Dieciséis

Hace años que no subo al piso de arriba —dijo Mariastella, abriendo la pesada puerta—. Me he instalado en la planta baja.

El comisario contempló las gruesas rejas de las ventanas. Las del piso de arriba estaban cerradas por unas persianas de color ya indefinible a las que faltaban muchos listones. El revoque estaba desconchado.

Mariastella se volvió.

—Si quiere entrar un momento…

Sus palabras eran una invitación, pero sus ojos decían todo lo contrario, decían: «Por el amor de Dios, vete, déjame sola y en paz».

—Gracias —dijo Montalbano.

Y entró. Cruzaron un espacioso vestíbulo desprovisto de adornos, «mal iluminado y desde el cual una escalinata ascendía a unas tinieblas todavía más densas. Se olía a polvo y abandono: un olor a cerrado y a moho». Mariastella le abrió la puerta del salón. «Estaba decorado con muebles pesados y revestido de cuero». La pesadilla que ya había vivido escuchando el relato de la señora Clementina se estaba volviendo cada vez más opresiva. En el interior de su cerebro, una voz desconocida le dijo: «Ahora busca el retrato». Obedeció. Miró a su alrededor y lo vio encima de una mesita, «en un marco patinado con adornos dorados, un retrato al pastel» de un hombre maduro con bigote.

—¿Éste es su padre? —preguntó, seguro de la respuesta y, al mismo tiempo, atemorizado.

—Sí —contestó Mariastella.

Y fue entonces cuando Montalbano comprendió que tenía que adentrarse todavía más en aquella inexplicable zona oscura situada entre la realidad y lo que su propia mente le iba sugiriendo, una realidad que se creaba mientras la pensaba. De pronto notó que tenía fiebre y que ésta le subía minuto a minuto. ¿Qué le estaba ocurriendo? No creía en las brujerías, pero en aquellos momentos necesitaba mucha confianza en la propia razón para no creer en ellas y mantener los pies en el suelo. Se dio cuenta de que estaba sudando.

Algunas veces, pero muy raramente, le había ocurrido encontrarse por primera vez en un lugar y experimentar la sensación de haber estado allí antes o de vivir situaciones vividas previamente. Pero esa vez se trataba de algo distinto. Las palabras que le venían a la mente no se las había dicho nadie, no las había pronunciado ninguna voz. No, a esas alturas ya estaba convencido de haberlas leído. Y aquellas palabras escritas le habían causado un impacto y quizá una turbación tan grandes que se le habían quedado grabadas en la memoria. Tras haberlas olvidado, en ese momento las estaba reviviendo en toda su violencia. Y, de pronto, lo comprendió. Lo comprendió, hundiéndose en una especie de temor como jamás había experimentado en su vida y jamás había imaginado poder experimentar. Había comprendido que estaba viviendo en el interior de un relato. Había sido transportado al interior de un relato de Faulkner leído muchos años atrás. ¿Cómo era posible? Pero no era el momento de buscar explicaciones. Lo único que podía hacer era seguir leyendo y viviendo el relato y llegar al terrible desenlace que ya conocía. No podía hacer nada más. Se levantó.

—Quisiera que me enseñara su casa.

Ella lo miró sorprendida y también un tanto molesta por aquella violencia a la cual el comisario la obligaba a someterse. Pero no tuvo el valor de decirle que no.

—Muy bien —dijo, levantándose con cierta dificultad.

Estaba empezando a experimentar el verdadero dolor de la caída. Levantando un hombro y sosteniéndose el brazo con la otra mano, indicó a Montalbano el camino hacia un largo pasillo. Abrió la primera puerta a la izquierda.

—Ésta es la cocina.

Muy grande y espaciosa, pero escasamente utilizada. En una pared colgaban ollas y cazuelas de cobre casi blancas a causa del polvo acumulado. Mariastella abrió la otra puerta.

—Esto es el comedor.

Muebles oscuros de nogal macizo. En los últimos treinta años se debía de haber utilizado una o dos veces como mucho. La puerta se volvió a cerrar.

Avanzaron unos pasos.

—Aquí a la izquierda está el cuarto de baño —dijo Mariastella.

Pero no lo abrió. Avanzó otros tres pasos y se detuvo delante de una puerta cerrada.

—Ésta es mi habitación, pero no está arreglada.

Se volvió hacia la puerta del otro lado.

—Ésta es la habitación de los invitados.

Abrió la puerta, extendió el brazo, encendió la luz y se apartó a un lado para que pasara el comisario. «Un lienzo fúnebre, ligero y acre como un sepulcro, parecía cubrir todos los objetos de aquella habitación…».

Y Montalbano vio en un instante lo que ya esperaba ver, «en una silla colgaba el traje cuidadosamente doblado: debajo, los dos mudos zapatos y los calcetines tirados a su lado».

