Después de aquel pensamiento, apenas durmió. Se quedaba dormido y, antes de media hora, volvía a despertarse y su mente corría de inmediato a Mariastella Cosentino. Había conseguido hacerse una idea exacta de dos de los tres empleados de la «Rey Midas», a pesar de que a Giacomo sólo lo había visto muerto. A las siete se levantó, cogió la cinta que le habían preparado en Retelibera y la vio atentamente. Mariastella aparecía en ella dos veces con ocasión de la inauguración de la agencia de Vigàta, y ambas veces al lado de Gargano, a quien ella miraba con adoración. Por consiguiente, un auténtico flechazo que, con el tiempo, se iba a convertir en total y absoluto. Necesitaba hablar con la chica y tenía una buena excusa. Puesto que sus suposiciones estaban siendo confirmadas por los hechos, le preguntaría si, en los últimos tiempos, las relaciones entre Gargano y Pellegrino parecían tensas. En caso de que ella le dijera que sí, la suposición de que ambos habían acordado simular un distanciamiento resultaría ser acertada. Pero, antes de ir a verla, decidió averiguar algo más acerca de ella.
* * *
Llegó a la comisaría sobre las ocho y llamó inmediatamente a Fazio.
—Quiero noticias acerca de Mariastella Cosentino.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Fazio.
—¿Por qué te sorprendes?
—¡Pues claro que me sorprendo, dottore! ¡Ésa parece que esté viva, pero, en realidad, está muerta! ¿Qué quiere saber?
—Si en el pueblo circulan o han circulado rumores acerca de ella. Qué hacía o dónde trabajaba antes de que Gargano la contratara. Y qué tipo de personas eran su padre y su madre. Dónde vive y qué costumbres tiene. Sabemos, por ejemplo, que no tiene televisor, pero sí teléfono.
—¿De cuánto tiempo dispongo?
—Como máximo a las once me tienes que informar.
—Muy bien, dottore, pero usted me tiene que hacer un favor.
—Si puedo, con mucho gusto.
—Puede, dottore, vaya si puede.
Salió y regresó sosteniendo en sus brazos un quintal de papeles para firmar.
A las once en punto, Fazio llamó a la puerta y entró. El comisario lo recibió satisfecho: había conseguido firmar tres cuartas partes de los expedientes y tenía el brazo agarrotado.
—Coge los papeles y llévatelos.
—¿También los que no ha firmado?
—Ésos, también.
Fazio los cogió, se los llevó a su despacho y regresó.
—He averiguado pocas cosas —dijo, sentándose.
Se sacó del bolsillo una hoja de papel llena de una escritura muy apretada.
—Fazio, una advertencia. Te suplico que des la menor rienda posible a tu complejo de registro civil. Dime tan sólo lo más esencial, me importa un carajo saber en qué fecha exacta se casaron el padre y la madre de Mariastella Cosentino. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dijo Fazio, haciendo una mueca.
Leyó un par de veces la hoja, la dobló y se la volvió a guardar en el bolsillo.
—La señorita Cosentino tiene su edad, dottore. Nació aquí en febrero de mil novecientos cincuenta. Hija única. Su padre fue Angelo Cosentino, comerciante de maderas, persona honrada, apreciada y respetada. Pertenecía a una de las familias más antiguas de Vigàta. Cuando en el cuarenta y tres llegaron los americanos, lo nombraron alcalde. Y siguió siéndolo hasta el año mil novecientos cincuenta y cinco. Después ya no quiso seguir dedicándose a la política. La madre, Carmela Vasile-Cozzo…
—¿Cómo has dicho? —preguntó Montalbano, que hasta aquel momento había escuchado sin prestar demasiada atención.
—Vasile-Cozzo —repitió Fazio.
¿A que estaba emparentada con la señora Clementina Vasile-Cozzo? En caso afirmativo, todo resultaría mucho más fácil.
—Espera un momento —le dijo a Fazio—. Tengo que hacer una llamada.
