Cinco

¿Cómo era posible que, desde que el difunto aparejador Garzullo había entrado revólver en mano en la agencia vigatesa de la «Rey Midas» amenazando con hacer una escabechina, cómo era posible que no pudiera dar un paso sin tropezarse con algo relacionado directa o indirectamente con el desaparecido contable Gargano? Mientras el comisario reflexionaba acerca de toda aquella sucesión de coincidencias, que o bien era propia de una novela de misterio de segunda categoría o bien formaba parte de la realidad cotidiana más vulgar, entró Fazio.

—A sus órdenes, dottore. Explíqueme una cosa. ¿Cómo supo dónde estaba el chalet de Pellegrino? Yo no se lo había dicho. ¿Quiere satisfacer mi curiosidad?

—No.

Fazio extendió los brazos. El comisario decidió ir sobre seguro, con Fazio le convenía andarse con cuidado, era un policía de verdad.

—Y también sé que rompieron los cristales de la planta baja, que hicieron añicos a Blancanieves y a los siete enanitos y escribieron «cabrón» en las cuatro paredes. ¿Es así?

—Es así. Utilizaron una maza y el aerosol verde que encontraron allí mismo.

—Muy bien. Y ahora, ¿tú qué piensas de todo eso? ¿Que hablo con las urracas? ¿Que tengo una bola de cristal? ¿Que hago brujerías? —preguntó Montalbano, enfureciéndose por momentos a medida que iba haciendo las preguntas.

—No, señor. Pero no se enfade.

—¡Pues claro que me enfado! Pasé por allí esta mañana a primera hora. Quería ver cómo estaba el acebuche.

—¿Lo ha encontrado bien de salud? —preguntó con cierta sorna Fazio, que conocía tanto el árbol como la roca de la escollera, los dos lugares donde su jefe se refugiaba de vez en cuando.

—Ya no está. Lo han derribado para dejar sitio al chalet.

Fazio se puso muy serio, como si Montalbano le hubiera revelado que acababa de morir algún ser querido.

—Comprendo —dijo en un susurro.

—¿Qué es lo que comprendes?

—Nada. ¿Me tenía que dar alguna orden?

—Sí. Puesto que acabamos de averiguar que Giacomo Pellegrino se lo está pasando bomba en Alemania, quisiera que me buscaras la dirección de la señora o señorita Michela Manganaro, que trabajaba como empleada de Gargano.

—Se la traigo en cuestión de un minuto. ¿Quiere que pase por Brucale y le compre una camisa?

—Sí, gracias, cómprame tres, ya que estamos. Pero ¿cómo has adivinado que me faltaban camisas? ¿Ahora eres tú el que habla con las urracas o hace brujerías?

—No es necesario hablar con las urracas, dottore. Usía esta mañana no se ha cambiado la camisa y hubiera tenido que hacerlo porque tiene uno de los puños completamente manchado de pintura ya seca. Pintura de color verde —puntualizó Fazio, retirándose con una sonrisita en los labios.

La señorita Michela Manganaro vivía con sus padres en un edificio de viviendas sociales de diez pisos, allá por la zona del cementerio. Montalbano prefirió no anunciar su llegada ni por teléfono ni a través del portero automático. Cuando acababa de aparcar, vio salir a un anciano del portal.

—Disculpe, ¿me podría decir en qué piso viven los señores Manganaro?

—¡En el quinto piso, la madre que los parió!

—¿Por qué la tiene tomada con los señores Manganaro?

—Porque el ascensor hace una semana que sólo llega hasta el quinto. ¡Y yo vivo en el décimo! ¡Y tengo que subir a pie dos veces al día! ¡Estos Manganaro siempre están de suerte! ¡Piense que hace unos años hasta acertaron una quiniela!

—¿Y ganaron mucho?

—Poca cosa. ¡Pero vaya gustazo!

Montalbano entró, pulsó el botón del quinto, el ascensor subió y se detuvo en el tercero. Lo probó todo, pero no hubo manera. Tuvo que subir a pie dos pisos, aunque se consoló pensando que, por lo menos, se había ahorrado tres.

—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer mayor.

—Soy Montalbano, comisario de policía.

—¿Un comisario? ¿Estamos seguros?

—Por mi parte, estoy seguro de que soy un comisario.

—¿Y qué quiere de nosotros?

—Hablar con su hija Michela. ¿Está en casa?

—Sí, pero en la cama, tiene un poco de gripe. Espere un momento que llamo a mi marido.

Se oyó un grito que, por un instante, aterrorizó a Montalbano.

—¡Filì! ¡Ven que hay uno que dice que es un comisario!

No había logrado convencer a la señora, se lo demostraba aquel «dice que es».

