Entretanto, Mimì se había apresurado a socorrer a la señorita Mariastella, que, a pesar de estar sentada, había empezado a oscilar como un árbol azotado por el viento.
—¿Quiere que le vaya a buscar algo al bar?
—Un vaso de agua, gracias.
En aquel momento oyeron, procedente del exterior, una ensordecedora salva de aplausos y gritos de: «¡Bravo! ¡Viva el aparejador Garzullo!». Estaba claro que entre la muchedumbre había muchas personas estafadas por Gargano.
—Pero ¿por qué la toman tanto con él? —preguntó la mujer mientras salía Mimì. No paraba de retorcerse las manos y su rostro, antes pálido, estaba por reacción más colorado que un tomate.
—Bueno, algún motivo puede que tengan —contestó diplomáticamente el comisario—. Usted sabe mejor que yo que el contable ha desaparecido.
—De acuerdo, pero ¿por qué hay que pensar enseguida en algo malo? Puede haber perdido la memoria por culpa de un accidente de tráfico, de una caída, cualquier cosa… Yo me tomé la libertad de telefonear… —Dejó la frase sin terminar y movió la cabeza con desconsuelo—. Nada —dijo como si diera por concluido un pensamiento.
—Dígame a quién telefoneó.
—¿Usted ve la televisión?
—A veces. ¿Por qué?
—Me habían dicho que hay un programa que se llama «¿Quién lo ha visto?» y que trata sobre personas desaparecidas. Conseguí el número y…
—Entiendo. ¿Qué le dijeron?
—Que no podían hacer nada porque yo no estaba en condiciones de facilitarles los datos indispensables: edad, lugar de la desaparición, fotografía, cosas de este tipo.
Se hizo el silencio. Las manos de Mariastella se habían convertido en un solo nudo inextricable. Por un instante, el condenado instinto de policía de Montalbano, que estaba tumbado dormitando, se despertó de golpe vete tú a saber por qué.
—También debe tener en cuenta, señorita, la desaparición del dinero junto con el contable. Se trata de miles de millones, ¿sabe?
—Lo sé.
—¿Usted no tiene ni la menor idea de dónde…?
—Yo sé que invertía el dinero. En qué y dónde, lo ignoro.
—¿Y él y usted…?
El rostro de Mariastella se convirtió en una llamarada de fuego.
—¿Qué… qué quiere decir?
—¿Él y usted han tenido algún contacto después de la desaparición?
—Si lo hubiéramos tenido, se lo habría dicho al señor Augello. Es él quien me interrogó. Y le repito lo que le dije a su subcomisario: Emanuele Gargano es un hombre que tiene un solo objetivo en la vida: hacer felices a los demás.
—No tengo la menor dificultad en creerla —dijo Montalbano.
Y era sincero. En efecto, estaba convencido de que el contable Gargano seguía haciendo felices a putas de altos vuelos, barmans, directores de casinos y vendedores de coches de lujo en alguna isla perdida de la Polinesia.
Mimì Augello regresó con una botella de agua mineral, unos vasos de plástico y el móvil pegado a la oreja.
—Sí, señor, sí, señor, ahora mismo se lo paso. —Le ofreció el artilugio al comisario—. Es para ti. El jefe superior.
¡Vaya por Dios, menuda lata! Las relaciones entre Montalbano y el jefe superior Bonetti-Alderighi no se podían definir precisamente como cordiales y basadas en el mutuo aprecio y la simpatía.
Si el jefe lo llamaba por teléfono, significaba que tenía algún asunto desagradable que discutir. Y, en aquel momento, él no estaba de humor para eso.
—A sus órdenes, señor jefe superior.
—Venga inmediatamente.
—Dentro de una horita como máximo estaré…
—Montalbano, usted es siciliano, pero, por lo menos en la escuela, habrá estudiado el italiano. ¿Entiende el significado del adverbio «inmediatamente»?
—Espere un momento que lo repaso. Ah, sí. Significa «sin interposición de lugar o de tiempo». ¿He acertado, señor jefe superior?
—No se haga el gracioso. Dispone exactamente de media hora para llegar a Montelusa.
Y cortó la comunicación.
—Mimì, tengo que ir a ver al jefe superior enseguida. Coge el revólver del aparejador y llévalo a la comisaría. Señorita Cosentino, permítame un consejo: cierre ahora mismo este despacho y váyase a casa.
—¿Por qué?
—Verá, dentro de poco todo el pueblo se enterará de la ocurrencia del señor Garzullo. Y no se puede descartar que algún imbécil quiera repetir la hazaña, sólo que esta vez podría tratarse de alguien más joven y más peligroso.
—No —dijo con firmeza Mariastella—. Yo no abandono este puesto. ¿Y si, por casualidad, vuelve el contable y no encuentra a nadie?
