Cuando oyó el rumor de un vehículo en el patio, no pudo contenerse y salió corriendo.
Reconoció inmediatamente a François. ¡Dios santo, cuánto había cambiado! Ya no era el chiquillo que él recordaba, sino un muchacho moreno y espigado de cabello rizado y grandes ojos negros. En el mismo momento, François lo vio a él.
—¡Salvo!
Y corrió a su encuentro para darle un fuerte abrazo. No como aquella vez en que primero había corrido hacia él, pero, de pronto, se había apartado; en esta ocasión, entre ellos no había ningún problema, no había ninguna sombra, sino tan sólo un profundo afecto que se puso de manifiesto en la intensidad y la duración del abrazo. Y, de esta manera, mientras Montalbano rodeaba con su brazo los hombros de François, quien trataba a su vez de rodearle la cintura con el suyo, ambos entraron en la casa seguidos de los demás.
Después llegaron Aldo y sus tres ayudantes, y todos se sentaron alrededor de la mesa. François estaba a la derecha de Montalbano y, en determinado momento, apoyó la mano izquierda en su rodilla. Éste se pasó el tenedor a la otra mano y se las arregló para comer la pasta con ragú con la izquierda mientras apoyaba la derecha en la del niño. Cada vez que ambas manos tenían que separarse para beber un sorbo de vino o cortar la carne, se apresuraban a regresar a su cita secreta bajo la mesa.
—Si quieres descansar, hay una habitación preparada —dijo Franca después de comer.
—No, tengo que volver enseguida —contestó Montalbano.
Aldo y sus ayudantes se levantaron, lo saludaron y salieron.
Giuseppe y Domenico imitaron su ejemplo.
—Van a trabajar hasta las cinco —explicó Franca—. Después regresan y hacen los deberes.
—¿Y tú? —le preguntó Montalbano a François.
—Yo me quedo contigo hasta que te vayas. Te quiero enseñar una cosa.
—Anda —dijo Franca, y, dirigiéndose a Montalbano, añadió—: Yo entretanto te escribiré lo que me has pedido.
François lo llevó a la parte de atrás de la casa, donde se extendía un gran prado de alfalfa. Cuatro caballos estaban pastando.
—¡Bimba!—llamó François.
Una yegua joven de rubia crin levantó la cabeza y se acercó al chiquillo. En cuanto estuvo a su alcance, François tomó carrerilla y, de un salto, montó a pelo sobre el animal, dio la vuelta y retrocedió.
—¿Te gusta? —le preguntó alegremente—. Me la ha regalado papá.
¿Papá? Ah, sí, se refería a Aldo, a quien con toda justicia llamaba papá. Fue la simple punta de un alfiler que, por un instante, le pinchó el corazón, casi nada, pero la percibió.
—También le enseñé a Livia lo bien que lo hago —dijo François.
—Ah, ¿sí?
—Sí, el otro día, cuando vino. Y tenía miedo de que me cayera. Ya sabes tú cómo son las mujeres.
—¿Durmió aquí?
—Sí, una noche. Al día siguiente se fue. Ernst la acompañó a Punta Raisi. Estuve muy contento.
Montalbano no dijo nada. Regresaron a la casa en silencio, entrelazados como antes, el comisario con un brazo alrededor de los hombros del muchacho y François tratando de rodearle la cintura con el suyo, aunque, en realidad, se agarraba a la chaqueta. Al llegar a la puerta, François dijo en voz baja:
—Te tengo que contar un secreto.
Montalbano se inclinó.
—Cuando sea mayor, quiero ser policía como tú.
A la vuelta, siguió el otro camino y, por consiguiente, en lugar de tardar cuatro horas y media, tardó sólo tres horas largas. En la comisaría lo asaltó de inmediato un Catarella más alterado que de costumbre.
—¡Ah, dottori, dottori! El siñor jefe superior dice que…
—No me vengáis a tocar los cojones tú y él.
Catarella se quedó tan anonadado que ni siquiera tuvo fuerzas para reaccionar.
Una vez en su despacho, Montalbano se dedicó a la afanosa búsqueda de una hoja de papel y un sobre que no llevaran el membrete de la comisaría. Tuvo suerte y le escribió al jefe superior una carta sin andarse con preámbulos de «ilustre» o «distinguido».
Espero que ya haya recibido copia de la carta del notario que yo le envié con carácter anónimo. Adjunto a la presente la transcripción de todos los documentos relacionados con la adopción legal de aquel niño de cuyo secuestro usted llegó a acusarme. Por mi parte, considero zanjada la cuestión. Si usted desea volver sobre el tema, le advierto que presentaré una querella por difamación.
