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Debía de ser una explicación fraguada en el seno de la familia para no perder la dignidad a los ojos del pueblo, el cual conocía muy bien la verdadera causa de las peleas, que no era otra que la irresistible atracción que el sexo femenino ejercía en Gerlando y que lo inducía a meterse en el bolsillo el dinero de la empresa y estafar de mala manera a su cuñado.

Merecía la pena aclarar la cuestión.

—¿Podría esbozar brevemente en qué consiste la disparidad de criterios entre ustedes a propósito de la dirección de la compañía?

—Muy sencillo: yo quiero que la Vigamare se expanda cada vez más y se abra a nuevos mercados y él no, él quiere que todo siga tal como está.

—¿Y usted se explica por qué su cuñado no quiere ampliarla? ¿Acaso es excesivamente prudente?

Una manera amable de insinuar la hipótesis de que Belli no se fiaba de Gerlando Mongiardino.

—No se trata de prudencia. Yo diría más bien falta de interés. Fernando tiene otros negocios mucho más importantes en Roma, es un empresario capaz de arriesgar mucho.

—¿Pues entonces?

—Le seré sincero, comisario. Esta empresa de Vigàta Fernando sólo la constituyó para complacer a su mujer, es decir, mi hermana, la cual quería verme bien colocado puesto que yo no tenía trabajo fijo. Y, además, ella pensaba que el negocio sería un pretexto para que mi cuñado viniera a menudo a Vigàta, y de esa manera ella tendría más ocasiones de ver a sus padres. En resumen, para Fernando la Vigamare no tiene ninguna importancia mientras que para mí lo es todo.

—Su padre me dijo que teme que las relaciones entre ustedes hayan llegado al punto de ruptura.

—Todo lo que tenía que romperse ya se ha roto.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que mi cuñado se retiró de la sociedad la víspera de su partida hacia Roma. Fuimos al notario aquella misma tarde.

Por consiguiente, las cosas ya habían alcanzado el punto crítico que decía el abogado Mongiardino. Debía de haber habido una pelea terrible entre Belli y Gerlando.

—¿Y quién ha adquirido su cuota?

—Yo.

¡¿Él?! ¿Y con qué había pagado? ¿Con habas y garbanzos? ¿Con conchas de marisco? Y si se había comprometido a abonarla a plazos, ¿cómo era posible que Belli se hubiese fiado una vez más de aquel tarambana?

—Disculpe, señor Mongiardino, la que voy a hacerle es una pregunta que efectivamente no tiene nada que ver con el secuestro y, por consiguiente, es usted muy libre de no contestar, pero ¿podría decirme qué sistema han acordado para el pago de la cuota?

—En efectivo.

Montalbano puso una cara tan sorprendida que Mongiardino se sintió obligado a dar una explicación.

—Por supuesto que no he acudido al notario con maletas llenas de billetes. He hecho una transferencia de fondos desde mi cuenta a la suya.

¿Fondos? ¿De qué fondos estaba hablando? ¿Del fondo del mar? ¿De los bajos fondos? Sin embargo, comprendió que Gerlando Mongiardino, con mucha habilidad, lo había empujado a darse de bruces contra una pared. Los bancos jamás traicionarían el secreto bancario, e ir a hablar con el notario sería como pretender mantener un diálogo con un cadáver.

—¿Hay otros socios?

—No.

¿Qué más se podía decir?

—Felicidades y enhorabuena —dijo Montalbano, levantándose.

—Gracias, comisario. Y espero haber aclarado…

—Perfectamente.

Se estrecharon la mano sonriendo.

—¿Linda? Soy Montalbano.

—¡Cuánto me alegro! Dime.

—Necesito verte.

—¿Ya estamos en ese plan? —Y soltó una risita.

Montalbano se puso colorado como un tomate.

—Di… discúlpame, Linda, pero me he portado como un…

—No te preocupes. Dime.

—Tengo que hacerte una pregunta sobre algo que insinuaste y que después se me fue por completo de la cabeza.

—Pregunta.

—¿Tú sabes dónde encontraron a Laura?

—Delante de la verja del chalet del doctor Riguccio.

—Bueno, es que me parece que dijiste que tú conocías aquella zona, la que va desde Piano Torretta a Gallotta.

—Sí.

—¿Querrías acompañarme allí?

—Pues claro. ¿Cuándo?