—¡Imagínese qué desilusión! —dijo Montalbano, enfurecido—. Y otra cosa: ¿va usted a presentar una denuncia contra el señor Garzullo?
—De ninguna manera.
—Mejor así.
El denso tráfico que había en la carretera de Montelusa empeoró el humor de Montalbano. Además, el comisario se sentía incómodo porque le escocía la arena que tenía entre los calcetines y la piel y bajo el cuello de la camisa. A unos cien metros a mano izquierda y, por tanto, en dirección contraria a la suya, se encontraba El Descanso del Camionero, donde hacían un café de primera. Al llegar casi a la altura del local, puso el intermitente y giró. Estalló un cataclismo, un guirigay de frenazos, bocinas, gritos, insultos y tacos. Milagrosamente, consiguió llegar indemne a la explanada del local, bajó y entró. Lo primero que vio fue a dos personas a las que reconoció de inmediato a pesar de que se encontraban casi de espaldas. Eran Fazio y Galluzzo, tomándose una copichuela de coñac por barba, o eso por lo menos le pareció a él. ¿Un coñac a aquella hora de la mañana? Se situó entre ambos y pidió al camarero un café. Al reconocer su voz, Fazio y Galluzzo se volvieron de golpe.
—A vuestra salud —dijo Montalbano.
—No…, es que… —empezó a justificarse Galluzzo.
—Estábamos un poco pasmados —dijo Fazio.
—Necesitábamos tomarnos algo un poco fuerte —remachó Galluzzo.
—¿Pasmados? ¿Y eso por qué?
—Ha muerto el pobre aparejador Garzullo. Ha sufrido un infarto —explicó Fazio—. Cuando llegamos al hospital, estaba inconsciente. Llamamos a los enfermeros y se lo llevaron corriendo adentro. Nada más aparcar el coche, entramos y nos dijeron que…
—Nos ha impresionado —dijo Galluzzo.
—Pues a mí también me está impresionando —comentó Montalbano—. Haced una cosa, averiguad si tenía familia, y si no la tenía buscad a algún amigo íntimo. Ya me diréis algo cuando vuelva de Montelusa.
Fazio y Galluzzo saludaron a su jefe y se marcharon. Montalbano se bebió con calma el café y después recordó que El Descanso también era famoso porque vendía un queso de cabra que nadie sabía quién lo hacía pero que era exquisito. Al momento le entró hambre y se desplazó hacia la parte de la barra donde, además del queso, se exponía salami, morcillas de cabeza de cerdo hervida y salchichas. Estaba a punto de ceder a la tentación, pero consiguió reprimirse y se limitó a comprar un queso pequeño. Cuando trató de entrar en la carretera desde la explanada, comprendió que no le iba a resultar fácil, pues la hilera de coches y camiones era compacta y no presentaba ninguna brecha. Tras una espera de cinco minutos, vio un hueco y se metió. Circuló sin poder quitarse de la cabeza el germen de un pensamiento al que no conseguía dar forma, y eso lo cabreaba. Y así, sin darse ni cuenta, se encontró de nuevo en Vigàta.
¿Qué iba a hacer? ¿Echarse de nuevo a la carretera de Montelusa y llegar a Jefatura con retraso? Como ya todo estaba perdido, decidió irse a su casa de Marinella, ducharse, cambiarse y después, limpio y fresco, presentarse ante el jefe superior con la cabeza despejada. Justo cuando se encontraba bajo el chorro de la ducha se le aclaró el pensamiento. Aproximadamente media hora después detuvo su vehículo delante de la comisaría, bajó y entró. Y, nada más entrar, lo ensordeció un grito de Catarella, aunque, más que un grito, fue una cosa intermedia entre un ladrido y un relincho.
—¡Aaaaaah, dottori, dottori! ¿Está aquí? ¿Está aquí, dottori?
—Sí, Catarè, estoy aquí. ¿Qué ocurre?
—¡Pues ocurre que el siñor jefe superior está armando la gorda, dottori! ¡Cuatro veces ha llamado! ¡Cada vez más furioso!
—Pues dile que se calme.
—¡Dottori!, yo jamás en la vida me atrevería a hablarle así al siñor jefe superior. ¡Eso sería una falta de respeto muy grande! ¿Qué le digo si llama de nuevo nuevamente?
—Que no estoy.
—¡Eso nunca, Dios mío! ¡No le puedo contar una trola, una mentira tan grande al siñor jefe superior!
—Pues entonces se lo pasas al señor Augello.
Abrió la puerta del despacho de Mimì.
—¿Qué quería el jefe?
—No lo sé, aún no he ido.
—¡Virgen santísima! ¡Habrá que oírle, a ése!
