Once

El rato que había permanecido en el interior de la casa había sido suficiente para que el tiempo cambiara. Soplaba un frío e irascible viento, con unas ráfagas que parecían zarpazos de un animal enfurecido. Desde el mar se desplazaban hacia la tierra unas nubes grandes y preñadas. Montalbano conducía siguiendo las instrucciones del profesor Tommasino y, entretanto, aprovechaba para que éste le explicara mejor la historia.

—¿Está seguro de que fue la noche entre el treinta y uno de agosto y el uno de septiembre?

—Pongo la mano en el fuego.

—¿Y cómo puede estar tan seguro?

—Porque, cuando vi su vehículo, estaba pensando precisamente que, al día siguiente, uno de septiembre, Gargano me pagaría los intereses. Y me sorprendí.

—Perdone, profesor, pero ¿usted también es una víctima de Gargano?

—Sí, fui tan estúpido que le creí. Treinta millones de liras me ha estafado. Pero entonces, cuando vi el coche, me sorprendí, pero también me alegré. Pensé que cumpliría su palabra. En lugar de eso, a la mañana siguiente me dijeron que no se había presentado.

—¿Por qué se sorprendió al ver el vehículo?

—Por muchos motivos. Para empezar, el lugar en que se encontraba. Usted también se sorprenderá cuando lleguemos allí. Se llama Punta Pizzillo. Y, además, la hora: era pasada la medianoche.

—¿Consultó el reloj?

—No tengo reloj, de día me guío por el sol; cuando está oscuro, por el olor de la noche: tengo una especie de marcador natural del tiempo insertado en el cuerpo.

—¿Ha dicho usted el olor de la noche?

—Sí. Según la hora, la noche cambia de olor.

Montalbano no insistió en el tema.

—Puede que Gargano estuviera con alguien y buscara un lugar apartado —dijo.

Dottore Montalbano, aquel lugar está demasiado aislado para ser seguro. ¿Recuerda que hace dos años atacaron a una parejita de novios? Y, además, me pregunté: este Gargano, con la cantidad de dinero que tiene, con su posición y su obligación de guardar las apariencias, ¿qué necesidad tiene de follar en un coche como un chaval cualquiera?

—¿Le puedo preguntar, y es muy libre de no contestar, qué estaba haciendo usted en un lugar que, según me dice, es tan solitario a aquella hora de la noche?

—Yo de noche camino.

Montalbano se abstuvo de hacer otras preguntas. Al cabo de menos de cinco minutos de silencio, el profesor dijo:

—Ya hemos llegado. Esto es Punta Pizzillo.

Y bajó en primer lugar, seguido del comisario. Se encontraban en una pequeña meseta, una especie de proa completamente desierta y exenta de árboles, con sólo algún que otro matojo de sorgo o de alcaparra. El borde de la meseta estaba a unos diez metros de distancia, y debajo debía de haber un acantilado sobre el mar.

Montalbano se adelantó unos pasos, pero la voz de Tommasino lo obligó a detenerse.

—Cuidado, puede haber corrimientos de tierra. El coche de Gargano estaba estacionado donde ahora se encuentra el suyo y en la misma posición, con el capó mirando al mar.

—Y usted ¿de dónde venía?

—De la dirección de Vigàta.

—Está muy lejos.

—No tanto como parece. De aquí a Vigàta a pie se tarda tres cuartos de hora o una hora como máximo. Por consiguiente, viniendo de aquella dirección necesariamente tenía que pasar por delante del morro del vehículo, a cinco o seis pasos de distancia. A no ser que hubiera dado un largo rodeo por el interior para esquivarlo. Pero ¿qué motivo tenía yo para esquivarlo? Así fue como lo reconocí. La luz de la luna era suficiente.

—¿Pudo ver la matrícula?

—¿Bromea? Para leerla, habría tenido que inclinarme y pegarle la nariz encima.

—Pero, si no vio la matrícula, ¿cómo lo hizo para…?

—Reconocí el modelo. Era un Alfa ciento sesenta y seis. El mismo coche con que se presentó el año pasado en mi casa para birlarme el dinero.

—¿Usted qué coche tiene? —le dio por preguntar al comisario.

