3

A la mañana siguiente de un día frío y encapotado en que soplaba un viento que cortaba la cara, Montalbano fue convocado por el jefe superior. Al pasar por delante de la plaza del Ayuntamiento de Montelusa, observó una escena extraña. Un distinguido cincuentón, con abrigo, bufanda, guantes y sombrero, sostenía en alto una pancarta de madera que decía: «MAFIOSOS Y CABRONES». Delante de él, un guardia un tanto alterado le estaba diciendo algo. Los pocos viandantes pasaban de largo, no sentían curiosidad, hacía demasiado frío. Montalbano aparcó, bajó y se acercó. Fue entonces cuando reconoció al hombre de la pancarta, era el aparejador Gaspare Farruggia, propietario de una pequeña empresa constructora. Una persona de bien.

—¡Disuélvase! ¡No voy a repetírselo! ¡Disuélvase! —lo conminaba el guardia.

—Pero ¿por qué?

—¡Porque se trata de una manifestación no autorizada! ¡Disuélvase!

—No puedo disolverme yo solo —replicó tranquilamente el aparejador—. Con esta temperatura, más bien me solidificaré.

—¡No se haga el gracioso!

—No lo hago, imagínese las ganas que yo tengo de eso, estoy corriendo el peligro de que me disuelva en ácido sulfúrico quien yo me sé.

Sólo en aquel momento el guardia reconoció a Montalbano.

—Comisario, este señor de aquí…

—Ya puedes retirarte. Yo me encargo de él.

—Buenos días, dottor Montalbano —dijo cortésmente el solitario manifestante, cuyo rostro había adquirido un tono rojoazulado a causa del frío.

El comisario no tardó nada en convencerlo de que abandonara momentáneamente la protesta para ir a reponerse a un cercano café. Se sentaron a una mesa. Mientras se deleitaba con un capuchino hirviendo, el hombre le explicó que unos cuantos empresarios honrados habían decidido agruparse y constituir una pequeña asociación contra el crimen organizado. Había una ley regional que fomentaba la formación de dichas asociaciones e incluso las subvencionaba. Era también una forma, añadió, de dar a conocer los nombres de los empresarios que no tenían nada que ver con la mafia.

—¿Ya no basta con el certificado antimafia? —preguntó el comisario.

—Mi querido Dottore, con la nueva ley, la cuantía de las obras para la cual no se necesita el certificado ha subido a quinientos mil euros. Por consiguiente, bastará con fraccionar las subcontratas de tal manera que ninguna de ellas supere el medio millón de euros. Además, ahora son posibles las subcontratas de un cincuenta por ciento cuando antes eran del treinta por ciento y así se hace la trampa. Hasta quien lleva escrito en la cara que es un mafioso puede conseguir una subcontrata. ¿Me explico?

—Perfectamente.

—En resumen, queríamos defendernos, dar a conocer que nosotros, con certificado o sin él, somos distintos de todos esos mafiosos dispuestos a tomar por asalto la caja fuerte.

—¿Y qué ocurrió?

—Ocurrió que fuimos a Palermo. Nadie sabía indicarnos el despacho apropiado. Un vía crucis que duró tres días, nos enviaban de Poncio a Pilato. Al final tropezamos con uno que dijo que teníamos que inscribirnos en el correspondiente registro habilitado en los municipios de las capitales de provincia. Entonces regresamos a Montelusa y yo, que soy el presidente de esta asociación, acudí al Ayuntamiento. Pero aquí tampoco nadie sabía nada. Después encontré a un funcionario que me explicó que el tal registro no existía, pues aún no habían llegado de Palermo las normas para su constitución. Han pasado dos meses y todavía no han llegado. Una solemne tomadura de pelo. Entretanto, surgen como setas toda una serie de nuevas sociedades que no tropiezan con ningún obstáculo burocrático a pesar de que todo el mundo sabe que las han creado unos testaferros.

—¿Por ejemplo?

—Tiene donde elegir. En Fiacca la familia Rosario ha constituido cinco, en Fela la familia De Rosa también cinco, en Vigàta el americano tiene cuatro, pero quiere ampliar el negocio a otros sectores, en Montelusa la familia…

—Un momento. ¿Quién es el americano?

—¿No lo sabe? Balduccio Sinagra junior. ¡Ha venido corriendo de Estados Unidos al ver los vientos que soplaban por allí! ¡Aquí todo es un chollo, mi querido dottore! ¿Sabe que ahora ya no es necesario presentar al Ministerio unas relaciones detalladas del estado de las obras, sino tan sólo, y cito textualmente, «notas informativas sintéticas con periodicidad anual»? ¿Qué le parece a usted? ¿Y sabe que…?

—No quiero saber nada más —dijo Montalbano, levantándose y pagando la cuenta.