—Esta tarde si puedes. Sobre las cinco. Dejas tu coche frente a la comisaría y seguimos con el mío. ¿Sabes dónde está la comisaría de Vigàta?

—No.

—Ahora te lo explico.

Empezó a hablar, plenamente convencido de que jamás conseguiría indicarle el camino a Linda. No porque la comisaría estuviera situada en el interior de un laberinto sino a causa de su congénita incapacidad topográfica. Sólo podía llegar a un lugar porque el cuerpo lo llevaba por su cuenta hasta allí. Tras pasar diez minutos diciendo «a la segunda a la izquierda, giras inmediatamente a la derecha» y «a la tercera a la derecha, giras a la segunda también a la derecha», se dio por vencido.

—Mejor preguntas cuando llegues a Vigàta.

—Traigo un buen cargamento —dijo Fazio al entrar en el despacho de Montalbano, que en aquel momento estaba hablando con Augello.

—Siéntate y cuéntame.

Dottore, tengo que hacer una premisa. Llevo los bolsillos llenos de papeles y necesito consultarlos de vez en cuando. ¿Puedo hacerlo sin temor a que me pegue un tiro?

—Por esta sola y única vez, sí.

¿Cómo se las habría arreglado para guardarse en el bolsillo todos aquellos papeles que sacó y que, al final, formaron un montón sobre la mesa del comisario? A continuación, Fazio carraspeó y apoyó la espalda en el respaldo del asiento. Estaba visiblemente orgulloso de su trabajo. Al fin decidió abrir la boca.

—Bueno, pues el americano tiene y no tiene cuatro empresas dedicadas a participar en los concursos de adjudicación de obras públicas.

—No empecemos a soltar chorradas —dijo el comisario, irritado—. ¿Qué significa eso de que tiene y no tiene?

—Ahora mismo se lo explico, dottore. Estas cuatro empresas se encuentran desde hace tiempo con ciertos problemas, habían tenido dificultades para el pago de los impuestos, algunas de sus obras habían sido clausuradas por incumplimiento de las normas de seguridad laboral, habían sido multadas por retrasos en la entrega y cosas por el estilo. Para reanudar sus actividades habrían debido resolver los asuntos pendientes, regularizar su situación, pero les faltaba el dinero. En determinado momento, es decir, hace menos de tres meses, ocurrió el milagro. Las cuatro sociedades cuyos nombres le digo ahora mismo… —Y comenzó a revolver el montón de papeles que tenía delante.

—¿Podrías ahorrármelo? —imploró Montalbano con un hilillo de voz.

—De acuerdo —accedió magnánimamente Fazio—. Las cuatro empresas hallan el dinero necesario para regularizar su situación, pero…

—Pero se ven obligadas a cambiar de manos —terció Augello.

—¡Ahí está lo bueno! No cambian de manos, apenas se modifica el organigrama empresarial. El administrador delegado que había antes permanece en su sitio, el consejo es esencialmente el mismo. Sólo que entre los consejeros de administración ahora figura Balduccio Sinagra. Y, junto con él, aparece otro nombre. En estas compañías Balduccio vale oficialmente como un dos de copas.

—Pero oficiosamente se ha convertido en propietario de las cuatro y los otros son hombres de paja o casi —concluyó el comisario.

—Exacto. Es él, Balduccio, el que ha sacado el dinero para regularizar la situación de las empresas y comprarlas. El perito Farruggia, que en estas cosas tiene un olfato de galgo siciliano, se ha enterado, por vía indirecta a través de amigos que tiene en los bancos, de estos movimientos de dinero desde las cuentas de Balduccio a las cajas de las compañías.

—Perdonadme —intervino Mimì—. Hasta aquí, yo no veo en todo esto ninguna irregularidad. Si Balduccio quiere presentarse tan sólo como un consejero más de administración, allá él. La pregunta es más bien: ¿cómo es posible que tenga todo ese dinero a su disposición? ¿Lo ha encontrado aquí o se lo ha ganado en América? ¿No podríamos preguntar a…?

—Mire, dottore —lo interrumpió Fazio—, que acerca de la vida americana de Balduccio se saben bastantes cosas. Farruggia se ha informado a través ciertas personas que viven en Nuva-york, Bruculín y otros lugares, personas que con nosotros jamás abrirían la boca. ¿Me explico?

—Sí. Sigue.