—¿Yo? Ni siquiera tengo carnet de conducir.

Noche perdida y ha sido niña, se dijo decepcionado Montalbano. El profesor Tommasino era un chalado que veía cosas inexistentes, pero, cuando veía cosas que existían, las modificaba a su manera. Había refrescado, y el cielo estaba encapotado. ¿Para qué perder el tiempo en aquel lugar tan desolado? Sin embargo, el profesor debió de intuir de alguna manera la decepción del comisario.

—Mire, señor comisario, yo tengo una manía.

Santo Dios, ¿otra? Montalbano empezó a preocuparse. Y si al tío le diera un ataque y empezara a gritar que estaba viendo a Lucifer en persona, ¿cómo tendría que comportarse? ¿Hacer como si nada? ¿Subir al coche y largarse?

—Mi manía tiene que ver con los coches —añadió Tommasino—. Estoy suscrito a revistas italianas y extranjeras especializadas en este campo. Si participara en un concurso de la televisión sobre el tema, estoy seguro de que ganaría.

—¿Había alguien en el interior del vehículo? —preguntó el comisario, resignándose al carácter imprevisible del profesor.

—Mire, viniendo de allí tal como ya le he dicho, durante un buen rato pude observar el perfil lateral del coche, por así decirlo. Cuando estuve más cerca, tuve la posibilidad de comprobar si en el interior había siluetas humanas. No pude ver ninguna. Puede que los que estaban dentro, al ver acercarse una sombra, se agacharan. Yo pasé de largo sin volverme.

—¿Oyó después el ruido de la puesta en marcha del vehículo?

—No. Pero me parece, repito, me parece que el maletero estaba abierto.

—¿Y no había nadie a la altura del maletero?

—Nadie.

A Montalbano se le ocurrió una idea de cuya sencillez casi se avergonzó.

—Profesor, ¿me hace el favor de alejarse unos treinta pasos y después regresar a mi coche, siguiendo el mismo camino que hizo aquella noche?

—Pues claro —dijo Tommasino—. Me gusta caminar.

Mientras el profesor se alejaba de espaldas a él, Montalbano abrió el maletero de su coche y después se agachó detrás del vehículo, levantando la cabeza justo lo suficiente para distinguir a través de los cristales de las portezuelas de atrás a Tommasino, que, tras haber recorrido treinta pasos, daba la vuelta para regresar. Entonces agachó la cabeza y se escondió del todo. Cuando calculó que el profesor había llegado a la altura del morro del coche, se desplazó agachado hasta situarse a la altura del maletero. Se desplazó un poco más hasta llegar al otro lado cuando calculó que el profesor había pasado: una precaución inútil puesto que éste le había dicho que no se había vuelto. Entonces se incorporó.

—Ya basta, profesor, muchas gracias.

Tommasino lo miró sorprendido.

—¿Dónde se ha escondido? Yo he visto el maletero abierto, pero el coche estaba vacío y a usted no lo he visto.

—Usted venía desde allí, y Gargano, al ver su sombra…

Interrumpió la frase. El cielo se había abierto de repente. En el negro y uniforme tejido de las nubes se había producido un pequeño agujero, un desgarro, y, a través de la abertura, se había escapado un luminoso rayo de sol casi exclusivamente limitado al lugar que ambos ocupaban. Le entraron ganas de reír. Parecían dos personajes de un ingenuo exvoto, iluminados por la luz divina. En aquel momento observó algo que sólo aquella especial trayectoria de la luz, casi semejante a la de un reflector de teatro, habría podido poner de manifiesto. Experimentó un frío estremecimiento mientras el consabido timbre empezaba a sonar en su cerebro.

—Lo acompañaré a su casa —le dijo al profesor, el cual lo estaba mirando con expresión inquisitiva, esperando que continuara con la explicación.

Después de dejar al profesor, reprimiendo con gran esfuerzo el impulso de abrazarlo, regresó a toda pastilla al lugar. En el intervalo, no habían llegado otros coches para tocarle los cojones. Se detuvo, bajó, se acercó muy despacio, colocando cuidadosamente un pie detrás del otro sin apartar los ojos del suelo, hasta llegar al borde del acantilado. Ya no podía contar con la ayuda del rayo de luz, aquel rayo de luz que había sido algo así como el haz luminoso de una linterna eléctrica en medio de la oscuridad, pero entonces ya sabía lo que tenía que buscar.

