Día de Venus, vigésimo del mes de Vath
Viernes, 1 de junio
Es sabido que a veces pequeños actos inconexos en distintos lugares del planeta se alían sin un objetivo común aparente, pero acaban dando paso a acontecimientos irreversibles.
Aquel viernes, primero de junio, una anciana pidió ayuda a su nieto para darle una sorpresa a una antigua alumna a cuatrocientos kilómetros de su residencia y el adolescente le envió un correo por ordenador con una antigua foto escaneada. La destinataria de aquel email accedió al contenido del mensaje justo en el momento en que yo abría la puerta de su despacho.
Me había decidido, estaba cansado de noches infames sin pegar ojo, tal y como había vaticinado Jairo, con precisión de oráculo. Entré a puerta gayola en su despacho, descerrajándole mis exigencias a quemarropa:
—Adriana, tienes que decirme lo que te pasa conmigo. Me llevas loco.
Pero cuando la vi, supe que algo grave había pasado. Su rostro estaba blanco, como si la sangre de sus mejillas hubiera huido a algún lugar lejano. Me miró con una cara que no fui capaz de descifrar. Tal vez espanto, o puede que terror. Tenía los párpados exageradamente abiertos, los músculos paralizados. Creo incluso que intentó hablar, pero no le salieron las palabras. Su mirada se mantenía fija en el portátil abierto. Luego se dio cuenta de mi presencia, y volvió a mirar la pantalla del ordenador. Cerré la puerta detrás de mí por instinto y me aproximé a ella. Por instinto también, bajé la voz.
—¿Qué pasa, Adriana? Me estás mirando como si fuera un fantasma.
Pero ella continuó inmóvil en el mismo estado.
—¿Me escuchas? —insistí mientras me acercaba—. Me estás preocupando.
Entonces Dana alzó la mano para impedirme que avanzara más.
—Es que estoy viendo algo que es imposible, y aun así, lo tengo delante de mis narices —dijo con voz mecánica, como si le costase engarzar las sílabas.
No, por favor. No, por favor. No, por favor, le rogué al primer dios que recordé en aquellos momentos. No me hizo caso, como de costumbre.
—Adriana, explícate —le pedí, cada vez más alterado—. Me estás poniendo nervioso.
—No te acerques —dijo, girando hacia mí la pantalla del ordenador—. Iago, esto me lo tienes que aclarar.
En el portátil pude ver una foto escaneada de mala calidad, algo descolorida, donde un grupo de personas charlaban durante lo que parecía ser algún tipo de celebración.
—¿Qué es esa foto? —le pregunté, intentando aparentar una tranquilidad que no sentía.
—Es la fiesta de Santo Tomás de Aquino, en la Universidad Complutense. Me la ha enviado una profesora jubilada. Mi mentora, en realidad.
Sabía dónde iba a acabar aquella conversación, pero le pedí que continuara.
—Iago, esta foto está tomada el 29 de enero de 1978. Necesito que me expliques qué hacen Héctor y Kyra discutiendo al fondo de la imagen.
—Baja la voz, por favor. Esto no puede salir de aquí —susurré—. ¿Por qué crees que son Héctor y Kyra?
—¡Iago, no me trates de imbécil! Kyra tiene en la parte izquierda de su rostro varias marcas, una especie de lunares, como si fuera una constelación.
La constelación de Lyra, pensé derrotado.
—Mira la imagen ampliada —me ordenó, casi temblando—: Es ella. No es nadie parecido, Iago. Es ella, y Héctor también. En la foto lleva barba, pero es él.
—Adriana, tienes que borrar esa foto —dije, echando mano de la poca autoridad que me quedaba en aquellos momentos—, y también tienes que decirme cómo se llama la mujer que te la ha enviado.
—No, ni lo sueñes —se negó, cerrando de un golpe la tapa del portátil—. O me cuentas de una vez lo que está pasando o te juro que esto no se queda aquí.
—Esa foto no ha llegado a ti por casualidad, ¿nos has investigado?
—¿Quieres dejar de hacerme preguntas y contestar las mías, por una vez? —me gritó fuera de control, levantándose de su silla. Asumí que era un sí.
—Vale, tranquila. Escucha, no podemos hablar de esto aquí. Ven a mi casa —se me ocurrió sobre la marcha—. Vayámonos ahora, y te prometo que te lo voy a contar todo, pero necesito que me digas de dónde has sacado esa foto.
—De acuerdo —cedió ella—, pero solo si tú también hablas.
—Así lo haremos, entonces. Llévate el portátil, nos vamos ya —dije cerrando con llave su despacho.
Durante el trayecto del MAC a Santander, uno de los más duros de mi vida —y eso es mucho decir—, tuve que decidir cuánto diría y cuánto callaría. Era consciente de que Adriana estaba en estado de shock, y pese a ello, iba a necesitar saber qué le había impulsado a investigarnos.
Cuando llegamos por fin a mi casa, nos descalzamos y le serví en silencio unos cuantos aperitivos que improvisé —salmón, paté, frutos secos—. Después se sentó en su lado preferido del sofá. Yo me quedé de pie, dando vueltas por la moqueta intentando pensar con claridad. Por fin me decidí.
