6

Noche infame, un total de ocho larguísimas llamadas hechas y recibidas desde Boccadasse, provincia de Génova, hasta que el cansancio y el sueño se impusieron a los dos contendientes. Se presentó en el despacho con una pinta espantosa. Al verlo con aquella cara, ni siquiera Catarella tuvo el valor de ir más allá de un normal:

—Buenos días, dottori. —Dicho, por si fuera poco, a media voz.

—Buenos días una mierda —fue la fúnebre y amenazadora respuesta.

Nadie se atrevió a molestarlo durante unas dos horas. En efecto, eran poco más de las once cuando llamaron discretamente a la puerta. Era Fazio, a quien ya debían de haber advertido del negro humor del comisario, pues dijo mientras se sentaba:

Dottore, ¿quiere apostar a que, en cuanto yo empiece a hablar, se le pasa de golpe el ataque de mal humor?

—Apostemos. ¿Cómo es que estás aquí en lugar de estar vigilando a Giacomo Arena?

—Ya lo he vigilado, dottore. De la sorpresa que me he llevado me he caído de culo, dicho sea con todo el respeto.

—Cuéntame.

—Esta mañana a las seis me he apostado con mi coche en la carretera de Piano Torretta. Me he llevado a Alfano porque está con nosotros desde hace una semana y nadie lo conoce. Llevaba también la cámara. Bueno, pues a las siete de la mañana nos ha adelantado la camioneta de Arena que luce escrito en los costados «G. ARENA - MUDANZAS - TRANSPORTES». Él delante y nosotros detrás. A medio camino se ha detenido en una gasolinera y, como había un poco de cola, ha bajado. Entonces se me ha ocurrido una idea. Le he dicho a Alfano que le preguntara si podría hacerle una mudanza urgente. Mientras Alfano hablaba con él, he sacado un montón de fotografías que ya están revelando. Al volver, Alfano me ha dicho que Arena le había contestado que ya no se dedica a hacer mudanzas ni transportes porque ahora trabaja como colaborador fijo al servicio de una empresa. Cuando ha terminado, lo hemos seguido y hemos visto dónde se detenía, justo a la entrada de un gran almacén, en el que ha entrado. Al poco rato han salido dos hombres, que han cargado varios frigoríficos y calentadores de baño en la camioneta. Al finalizar la operación, Arena se ha sentado al volante y se ha ido a entregar los electrodomésticos.

—¿Por qué no lo has seguido?

—Porque ya no era necesario. Las fotografías ya las tenía y hasta me había enterado de para quién trabaja Arena; consta en el rótulo del almacén.

—¿Qué dice?

—Electrodomésticos Infantino.

—¿Y qué?

—¿Lo ha olvidado, dottore? La otra vez se lo comenté. Calogero Infantino es aquel señor sin antecedentes penales, comerciante de electrodomésticos, casado con Angelina Cuffaro, que figura en los nuevos consejos de administración de las empresas adquiridas por Balduccio junior.

Montalbano lo miró asombrado.

—Pero ¿cómo? ¿Ahora Arena se pone a trabajar para la familia Cuffaro, la que mató a su padre?

Dottore, pero ¿no dice usted mismo que los tiempos han cambiado? Ahora sólo se piensa en términos de bisnis.

Inesperadamente Montalbano esbozó una sonrisa. Y Fazio también.

Dottore, ¿he ganado la apuesta?

—Sí.

—Pues entonces invíteme a un café, que falta me hace.

—A mí también —dijo el comisario bostezando.

A última hora de la mañana, Montalbano decidió reunir al estado mayor de la comisaría, integrado por él mismo, Fazio y Augello.

—Las cosas, tal como yo lo veo, se desarrollaron de la siguiente manera. Balduccio junior regresa de América para blanquear un dinero mafioso. Puesto que pertenece a la tercera generación, en lugar de declararles la guerra a los Cuffaro, se alía con ellos, estableciendo cierto reparto de los beneficios. Los negocios le van bien porque trabaja bajo mano, adquiriendo empresas al borde de la quiebra. Sin embargo, cuando pretende extender su radio de acción al mercado al por mayor del pescado, tropieza con dos dificultades. La primera es que la compañía de Belli, la Vigamare, va viento en popa y, por consiguiente, los métodos tienen que ser distintos de los utilizados hasta el momento; la segunda es que Fernando Belli es un hombre honrado, difícil de doblegar. Pero Balduccio no tarda en descubrir la trama oculta de la Vigamare, es decir, lo del otro socio, el cuñado de Belli, Gerlando Mongiardino. Lo aborda, o manda que otros lo aborden, y le plantea las ventajas que podría obtener si él, Balduccio, consiguiera introducirse de alguna manera en la sociedad. Gerlando Mongiardino habla evidentemente de ello con su cuñado, pero éste lo manda al carajo. De ahí las peleas que todos conocemos. ¡Y un cuerno disparidad de criterios acerca del rumbo de la empresa!

