedo de que se abra si haces algún movimiento brusco con la espalda. Esta noche volveré a ponerte aloe vera.
—¿Volveré?, ¿y eso cuándo ha ocurrido, si puede saberse? —pregunté sorprendida.
—Anoche caíste fulminada en mi cama, pero te apliqué un poco de aloe para que cicatrizase antes ¿no te molesta que lo hiciese, verdad?
—No, supongo que no —Iago captó la duda en mi voz.
—¿Supones?
—Es solo que no estoy acostumbrada a que me curen —dije mientras subíamos en el ascensor. Coincidimos con una pareja, al otro lado del espejo. Un tío alto de ojos líquidos que besaba con maestría a una chica muy afortunada de pelo castaño. Yo creo que eran felices.
Sí, lo eran.
Entonces.
Aún no sabían lo que estaba por llegar.
—Ya me lo dijiste ayer, aunque no te acuerdes, pero ya no hay necesidad. Me gustaría pasar estas primeras noches contigo, por si tienes dolores, y para ayudarte con el día a día.
Me negué varias veces, esgrimiendo varios argumentos, a cual más peregrino, hasta que dejé que me convenciera.
Qué incauto.
Le habría dicho que sí aunque no hubiera insistido tanto.