36

Lunes, 4 de junio

Debo reconocerlo, durante el delirante relato de Iago se me habían ido encendiendo unos cuantos pilotos rojos. El primero: Escitia, la supuesta patria de Jairo. Cuando Iago lo mencionó me vinieron a la cabeza el reloj, la aldaba, la placa de la yegua… todo aquello era arte escita. Lo había estudiado en su momento, pero digamos que la Edad del Bronce en las estepas euroasiáticas no era el tema estrella durante la carrera. El segundo: la propia edad de Iago. ¿Por qué 10.310 años, y Héctor 28.000? Yo sabía que el gen OCA2 provocaba los ojos azules y que esa mutación comenzó precisamente hacía diez milenios. En el 2008 se había publicado el estudio el «Human Genetics», y estaba claro que Iago lo conocía, pero desde luego, era un genio improvisando. No había fisuras en su historia, ningún anacronismo en los detalles. Como el hecho de que ellos nunca tomaban café con leche, pero sí Kyra. Había otros más fáciles: la coincidencia de los apellidos «del Castillo», o «del Castro», simplemente podían haber sido los disparadores creativos de una historia inventada sobre la marcha. Aunque, ¿qué mente podría haber hilado treinta milenios de historia familiar? Solo conocía una, y ese era el cerebro enciclopédico de Iago del Castillo.

Pero una cosa es que Iago fuese una máquina —que lo era—, y que no hubiera manera de pillarle fuera de juego —que también—, pero otra muy distinta, que me viniese con el cuento de que nació en la Prehistoria. Nunca me gustaron los juegos mentales retorcidos.

Estaba enfadada, pero sobre todo muy preocupada por Iago. ¿Estaba tratando con un embustero, o con un enfermo?

El lunes siguiente a primera hora me planté directamente en el despacho de Héctor. Subí de dos en dos los escalones, como el día que llegué al MAC por primera vez. Ahora era distinto. Ahora sabía demasiado, o demasiado poco. Un equilibrio imposible de retomar, en todo caso. Tomé aire y llamé con los nudillos a la puerta, mientras la voz cálida de Héctor me invitaba a entrar.

—Pasa, Adriana. Te estaba esperando —lo encontré tomando sus inseparables frutos secos. Me indicó con un gesto que me sentara en el mullido sofá y se colocó a mi lado.

—Me imagino que no has dormido muy bien las últimas dos noches —dijo mientras me ofrecía unas avellanas—. He hablado con Iago, estoy enterado de lo que pasó el viernes.

—Entonces espero que me digas algo así como que a tu hermano se le olvidó la medicación.

Ignoró mi pregunta con una tranquilidad pasmosa.

—Dime, Adriana. Ahora mismo, ¿qué piensas que ocurre con Iago para que te haya contado esa historia?

—He vuelto a una de mis primeras hipótesis: un tumor cerebral. Explicaría sus crisis de amnesia y las ideas delirantes que tuve que escuchar. También explicaría que estéis investigando los telómeros. Por lo que pude averiguar, tiene relación con el cáncer. Creo que Iago está en la fase de negación de su enfermedad y tal vez que vosotros le estáis siguiendo la corriente.

Héctor me escuchaba con cara de infinita paciencia, y me hizo un ademán para que continuase. ¿Qué tenía aquel hombre para que siempre me sintiera en confianza con él?

—Necesito que me lo aclares. A estas alturas no voy a disimular delante de ti mis… —sentimientos, iba a decir—, mi preocupación por Iago. Dímelo con sinceridad, ¿está enfermo?

—No, no está enfermo. Entiendo que esa explicación te satisfaga más, pero el cerebro de Iago funciona perfectamente, excepto por los lapsos de memoria, pero tarde o temprano aprenderá a controlarlos. Aunque el otro día no se comportó precisamente de manera lúcida contigo. Tienes la rara habilidad o el dudoso mérito, según se mire, de alterar a un hombre que ya no se alteraba por nada. Mi hijo llevaba mucho tiempo siendo un autómata, al menos ahora siente y padece, aunque no sé si alegrarme porque no tengo nada claro cómo va a acabar esto, pero en todo caso tú has sido el agente catalizador. Además —dijo cambiando de tercio—, tu teoría no explicaría que me vieras con barba en una foto de hace cuarenta años, ¿verdad?

—Sí, ahí es donde mi teoría se queda un poco corta y me viene una migraña que no me deja discurrir más —tuve que reconocer—. Por eso he venido a hablar contigo. Te tengo por un hombre sensato…

—En eso llevas razón. La sensatez es lo que me ha mantenido vivo tanto tiempo —me interrumpió.