Después, desde el otro lado de la puerta cerrada, la señora le dijo:

—¡Levante la voz porque mi marido está sordo!

—¿Quién es? —preguntó esta vez una irritada voz masculina.

—¡Soy un comisario, haga el favor de abrir!

Había levantado tanto la voz que, mientras la puerta de los Manganaro permanecía obstinadamente cerrada, se abrieron en compensación las otras dos puertas del rellano y aparecieron dos espectadores, uno en cada puerta: una chiquilla de unos diez años que se estaba zampando su merienda y un cincuentón en camiseta con una venda sobre el ojo izquierdo.

—Grite un poco más porque Manganaro está sordo —le aconsejó el hombre de la camiseta.

¿Todavía más? Efectuó unos cuantos ejercicios de ventilación de los pulmones como los que le había visto hacer a un campeón de submarinismo en apnea y, tras haber almacenado todo el aire posible, gritó:

—¡Policía!

Oyó que se abrían simultáneamente las puertas del piso de arriba y que unas alteradas voces preguntaban:

—¿Qué ha sido? ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ocurre?

La puerta de los Manganaro se abrió muy despacio y apareció un loro. O ésa fue por lo menos la primera impresión del comisario. Nariz amarilla muy larga, pómulos morados, grandes ojos negros, cuatro pelos rojizos desgreñados en la cabeza y camisa verde chillón.

—Pase —murmuró el loro—. Pero no haga ruido porque mi hija duerme y no se encuentra muy bien.

Lo acompañó a un salón de estilo incongruentemente sueco. Sobre una percha estaba posado el hermano gemelo del señor Manganaro, que, por lo menos, tenía la honestidad de seguir siendo un pájaro y no hacerse pasar por hombre. La mujer de Manganaro, una especie de gorrión que hubiera recibido por error o por maldad una perdigonada y que caminaba arrastrando la pierna izquierda, apareció llevando con gran esfuerzo una minúscula bandeja con una tacita de café.

—Ya tiene azúcar —dijo, sentándose cómodamente en el pequeño sofá.

Se moría de curiosidad. No debía de tener muchas distracciones, la señora, y se disponía a pasar un buen rato.

«Si tanto por tanto es tanto —pensó Montalbano—, ¿qué clase de pájaro habrá salido del cruce entre un loro y un gorrión?».

—He avisado a Michela. Se está levantando y viene enseguida —pió el gorrión.

«Pero ¿de dónde sacó aquel vozarrón cuando llamó a su marido?», se preguntó Montalbano. Y recordó haber leído en un libro de viajes que existen unos minúsculos pajarillos capaces de emitir un sonido semejante al silbido de una sirena de barco. La señora debía de pertenecer a aquella especie.

El café estaba tan azucarado que a Montalbano le dio dentera. El primero en hablar fue el loro, el que iba disfrazado de hombre.

—Yo ya sé por qué quiere hablar con mi hija. Por culpa de aquel grandísimo hijo de puta del contable Gargano. ¿Es así?

—Sí —contestó a gritos Montalbano—. ¿Usted también ha sido víctima de la estafa de…?

—¡Por aquí! —contestó el hombre, apoyando con fuerza la mano izquierda sobre el antebrazo derecho extendido.

—¡Filì! —lo reprendió la mujer, utilizando la segunda voz, la del Juicio Universal. Los cristales de la ventana tintinearon.

—¿Usted cree que Filippo Manganaro es tan idiota como para caer en la trampa de Gargano? ¡Y pensar que yo no quería que mi hija trabajara con ese estafador!

—¿Usted a Gargano ya lo conocía de antes?

—No. Ni falta que hacía porque los bancos, los banqueros, los de la Bolsa, en resumen, todos los que se ocupan de asuntos de dinero no pueden ser más que unos estafadores. A la fuerza, señor mío. Y, si quiere, se lo explico. ¿Usted ha leído por casualidad un libro que se llama «El capital», de Marx?

—Lo he hojeado —contestó Montalbano—. ¿Usted es comunista?

—¡Adelante, Turì!

El comisario, que no había comprendido la respuesta, lo miró, perplejo. Y, además, ¿quién era el tal Turiddru? Lo supo un instante después, cuando el loro gemelo de verdad, que debía de llamarse Turiddru, carraspeó y se puso a cantar «La Internacional». La cantaba tan bien que Montalbano experimentó en su fuero interno una oleada de añoranza. Estaba a punto de felicitar al maestro cuando Michela apareció en la puerta. Al verla, Montalbano se quedó estupefacto. Se esperaba cualquier cosa menos aquella chica más bien alta, morena y de ojos violeta, con la nariz un poco enrojecida a causa de la gripe, guapa y rebosante de vida, con una minifalda que le llegaba hasta la mitad de los muslos, redondeados en su justo punto, y una blusita blanca que a duras penas conseguía contener unas tetas no aprisionadas por ningún sujetador. Un rápido y malicioso pensamiento, como la aparición de una víbora entre la hierba, le traspasó el cerebro. Seguro que el guaperas de Gargano, con una chica como aquélla, se habría pegado el lote o, por lo menos, lo habría intentado.