La señora Clementina se alegró de oír la voz de Montalbano.
—¿Desde cuándo no viene a verme, malvado y más que malvado?
—Me tiene que perdonar, señora, pero el trabajo… Oiga, señora, ¿usted no sería, por casualidad, familiar de Carmela Vasile-Cozzo, la madre de la señorita Mariastella?
—Pues claro. Primas hermanas, hijas de dos hermanos. ¿Por qué me hace esta pregunta?
—Señora Clementina, ¿la molestaré si voy a verla?
—Usted sabe muy bien cuánto me complace verlo. Por desgracia, no puedo invitarlo a comer porque están mi hijo, su mujer y mi nieto. Pero, si quiere pasar sobre las cuatro de la tarde…
—Gracias. Hasta luego.
Colgó y miró a Fazio con expresión pensativa.
—¿Sabes qué te digo? Que ya no te necesito. Dime tan sólo si circulan rumores acerca de Mariastella.
—¿Qué rumores quiere usted que circulen? Excepto el hecho de que estaba locamente enamorada de Gargano. Pero también se dice que entre ellos no hubo nada concreto.
—Muy bien, puedes retirarte.
Fazio se retiró murmurando por lo bajo.
—¡Toda una mañana me ha hecho perder este hombre!
En la trattoria San Calogero comió con tanta desgana que hasta el propietario se dio cuenta.
—¿Qué ocurre, estamos preocupados?
—Un poco.
Salió y fue a dar un paseo por el muelle hasta que llegó a la altura del faro.
Se sentó en su roca de costumbre y encendió un cigarrillo. No quería pensar en nada, sólo quería permanecer allí, escuchando el susurro del mar entre las rocas. Pero los pensamientos surgen aunque tú hagas todo lo posible por alejarlos. El que se le ocurrió tenía que ver con el olivo silvestre derribado. El único refugio que le quedaba era aquella roca. Se encontraba al aire libre, pero, de repente, experimentó una curiosa sensación de falta de aire, como si el espacio de su existencia se hubiera encogido de golpe. Y de manera considerable.
La señora Clementina empezó a hablar cuando, sentados en el salón, ya se habían tomado el café.
—Mi prima Carmela se casó muy joven con Angelo Cosentino, que era muy culto, amable y considerado. Tuvieron una sola hija, Mariastella. Ha sido alumna mía y tiene un carácter un poco especial.
—¿En qué sentido?
—En el sentido de que era muy cerrada y reservada, casi arisca. Aparte, era también muy formalista. Se diplomó en Contabilidad en Montelusa. Creo que el hecho de haber perdido a su madre cuando sólo tenía quince años influyó muy negativamente en ella. A partir de aquel momento, se entregó a su padre. Ni siquiera salía de casa.
—Desde el punto de vista económico, ¿estaban en buena posición?
—No eran ricos, pero tampoco creo que fueran pobres. A los cinco años de la muerte de Carmela, murió también Angelo. Por consiguiente, Mariastella tenía veinte años y ya no era una chiquilla. Pero se comportó como si lo fuera.
—¿Qué hizo?
—Bueno, cuando me enteré de la muerte de Angelo, fui a ver a Mariastella. Conmigo había otras personas, hombres y mujeres. Mariastella nos salió al encuentro vestida como de costumbre, no se había puesto de luto ni siquiera cuando murió su madre. Yo, que era la pariente más próxima, la abracé y traté de consolarla. Ella se apartó de mí y me miró. «¿Quién ha muerto?», me preguntó. Me quedé helada, amigo mío. No quería convencerse de que su padre había muerto. La cosa duró…
—Tres días —dijo Montalbano.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó la señora Clementina Vasile-Cozzo, perpleja.
El comisario la miró, más perplejo que ella.
—¿Me creerá si le digo que no lo sé?