Montalbano
—¡Catarella!
—¡A sus órdenes, dottori!
—Toma estas mil liras, compra un sello, pégalo a este sobre y envíalo.
—¡Dottori, pero si aquí en el despacho hay sellos a porrillo!
—Haz lo que te mando. ¡Fazio!
—A sus órdenes, dottore.
—¿Tenemos alguna noticia?
—Sí, dottore. Y tengo que darle las gracias a un amigo mío de la policía del aeropuerto que tiene un amigo que es novio de una chica que trabaja en el mostrador de billetes de Punta Raisi. Si no se nos hubiera presentado esta buena ocasión, habrían pasado por lo menos tres meses antes de obtener una respuesta.
El sistema italiano para agilizar la burocracia. Por suerte, siempre hay alguien que conoce a alguien que conoce a un tercero.
—¿Y bien?
Fazio, que quería disfrutar de su triunfo, tardó una eternidad en introducirse una mano en el bolsillo, sacar una hoja de papel, desdoblarla y colocársela delante como recordatorio.
—Resulta que Giacomo Pellegrino tenía un billete facilitado por la agencia Icaro de Vigàta para un vuelo con salida a las dieciséis del treinta y uno de agosto. ¿Y sabe una cosa? No tomó aquel vuelo.
—¿Seguro?
—Tan seguro como el evangelio, dottore. Pero me da la impresión de que usted no se ha sorprendido demasiado.
—Porque ya estaba empezando a convencerme de que Pellegrino no se había ido.
—Vamos a ver si lo que le voy a decir lo sorprende. Dos horas antes Pellegrino se presentó personalmente para decir que renunciaba a aquel vuelo.
—O sea, a las dos de la tarde.
—Exacto. Y cambió de destino.
—Esta vez me has sorprendido —reconoció Montalbano—. ¿Adónde se fue?
—Espere, no termina aquí la cosa. Sacó un billete para Madrid. El avión salía el uno de septiembre a las diez de la mañana, pero…
Fazio esbozó una sonrisita triunfal. Puede que, como música de fondo, se imaginara la marcha de «Aida». Abrió la boca para hablar, pero el comisario, con toda la mala idea del mundo, se le adelantó.
—… ese vuelo tampoco lo tomó —terminó diciendo.
Fazio se molestó visiblemente, arrugó el papel y se lo guardó con muy malos modos en el bolsillo.
—Con usted no hay manera, uno nunca puede disfrutar.
—Vamos, hombre, no te enfades —lo consoló el comisario—. ¿Cuántas agencias de viaje hay en Montelusa?
—Aquí en Vigàta hay otras tres.
—No me interesan las de Vigàta.
—Voy a consultar la guía telefónica y le daré los números.
—No es necesario. Llama tú y pregunta si entre el veintiocho de agosto y el uno de septiembre hubo alguna reserva a nombre de Giacomo Pellegrino.
Fazio se quedó parado un momento. Pero inmediatamente se recuperó.
—No puedo. Las agencias ya han cerrado, pero me encargaré de ello mañana a primera hora en cuanto llegue. Dottore, y si descubro que este Pellegrino había hecho una reserva, qué sé yo, para Moscú o Londres, ¿eso qué significaría?
—Significaría que nuestro amigo quería crear confusión. Guarda en el bolsillo un billete para Madrid, pero les había dicho a todos que se iba a Alemania. Mañana sabremos si se guarda otros billetes en el bolsillo. ¿Tienes en algún sitio el teléfono del domicilio particular de Mariastella Cosentino?
—Voy a ver entre los papeles del señor Augello.
Se retiró, regresó al poco rato con una hojita de papel, se la entregó a Montalbano y volvió a retirarse. El comisario marcó el número. No obtuvo respuesta, a lo mejor la señorita Cosentino se había ido a hacer la compra. Se guardó el papelito en el bolsillo y decidió regresar a Marinella.
No tenía apetito, la pasta al ragú y la carne de cerdo que había comido en casa de Franca le habían revuelto un poco el estómago. Se hizo un huevo frito y después se comió cuatro anchoas con aceite, vinagre y orégano. Después de comer, volvió a llamar a casa de Cosentino, quien debía de mantener la mano permanentemente extendida hacia el teléfono, pues contestó cuando aún no había terminado de sonar el primer timbrazo. Una voz de moribunda, una voz con una consistencia semejante a la de una telaraña.