Y sobre la cama, marrón a causa de la sangre cuajada, cuidadosamente envuelto en la bolsa de nailon todavía más cuidadosamente sellada con cinta adhesiva, «permanecía tendido él», Emanuele Gargano.

—Y ya no hay nada más que ver —dijo Mariastella Cosentino, apagando la luz de la habitación de los invitados y cerrando la puerta.

Se volvió para recorrer el pasillo en sentido contrario en dirección al salón, caminando con el cuerpo torcido mientras Montalbano permanecía de pie delante de la puerta cerrada sin poder moverse ni dar un solo paso. Mariastella no había visto al muerto. Para ella no existía, no estaba sobre aquella cama ensangrentada, lo había desplazado por completo. Tal como muchos años atrás había hecho con su padre. El comisario percibía en el interior de su cerebro el silbido de una especie de vendaval, su cabeza llena de viento se movía entre espacios llenos de viento, no lograba retener una frase, dos palabras que, colocadas la una detrás de la otra, tuvieran un significado cabal. Después oyó un quejido, una especie de mugido de animal herido. Consiguió dar un paso y librarse de la parálisis con una sacudida casi dolorosa y corrió al salón. Mariastella estaba sentada en un sillón con el rostro muy pálido, le temblaban los labios y se sostenía el hombro con una mano.

—¡Dios mío, qué daño me hace ahora!

—Voy a avisar a un médico —dijo Montalbano, aferrándose a aquel momento de normalidad.

—Llame al doctor La Spina —dijo Mariastella.

El comisario lo conocía, era un septuagenario retirado que sólo atendía a los amigos. Corrió al vestíbulo y vio la guía al lado del teléfono. Oyó que Mariastella seguía quejándose.

—¿Doctor La Spina? Soy Montalbano. ¿Conoce a la señorita Mariastella Cosentino?

—Pues claro, es una de mis pacientes. ¿Qué le ha pasado?

—La ha atropellado un coche. Le duele mucho un hombro.

—Voy enseguida.

Y fue aquí donde se le ocurrió la solución que tan desesperada y convulsamente buscaba.

—Óigame, doctor. Se lo pido bajo mi responsabilidad personal. Necesito, y ahora no me haga preguntas, que la señorita Mariastella duerma profundamente durante unas cuantas horas.

Colgó y respiró hondo tres o cuatro veces.

—Viene ahora mismo —dijo, entrando de nuevo en el salón y procurando adoptar una expresión lo más normal posible—. ¿Tanto le duele?

—Sí.

Cuando más tarde contó la historia, el comisario no consiguió recordar qué otras cosas se habían dicho. Quizá permanecieron en silencio. En cuanto oyó acercarse un coche, Montalbano se levantó y fue a abrir la puerta.

—Se lo ruego, doctor, atiéndala, haga todo lo que tenga que hacer, pero sobre todo procure que duerma profundamente. En el propio interés de la señorita.

El médico lo miró largo rato a los ojos y optó por no hacer preguntas.

Montalbano se quedó fuera, encendió un cigarrillo y empezó a pasear por la casa. Había oscurecido. Le vino a la mente el profesor Tommasino. ¿A qué olía la noche? Inspiró profundamente. Olía a fruta podrida, a cosas que se desintegraban.

El médico abandonó la casa al cabo de media hora.

—No tiene nada roto, dos fuertes contusiones en el hombro, que le he vendado, y en la cadera. La he convencido de que se acueste y he hecho lo que usted quería, ahora ya duerme y lo seguirá haciendo durante unas cuantas horas.

—Gracias, doctor La Spina. Y, por la molestia, quisiera…

—Déjelo correr, atiendo a Mariastella desde que era una chiquilla. Pero no me atrevo a dejarla sola, desearía llamar a una enfermera.

—Me quedo yo con ella, no se preocupe.

Se despidieron. El comisario esperó a que el vehículo se perdiera de vista, volvió a entrar en la casa y cerró la puerta. Llegaba a la parte más difícil, regresar voluntariamente a la pesadilla del relato, volver a convertirse en un personaje de éste. Pasó por delante de la habitación de Mariastella, la vio durmiendo en su cama bajo la colcha «de un color rosa desteñido, las lámparas con adornos de color rosa, el tocador, la delicada serie de cristales y los objetos…». Pero no era un sueño tranquilo, sus largos cabellos grises parecían moverse constantemente sobre la almohada. Decidió abrir la otra puerta, encendió la luz y entró. La envoltura de la cama brillaba a causa de los reflejos de la luz sobre el nailon. Se acercó y se inclinó a mirar. La camiseta de Emanuele Gargano estaba quemada a la altura del corazón, el orificio de entrada se veía con toda claridad. No se había suicidado, la pistola estaba cuidadosamente colocada en la otra mesilla. Mariastella lo había matado mientras dormía. En cambio, sobre la mesilla más cercana al muerto había un billetero y un Rolex. En el suelo, al lado de la cama, había una maletita abierta, y en su interior se veían unos disquetes de ordenador y unos papeles. La maletita de Pellegrino.

