Lunes, 30 de enero
Me había pasado las dos últimas semanas enfrascada en una mudanza que no me dio tiempo a acabar y por fin, entre llamadas incómodas de mi exnovio que no asumía mi marcha, cajas sin desembalar, y kilómetros desgastando neumáticos, había llegado el día del inicio de la nueva era. Aquella mañana me incorporaba oficialmente a la plantilla del MAC en calidad de conservadora jefe del Área de Prehistoria.
A primera hora había quedado con Iago del Castillo en la sala, así que le esperé mientras observaba las vitrinas. Bifaces, puntas de lanzas, alguna pieza dental… Material catalogado y expuesto que acabaría aprendiéndome de memoria. Aunque hubo algo que me llamó la atención: un ejemplar amarillento de una revista francesa. No era habitual ver papel expuesto en mi área, por muy envejecido que estuviese. Me acerqué para leer la placa: «Lagrotted’Altamira, Espagne. Meaculpad’unsceptique. L’Anthropologie, tome13, 1902». Intenté adivinar el contenido, pero en ese momento alguien habló a mi espalda.
—Así que Adriana, «la que vino del mar».
La voz me recorrió de arriba abajo, descargándome un trallazo de recuerdos difusos. Me tomé un momento y cogí aire antes de darme la vuelta. ¿De quién era aquella voz?, ¿la había escuchado antes de aquel día?
El dueño en cuestión tenía los mismos rasgos que Héctor, pero aparentaba treinta y cinco, tal vez alguno menos. Aparte de la diferencia de edad, era imposible pasar por alto el detalle que los diferenciaba: tenía los ojos de un azul tan claro que nunca antes lo había visto en un ser humano. En aquel momento me recordaron a los de un husky siberiano. Mis retinas archivaron un pelo oscurísimo, algo más largo y mucho más informal que el de Héctor. También era bastante más alto que él, casi metro noventa. Llevaba una bufanda larga de buena calidad sobre una camisa de cuello mao que le daba cierto toque bohemio.
Un hippy con estilo, pensé con mi cerebro de catalogadora.
Por lo demás, tenía esa misma presencia que llenaba la habitación y hacía que todas las conversaciones se volvieran intrascendentes. Sus facciones eran rotundas, casi diría que intimidantes, aunque el azul líquido de su mirada ayudaba mucho a diluir el efecto. No era estrictamente guapo, ni falta que le hacía, con esos ojos y ese cuerpo de atlante se lo podía permitir todo.
Yo por entonces no lo sabía —¿cómo podría siquiera haber pensado en eso?—, pero aquel extraño color de iris delataba su edad. La primera persona de ojos azules nació hace diez mil años debido a una mutación que, en principio, no aportaba ninguna ventaja evolutiva, y aun así tuvo éxito y se propagó por toda Europa. El hecho de tener ese color de ojos suponía que Iago no podía tener más de diez mil años, y también suponía que Héctor podía tener más, muchos más, como de hecho así era. Pero en aquellos primeros momentos no fue en su edad en lo que pensé.
—Vaya, ¿te sabes todo el santoral? —dije para obligarme a dejar de escrutarle.
—Qué va —dijo riéndose—. Pero me gusta saber lo que significan los nombres. Es importante, ¿no crees? Hay que cargar con ellos toda la vida.
—En mi caso, el significado es literal: mis padres se fueron de luna de miel en un crucero por el mar Adriático. ¿Has oído hablar de una serie de los años setenta llamada Vacaciones en el mar?
—LoveBoat, sí, mis padres hablaban de ella cuando era pequeño.
—Exacto, LoveBoat. Pues el barco de la serie, el Princesa del Pacífico, fue reconvertido en barco de recreo una década después.
—¿Me estás diciendo que fuiste engendrada en el barco de Vacaciones en el mar?
—En algún lugar indeterminado del Adriático, eso es —sonreí, satisfecha del efecto que le había causado mi pequeña anécdota vital. Me acerqué a él para saludarle—: Iago del Castillo, supongo. Eres igual que tu hermano. Tienes que estar cansado de oírlo.