—¿Diga? ¿Con quién hablo?
—Soy Montalbano. Perdone que la moleste, a lo mejor estaba viendo la televisión y…
—Yo no tengo televisor.
El comisario no supo explicarse por qué motivo experimentó la sensación de haber percibido en su cerebro el levísimo sonido de un remoto y lejano timbre. Fue tan rápido y breve que ni siquiera tuvo la seguridad de haberlo oído.
—Desearía saber, siempre y cuando usted lo recuerde, si Giacomo Pellegrino no acudió al despacho ni siquiera el treinta y uno de agosto.
La respuesta fue inmediata, sin la menor vacilación.
—Señor comisario, no puedo olvidar aquellos días porque los he repasado una y mil veces en la memoria. El día treinta y uno, Pellegrino se presentó un poco tarde en la agencia, digamos que sobre las once. Se fue casi inmediatamente después porque dijo que tenía que reunirse con un cliente. Regresó por la tarde sobre las cuatro y media. Y se quedó hasta la hora del cierre.
El comisario le dio las gracias y colgó el teléfono.
Todo encajaba. Pellegrino, tras haber hablado con su tío por la mañana, se presenta en la agencia. A mediodía se va, no para reunirse con un cliente sino para tomar un taxi o un coche de alquiler. Se traslada a Punta Raisi. Llega al aeropuerto a las dos, anula el billete para Berlín y adquiere uno para Madrid. Toma de nuevo un taxi o el vehículo de alquiler y vuelve a la agencia a las cuatro y media. Los horarios coincidían.
Pero ¿por qué arma Giacomo todo este jaleo? De acuerdo, no quiere que se le pueda localizar fácilmente. Pero ¿quién no debía localizarlo? Y, sobre todo, ¿por qué? Mientras que el contable Gargano tenía miles de millones de motivos para desaparecer, Pellegrino no tenía aparentemente ninguno.
—Hola, cariño. ¿Has tenido un día muy duro hoy?
—Livia, ¿te esperas un momento?
—Claro.
Tomó una silla, se sentó, encendió un cigarrillo y se puso cómodo. Estaba seguro de que aquella llamada iba a ser muy larga.
—Estoy un poco cansado, pero no debido al trabajo.
—Pues entonces, ¿por qué?
—En total, me he pegado casi ocho horas de carretera.
—¿Adónde fuiste?
—A Calapiano, cariño.
A Livia se le debió de cortar la respiración de golpe, pues el comisario oyó con toda claridad una especie de sollozo. Esperó generosamente a que se recuperara y la dejó hablar.
—¿Has ido por François?
—Sí.
—¿Está enfermo?
—No.
—Pues entonces, ¿por qué has ido?
—Tenía spinno.
—¡Salvo, no empieces a hablar en dialecto! ¡Sabes que hay momentos en que no lo soporto! ¿Qué has dicho?
—Que deseaba ver a François. Spinno significa deseo, ansia. Y, ahora que ya conoces el significado de la palabra, te pregunto: ¿tú nunca has tenido spinno de ver a François?
—¡Qué cabrón eres, Salvo!
—¿Hacemos un pacto? Yo no hablaré en dialecto y tú no me insultarás. ¿De acuerdo?
—¿Quién te dijo que había ido a ver a François?
—Él mismo, el niño, mientras me enseñaba lo bien que sabe montar. Los mayores te han seguido el juego, no han abierto la boca, han respetado el pacto. Porque está claro que tú les pediste que no me dijeran nada de tu visita. En cambio, a mí me dijiste que tenías un día de vacaciones y te ibas a la playa con una amiga y yo, como un imbécil, me lo tragué. Tengo una curiosidad: ¿a Mimì le dijiste que irías a Calapiano?
Esperaba una respuesta violenta, una trifulca memorable. En su lugar, Livia rompió a llorar con unos prolongados, desesperados y desgarradores sollozos.
—Livia, escúchame…
La comunicación se cortó.
Se levantó con calma, se dirigió al cuarto de baño, se desnudó, se duchó y, antes de salir, se miró al espejo. Largo rato. Después recogió toda la saliva que tenía en la boca y escupió contra su imagen reflejada en el espejo. Apagó la luz y se acostó. Se incorporó inmediatamente porque el teléfono estaba sonando. Se puso al aparato, pero la persona que estaba en el otro extremo de la línea no dijo nada, sólo se oía su respiración. Montalbano conocía aquella respiración.