Tenía que dar ya por terminado en serio el relato. ¿«En la otra almohada se veía el hueco que deja una cabeza»? ¿Había, en la otra almohada, «un largo cabello de color de hierro»? Aguzó la vista. En la otra almohada no había ningún hueco, ningún cabello gris.

Respiró con alivio. Eso por lo menos se lo había ahorrado. Apagó la luz, salió, volvió a cerrar la puerta, regresó a la habitación de Mariastella, cogió una silla y se sentó a su lado. Una vez alguien le había dicho que el sueño provocado carecía de sueños. Pues entonces, ¿por qué aquel pobre cuerpo se agitaba y era traspasado de vez en cuando por unas violentas sacudidas como las causadas por una fuerte descarga eléctrica? Esa misma persona le había explicado que, cuando uno duerme, no puede llorar de verdad. Pues entonces, ¿por qué unas gruesas lágrimas resbalaban por el rostro de la mujer? ¿Qué sabían los científicos acerca de lo que podía ocurrir en el misterioso, indescifrable e indescriptible país de los sueños? Le cogió una mano entre las suyas. Ardía. Había sobrevalorado a Gargano, era un simple estafador, no había podido resistir el homicidio de Giacomo. Tras empujar el coche para hundirlo en el mar, cogió la maletita y corrió a llamar a la puerta de Mariastella, en la certeza de que ésta no diría nada y jamás lo traicionaría. Y Mariastella lo había acogido, consolado y albergado en su casa. Y después, tras haber conseguido que se durmiera, le había pegado un tiro. ¿Por celos? ¿Una enloquecida reacción a la revelación de las relaciones de su Emanuele con Giacomo? No, eso Mariastella jamás lo habría hecho. Entonces lo comprendió: lo había matado por amor, para ahorrar al único ser al que había amado verdaderamente en su vida el desprecio, la deshonra y la cárcel. No podía haber ninguna otra explicación. La parte más oscura (o la más clara) le sugirió una solución fácil. Coger la bolsa, colocarla en el maletero de su coche, dirigirse al mismo lugar en el que Giacomo había sido asesinado y arrojarla al mar. Nadie habría pensado en una implicación de Mariastella Cosentino. Y él se lo habría pasado bomba contemplando el rostro de Guarnotta cuando viera el cadáver de Gargano cuidadosamente envuelto en nailon: ¿por qué razón lo habría envuelto la mafia?, se preguntaría, estupefacto.

Pero él era un policía.

Se levantó, ya eran las ocho, y se dirigió al teléfono. Quizá Guarnotta aún estuviera en su despacho.

—¿Oiga, Guarnotta? Soy Montalbano.

Y le explicó lo que tendría que hacer. A continuación, regresó a la habitación de Mariastella, le enjugó el sudor de la frente con la punta de la sábana, se sentó y cogió de nuevo su mano entre las suyas.

Después, al cabo de no supo cuánto tiempo, oyó el rumor de unos coches. Abrió la puerta y salió al encuentro de Guarnotta.

—¿Has llamado a una enfermera y una ambulancia?

—Ya vienen.

—Ten cuidado que hay una maletita. Puede que consigas recuperar el dinero robado.

Durante el camino de vuelta a Marinella tuvo que detenerse un par de veces. No conseguía conducir, estaba agotado y no sólo físicamente. La segunda vez, bajó del coche. Ya era noche cerrada. Respiró hondo. Y entonces percibió que el olor de la noche había cambiado: era un perfume fresco y ligero, un perfume de hierba tierna, de verbena y albahaca. Se puso de nuevo en marcha agotado, pero aliviado. Entró en su casa y se quedó paralizado de golpe. Livia estaba en el centro de la sala, con el rostro enfurecido y los ojos ardientes de rabia. Sostenía en sus manos el jersey que él había olvidado enterrar. Montalbano abrió la boca, pero no le salió ningún sonido. Entonces vio que los brazos de Livia bajaban muy despacio y que su rostro cambiaba de expresión.

—Dios mío, Salvo, ¿qué tienes? ¿Qué te ha ocurrido?

Arrojó al suelo el jersey y corrió a abrazarlo.

—¿Qué te ha ocurrido, cariño? ¿Qué tienes?

Y lo abrazaba, desesperada y asustada.

Montalbano seguía sin poder hablar ni devolverle el abrazo. Sólo tuvo un pensamiento nítido y fuerte:

«Menos mal que está aquí».