¿Me estaba poniendo a flirtear con mi nuevo jefe? Por Dios, Dana, contente, me reprendí. No era mi estilo coquetear con mis superiores, y desde luego, no era mi intención cambiar mis buenas costumbres en el MAC. Me jugaba demasiado: mi nueva vida, mis planes de huida, resolver mis asuntillos familiares… Todo dependía de que me adaptase al museo. Así pues, me obligué a adoptar una postura más neutra y esperé a que fuese él quien diese el último paso. Iago me dio la mano con fuerza y los dos besos de rigor.
—Hoy comienza la exposición del poblado cántabro y tengo algunos flecos de última hora —dijo—. Si te parece bien, mañana nos reunimos a las ocho en mi despacho y te pongo al día de la programación de esta temporada. Vamos a tener que trabajar duro. Llevamos demasiados meses sin responsable.
—Lo sé, lo sé —le interrumpí para no seguir estudiando aquel color de ojos tan inusual—. Elisa me contó lo de mi predecesora.
En ese preciso momento entró mi amiga en la Sala de Prehistoria, acompañada de una chica más joven.
—Por cierto, Elisa —dijo Iago, girándose hacia ella y extendiéndole algo con aspecto de certificado oficial—, no te vas a creer lo que tengo en mis manos.
Se concentraron con gestiones del Área de Edad Contemporánea, del que mi amiga se encargaba, despachando sus asuntos a velocidad mareante.
Yo los observaba en silencio con curiosidad —tal vez más de la debida— mientras intercambiaban opiniones.
—De todos modos, no os demoréis demasiado —nos dijo a las tres cuando acabó con Elisa—, en una hora empezamos con la presentación, así que tenéis que estar a las diez en punto en la Sala Multimedia. Ahora he quedado con Héctor y Jairo para ir dando la bienvenida a las autoridades. Nos vemos allí.
Se dirigió hacia la puerta y se volvió hacia mí antes de desaparecer:
—Adriana, encantado de haberte conocido por fin.
—Lo mismo digo —le respondí.
Lo mismo digo, Iago.
En cuanto se fue, tan rápidamente como había llegado, Elisa dejó de guardar las formas y me abrazó hasta dejarme como el tubo de pasta de dientes de un soltero.
—¡Mira que ha pasado rápido el tiempo! Dime, ¿cuánto hace que no nos vemos…?, ¿dos años?
—Casi —tuve que reconocer—. No pude ir al bautizo del pequeño, ya lo siento, estaba en…
—En un yacimiento, ya lo sé —me cortó—. Tampoco pudiste ir al de Gabriela, pero no importa. ¿Te lo puedes creer? Tú y yo trabajando juntas en Santander.
La contemplé con una sonrisa: sus tres embarazos habían pasado factura en un cuerpo que ya de por sí tenía tendencia a las curvas. Ahora gastaba un flequillo con mechas claras que impedía una visibilidad mínimamente segura, tal vez quisiera parecerse a alguna actriz en blanco y negro, con sus ondas al agua y un guante siempre a punto de hacer un striptease.
Nos dedicamos un tiempo a los cumplidos, «fíjate, sigues estupenda», «el tiempo te trata muy bien» y demás variantes, hasta que recordamos que no estábamos solas.
—Por cierto, te presento a Chisca. Es estudiante de la Universidad de Cantabria, está con nosotros como becaria de mi área.
La chica llevaba los ojos saturados de rímel, la oreja taladrada de piercings, y mitones negros hasta los codos. Unas botas paramilitares con plataforma completaban su atuendo de gótica de manual. Me saludó con un gesto travieso y yo también le sonreí.
—Basta de cháchara, voy a enseñarte el museo —me dijo Elisa tirando de mi brazo.
—No te preocupes por eso, Héctor me hizo una visita guiada.
—Apuesto a que no te ha enseñado el bar de pinchos que han puesto en la planta baja. Se llama el BACus, y ha sido una revolución. Mucha gente de Santander y alrededores se acerca al museo solo por las rabas que ponen. Desde que lo abrieron, el personal del MAC no salimos de ahí.
Me dejé arrastrar por los pasillos mientras Elisa me ponía al día.
—Bueno, pues ya has conocido a Iago. Es como Héctor, pero a mil revoluciones por minuto, ¿verdad? —me dijo.
Asentí. Elisa y la becaria intercambiaron una mirada cómplice.