—Adriana, lo que voy a hacer a continuación no lo he hecho en mi vida, así que no tengo ni idea de cómo va a salir. Pero antes debo pedirte algo, y es que, pase lo que pase, me creas o no me creas, nunca debes hablar de esto con nadie, ni ahora, ni dentro de cincuenta años, ni en el momento de tu muerte. Necesito tu palabra.
Dana se dio cuenta de que le hablaba en serio. Asintió sin abrir la boca, mientras se recogía el pelo en una coleta y se la soltaba de nuevo en un gesto mecánico que ni ella misma registró.
—Mi familia tampoco debería enterarse, sobre todo Jairo. No sé muy bien cómo voy a manejar esto —pensé en voz alta, mientras daba vueltas frente a ella como un felino en celo.
—El esfuerzo que te voy a exigir es muy grande, y soy consciente de ello —continué—. Pero tengo miedo de que salgas corriendo en cuanto yo hable, por eso necesito antes que me cuentes qué ocurrió para que te pusieras a investigarnos. ¿Qué viste, qué encontraste?
—En realidad fue algo que escuché —reconoció, no muy segura de sus palabras.
¿Algo que escuchó? Siempre tuvimos cuidado de hablar a solas de nuestros asuntos. Tantas y tantas veces nuestra vida dependió de aquello, que la discreción era una segunda naturaleza.
—Explícate, por favor —le rogué.
—Os escuché en el laboratorio, en algún tipo de habitación que Kyra tiene a continuación de su despacho, aunque no se puede acceder desde las escaleras del sótano.
—¿Cómo accediste entonces?
—Desde el armario de mi despacho.
—¿Cómo dices?
—El armario de mi despacho tiene un fondo falso, en realidad da paso a un túnel vertical con escaleras, creo que de la época en que se construyó la antigua casa de indianos. El caso es que el fondo del armario cedió por el peso de mis libros, y se me coló un manual, la «Prehistoria de Europa» de Cunliffe.
—Yo también habría corrido tras él —tuve que admitir.
Desconocía que el edificio tuviera ningún túnel o galería secreta, Nagorno jamás nos comentó nada, pero aparqué el asunto para más tarde porque necesitaba centrarme en lo que tenía delante.
—Continúa, por favor —le insté con la mano.
—El caso es que bajé varios metros por el túnel y escuché voces. Entonces fue cuando me di cuenta de que erais vosotros.
—¿Y qué oíste exactamente?
—Que Héctor os llamaba hijos a ti y a Kyra, y que tú y ella os tratabais de hermanos. También algo de los telómeros y la Corporación Kronon y toda aquella locura de que Héctor y Kyra dieron clase en la Complutense durante los años setenta. Y, por favor, explícame de una vez lo que es la «te-o-efe», porque no he encontrado nada al respecto.
—Ni lo encontrarás —dije para mí, completamente desmoralizado.
Era peor de lo que esperaba, había escuchado demasiado. No había ninguna parte que omitir. No con Dana, llegaría hasta el final con sus preguntas.
—Bueno, ¿y qué demonios es? —insistió.
Lo dicho.
—Antes debes contarme cómo acabó esa foto en tu portátil.
—Supongo que si hemos llegado a este punto, habrá que enseñar todas las cartas.
—Por favor —le apremié.
—De acuerdo —musitó, como si le avergonzara su confesión—. Lo primero que hice fue buscar en la bases de datos de tesis de nuestra Intranet y en revistas de Biotecnología y de Genética todo lo referente a la Corporación Kronon y a los telómeros. Por lo que he deducido, todo tiene que ver con la investigación del cáncer. Aún no tengo una teoría clara al respecto, salvo que tus crisis de amnesia sean debidas a algún tumor cerebral, y que estéis buscando por vuestra cuenta una cura al cáncer que tú supuestamente tendrías.
Me miró de reojo mientras lo decía, buscando mi confirmación, pero lo negué con la cabeza.
—Siento haberte preocupado con esa cuestión, y sobre todo, que me vieras en ese estado cuando volví de California, pero no te mentí cuando te dije que no tengo ninguna enfermedad asociada a mis amnesias. Más tarde lo entenderás pero, en todo caso, no estamos buscando la cura a ningún cáncer.
Debo admitir que me alegré por dentro cuando vi en su rostro que se quitaba un peso de encima al descartar un tumor. De alguna manera, Dana había estado preocupada por mí, y ese pensamiento, pese a ser egoísta, era lo que necesitaba en aquellos momentos.
—Continúa, ¿qué más buscaste?
—Cuando la semana siguiente te fuiste de congreso, no me cupo ninguna duda de que te ibas a San Francisco, tal y como Kyra había dicho aquel día de la escucha, así que me lié la manta a la cabeza y me fui a la Complutense a investigar. Lo primero que hice fue entrar en la Secretaría de la Facultad de Biología. Le dije a la funcionaria más antigua que encontré que era de la Asociación de Antiguos Alumnos, y que estábamos recuperando las orlas de algunas promociones que nos faltaban. Buscó las de los años 76 al 79, y casualmente esos años habían desaparecido del archivo. Por cierto, a la funcionaria no le hizo ninguna gracia.