—Pues lo vas a oír tú. Llámalo y dile que, mientras me dirigía a toda prisa a reunirme con él, me he salido de la carretera por exceso de velocidad. Nada grave, tres puntos en la frente. Dile que, si me encuentro mejor, iré a verlo por la tarde. Dale palique hasta que lo marees. Y después me cuentas.
Entró en su despacho e inmediatamente apareció Fazio.
—Quería decirle que hemos localizado a una nieta del aparejador Garzullo.
—Os felicito. ¿Cómo lo habéis hecho?
—No hemos hecho nada, dottore. Es ella la que se ha presentado. Estaba preocupada porque esta mañana, cuando fue a verlo, no lo encontró en casa. Esperó y después decidió venir aquí. Le he tenido que dar la triple y terrible noticia.
—¿Por qué triple?
—Verá usted, dottore. Uno: no sabía que su abuelo había perdido todos sus ahorros con el contable Gargano; dos: no sabía que su abuelo había montado una escena de película de gángsters, y tres: no sabía que su abuelo había muerto.
—¿Cómo ha reaccionado, pobrecita?
—Mal, sobre todo al enterarse de que al abuelo le habían birlado el dinero que había ahorrado y que le habría correspondido a ella en herencia.
Se retiró Fazio y entró Mimì, secándose el sudor del cuello con un pañuelo.
—¡Me las ha hecho pasar putas, el jefe! Al final, me ha dicho que te diga que, si no estás a punto de morir, te espera esta tarde.
—Mimì, siéntate y cuéntame todo este asunto del contable Gargano.
—¿Ahora?
—Ahora. ¿Acaso tienes prisa?
—No, pero es una historia muy enredada.
—Pues desenrédamela.
—Muy bien. Pero piensa que yo sólo te puedo contar de la misa la media, pues nos hemos encargado exclusivamente de la parte que nos corresponde por orden del jefe; el grueso de la investigación correrá a cargo del señor Guarnotta, el gran especialista en estafas.
Y, mirándose a los ojos, no consiguieron reprimir una sonora carcajada, pues era bien sabido que a Amelio Guarnotta dos años atrás lo habían convencido para que adquiriera un considerable número de acciones de una empresa encargada de convertir el Coliseo de Roma, tras su privatización, en un aparthotel de lujo.
—Vamos allá. Emanuele Gargano nació en Fiacca en febrero de mil novecientos sesenta y obtuvo el diploma de contable en Milán.
—¿Por qué en Milán? ¿Acaso sus padres se habían trasladado allí?
—No, sus padres se habían trasladado al cielo por culpa de un accidente de tráfico. Y entonces, como era hijo único, fue adoptado por un hermano de su padre, soltero y director de un banco. Con la ayuda de su tío, después de sacarse el diploma de contabilidad entró a trabajar en el mismo banco. Diez años más tarde, al morir su protector, pasó a una agencia inmobiliaria, donde demostró su valía. Hace tres años abandonó la agencia e inauguró en Bolonia la «Rey Midas», de la cual es titular. Y aquí hay la primera cosa rara. Por lo menos, eso me han dicho, porque esta parte no era asunto nuestro.
—¿Qué es esta cosa rara?
—En primer lugar, que la plantilla de la «Rey Midas» de Bolonia estaba integrada por una sola empleada, algo parecido a nuestra señorita Cosentino, y que el volumen de negocios de la gestora correspondía a algo así como dos mil millones de liras en tres años. Una auténtica miseria.
—Una tapadera.
—Claro. Pero una tapadera preparatoria, dada la descomunal estafa que el contable iba a organizar más tarde por estas tierras.
—¿Me quieres explicar bien esta estafa?
—Muy fácil. Supongamos que me confías un millón para que lo invierta y te dé un buen interés. Al cabo de seis meses, te entrego doscientas mil liras de beneficio, el veinte por ciento. Es un porcentaje muy alto, y se corre la voz. Aparece otro amigo tuyo y me confía su millón. Al término del segundo semestre, te doy otras doscientas mil liras y otras tantas a tu amigo. Llegado a este punto, decido esfumarme. He ganado un millón cuatrocientas mil liras. Réstale cuatrocientas mil de gastos y la conclusión es que me he metido en el bolsillo un millón neto. Resumiendo, según Guarnotta se ha embolsado más de veinte mil millones de liras.
—Coño. Todo por culpa de la televisión —dijo Montalbano.
—¿Qué pinta aquí la televisión?
—Pinta mucho. No hay telediario que no te bombardee con la Bolsa, el Nasdaq, el Dow Jones, el Mibtel, la Pollatel… La gente se impresiona, no entiende ni torta, sabe que se corren riesgos pero que se puede ganar, y se arroja en brazos del primer estafador que pasa: deja que yo también participe en el juego, déjame participar… En fin, ¿qué idea te has formado?
—Mi idea, que es también la de Guarnotta, es que entre los clientes más gordos debía de haber algún mafioso, el cual, al verse estafado, lo liquidó.