—Duró efectivamente tres días. Todos intentamos convencerla: el cura, el médico, yo, los de las pompas fúnebres. No hubo manera. El cadáver del pobre Angelo estaba allí en su cama, y Mariastella no quería entregarlo a los sepultureros. Entonces…
—… justo cuando ustedes ya habían decidido recurrir a la fuerza, cedió —dijo Montalbano.
—Bueno —dijo la señora Vasile-Cozzo—, si usted ya conoce la historia, ¿por qué quiere que yo se la vuelva a contar?
—Le aseguro que no la sé —dijo el comisario, sintiéndose un poco incómodo—. Pero es como si esta historia ya me la hubieran contado. Sólo que no consigo recordar cómo ni dónde ni por qué. ¿Quiere que hagamos un experimento? Si ahora yo le pregunto: «¿Pensaron ustedes entonces que Mariastella estaba loca?», ya conozco su respuesta: «No pensamos que estaba loca, pensamos que era comprensible que se comportara de aquella manera».
—Ya —dijo la señora Clementina, sorprendida—, eso fue precisamente lo que pensamos. Mariastella, con todas sus fuerzas, rechazaba la realidad, se negaba a ser huérfana, a quedarse sin nadie en quien se pudiera apoyar.
Dios santo, ¿cómo era posible que conociera incluso los pensamientos de los protagonistas de aquella historia? Hacia el año 1970, su padre y él llevaban muchos años fuera de Vigàta, no tenían parientes ni amigos allí y, entre otras cosas, él estudiaba en Catania. Por consiguiente, aquella historia ni siquiera la había vivido alguien que hubiera participado directamente en ella. Entonces, ¿cómo se explicaba que…?
—Y después, ¿qué ocurrió? —preguntó.
—Durante algunos años, Mariastella vivió con lo poco que le había dejado su padre. Después, un familiar le consiguió un empleo en Montelusa. Allí trabajó hasta los cuarenta y cinco años. Pero ya no se trataba con nadie. En determinado momento, dejó el puesto. Explicó, no recuerdo a quién, que lo había dejado porque le daba miedo el camino que tenía que hacer a diario para ir y volver de Montelusa. El tráfico se había intensificado, y ella se ponía nerviosa.
—Pero si son apenas diez kilómetros.
—Qué quiere que le diga. Y, a la persona que le señaló que para ir de su casa al pueblo también tenía que coger el coche, le contestó que en aquel camino se sentía más segura porque lo conocía.
—¿Y cómo es posible que decidiera ponerse de nuevo a trabajar? ¿Lo necesitaba?
—No. En todo el tiempo que había trabajado en Montelusa había conseguido incluso ahorrar un poco. Y, además, creo que disfrutaba de una pequeña pensión. Pequeña, pero suficiente. No, decidió volver a trabajar porque Gargano fue a buscarla.
Montalbano saltó literalmente de su sillón cual la flecha disparada por un arco. La señora Vasile-Cozzo se sobresaltó ante la reacción del comisario y se acercó una mano al corazón.
—¿Se conocían de antes?
—Cálmese, comisario, por poco me provoca un infarto.
—Disculpe —dijo Montalbano, volviendo a sentarse—. Yo creía que era ella la que se había presentado a Gargano.
—No, ocurrió lo siguiente. La primera vez que Emanuele Gargano vino a Vigàta, preguntó por Angelo Cosentino, explicando que su tío, el que vivía en Milán y le había hecho de padre, le había contado que Angelo, cuando era alcalde, lo había ayudado mucho hasta salvarlo de la bancarrota. Y, en efecto, yo misma recuerdo que hasta los años cincuenta había un viajante de comercio que se llamaba Filippo Gargano. Le dijeron a Gargano que Angelo había muerto y que de su familia sólo quedaba una hija, Mariastella. Gargano insistió en conocerla, le ofreció un trabajo, y ella aceptó.
—¿Por qué?