—No hay nada contra Balduccio junior, aparte de alguna mala compañía.

—¿Mala en qué sentido?

—Bueno, viejos mafiosos amigos de su padre, boss en período de desarme… Pero esencialmente Balduccio fue, hasta el momento de trasladarse a Vigàta, un brillante empleado de banca.

—Pero ¿por qué vino? —preguntó Mimì.

—Oficialmente, y estamos siempre en las mismas, entre lo oficial y lo oficioso, para tratar de recuperarse de un terrible dolor. Perdió a su novia en un accidente automovilístico y sufrió mucho por ese motivo. Entonces le aconsejaron que se distrajera cambiando de aires. Y él eligió la tierra de su padre y su abuelo.

—¡Qué alma tan delicada y sensible! —dijo Montalbano.

—¿Y oficiosamente? —preguntó Mimì sin soltar el hueso.

—Oficiosamente vino, por cuenta de sus malas amistades, a hacer toda una serie de inversiones. Porque aquí en nuestro país el momento es propicio mientras que en Estados Unidos hay demasiados controles, entre otras cosas por culpa de la cuestión del terrorismo.

—Pero ¿quién le dio el dinero? —saltó Mimì—. No creo que su sueldo de empleado de banca, por muy brillante que fuera…

—Oficialmente —lo interrumpió Fazio—, se trata de una herencia.

—El tío de América —dijo Montalbano.

—No, señor dottore. En este caso, el abuelo de Sicilia. Don Balduccio senior, y sigo hablando de la versión oficial, parece que exportó capitales al extranjero. Unos capitales que no pudieron embargarse porque nadie tenía conocimiento de su existencia. Cuando don Balduccio senior murió, ese dinero pasó a Balduccio junior. ¿Está claro? Oficiosamente, en cambio, don Balduccio senior jamás exportó nada de nada. Es dinero sucio, reciclado, que puede volver a entrar en el país haciéndolo pasar por reintegro de capital desde el extranjero. Este dinero, quienquiera que sea el propietario, entró legalmente en el país, Balduccio junior pagó el dos y medio por ciento que marca la ley y ahora está totalmente en regla.

Se hizo un profundo silencio.

—Farruggia —añadió Fazio al cabo de un rato— me ha insinuado incluso algo que se refiere a Belli. Parece que tiene…

—… intención de vender su cincuenta por ciento al cuñado —dijo Montalbano, completando la frase.

—Sí. ¿Y usted cómo lo sabe?

—Lo sé. Pero no se trata de una intención, la cosa ya está hecha. ¿Te ha dicho Farruggia quién le dio el dinero a Gerlando Mongiardino?

—Según él, detrás de toda la operación está como siempre nuestro amigo americano, que tiene mucho interés en ampliar sus negocios.

—Me da la impresión de que muy pronto habremos de empezar a contar muertos —dijo Mimì—. Los Cuffaro no se quedarán cruzados de brazos viendo a un Sinagra que se presenta aquí para hacer lo que le dé la gana.

Montalbano pareció no dar importancia a las palabras de Mimì. En su lugar se dirigió a Fazio.

—Nos has dicho que en los nuevos consejos de administración, aparte del nombre de Balduccio junior, siempre hay otro.

—¡Sí, señor! —exclamó sonriendo con los ojos muy brillantes.

—¿Por qué te hace tanta gracia?

—¡Porque usía es un policía de los que no hay!

—Gracias. ¿Me dices el nombre?

—Calogero Infantino.

—¿Y ése quién es?

—Calogero Infantino es un señor sin antecedentes penales que hasta la llegada del americano poseía un establecimiento de venta al por mayor y al por menor de electrodomésticos.

—¿Y después de la llegada del americano?

—Conservó el negocio.

—Pues entonces, ¿qué tiene que ver con el americano?

—Con el americano no tiene nada que ver. Pero resulta que Calogero Infantino está casado con Angelina Cuffaro.

—¡Coño! —exclamó Mimì—. ¡Los Cuffaro y los Sinagra se han aliado!

—Ni más ni menos. Y por lo que me consta, el pacto entre ambas familias mafiosas lo ha exigido, como primera condición, Balduccio junior. Por consiguiente, Dottore, no habrá ni ráfagas de kalashnikov ni muertos que contar. Los Cuffaro y los Sinagra se llevarán de maravilla.