—Perdona que te interrumpa —dijo Mimì—. Pero ¿qué interés puede tener Gerlando Mongiardino en cambiar de socio y aliarse con alguien como Balduccio junior?

—No sabemos lo que Balduccio junior le ha prometido. O a lo mejor piensa que disfrutará de mayor libertad de movimiento para meterse en el bolsillo el dinero de la empresa.

—¿Apostamos a que, al menor fallo, Balduccio junior lo arroja a los peces para que se lo coman vivo? —dijo Fazio.

—Sigamos. La partida se encontraba estancada cuando a Balduccio se le ocurre una manera de obligar a Belli a ceder. El secuestro de la hija. Entonces…

—Un momento —lo interrumpió Mimì—. No me convence.

—¿Qué?

—Esta historia del secuestro. Es un método viejo, un método mafioso a la antigua. Tú mismo, Salvo, has afirmado que estos nuevos mafiosos son burócratas que utilizan otros medios de presión, y sólo cuando no pueden evitarlo… El secuestro no encaja con el modus operandi de Balduccio junior.

—Mimì, ya que te has puesto en plan de doctas citas, yo también voy a empezar a ponerme culto. Una vez leí una novela, creo que se llamaba «Olvidar Palermo», aunque puede que el título fuera otro, a veces me confundo. En cualquier caso, esa novela narra la historia del descendiente de una familia de mafiosos, como nuestro Balduccio junior, nacido y crecido en América, que estudia, se convierte en una persona culta y de finos modales, entra a formar parte de la alta sociedad y se casa con una rica americana. Ambos se van de vacaciones a Palermo, donde un gesto de admiración de alguien con respecto a la esposa es mal interpretado por el marido. Rápidamente la relación entre el marido y el otro se convierte en un desafío. Y a medida que el desafío se va volviendo cada vez más peligroso, e incluso mortal, el marido pierde progresivamente la cultura, la delicadeza y la elegancia para adquirir en su lugar astucia, violencia y voluntad homicida. En resumen, retrocede. Palermo lo hace regresar a sus orígenes, a sus raíces. Pues bien, Balduccio junior ha tropezado con alguien que lo estaba desafiando y ha regresado rápidamente, aunque por muy poco tiempo, a sus orígenes. Pero ese breve viaje hacia atrás lo joderá. Se trata del rapto de una persona y no importa que se haya hecho para conseguir un rescate o para ejercer una fuerte presión sobre alguien. La duración también es irrelevante. Tanto si ha durado una hora como si ha durado un año, sigue siendo un secuestro. Y el secuestro de una persona, por lo que a mí me consta, aún no se ha despenalizado.

—¡En fin! —dijo en tono dubitativo Mimì.