—Mire, comisario, la propia Mariastella vino a verme para hablarme de este trabajo. Fue la última vez que la vi, después ya no volvió. Aunque es cierto que tras la muerte de su padre nos habremos visto como mucho unas diez veces. La respuesta es muy sencilla, comisario: se había enamorado ingenua y perdidamente de Gargano. Lo deduje por su manera de hablar. No me consta que Mariastella haya tenido novio alguna vez. Pobrecita, usted la conoce…
—¿Por qué? —repitió Montalbano.
La señora Clementina lo miró, sorprendida.
—¿No me ha oído? Le he dicho que Mariastella se había…
—No, me preguntaba por qué razón un sinvergüenza como Gargano la pudo contratar. ¿Por gratitud? Vamos, Gargano es un lobo. Sería capaz de degollar a los miembros de su propia manada. Tenía tres empleados en Vigàta. Uno, el que ha sido asesinado, era muy astuto y competente en su trabajo, pero se hacía pasar por inepto o casi. Sin embargo, Gargano se percató enseguida de cómo era. El segundo empleado era una chica muy guapa y, en este caso, también se puede comprender la razón. ¿Pero Mariastella?
—Por conveniencia —dijo la señora—. Por pura conveniencia. En primer lugar, para presentarse a los ojos del pueblo como un hombre que no se olvidaba de quien, directa o indirectamente, lo había ayudado. Y que devolvía de alguna manera el favor, contratando a Mariastella. ¿No le parece una buena tapadera para un estafador? Y, además, porque el hecho de tener a mano a una mujer enamorada siempre le resulta útil a un hombre, tanto si es un estafador como si no.
Le parecía recordar que la agencia cerraba a las cinco y media. Charlando con la señora Clementina, se le había pasado el tiempo sin darse cuenta. Dio las gracias, saludó, prometió regresar muy pronto, subió a su coche y se fue. ¿A que se encontraría la agencia cerrada? Cuando llegó a la altura de la «Rey Midas», vio que Mariastella ya había cerrado y que estaba rebuscando algo en su bolso, con toda certeza las llaves. Montalbano encontró casi inmediatamente sitio, aparcó y bajó. Y todo empezó a desarrollarse como en una película a cámara lenta. Mariastella estaba cruzando la calle con la cabeza inclinada, sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Y, de pronto, se detuvo en el momento en que se acercaba un coche. Montalbano oyó el frenazo, vio cómo el coche impactaba de lleno en la mujer y la hacía caer, todo ello con extremada lentitud. El comisario echó a correr y todo recuperó su ritmo natural.
El conductor del coche bajó y se inclinó sobre Mariastella, que estaba tendida en el suelo pero se movía, tratando de levantarse. Otras personas se acercaron corriendo. El automovilista, un distinguido sexagenario, estaba muerto de miedo y más blanco que la cera.
—¡Se ha detenido de golpe! Yo creía que…
—¿Se ha hecho mucho daño? —preguntó Montalbano a Mariastella, ayudándola a levantarse. Dirigiéndose a los demás, gritó—: ¡Váyanse! ¡No ha ocurrido nada grave!
Los recién llegados, que habían reconocido al comisario, se alejaron. El conductor, en cambio, se quedó donde estaba.
—¿Qué quiere? —le preguntó el comisario mientras se inclinaba para recoger el bolso del suelo.
—¿Cómo que qué quiero? ¡Quiero acompañar a la señora al hospital!
—Yo no quiero ir al hospital, no me he hecho nada —dijo con tono decidido Mariastella, mirando al comisario en busca de respaldo.
—¡Pues no! —dijo el señor—. ¡Lo que ha ocurrido no ha ocurrido por culpa mía! ¡Yo quiero un parte médico!
—¿Por qué? —preguntó Montalbano.
—¡Porque después, como el que no quiere la cosa, la señora aquí presente es capaz de decir que ha sufrido fracturas múltiples, y yo tendré problemas con la compañía de seguros!
—Como no se largue de aquí en cuestión de un minuto, yo le doy una hostia que le parto la cara y después ya me traerá usted el parte médico —dijo Montalbano.