A continuación, se asomó con cuidado para mirar abajo. La meseta estaba integrada por un estrato de tierra sobre un lecho de marga. Y, en efecto, una blanca y lisa pared de marga caía perpendicularmente sobre el mar, cuya profundidad en aquel lugar debía de ser por lo menos de diez metros. El agua era del mismo color gris oscuro que el cielo. No quería perder más tiempo. Miró a su alrededor una, dos, tres veces para establecer los puntos fijos de referencia. Después subió al coche y regresó corriendo a la comisaría.

Fazio no estaba, pero en cambio sí estaba, inesperadamente, Mimì Augello.

—El padre de Beba ya está mejor. Hemos decidido aplazar la boda un mes. ¿Hay alguna novedad?

—Sí, Mimì. Muchas.

Se lo contó todo y, al final, Augello se quedó boquiabierto de asombro.

—Y ahora, ¿qué quieres hacer?

—Tú facilítame una balsa neumática con un buen motor. En cuestión de una hora creo que podría llegar hasta allí, aunque el tiempo no sea demasiado bueno.

—Mira, Salvo, que igual te da un infarto. Déjalo para otro día. Hoy el agua tiene que estar helada. Y tú, perdona que te lo diga, no eres un chaval.

—Tú facilítame una balsa y no me toques los cojones.

—¿Tienes por lo menos un traje isotérmico? ¿Y las bombonas?

—El traje isotérmico lo debo de tener en casa en algún sitio. Las bombonas jamás las he utilizado. Bajaré a pulmón libre.

—Salvo, tú antes practicabas la inmersión a pulmón libre. Llevas años sin hacerlo. Y, en todos estos años, has seguido fumando. No sabes en qué condiciones están tus pulmones. Así que, ¿cuánto rato podrás permanecer bajo el agua? ¿Pongamos veinte segundos para ser generosos?

—¡No digas chorradas!

—¿Fumar te parece una chorrada?

—¡Pero a ver si acabáis de una vez con esta historia del tabaco! A los fumadores les hace daño, eso es evidente. Pero, a vuestro juicio, la polución del aire no importa, la contaminación eléctrica no importa, el uranio empobrecido es beneficioso para la salud, las chimeneas no hacen daño, Chernobil ha mejorado la agricultura, los peces con uranio o lo que sea son más alimenticios, la dioxina es un reconstituyente, las vacas locas, la fiebre aftosa, los alimentos transgénicos, la globalización os permitirán vivir como Dios, lo único que hace daño y mata a millones de personas es el humo que respiran los fumadores pasivos. ¿Sabes cuál será el lema de los próximos años? Haceos una raya de coca, así no contaminaréis el medio ambiente.

—Bueno, bueno, cálmate —dijo Mimì—. Te buscaré la balsa neumática. Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Yo voy contigo.

—¿Para hacer qué?

—Nada, pero no tengo valor para dejarte solo, no estaría tranquilo.

—Está bien. A las dos, en el puerto; de todas maneras, tengo que estar en ayunas. No digas adónde vamos, sobre todo. Si después resultara que, por desgracia, me he equivocado, en la comisaría no veas el cachondeo que se iba a armar.

Montalbano pudo comprobar lo difícil que era ponerse un traje isotérmico a bordo de una balsa neumática que flotaba sobre una mar que muy en calma no estaba que digamos. Mimì, al timón, parecía tenso y preocupado.

—¿Te estás mareando? —le preguntó en determinado momento el comisario.

—No. Me estoy enfadando.

—¿Por qué?

—Porque a veces me doy cuenta de lo gilipollas que soy por seguirte la corriente en algunas de tus ingeniosas ocurrencias.

No se dijeron nada más. Volvieron a dirigirse la palabra cuando, tras prolongados y repetidos intentos, consiguieron llegar por mar a la altura del lugar de Punta Pizzillo donde Montalbano había estado por tierra aquella mañana. La pared de marga se levantaba sin salientes y sin huecos. Mimì la contempló con el rostro ensombrecido.

—Corremos el riesgo de pegárnosla contra ella —dijo.