—Sigamos adelante. Balduccio junior convence a Gerlando de que le revele los movimientos de Belli y su familia cuando vengan a Vigàta por Pascua. Y le explica que se tratará de un falso secuestro, a la niña no se le hará ningún daño. Un daño que sí se hará en el futuro a algún familiar en caso de que Belli no acepte sus exigencias. Balduccio junior, para llevar a cabo materialmente la acción, recurre a su cómplice Calogero Infantino y éste le transmite el encargo a Giacomo Arena, a quien Balduccio ha puesto a trabajar en su almacén. Desde hace algún tiempo los Mongiardino y los Belli ya tienen decidido ir a celebrar el lunes de Pascua a Marina Sicula. Cosa de la cual Gerlando ha informado debidamente a Balduccio. Sólo que a Belli ya no le apetece hacer esa comida en el campo, consiguen convencerlo a última hora del domingo, pero él quiere cambiar de destino, irán a Piano Torretta. Esta decisión de última hora se la comunica su hermana a Gerlando, el cual se ve obligado a advertir el cambio de destino a Balduccio, que ya había mandado preparar el secuestro en Marina Sicula. Por consiguiente, tienen que improvisar de alguna manera. Gerlando, que es el primero en llegar a Piano Torretta, coloca las mesas en un punto estratégico, junto a los setos y cerca del paso. Le facilita a través del móvil a Balduccio la posición exacta en que se encontrarán a la hora de comer. Balduccio le pasa la información a Giacomo Arena. Éste se traslada al lugar, por otra parte vive muy cerca de allí, y se dispone a esperar la ocasión propicia. La cual se presenta finalmente cuando la niña pierde la pelota. La obliga a subir al coche y la mantiene prisionera en el garaje de su casa, a pocas decenas de metros de distancia. Al cabo de dos horas encuentran a Laura, pero Belli es una persona demasiado inteligente y comprende lo que hay debajo. Creo que incluso recibió una llamada explícita de Balduccio junior. Trastornado, indignado más que atemorizado, le cede la mitad del negocio al cuñado, del cual ya le consta que es no sólo un ladrón sino también un delincuente que no se detiene ni siquiera ante el secuestro de una chiquilla que, por si fuera poco, es su sobrina, y regresa a Roma. Dispuesto a no volver a poner los pies en Vigàta.

—Bonita reconstrucción —dijo Mimì—. Perfectamente verosímil. Es más convincente que la novela que nos has contado. Pero ¿dónde están las pruebas? ¿Qué elementos obran en nuestro poder? Sólo palabras y conjeturas.

Montalbano estaba a punto de contestarle cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante!

Entró el agente Alfano. Sostenía en la mano un sobre que entregó a Fazio.

—Las fotografías —dijo.

Y se retiró. Fazio abrió el sobre. Las fotografías que le había hecho a Arena eran unas veinte, pero dos en concreto, en las que el rostro de Arena aparecía en primer plano, eran muy nítidas y perfectamente definidas.

—Aquí están las pruebas —dijo Montalbano, mirándolas.

Por lo que le había dicho Fazio, la casa de Giacomo Arena se encontraba a medio kilómetro de la de los Carmona. Cuando pasó por delante en su camino hacia Gallotta, Montalbano aminoró la velocidad. Más que una casa era una casita de campo muy mal conservada, con fragmentos de revoque desprendidos y unas persianas que llevaban años pidiendo a gritos una mano de pintura. El garaje, con la persiana metálica cerrada, era una construcción rectangular adosada a la parte lateral de la casita. Resultaba evidente que debía de haber sido un establo.

Aceleró, estaba deseando llegar a Gallotta.

El estanco de Bonsignore estaba en la plaza. Entró y vio detrás del mostrador a un chaval de unos veinte años, tan delgado que hasta daba miedo y con ojos de pez muerto. Se quedó momentáneamente desconcertado, esperaba encontrar allí al falso monseñor.

—¿Qué desea? —preguntó el chico.

—La verdad es que quería hablar con el señor Bonsignore.

—Mi tío me ha pedido que lo sustituyera, hoy no podía venir.

—Pero ¿está aquí, en Gallotta?

—Pues claro. No ha podido venir porque tenía que atender a su mujer, que está con gripe.

—¿Puedes decirme dónde vive?

—Perdone, pero ¿usted quién es?

—Soy el comisario Montalbano.

Los ojos de pez muerto del chico parecieron cobrar vida.

—¿Hay alguna novedad sobre el secuestro?

Montalbano se sorprendió.

—¿Qué secuestro?

—El de la niña del lunes de Pascua. Mis tíos se pasan la vida comentándolo por todo el pueblo.

—No ha habido ningún secuestro. Y es precisamente para aclarar las cosas por lo que he venido. ¿Quieres indicarme dónde vive tu tío?

—En la puerta de al lado —dijo el chico en tono decepcionado.

El señor Bonsignore vestía una inesperada bata de estar por casa de color morado que hasta le otorgaba un aire decididamente cardenalicio.

—¡Comisario, qué alegría! ¡Qué sorpresa tan agradable!

—¿Su señora cómo está?

—Mejor, mejor. La fiebre le está bajando.

Lo hizo pasar a un austero salón. En las paredes, una crucifixión de autor anónimo, que mejor que siguiera siendo anónimo toda la eternidad, una Virgen con el pecho traspasado por siete espadas, una natividad con un Niño Jesús desproporcionado, mucho mayor que el buey y el asno juntos.