—¿Y nosotros qué podemos hacer? —preguntó Mimì.

—Podemos hacer lo que hacían los antiguos —dijo Montalbano.

Augello lo miró perplejo.

—¿Y qué hacían los antiguos?

—Se rascaban la tripa y se miraban el ombligo.

Fue a la trattoria, pero no le apetecía mucho comer. Enzo se dio cuenta y se preocupó:

—¿Cómo se encuentra, dutturi?

—Bien, gracias.

—Pues entonces, ¿por qué no tiene apetito?

—Porque de vez en cuando me acuden demasiados pensamientos a la cabeza.

—Malo, dutturi. ¿Sabe una cosa? Hay dos partes del cuerpo que no quieren pensamientos: la tripa y la otra que usía ya entiende.

A pesar de que no tenía necesidades digestivas, dio el largo paseo por el muelle hasta llegar al faro. Sentado en la roca de costumbre, recordó el pensamiento que le había quitado el apetito. Y que no era un pensamiento propiamente dicho. Era algo que no encajaba en la forma de actuar del secuestrador de Laura. Pero no lograba identificar y enfocar debidamente aquel algo.

Regresó al despacho, se puso a firmar una montaña de papeles y, en determinado momento, sonó el teléfono.

¿Dottori? Ha venido una siñora a decir que fuera lo espera un maestro.

El delirio de Catarella empeoraba día a día: Mastro era el apellido de Linda. Puntualísima.

—¿De qué conoces tú el lugar al que nos estamos dirigiendo?

Linda esbozó una sonrisa.

—Crecí en él. Mi padre compró un terreno por aquella zona y se construyó una casita. Después, cuando yo tenía quince años, la vendió a su hermana, tía Rita.

—Entonces, ¿tus recuerdos se detienen en aquel período?

—No. Yo quería mucho a tía Rita y los domingos iba a verla. Su marido, tío Carlo, era de esos que lo saben todo de todos.

—Por consiguiente, ¿tus tíos viven todavía allí?

—No. Hace un par de años tío Carlo fue trasladado a Cosenza, donde nació, y entonces vendió a su vez la casa.

—¿Sabes a quién?

—A los Carmona, a quienes conozco.

—Ahora te digo por qué estamos yendo hacia allá.

—No hace falta. Lo he comprendido.

—¿Qué has comprendido?

—Que vamos a buscar una casa, un chalet o lo que sea, que también tenga un garaje de obra.

¡Había que ver cómo le funcionaba la cabeza a aquella chica tan guapa! Montalbano la contempló con admiración.

—¿Por qué vas por este camino? Es más largo —dijo Linda.

—Lo sé. Pero quiero ver una cosa. Sólo un momento.

Se detuvo y bajó. Linda lo siguió. El chalet de los Sinagra se levantaba en la cumbre de la colina bajo la cual discurría la carretera, todas las ventanas estaban abiertas, y delante de la verja, antaño protegida por hombres armados, había tres coches aparcados. Balduccio tenía invitados, pero no se veía ni un alma. Los tiempos habían cambiado, ya no eran necesarios los guardaespaldas ni las escuadras de vigilancia; todo a la luz del día.

—Ya podemos irnos.

—Por tu manera de mirar esas ventanas —dijo Linda—, parecías Romeo bajo el balcón de Julieta. ¿Esperabas que asomara?

Montalbano no contestó. Al llegar a Piano Torretta, entró con el coche por uno de los pasos abiertos en la cerca de arbustos.

—¿Tú sabes dónde habían dispuesto la mesa los Mongiardino?

—Sí. Sigue adelante todavía un poquito. ¿Ves allí abajo aquel otro paso? Se colocaron justo al lado.

Montalbano continuó y se detuvo donde le había dicho Linda. Bajaron. Piano Torretta, de forma casi totalmente circular, era una zona muy extensa y los Mongiardino se habían situado junto al borde y, por si fuera poco, cerca de un paso en que sin duda debía de haber mucho tráfico.

—No fue una elección muy afortunada —comentó Linda.

—Con que se hubieran colocado un poco más hacia el centro, a la niña no le habría ocurrido nada. La pelota con la que estaba jugando jamás habría podido alcanzar la cerca de arbustos y rebasarla.

—Ya —dijo secamente Linda.

Volvieron a subir al automóvil, cruzaron el paso y se encontraron en la carretera que llevaba a Gallotta. Había muy poco movimiento.