—Estoy a su disposición.

¿A su disposición? Lo había dicho con una voz baja y un poco ronca, a lo Marlene Dietrich, que a Montalbano le encendió tanto la sangre que tuvo que contenerse para no hacer quiquiriquí como el profesor de El ángel azul. La muchacha se sentó alisándose la falda al máximo hacia las rodillas con expresión comedida y mirada baja, una mano sobre una pierna y la otra apoyada en el brazo del sillón. Postura de buena chica de familia seria, honrada y trabajadora. El comisario recuperó el uso de la palabra.

—Lamento haberla hecho levantar.

—No se preocupe.

—He venido para averiguar algunos datos sobre el contable Gargano y la agencia en la que usted trabajaba.

—Dígame. Pero le advierto que ya me ha interrogado alguien de su comisaría. El señor Augello, me parece. Aunque, se lo digo con toda sinceridad, me ha parecido que le interesaban mucho más otras cosas.

—¿Otras cosas?

Y, mientras lo preguntaba, se arrepintió. Lo había comprendido. Y se imaginó la escena: Mimì haciéndole preguntas y más preguntas mientras sus ojos le quitaban delicadamente la blusita, el sujetador (en caso de que aquel día lo llevara), la falda y las bragas. ¡Bueno era Mimì para resistir en presencia de una belleza como aquélla! Y pensó en su futura esposa, Beatrice, la pobrecilla, ¡cuántos amargos bocados se tendría que tragar! La chica no contestó a la pregunta, comprendió que el comisario lo había entendido. Y sonrió o, mejor dicho, dejó entrever una sonrisa, pues seguía manteniendo la cabeza inclinada, tal como corresponde en presencia de un desconocido. El loro y el gorrión contemplaban complacidos a su criatura.

En aquel momento, la chica levantó los ojos violeta y miró al comisario como si estuviera esperando las preguntas. Pero, en realidad, le dijo claramente sin necesidad de utilizar palabras:

«Aquí no pierdas el tiempo. No puedo hablar. Espérame abajo».

«Recibido», dijeron los ojos de Montalbano.

El comisario decidió no perder más el tiempo. Fingió sorpresa y turbación.

—¿De veras la han interrogado? ¿Y todo se ha hecho constar por escrito?

—Pues claro.

—¿Cómo es posible que yo no haya encontrado nada?

—¡Vaya usted a saber! Pregúnteselo al señor Augello que, aparte de ser un vanidoso, estos días anda con la cabeza perdida porque se tiene que casar.

Y se hizo la luz. Lo puso sobre aviso aquel «vanidoso» que, en presencia de unos padres chapados a la antigua, sustituía con toda certeza la palabra «cabrón», mucho más preñada de significados, tal como antes decían los críticos literarios. Poco después llegó la certeza absoluta: seguramente la chica había concedido sus favores (así se llama eso en presencia de unos padres chapados a la antigua), y Mimì, tras haber yacido con ella, se la había quitado de encima confesándole que tenía novia y estaba a punto de casarse.

Se levantó. Todos se levantaron.

—Lo lamento muchísimo.

Todos se mostraron comprensivos.

—Son cosas que ocurren —dijo el loro.

Se inició una pequeña procesión. La chica, delante; el comisario, detrás, y después, el padre, seguido por la madre. Contemplando el ondulante movimiento que lo precedía, Montalbano pensó en Mimì y se puso verde de envidia. La chica abrió la puerta y le tendió la mano.

—Encantada de haberlo conocido —dijo con la boca.

Y con los ojos: «Espérame».

Esperó aproximadamente media hora, el tiempo indispensable para que Michela se arreglara como Dios manda y disimulara con maquillaje el enrojecimiento de la naricita. Montalbano la vio aparecer en el portal y mirar a su alrededor; entonces hizo sonar ligeramente el claxon y abrió la portezuela. La chica se acercó lentamente al coche con fingida indiferencia, pero, al llegar a la altura de la portezuela, subió rápidamente y cerró diciendo:

—Vámonos de aquí.

Montalbano, que en aquel breve instante había tenido ocasión de constatar que Michela había olvidado ponerse el sujetador, puso el vehículo en marcha y salió disparado.

—He tenido que pelearme con mis padres, que no me dejaban salir porque tienen miedo de que sufra una recaída —dijo la chica. Después preguntó—: ¿Dónde podemos hablar?