El hombre no dijo ni pío, subió a su coche y se alejó derrapando, cosa que, a lo mejor, jamás en su vida había hecho, pero que en esa ocasión el miedo le había obligado a hacer.
—Gracias —dijo Mariastella, tendiéndole la mano—. Buenas tardes.
—¿Qué quiere hacer?
—Cojo el coche y vuelvo a casa.
—¡De eso ni hablar! Usted no está en condiciones de conducir. ¿No ve cómo tiembla?
—Sí, pero eso es normal. Enseguida se me pasa.
—Oiga, yo la he ayudado a no ir al hospital, pero ahora usted tendrá que hacer lo que yo le diga. Yo la acompañaré a su casa en mi coche.
—Sí, pero ¿mañana cómo lo haré para venir al despacho?
—Le prometo que esta misma noche uno de mis hombres le dejará el coche delante de la puerta de su casa. Deme las llaves, así no nos olvidamos. Es el Cinquecento amarillo, ¿verdad?
Mariastella sacó las llaves del bolso y se las dio al comisario. Ambos se encaminaron hacia el coche de Montalbano. Mariastella arrastraba un poco la pierna izquierda y mantenía levantado el hombro del mismo lado en una posición que quizá le aliviaba el dolor.
—¿Quiere cogerse de mi brazo?
—No, gracias.
Amable, pero firme. Si hubiera cogido del brazo al comisario, ¿qué habría pensado la gente viéndola en una actitud de tanta familiaridad con un hombre?
Montalbano le mantuvo abierta la portezuela, y ella subió al vehículo despacio y con mucho cuidado.
Estaba claro que el golpe recibido había sido muy fuerte.
Pregunta: ¿cuál habría sido el deber del comisario Montalbano?
Respuesta: acompañar a la accidentada al hospital.
Pregunta: pues entonces, ¿por qué no lo hacía?
Respuesta: porque, en realidad, el señor Salvo Montalbano, un gusano bajo la falsa apariencia de comisario de policía, quería aprovechar aquel momento de turbación de la señorita Mariastella Cosentino para derribar sus defensas y averiguarlo todo acerca de ella y de sus relaciones con Emanuele Gargano, estafador y asesino.
—¿Dónde le duele? —preguntó Montalbano, poniéndose en marcha.
—En la cadera y el hombro. Pero ha sido por la caída.
Quería decir que el vehículo del sexagenario sólo le había dado un fuerte empujón que la había derribado al suelo. La violencia de la caída sobre los adoquines de la calzada le había hecho daño. Pero no era nada grave, a la mañana siguiente se levantaría con la cadera y el hombro teñidos de un precioso color verde azulado.
—Indíqueme usted el camino.
Y Mariastella se lo indicó hasta una calle de las afueras de Vigàta, donde a derecha e izquierda no había casas sino viejas y solitarias villas, algunas de ellas abandonadas. El comisario jamás había estado en aquella zona, de eso estaba seguro, pues lo sorprendía el hecho de encontrarse en un lugar que parecía haberse detenido antes de la especulación inmobiliaria, de la construcción salvaje de edificios de cemento. Mariastella debió de adivinar su asombro.
—Todas estas villas que usted ve se construyeron en la segunda mitad del siglo diecinueve. Eran las casas de campo de los vigateses ricos. Hemos rechazado ofertas multimillonarias. La mía es aquella de allí.
El comisario no levantó los ojos de la calzada, pero ya sabía que «era una casa cuadrada muy grande, antaño de color blanco, adornada con espirales y balcones con volutas, con toda la pesada ligereza del estilo de 1870 y tantos…».
Finalmente, levantó los ojos, la miró, la vio, era justo tal y como había pensado, mejor dicho, la casa coincidía exactamente con la que le habían inducido a imaginar. Pero ¿quién lo había inducido? ¿Sería posible que ya hubiera visto aquella casa? No, estaba seguro.
—¿Cuándo se construyó? —preguntó, temiendo la respuesta.
—En mil ochocientos setenta —contestó Mariastella.