—¿O sea, que tú, Mimì, no perteneces a la escuela de pensamiento según la cual Gargano se lo está pasando en grande en una isla de los mares del Sur?
—No. ¿Y tú qué piensas?
—Yo pienso que tú y Guarnotta sois un par de gilipollas.
—¿Y por qué?
—Ahora te lo explico. Pero, antes, intenta convencerme de que existe un mafioso tan imbécil que no es capaz de darse cuenta de que lo de Gargano es una estafa de lo más vulgar. En todo caso, el mafioso lo habría obligado a aceptarlo como socio mayoritario. Además, ¿cómo se las habría arreglado ese hipotético mafioso para adivinar que el contable estaba a punto de estafarlo?
—No te entiendo.
—Somos un pelín lentitos, ¿verdad, Mimì? Reflexiona. ¿Cómo habría podido adivinar el mafioso que Gargano no se presentaría para el pago de los intereses? ¿Cuándo lo vieron por última vez?
—Ahora no me acuerdo muy bien, hace un mes aproximadamente, en Bolonia. Le dijo a la empleada que al día siguiente se iría a Sicilia.
—¿Cómo?
—Que se iría a Sicilia —repitió Augello.
Montalbano descargó un manotazo sobre la mesa.
—¿Pero es que lo de Catarella es contagioso? ¿Tú también te estás idiotizando? Te pregunto cómo iba a viajar a Sicilia. ¿En avión? ¿En tren? ¿A pie?
—La empleada no lo sabía. Pero siempre que estaba en Vigàta circulaba con un Alfa ciento sesenta y seis superequipado, de esos que llevan un ordenador en el salpicadero.
—¿Lo han encontrado?
—No.
—Tenía un ordenador en el salpicadero, pero en su despacho no he visto ninguno. Curioso.
—Tenía dos. Los ha mandado retirar Guarnotta.
—¿Y qué ha descubierto?
—Aún están en ello.
—¿Cuántos empleados había en la sucursal de aquí, además de la Cosentino?
—Dos chavales, de esos de hoy en día que lo saben todo de Internet y cosas por el estilo. Uno, Giacomo Pellegrino, es licenciado en Ciencias Económicas; la otra, Michela Manganaro, también está a punto de licenciarse en Económicas. Ambos viven en Vigàta.
—Quiero hablar con ellos. Anótame sus teléfonos. Cuando regrese de Montelusa quiero verlos.
Augello se puso muy serio, se levantó y abandonó la estancia sin despedirse.
Montalbano lo comprendió; Mimì temía que él le arrebatara la investigación. O, peor todavía, pensaba que se le había ocurrido una idea genial que podría encauzar la investigación por el camino apropiado. Pero, en realidad, no era así. ¿Cómo podía decirle a Augello que se basaba en una impresión sin fundamento, en una leve sombra, en una fina telaraña que se podía romper al menor soplo de viento?
En la trattoria San Calogero se zampó dos raciones de pescado a la parrilla seguidas, como primer y segundo plato. Después dio un largo paseo digestivo por el muelle hasta llegar al faro. Dudó un instante en sentarse en la roca de costumbre, pero soplaba un viento muy fuerte y frío y, además, pensó, era mejor quitarse de la cabeza el asunto del jefe superior. Al llegar a Montelusa, en lugar de dirigirse de inmediato a la Jefatura, se presentó en la redacción de Retelibera. Le dijeron que Zito, el periodista amigo suyo, estaba fuera, realizando un reportaje. Pero Annalisa, la secretaria para todo, se puso a su disposición.
—¿Han realizado algún reportaje acerca del contable Gargano?
—¿Por su desaparición?
—Y también por lo de antes.
—Hemos hecho montones.
—¿Me podría facilitar los que a usted le parezcan más significativos? ¿Los podría tener mañana por la tarde?
Tras dejar el coche en el aparcamiento de la Jefatura Superior, entró por una puerta lateral y aguardó la llegada del ascensor. Había tres personas esperando. Conocía a una de ellas, un subcomisario, y ambos se saludaron. Hicieron pasar primero a Montalbano. Cuando ya estaban todos dentro, incluido un sujeto que había llegado corriendo en el último momento, el subcomisario alargó el dedo para pulsar el botón y se quedó paralizado por el grito de Montalbano.
—¡Quieto!
Todos se volvieron a mirarlo, medio asustados, medio perplejos.
—¡Permiso! ¡Permiso! —dijo, abriéndose paso a codazos.
Una vez fuera, corrió a su coche, lo puso en marcha y se fue soltando palabrotas. Había olvidado por completo la trola que Mimì le había contado al jefe, según la cual le habían dado un par de puntos en la frente. Lo único que podía hacer era regresar a Vigàta y pedirle a un amigo farmacéutico que le aplicara un vendaje.