—Decía… —continué cada vez más nerviosa—, que he recurrido a ti porque necesito que pongas un poco de sentido común a todo este asunto. Necesito que desmientas todo lo que me ha dicho Iago. Si no queréis darme los motivos ni aclararme lo que escuché, lo entenderé. En realidad era una conversación privada entre vosotros, no tengo ningún derecho a exigiros explicaciones, pero entiende que lo que me contó Iago me ha alterado demasiado. Dime que lo olvide todo, que es una mentira que se inventó para salir del paso y yo intentaré seguir adelante como si nada hubiera pasado.

—No voy a desmentir nada. Y no te engañes, no vas a olvidar en toda tu vida lo que Iago te contó la tarde del viernes.

Entonces está decidido, pensé. Era una de las posibles opciones con las que había contado: que siguiera con la farsa de Iago. La menos deseable de todas, pero la tenía prevista también.

Héctor apoyó la cabeza en el respaldo el sofá sin inmutarse, mientras apuraba el vaso de agua.

—Y eso nos lleva a tu decisión de dejarnos, ¿verdad?

—¿Cómo sabías que venía a presentar mi dimisión? —le miré sorprendida.

—Porque llevas toda la vida huyendo de tus problemas, y ahora no vas a ser capaz de cambiar de pauta —dijo mientras se encogía de hombros.

—No se te ocurra psicoanalizarme, Héctor —salté—. He venido a ti en busca de apoyo, no quiero limitarme a repetir la escena del viernes con Iago.

—En eso tienes razón, estaba defendiendo a mi hijo y he perdido la perspectiva. Te ruego que me perdones si no te lo estoy poniendo más fácil, pero es que me encantaría que por un solo momento, pudieras verte a ti misma desde mi punto de vista. ¿Sabes?, he meditado mucho acerca de lo que va a pasar entre Iago y tú. Si ahora acepto tu renuncia, seguirás tu camino como arqueóloga, pero no habrá ni un solo día en el que te dejes de preguntar por la edad real de Iago. Investigarás, te obsesionarás, buscarás pistas…, y te aseguro que todos esos años no nos encontrarás, nos ocuparemos de ello. El mundo todavía es un lugar amplio y tenemos recursos de sobra para desaparecer de tu radio de acción durante el resto de tu vida. Pero puede que dentro de cincuenta años llegue un joven con el nombre de… —¿qué letra le tocaría a Iago? La «T»—, con el nombre de Tasio, y se plantará en tu puerta y le dirá a la anciana en la que te has convertido: «¿Ahora me crees?».

La película pasó delante de mis ojos con el formato de una pesadilla. Mi yo arrugado abriéndole la puerta a un Iago con las hechuras de Dorian Gray. Vi la escena en mi cabeza y me entró un escalofrío. La deseché inmediatamente, por suerte eso nunca ocurriría.

—Mira, Adriana —continuó—, una de las primeras renuncias a las que tuve que obligarme para sobrevivir fue la de no intervenir. En las disputas tribales, en los juegos de poder, incluso en las pequeñas riñas familiares. Estoy acostumbrado a no meterme en los asuntos de Iago, y él a que yo no lo haga, pero en esta historia están sobrando las posturas inflexibles. Hoy voy a cederte algo, y confío en que lo sepas apreciar en su justa medida. No quisiera separarme de él durante mucho tiempo, así que espero que lo examines, saques tus conclusiones, y me lo devuelvas.

Se sacó la mano del bolsillo y me tendió una pequeña pieza de lo que parecía ser hueso, tal vez de defensa de mamut. Era una pequeña estatuilla con la forma de un bisonte. Pero lo inaudito de la figura es que era doble. Mirada de frente se veía un bisonte lamiéndose el lomo, pero si se miraba desde arriba, se veía la cabeza de un hombre de barba larga, hábilmente integrado en los lomos del animal en una transición perfecta.

No pude evitar acercarme a la pieza para verla mejor. La observé con detenimiento y levanté con recelo la cabeza hacia él.

—¿Qué es esto, Héctor?

—Mi amuleto, mi ancla para recordarme mi primera vida cuando todo el paisaje a espaldas de este edificio estaba helado. Sé que eso no te dice nada, así que utilizaré tus palabras: es una figura de arte mobiliar, corresponde al periodo Gravetiense, hace unos 25.000 años. No fue tallado en la península, pero en aquella época, como sabes, eran muy frecuentes los intercambios de presentes entre clanes y los objetos recorrían largas distancias. A este lado de La Gran Cresta, lo que ahora llamamos Pirineos, no había ningún taller que hiciera nada parecido. Por eso nunca habéis encontrado estatuillas de Venus en la península. Nunca llegaron aquí, pero por Europa circulaban mucho este tipo de objetos. El bisonte es un obsequio de un buen amigo que supo entenderme cuando todo era miedo y desconfianza a mi alrededor. La enseñanza es que todo lo que ves puede tener una doble lectura. Dime, ¿es un bisonte, o un hombre sabio? En realidad representa las dos cosas, pero lo que cambia es el punto de vista desde donde lo mires. Así pues, ¿qué crees que somos nosotros, Adriana? ¿Una familia que engaña a su entorno, o una familia que sobrevive e intenta encajar pese a sus circunstancias? Somos ambas realidades. Hombre y bestia. Civilización e instinto. Ambas.