—¿Le apetece un poco de rosolí?

¡Rosolí! Pero ¿todavía existía? Estuvo tentado de aceptar, pero después temió tener que tragarse un brebaje letal.

—No, gracias, no se moleste. Sólo lo entretendré unos minutos.

Se sacó del bolsillo una de las dos fotografías de Giacomo Arena y se la pasó a Bonsignore. Éste la examinó. Detenidamente. Pero parecía más perplejo que convencido.

—¿Y quién es este señor? —decidió preguntar al final.

Montalbano, que no esperaba esa pregunta, se vio perdido.

—Pero ¿cómo, no lo reconoce? ¡Es aquel hombre que usted vio con la niña el lunes de Pascua! ¡Fíjese bien!

Bonsignore se levantó y se acercó a la ventana, donde había más luz. Miró y remiró la fotografía, acercándola y alejándola.

—Ahora que me obliga a pensarlo, cierto parecido sí hay. Pero en conciencia no me atrevo a… Comprenda, comisario, todo ocurrió tan rápido… Yo estaba efectuando la maniobra y, por consiguiente… Cierto que presencié toda la escena, pero de ahí a decir qué cara tenía aquel hombre… —La expresión de Bonsignore pasó de dubitativa a triunfal—. ¡Entonces era verdad, fue un secuestro! ¡Nosotros teníamos razón!

—¿Qué lo induce a pensarlo?

—¡El mismo hecho de que usted haya venido aquí con esta fotografía!

—No, por Dios, el posible reconocimiento lo necesito para confirmar una coartada de este hombre.

Y se inventó una historia tan tortuosa que hasta él mismo se perdió en ella. Puesto que Bonsignore tenía dudas, el hecho de decirle que se trataba de un reconocimiento para exonerar a alguien tal vez lo ayudara a vencer sus escrúpulos. Pero el otro no se movió.

—Lo siento, comisario, pero no…

—¿Por qué no le muestra la fotografía a su señora? —sugirió Montalbano, todavía esperanzado.

—Es inútil. Clotilde lo vio todo, claro, pero es muy miope. En aquel momento no llevaba las gafas puestas.

Montalbano se sintió como alguien que, al ir al banco a cobrar un talón de un millón de euros, es informado por el cajero de que se trata de un talón sin fondos.

* * *

—¿Eso es todo? —dijo el fiscal Carlentini.

—¿Por qué? ¿No basta? —preguntó Montalbano.

—Tengo que reflexionar.

El fiscal Carlentini se apoyó contra el respaldo del pesado asiento de madera labrada, y cerró los ojos. Después los abrió y empezó a mirar, sin moverse ni un solo milímetro, la pared que tenía delante.

«A lo mejor ha caído en estado de catalepsia», pensó Montalbano.

No había caído en estado de catalepsia. Porque levantó el brazo izquierdo y se puso a examinar la manga de la chaqueta, soplando suavemente encima de ella. Después hizo lo mismo con el brazo derecho. Al final miró a Montalbano. La reflexión debía de haber terminado.

—No —dijo.

—¿No qué? —preguntó el comisario, enfureciéndose por momentos.

—Con lo que tenemos en la mano, no me atrevo a firmar una orden de registro. Por otra parte, ¿qué espera encontrar en aquel garaje?

—No lo sé —admitió.

—¿Lo ve?

—¡Pero la partida es importante, dottore! Nos permitiría impedir, ya en sus comienzos, un tráfico mafioso de amplias proporciones que…

—Me doy perfecta cuenta, comisario. Pero precisamente porque se trata de un asunto muy serio, hay que moverse con suma cautela y sólo cuando tengamos en nuestro poder elementos concretos. Un gesto precipitado por nuestra parte podría dar al traste con todo.

—De acuerdo. Pero entretanto, ¿cómo me las arreglo yo para…?

—¡Montalbano! ¿Qué me está usted diciendo? ¡Pero si usted es famoso por sus métodos, cómo diría, poco ortodoxos!

* * *

Dutturi, ¿qué pasa? ¿No tiene apetito esta noche?

Enzo contemplaba sorprendido el plato en que aparecía desmenuzado aquí y allá sólo uno de los tres espléndidos salmonetes. Los otros dos estaban intactos.