—Que no te despisten esos ojitos dulces —intervino Chisca—, a Iago no se le escapa nada, es una máquina.
—«La Máquina» —recalcó Elisa, acentuando todas las vocales—. Aunque él mismo coordina todas las áreas del museo, desde Prehistoria hasta Edad Contemporánea, te aseguro que nunca habla por hablar. Es bastante exigente, pero se aprende mucho con él. De hecho, le llamamos «la Iagopedia».
—¿La Iagopedia?
—Sí, es una enciclopedia andante —me aclaró, como si fuera lo más obvio del mundo.
—Vamos, Elisa —le insistió Chisca—, no escatimes información. Habrá que ponerla al día con la Santísima Trinidad.
—Los tres hermanos, imagino.
¿Quién si no?, pensé.
—Sí, verás: hay toda una mitología montada alrededor de ellos. Se dice que son hijos de un matrimonio de diplomáticos —dijo Elisa.
—Salva me contó que se lo preguntó a Héctor y que él se lo confirmó —apostilló la becaria.
—Salva no es una fuente fiable —dijo Elisa, descartando el dato—. Bueno, sigo: por lo visto, Héctor y Iago nacieron en Santander, aunque Jairo, el menor y el más rico de los tres, debo decir, nació en Londres.
—Yo he oído que en Singapur.
—Eso es nuevo, ¿cómo que en Singapur? —dijo Elisa, torciendo el gesto—. Bueno, es lo mismo. El caso es que Héctor y Iago estudiaron en las mejores universidades de Europa, mientras tanto, Jairo se dedicó a mantener y aumentar la fortuna familiar. Dicen que sus padres ya venían de familias acomodadas del norte. Hace unos años volvieron a Santander, Jairo compró y rehabilitó esta casona, que había mandado construir en 1908 un indiano muy poco conocido, el marqués de Mouro, cuando volvió de Cuba. Hay cierta leyenda negra en torno a él. Se creía que traficaba con bienes de las antiguas colonias, y toda la propiedad estuvo sometida a una vigilancia extrema por parte del gobernador de la época, aunque nunca se supo cómo entraba en Santander con toda la mercancía. Pero un día, el marqués simplemente desapareció. Encontraron el palacete vacío y ha estado deshabitado desde entonces. Volviendo a la Santísima Trinidad, los hermanos de Jairo sienten pasión por la Historia, así que están al frente del museo desde que hace cuatro años abrió sus puertas. Ellos mismos le ofrecieron a Luis Miguel Rivera la dirección del MAC, y él aceptó encantado. Es un puesto puramente decorativo, de relaciones públicas. Rivera era un político muy valorado aquí, en Cantabria, y por aquel entonces había anunciado que se retiraba de la política. Él sabe manejar las instituciones mejor que nadie, así que cumple su función a la perfección, y todos contentos. Ni a Héctor ni a Iago les gusta nada aparecer en los medios, son muy discretos. Creo que ellos prefieren concentrarse en sus salas y en sus piezas.
—Es decir, que el director es un hombre de paja —resumí. Elisa asintió con la cabeza.
—Qué aburrida eres, Elisa —le interrumpió Chisca—, vamos, cuéntale lo del veinticinco por ciento.
—Ya estamos otra vez —suspiró Elisa.
—Debe saberlo, tarde o temprano alguien le hará la pregunta —insistió.
—Pues dímelo tú, mujer —le atajé a la becaria—, ¿qué narices es eso del veinticinco por ciento?
—Verás, sobre todo la plantilla femenina del MAC está dividida en cuatro sectores. Un veinticinco por ciento, las que sienten debilidad por Héctor, otro veinticinco por ciento, las que prefieren a Iago, y otro, las que están coladas por Jairo.
—¿Y el último veinticinco por ciento?
—En ese entran las que no les importaría irse con cualquiera de los tres.
Me lo temía. En fin.
—Pues nada, me doy por enterada —les dije, encaminándome a la entrada del bar—. Y ahora, si os parece, ponedme al día de los pinchos.
De todos modos, tomé nota mentalmente de todas sus advertencias, y saqué mis propias conclusiones. Por lo visto, Héctor del Castillo era el alma del museo, Iago era el cerebro, y Jairo, el bolsillo.