—Pues ten cuidado —le dijo el comisario como único consuelo mientras se preparaba para la inmersión arrastrándose boca abajo sobre la balsa.

—Muy tranquilo no te veo —dijo Mimì.

Montalbano lo miró sin atreverse a bajar. Tenía un corazón de asno y otro de león. El deseo de comprobar bajo el agua si había acertado era muy grande, pero no lo era menos el repentino impulso de mandarlo todo al carajo. El día no ayudaba demasiado, el cielo estaba tan negro que casi parecía que fuera de noche, y el viento era mucho más frío que al principio. Decidió seguir adelante porque jamás en su vida habría querido hacer el papelón de arrepentirse en presencia de Augello. Se soltó.

E inmediatamente se vio envuelto por una densa oscuridad impenetrable hasta el extremo de no poder comprender en qué posición se encontraba su cuerpo dentro del agua. ¿Estaba situado en posición horizontal o vertical? Una vez, al despertarse de noche en su cama, no había conseguido orientarse, saber dónde estaban las señales de siempre, la ventana, la puerta, el techo. Se golpeó de espaldas contra algo sólido. Se apartó. Tocó con la mano una masa viscosa. Sintió que ésta lo envolvía. Se agitó y consiguió librarse de ella. Entonces trató desesperadamente de hacer dos cosas: luchar contra el absurdo terror que se estaba apoderando de él y coger la linterna eléctrica que llevaba en el cinturón. Al final, consiguió conectarla. Se horrorizó al no ver ningún haz luminoso, la linterna no funcionaba. Acto seguido, una fuerte corriente empezó a arrastrarlo hacia el fondo.

—Pero ¿por qué hago estas idioteces? —se preguntó con desconsuelo.

El miedo se transformó en pánico. No consiguió dominarlo y subió rápidamente a la superficie, golpeándose la cabeza contra el rostro de Augello, que estaba completamente asomado al borde de la balsa.

—Por poco me escoñas la nariz —dijo Mimì, tocándosela.

—Pues quítate de en medio —replicó el comisario, agarrándose a la balsa. ¿Cómo era posible que ya se hubiera hecho de noche? Seguía sin ver nada. Sólo percibía su afanoso jadeo de moribundo.

—¿Por qué tienes los ojos cerrados? —le preguntó Augello preocupado.

Sólo entonces comprendió el comisario que durante toda la inmersión había mantenido los ojos cerrados, en una obstinada negativa a aceptar lo que estaba haciendo. Abrió los ojos. Para confirmarlo, encendió la linterna, que funcionaba a la perfección. Permaneció de aquella guisa unos cuantos minutos, insultándose mentalmente, y, cuando percibió que los latidos de su corazón se habían normalizado, volvió a bajar. Se sentía ya más tranquilo, el miedo que había experimentado había sido una consecuencia del primer impacto. Una reacción natural.

Se encontraba a cinco metros de profundidad. Dirigió la luz un poco más hacia abajo, experimentó una sacudida y no pudo creer lo que estaba viendo. Apagó la linterna, contó lentamente hasta tres y la volvió a encender.

A unos tres o cuatro metros más de profundidad, vio, completamente encajada entre la pared y una roca blanca, la carrocería de un coche. La emoción hizo que se le escapara el aire de los pulmones. Volvió a subir rápidamente.

—¿Has encontrado algo? ¿Meros? ¿Saurios? —preguntó irónicamente Mimì, cubriéndose la nariz con un pañuelo mojado.

—He tenido una suerte increíble, Mimì. El vehículo está aquí abajo. Cayó o lo hicieron caer. Acerté en mi suposición esta mañana, las huellas de las cubiertas terminaban justo en el borde del acantilado. Ahora bajo a ver una cosa y después nos vamos.

Mimì había sido previsor. Se había llevado una bolsa de plástico con toallas y una botella de whisky sin abrir. Antes de empezar a hacer preguntas, Augello esperó a que el comisario se quitara el traje isotérmico, se secara y se volviera a vestir. Esperó también a que su jefe terminara de agarrarse a la botella y después se agarró él. Al final, preguntó:

—¿Y bien? ¿Qué has visto a veinte mil leguas bajo el mar?