—Me noto mal sabor de boca.

Era la pura verdad, la concreción de una metáfora. Partida perdida en toda la línea, las fotografías de Arena ya podía arrojarlas al retrete; el fiscal, sin duda con toda justicia, no había querido arriesgarse. Y él se sentía impotente. Quizá el avance de la vejez aminoraba no sólo el ritmo de sus pasos sino también el de su cerebro. En otros tiempos, que ahora le parecían muy lejanos, seguro que se le habría ocurrido una solución. Ahora, en cambio, sólo una ventosa cabeza entre espacios ventosos. ¿De quién era aquel verso? No consiguió recordarlo. Pero quienquiera que fuese el autor describía de maravilla su estado actual.

El teléfono sonó cuando no hacía ni cinco minutos que había llegado a Marinella.

—¿Dígame? ¿Quién habla? —se apresuró a preguntar para evitar cualquier equívoco.

Era Linda.

—¿Has cenado?

—Sí.

—Yo también. ¿Puedo ir un ratito a tu casa?

—Mira, Linda, mañana tengo que levantarme muy temprano y…

—Me quedaré una hora como máximo, lo juro.

—Bueno, pues ven.

Nada más colgar, pensó que lo mejor sería telefonear de inmediato a Livia.

—¿Qué quieres?

Vaya por Dios, ¿aún no se le había pasado? Por lo que creía recordar, la última llamada de la víspera había sido de carácter pacificador.

—¿Todavía la tienes tomada conmigo?

—Sí.

—Pero si anoche…

—Lo he pensado mejor.

—Oye, Livia, no te pongas así, necesito hablar contigo, quiero tu consejo.

—¿Quieres que yo te dé un consejo? ¿Por qué no se lo pides a esa Linda?

En su interior se disparó una especie de resorte, incontrolable.

—Se lo pediré en cuanto llegue.

—Ah, ¿conque está yendo para allá?

—Sí, pero no para…

Se dio cuenta de que estaba hablando al vacío. Livia había colgado. Pero ¿qué idioteces estaba haciendo? Para que se le pasaran los nervios, fue a sentarse a la galería. Al poco rato llegó Linda. Le dejó sitio en la banqueta.

Ella fue inmediatamente al grano.

—¿Querrías decirme a qué punto has llegado en la investigación?

—A un punto muerto.

—¿Y eso por qué?

Se lo contó todo en una especie de desahogo. Todo, hasta lo de Bonsignore, que no se había atrevido a reconocer a Giacomo Arena en la fotografía, hasta lo del fiscal que le había negado el registro.

—Pero, perdona, Salvo, ¿qué esperabas encontrar en el garaje de Arena?

—Es la misma pregunta que me ha hecho el fiscal. Y te contesto lo mismo que a él: no lo sé.

—Pues entonces, ¿a qué tanto empeño?

—Me siento como un perro de caza, su instinto y su olfato lo advierten de que en las inmediaciones tiene que haber algo, pero no consigue averiguar de qué se trata.

Linda permaneció un rato en silencio. Después dijo:

—Todo lo que la niña llevaba puesto cuando la secuestraron lo seguía teniendo cuando apareció delante de la verja del chalet Riguccio. Eso lo sé con toda certeza.

—¿Cadenitas? ¿Sortijitas?

—No llevaba.

—¿Algún lazo en el cabello, alguna cinta?

—No.

Después de un breve silencio, Linda hizo una pregunta que sorprendió a Montalbano:

—¿Te molesta que encienda un momento el televisor?

—No, pero ¿qué quieres ver?

—Cómo va la Juve.

—¿Eres hincha?

—Sí. ¿Tú no?

—No, pero adelante, faltaría más.

Linda se levantó, pero inmediatamente se quedó paralizada. El comisario la miró. La chica permanecía inmóvil con la boca abierta y los ojos desorbitados.

—¡Dios mío! ¡La pelota! —consiguió decir al final.

—¿Qué pelota? —preguntó Montalbano perplejo.

—La pelota de Laura. La tenía hasta que la secuestraron. La tenía en el coche y en el garaje. Hasta la dibujó. ¡Pero ya no la tenía cuando apareció delante de la verja de los Riguccio!

—¿Estás segura?

—¡Segurísima! ¡Su abuelo le estaba haciendo otra!