Y se puso a hablar. Un monólogo que duró casi una hora, sin llanto, sin lágrimas, pero tan doloroso como los sollozos de Livia. Y le dijo cosas que jamás se había querido decir a sí mismo, que hería para que no lo hirieran, que desde hacía algún tiempo había descubierto que su soledad estaba pasando de la fuerza a la debilidad, que le estaba resultando muy duro tomar nota de algo que era enteramente sencillo y natural: el hecho de envejecer. Al final, Livia se limitó a decir:
—Te quiero. —Antes de colgar, añadió—: Aún no he renunciado al permiso. Me quedo aquí un día más y después voy a Vigàta. Líbrate de todos los compromisos, te quiero sólo para mí.
Montalbano volvió a acostarse. En cuanto se deslizó bajo la sábana, cerró los ojos y se quedó dormido. Penetró en el país de los sueños con unas pisadas tan suaves como las de un niño.
Eran las once de la mañana cuando Fazio se presentó en el despacho de Montalbano.
—Dottore, ¿sabe la última? En la agencia Intertour de Montelusa, Pellegrino había reservado un billete para Lisboa. El vuelo salía a las tres y media de la tarde del día treinta y uno. He llamado a Punta Raisi. Consta que Pellegrino tomó este vuelo.
—¿Y tú lo crees?
—¿Y por qué no lo iba a creer?
—Porque lo debió de revender a otro pasajero en lista de espera y él volvió al despacho de Vigàta. De eso no cabe la menor duda. A las cinco, Pellegrino estaba en la agencia de la «Rey Midas» y no podía estar volando rumbo a Lisboa.
—Pero ¿eso qué significa?
—Significa que Pellegrino es un imbécil que se cree un experto, pero sigue siendo un imbécil. Haz una cosa. Averigua en todos los hoteles, las pensiones y los hostales de Vigàta y Montelusa si Pellegrino durmió en alguno de ellos la noche entre el treinta y el treinta y uno de agosto.
—Ahora mismo.
—Otra cosa: pregunta en las agencias de alquiler de vehículos de Vigàta y Montelusa si Pellegrino, más o menos por las mismas fechas, alquiló algún coche.
—Pero ¿cómo es que antes buscábamos a Gargano y ahora estamos buscando a Pellegrino? —preguntó Fazio en tono dubitativo.
—Porque ahora ya estoy convencido de que, en cuanto encontremos a uno de ellos, encontraremos al otro. ¿Qué te apuestas?
—Nada. Con usía jamás me apostaría nada —contestó Fazio, retirándose.
Y, sin embargo, si hubiera aceptado la apuesta, la habría ganado.
Se le había pasado la habitual hambre canina, quizá porque llevaba mucho tiempo sin dormir tan bien. Su desahogo con Livia lo había tranquilizado, le había permitido recuperar la justa medida de sí mismo. Le entraron ganas de bromear. Interrumpió de inmediato a Calogero, que ya había empezado a recitar la breve letanía del menú:
—Hoy me apetece una chuletita a la milanesa.
—¿De verdad? —preguntó sorprendido Calogero, agarrándose a la mesita para no caer.
—¿Pero tú crees que yo voy a pedirte a ti una chuletita? Sería como pretender que un monje budista oficiara la santa misa. ¿Qué tienes hoy?
—Espaguetis a la tinta de jibia.
—Tráemelos. ¿Y después?
—Albondiguitas de pulpitos.
—De ésas me traes diez.
A las seis de la tarde, Fazio le presentó el informe.
—Dottore, no consta que haya dormido en ningún sitio. Pero alquiló un vehículo en Montelusa la mañana del treinta y uno y lo devolvió por la tarde a las cuatro. La empleada, que es experta, me ha dicho que el kilometraje podría corresponder a un viaje de ida y vuelta a Palermo.
—Coincide —dijo el comisario.
—Ah, la chica también me ha dicho que Pellegrino explicó que quería un coche con un maletero muy grande.
—Pues sí. Tenía que llevar consigo las dos maletas.
Ambos permanecieron un rato en silencio.
—¿Pero dónde durmió ese desgraciado? —se preguntó finalmente Fazio en voz alta.
El efecto que sus palabras ejercieron en el comisario hizo que se pegara un susto tremendo, pues Montalbano lo miró con los ojos enormemente abiertos y después se dio un fuerte manotazo en la frente.
—¡Qué cabrón!
—¿Qué he dicho? —preguntó Fazio, disponiéndose a pedir disculpas.
Montalbano se levantó, sacó algo del cajón y se lo guardó en el bolsillo.
—Vamos.