Me tendió la pieza y sentí un respeto reverencial al tomarla en mis manos. Intenté controlar el temblor, no estaba acostumbrada al tacto liso del marfil. Los arqueólogos siempre manipulábamos las piezas antiguas con guantes de látex para no contaminarlas, pero Héctor se la había sacado del bolsillo, y en su despacho no había ninguna caja de guantes, así que pensé que solo sería un pequeño sacrilegio, aunque en cualquiera de los yacimientos en los que trabajé me habrían llamado la atención por faltas menos graves que aquella.

—Héctor, si la pieza es auténtica, es el descubrimiento de la década —dije en un hilo de voz. Me faltaba aire.

—Como mínimo —convino él.

—¿Por qué no está expuesta? No lo entiendo, con esta pieza podríamos atraer la atención de la arqueología mundial.

—Precisamente por eso.

Cuanto más examinaba el bisonte, más auténtico me parecía, pese a la novedad que representaba el hombre tallado en su lomo.

—Adriana, que no se hayan encontrado antes piezas con figuras híbridas de hombre y animal no significa que ese arte no haya existido, tan solo que ninguna se quedó en lugares que hoy son yacimientos. Dime, ¿a qué jugabas de pequeña?

Me volví a sentar en el sofá con el bisonte entre las manos, sin dejar de darle vueltas y rozarlo como a una lámpara mágica.

—A los cromos, a la comba, a la Nancy y a las Barriguitas —respondí distraída—, o pintábamos una rayuela con tiza en la acera y saltábamos sobre los números.

—¿Te queda algo de eso, en tu casa, o en tu habitación?

—La verdad es que no sé dónde se fueron quedando. Imagino que algunos juguetes se estropearon y se tiraron. No lo sé, Héctor. Nadie guarda todo lo que ha usado a lo largo de su vida.

—¿Y eso quiere decir que de pequeña no jugaste a nada, que esos juegos no existieron, peor aún, que no hubo cultura del juego entre los niños de los años ochenta en la Península Ibérica? Solo porque en tu actual casa no quede ni rastro de aquella etapa, o porque no vas a ser enterrada con todos aquellos objetos, ¿significan que no existieron?

—Por supuesto que no.

—Pues deja de pensar que si no está en un yacimiento no existió —concluyó secamente—. Es increíble la falta de imaginación y de sentido artístico que estáis demostrando los arqueólogos. Iago y yo estamos cansados de que nos representéis con retales de pieles como si fuésemos harapientos. ¡Por favor, teníamos sentido de la estética!, o la misma coquetería que ahora me hace combinar esta corbata azul con la camisa gris. En todo el mundo habitado, ¿cuándo dos tribus o dos clanes han vestido igual, aquí y en Egipto, en Alemania y en Irlanda? ¿De qué os sirve hacer tesis doctorales acerca de la etnicidad si luego no lo aplicáis? El Auriñaciense supuso milenios de arte en toda Europa, no nos quedamos solo en lo que pintamos en las cuevas o en las siluetas que grabábamos en los propulsores. Déjame contarte que cuando recorría este continente, los clanes eran identificables por sus plumas, por sus peinados, por sus tatuajes y pinturas corporales, o por sus abalorios. Como cualquier tribu africana o australiana de hoy, o como los nativos americanos antes de que casi los exterminasen. Al igual que ellos, algunos íbamos con calzas, otros con capas cortas, botas, sombreros… ¿De qué os sirve encontrar en el yacimiento de Sungir cuentas de marfil cosidas a las ropas, cintas alrededor del pelo y de la frente, dientes de zorro ártico en los cinturones, si no es para concluir que en la Rusia de hace 25.000 años ya había estatus y jerarquía? Aún seguís debatiéndolo, pese a que tenéis ya pruebas. Os cuesta tanto a los científicos de este siglo redefinir vuestras posturas…

—Vale, vale —le paré con la mano libre—, ya lo he captado. Mira, ahora no soy capaz de concentrarme en otra cosa que no sea esta pieza. Déjamela para que la analice, por favor.

—De acuerdo. Baja al Laboratorio de Restauración, si quieres —dijo, lanzándome la llave—. Kyra está con su hermano y los becarios en el BACus. Tienes un par de horas para ti, luego me la devuelves. Procura que nadie te vea.