—¿Quiere que vayamos a la comisaría?

—¿Y si me encuentro con ese cabrón?

De esta manera, las peores (y las mejores) sospechas de Montalbano quedaron confirmadas de golpe.

—Y, además, la comisaría no me gusta —añadió Michela.

—¿En un bar?

—¿Bromea? Aquí la gente ya me critica demasiado. Aunque con usted no hay peligro.

—¿Por qué?

—Porque usted podría ser mi padre.

Una puñalada habría sido mejor. El vehículo derrapó ligeramente.

—Tocado y hundido —añadió la chica—. Es un sistema que suele funcionar muy bien para disuadir a los ancianitos emprendedores. Pero según como se diga. —Y repitió con la voz todavía más ronca—: Usted podría ser mi padre.

Consiguió infundir en su voz todo el sabor de lo prohibido y del incesto.

Montalbano no pudo evitar imaginársela desnuda a su lado en la cama, empapada de sudor y respirando afanosamente. Aquella chica era peligrosa y no sólo guapa sino también cabrona.

—Pues entonces, ¿adónde vamos? —preguntó en tono autoritario.

—¿Usted dónde vive?

¡Jamás en la vida! Habría sido como llevarse a casa una bomba con el detonante puesto.

—En mi casa hay gente.

—¿Está casado?

—No. Bueno, ¿qué hacemos?

—Me parece que ya lo sé —dijo Michela—. Tome la segunda a la derecha.

El comisario tomó inmediatamente la segunda a la derecha. Era una de esas pocas calles que todavía están en condiciones de revelarte enseguida adónde van a parar: directamente al campo. Te lo dicen con las casas, que son cada vez más pequeñas hasta convertirse en unos cubos rodeados de verdor, y con unos postes de la electricidad y del teléfono que, de repente, no están alineados, y un firme que empieza a ceder el paso a la hierba. Al final, hasta los cubos blancos desaparecieron.

—¿Tengo que seguir?

—Sí. Dentro de poco verá a la izquierda un camino, pero muy bien cuidado, no se preocupe por su coche.

Montalbano lo tomó y, al poco rato, se vio en mitad de una especie de tupido bosque de araucarias y matorrales.

—Hoy no hay nadie porque no es día festivo —dijo la chica—. ¡Pero tendría usted que ver el tráfico que hay los sábados y domingos!

—¿Viene usted a menudo?

—Cuando hay ocasión.

Montalbano bajó la ventanilla y sacó la cajetilla de cigarrillos.

—¿Le molesta…?

—No. Deme uno también a mí.

Fumaron en silencio. Al llegar a la mitad del cigarrillo, el comisario se lanzó.

—Veamos, quisiera averiguar algo más acerca del funcionamiento del sistema inventado por Gargano.

—Hágame preguntas concretas.

—¿Dónde guardaban el dinero que robaba Gargano?

—Pues verá, algunas veces era Gargano el que llegaba con los cheques, y entonces yo, Mariastella o Giacomo los ingresábamos en la sucursal de la Caja de Ahorros de aquí. Lo mismo hacíamos cuando era el cliente el que se presentaba en la agencia. Al cabo de algún tiempo, Gargano transfería las sumas a su banco de Bolonia. Pero, por lo que hemos sabido, allí el dinero tampoco se quedaba mucho tiempo. Al parecer, iba a parar a Suiza o a Liechtenstein, no lo sé.

—¿Por qué?

—¡Vaya pregunta! Porque Gargano tenía que sacarle provecho con sus especulaciones. Por lo menos, eso pensábamos nosotros.

—Y ahora, en cambio, ¿qué piensa?

—Que estaba acumulando el dinerito en el extranjero para joderlos a todos en el momento oportuno.

—¿A usted también la…?

—¿Jodió? No, no le confié ni siquiera una lira. No habría podido ni aun queriendo. Ya ha visto usted a mi papá, ¿no? Pero nos ha escamoteado la paga de dos meses.

—Oiga, ¿me permite que le haga una pregunta personal?

—¡Faltaría más!

—¿Gargano intentó llevársela a la cama?

La risa de Michela estalló de improviso, incontenible, y el color violeta de sus ojos se hizo más claro a causa del brillo de las lágrimas. Montalbano la dejó desahogarse, pensando qué había tenido de gracioso su pregunta. Michela recuperó la compostura.

—Oficialmente me cortejaba. Y también cortejaba a la pobre Mariastella. Mariastella estaba muy celosa de mí. Ya sabe, bombones, flores… Pero, si yo un día le hubiera dicho que estaba dispuesta a acostarme con él, ¿sabe lo que habría ocurrido?

—No, dígamelo usted.

—Se habría desmayado. Gargano era gay.