—¿Hacia dónde vamos ahora? —preguntó Linda.

—De momento, abre la guantera, encontrarás un bolígrafo y una libreta. De aquí al chalet del médico hay unos seis kilómetros. Has de anotar a quién pertenecen las viviendas situadas a ambos lados de la carretera, si lo sabes. Si no lo sabes, marca el lugar con un punto interrogante. Como es natural, sólo tomaremos en consideración las casas que tengan un garaje de obra.

—Y si encontramos una casa que podría tener un garaje pero no está a la vista, ¿qué hacemos?

—Nos detenemos, bajamos y entramos en acción. Aunque me vea obligado a saltar alguna verja.

—¿Por qué sólo tú? Me he puesto pantalones a propósito.

* * *

Comprendieron de inmediato que la cuestión iba a ser bastante más complicada. En primer lugar, las casas no estaban todas alineadas a lo largo de la carretera, sino que había algunas en segundo término. De esas últimas sólo podía verse la fachada, pues la parte de atrás era invisible desde la carretera y había que acercarse todo lo posible recorriendo estrechos caminitos, echar una ojeada y retroceder. Una imprevista pérdida de tiempo. Por si fuera poco, algunas casas estaban rodeadas de muretes a los que hubo que encaramarse para poder echar un exhaustivo vistazo. Por suerte, no se veía a nadie, eran segundas residencias, aún no había llegado la temporada de vacaciones y, además, era un día laborable. Montalbano dijo en determinado momento:

—Para facilitarnos el trabajo, todas las casas tendrían que ser como aquélla de allí.

Y señaló una a mano derecha, una auténtica edificación campestre, con su garaje obtenido de lo que antaño fuera un establo, muy visible y cerrado por una persiana metálica.

—Por desgracia —dijo Linda—, ésa es justamente la casa que te decía, aquella donde crecí. Ahora pertenece a los… ¡Acércate! ¡Para!

—¿Qué pasa? —preguntó el comisario, obedeciendo automáticamente.

—Me parece que hay alguien —dijo Linda, bajando a toda prisa y llamando a voz en grito—: ¡Señora Carmona!

Sentado en su sitio, el comisario vio aparecer a una anciana desde detrás de la casa, y luego la vio levantar los brazos al cielo al reconocer a Linda, correr a su encuentro y fundirse con ella en un abrazo. Ambas mujeres se pasaron un rato conversando animadamente y después Linda se giró hacia el coche.

—¡Salvo! ¡Ven!

Él se apeó, las mujeres habían entrado en la casa, las siguió. Se encontró en un confortable salón de estilo rústico. La señora Carmona era una mujer de setenta y tantos años que enseguida le cayó muy bien porque le recordaba vagamente a una vieja amiga suya, una maestra jubilada, Clementina Vasile-Cozzo. La misma manera de hablar, la misma franqueza en las palabras y los gestos. Michelangelo, el marido, se había ido a Vigàta, pero no tardaría en regresar. ¿Por qué Linda no lo esperaba? Se alegraría mucho de verla de nuevo. Ellos habían dejado definitivamente el pueblo y se habían trasladado a vivir allí, donde reinaba la paz de los ángeles. Por allí cerca, otras familias también habían hecho lo mismo. Y muchas más seguirían su ejemplo a pesar del problema del agua, que recibían por medio de camiones cisterna. Sin dejar de hablar, se dirigió a la cocina y regresó con una bandeja.

—Tenéis que probar este parfè de almendras a la antigua que he hecho hoy mismo, no admito excusas. ¿Qué habéis venido a hacer por aquí?

Mientras se deleitaba zampándose una ración de tarta semifría verdaderamente exquisita, Montalbano le contestó que por una de sus investigaciones, pero no dijo cuál, debía efectuar una especie de censo de las viviendas de aquella zona. Y puesto que Linda… La señora Carmona lo interrumpió.

—Si hubierais venido directamente aquí, os habríais ahorrado un montón de tiempo. Mi marido ya ha hecho ese censo.

—¿Y eso por qué?

—Porque puede que haya una posibilidad de conexión con la red hidráulica. Pero hay que participar en los gastos, y entonces él se ha pasado todo un mes yendo de puerta en puerta para preguntar quién está dispuesto… ¡Ah, pero ya está aquí su coche!