—Mimì, tú te haces el gracioso porque no quieres reconocer mi mérito. Tú esta investigación te la has tomado a la ligera, tú mismo me lo dijiste. Y yo, en cambio, te he jodido. Pásame la botella.

Ingirió un buen trago y le ofreció la botella a Augello, que hizo lo propio. Pero estaba claro que, después de las palabras de Montalbano, la cosa ya no le hacía tanta gracia.

—¿Y bien? —volvió a preguntar, arrepentido.

—En el interior del coche hay un muerto. No sé decirte quién es, está en muy malas condiciones. Con el golpe se abrieron las portezuelas, puede que haya otro cadáver por allí. El maletero también estaba abierto. ¿Y sabes qué había dentro? Un ciclomotor. Eso es todo.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—La investigación no es nuestra. Y, por consiguiente, le pasaremos la información a quien corresponda.

Los dos caballeros que bajaron de la balsa neumática eran sin la menor duda el comisario Salvo Montalbano y su subcomisario el señor Domenico «Mimì» Augello, los dos conocidos guardianes de la ley. Pero quienes los vieron se quedaron un poco extrañados. Ambos iban agarrados del brazo, se tambaleaban un poco y canturreaban a media voz «la donna è mobile».

Entraron en la comisaría, se lavaron, se arreglaron y pidieron que les llevaran dos tazas de café. Después, Montalbano dijo:

—Salgo un momento, voy a llamar a Montelusa.

—¿No puedes hacerlo desde aquí?

—Desde una cabina es más seguro.

—¿Oiga? ¿Está Guannodda? —preguntó el comisario con voz de persona resfriada.

—¿El señor Guarnotta ha dicho?

—Di.

—¿Quién habla?

—El general Jaruzelski.

—Se lo paso enseguida —dijo el encargado de la centralita, muy impresionado.

—¿Dígame? Guarnotta al habla. No he entendido con quién hablo.

—Oiga, doddore, eschúcheme sin haced pregundas.

Fue una conversación telefónica muy larga y atormentada, pero, al final, el señor Guarnotta, de la Jefatura Superior de Policía de Montelusa, comprendió que un anónimo polaco le había facilitado una información muy valiosa.

Ya eran las siete de la tarde, pero a Fazio no se le había visto el pelo en la comisaría. El comisario llamó por teléfono a su amigo el periodista Nicolò Zito, de Retelibera.

—¿Ya has decidido venir a recoger la cinta que Annalisa te ha preparado?

—¿Qué cinta?

Lo había olvidado por completo, pero fingió haber llamado justo por aquel motivo.

—Si paso dentro de media hora, ¿estarás ahí?

Llegó a Retelibera y encontró a Zito esperándolo en la puerta con la cinta en la mano.

—Toma, date prisa, tengo que preparar el telediario.

—Gracias, Nicolò. Te voy a decir una cosa: a partir de este momento, vigila lo que hace Guarnotta. Y, si puedes, cuéntamelo.

A Nicolò se le pasó de golpe la prisa y levantó las orejas, pues sabía que media palabra de Montalbano valía más que una conversación de tres horas.

—¿Por qué? ¿Ocurre algo?

—Sí.

—¿En relación con Gargano?

—Creo que sí.

* * *

En la trattoria San Calogero le entró un apetito tan grande que hasta el propietario, que estaba acostumbrado a verlo comer, se quedó perplejo.

Dottore, ¿qué hace? ¿Es que no tiene bastante?

Llegó a Marinella rebosante de satisfacción. No por la cuestión del coche, eso en aquel momento no le importaba demasiado, sino por el orgullo de haber estado todavía en condiciones de llevar a cabo aquellas agotadoras inmersiones.

—¡Ya quisiera saber cuántos chavales son capaces de hacer lo que he hecho yo!

¡De viejo, nada! ¿Cómo era posible que se le hubieran pasado por la cabeza aquellos malos pensamientos acerca de la vejez? ¡Aún no había llegado la hora!

Mientras la introducía en el vídeo, la cinta se le cayó al suelo. Se agachó para recogerla y se quedó así, medio inclinado y sin poder moverse, con una lacerante punzada de dolor en la espalda.

La vejez se estaba vengando miserablemente.