—Estupendo —murmuré.
—Así que pregunté por Héctor del Castillo y Kyra del Castro, aunque me imaginaba que no encontraría nada. Ella buscó entre documentos del personal, y por supuesto, no había ni rastro de esos nombres, pero encontró una Yra, un nombre extraño, desde luego, y también estaba lo del apellido.
—¿Qué pasa con el apellido?
—Yo le había dado muchas vueltas a una teoría loca, pero cuando me dijo que el apellido era Zelaya, le pregunté si había algún otro profesor cuyo apellido también comenzase por Z. Y lo había: era su marido, el profesor Víctor Zeidan. Le pedí alguna foto, pero las carpetas con sus datos personales y académicos estaban vacías. No pude sacar más de aquello. Pero la coincidencia de los nombres me dejó muy intrigada.
—¿Cuál era esa teoría? —si la había adivinado, era la primera persona en dos mil años que lo había hecho, desde que imitamos la costumbre de Lyra de usar el alfabeto latino en cada cambio de identidad. Aquello nos permitió localizarnos los unos a los otros con mayor facilidad.
—Verás, siempre me pareció muy curioso lo de tus iniciales y tus hermanos. Héctor, Iago y Jairo del Castillo: H. C., I. C., y J. C., vuestros nombres siguen un orden alfabético. Después del día de la escucha, me di cuenta de que el de Kyra también lo seguía: K. C. No me digas que le doy demasiadas vueltas a la cabeza, siempre he tenido la costumbre de buscar acrónimos en las iniciales de la gente. En el colegio me llamaban «A. A. A.», por lo de Adriana Alameda Almenara. Supongo que aquello me marcó, aunque nunca me acomplejó. El caso es que cuando descubrí que esa coincidencia con las iniciales de los nombres y los apellidos se repitió también en la Complutense de los años setenta, me puse en contacto con mi mentora, Mercedes Poveda. Cuando hice la carrera en los años noventa ella era profesora emérita, y hemos mantenido la amistad desde entonces. Fui a visitarla a su casa. Está muy anciana, pero tiene una cabeza que ya la quisiéramos tú y yo con noventa años. De nuevo me tuve que inventar una historia para preguntarle por Yra Zelaya y su marido. Mercedes se acordaba de ellos, eran colegas de una amiga suya en la Facultad de Ciencias. De todos modos, me dio una descripción muy vaga: un hombre de unos cuarenta años por aquel entonces, moreno, casado con una chica rubia un poco más joven que él. Le pedí fotos, y estuvo buscando un buen rato en sus álbumes, pero no encontró nada.
—¿Y tú qué pensaste?
—No lo sé —dijo, sacudiendo la cabeza y mirando a la moqueta—, tal vez que esos profesores eran vuestros padres, y que vosotros cuatro sois hermanos. Yo qué sé, Iago. Nada encajaba. Cuando recibí la foto esta mañana, eso fue lo primero que pensé. Pero al ampliarla y ver las marcas de Kyra… No, no son vuestros padres. Tienes que entender que no tengo ni idea de lo que está pasando con vosotros, ni de qué va esto. No me pidas teorías, hay demasiados cabos sueltos que no que sé cómo explicar.
La miré y me di cuenta del peso que llevaba sobre sus hombros. Estaba seria, desencajada, y lo peor de todo: había una brecha enorme entre nosotros. Y allí delante tenía el motivo. No necesitaba preguntarle el porqué de la Noche de los Museos, ya tenía todas las respuestas a su comportamiento.
Así que me serví un vaso de agua y comencé. Por una vez, levanté las eternas barreras mentales que me imponía en cada conversación, me sacudí las capas y capas de engaños, disimulos, mentiras. Por una vez, dejé la autocensura a un lado y decidí contestar sin rodeos a todo lo que Dana me preguntase.
—Tu primera pregunta ha sido acerca de la T. O. F., así que voy a empezar por eso mismo. Son las iniciales de «The Old Family»: La Vieja Familia.
—Eso no me dice nada.
—Lo sé —dije apurando el vaso mientras seguí el vuelo de una gaviota a través del ventanal.
Me giré hacia ella, quería ver su cara cuando lo dijera:
—La Vieja Familia somos nosotros. Creemos que somos la familia viva más antigua del mundo. Héctor es nuestro padre, Kyra, Jairo y yo somos medio hermanos de distintas madres y distintas épocas.
—Te lo estaba preguntando en serio —dijo, torciendo el gesto.
—No bromeo.
—Eso no tiene ningún sentido, Héctor no tiene edad para ser vuestro padre.
—Héctor es el Decano de la Humanidad, que nosotros sepamos. Y tiene edad suficiente como para ser el padre de todo Homosapiens vivo que esté pisando ahora mismo este planeta. Tal vez lo sea.
—Iago, no te sigo, y mira que lo intento —se revolvió nerviosa.
—Creo que será mejor que me dejes contártelo todo sin hacer preguntas, así no vamos a acabar nunca, y créeme, con todo lo que tengo que decir, esto es literal.
—De acuerdo, te escucho.