Durante la hora que pasó en presencia del jefe superior, Montalbano tuvo la sensación de que la silla en que estaba sentado le quemaba literalmente las posaderas. Hasta el jefe superior lo notó.

—Montalbano, ¿qué le ocurre que no se está quieto?

—Un forúnculo, señor jefe superior.

Nada más regresar a la comisaría, llamó a Fazio y Augello y les reveló lo que había averiguado a través del aparejador.

—Y no me ha parecido que Farruggia hablara a tontas y a locas. Quiero conocer los nombres de las sociedades de Balduccio Sinagra junior, cómo están constituidas, dónde tienen su sede legal. Yo no entiendo nada de todas esas cosas, pero en el Tribunal o en la Cámara de Comercio estas sociedades han de constar.

—Yo me encargo de eso —dijo Fazio—. No es difícil. Y en todo caso, voy a ver al aparejador Farruggia y le pido que me eche una mano.

—¿Me explicas el porqué de este interés, Salvo? —preguntó Mimì.

—Porque el asunto me huele a chamusquina. El nieto de un boss que ha ganado una fortuna con las contratas amañadas regresa de América y constituye cuatro sociedades dispuestas a participar en las licitaciones de las obras públicas. ¿No te parece raro?

—A mí no. Es posible que haga las cosas de manera legal. Nosotros podemos intervenir como máximo en caso de que la cague.

—Pero como a nosotros no nos cuesta nada obtener esos datos… De esa manera, si algún día la caga tal como tú dices, nos encontraremos en una situación de ventaja. Oye, Mimì, ¿tienes el nombre y el número de teléfono de la psicóloga que ha atendido a la chiquilla?

—¿De qué estamos hablando? —preguntó Augello, sorprendido por aquel repentino cambio de tema.

—¿Has olvidado el intento de secuestro de la hija de Belli?

—Ah, sí, me lo ha dicho todo Beba.

—¿Quieres llamar a esa señora y preguntarle si puede pasar por aquí esta tarde? A la hora que le vaya mejor.

—Dice que pases tú por su casa esta tarde a la hora que te vaya mejor —dijo Mimì cuando vio entrar a Montalbano en el despacho tras haberse dado un atracón de morralla en la trattoria de Enzo y tener, en consecuencia, los reflejos un tanto embotados.

—¿Quién dice qué?

—La psicóloga. Olinda Mastro. Te doy su dirección de Montelusa. No me ha parecido una persona muy fácil.

—¿Sabes qué te digo? Voy ahora mismo.

A la doctora Mastro, de treinta y tantos años, alta, compacta, rubia y guapa, la aparición de Montalbano en su puerta no le hizo la menor gracia.

—¿No podía haber llamado antes?

—Pero es que mi subcomisario, con quien usted ha hablado, me ha dicho que…

—De acuerdo. Pero una llamada no habría estado de más.

—Mire, si está ocupada, pasaré en otro momento.

—No, por Dios, ahora ya está aquí…

Se apartó para dejarlo entrar. ¿Cómo decía Matteo Maria Boiardo? «Principio tan gozoso buen fin promete». Por consiguiente, si el principio había sido tan gozoso, ¡cómo sería la continuación!

—Por aquí.

El apartamento era grande y luminoso, a pesar de que el día no era muy bueno. Ella le indicó que se sentara en un sillón de vivos colores, en un salón que parecía salido de una revista de decoración, pocos muebles pero muy elegantes.

—¿Le molesta que fume? —preguntó el comisario.

—Sí.

—Mejor no perder el tiempo. He venido a hablar con usted a propósito de…

—… de Laura, la niña, lo sé. Pero quisiera saber qué espera obtener de mí. Y, en cualquier caso, tendré que decepcionarlo.

—No ha entendido nada, ¿verdad? Por otra parte yo siempre he pensado que todas estas historias de psicología son cosas totalmente descabelladas.

La formulación de aquella pregunta tan grosera y el ofensivo comentario posterior habían sido deliberados. Era una provocación y seguramente Olinda Mastro caería de lleno en la trampa. Sin embargo, la psicóloga se pasó un ratito mirándolo, y, al final, una divertida sonrisa la hizo pasar de guapa a guapísima.

—No cuela —dijo.

Montalbano también sonrió.

—Le pido disculpas.

Aquella sonrisa recíproca generó un repentino cambio en la atmósfera, como si se hubiese disuelto la barrera invisible que hasta aquel momento los había separado.

—La verdad es que estoy furiosa.

—¿Por qué?

—Porque cuando había conseguido ganarme la absoluta confianza de Laura, a sus padres va y se les ocurre llevársela a Roma.

—¿A usted le parece extraño?

—Inexplicable. Y, además, casi con toda seguridad volverá a encerrarse en sí misma y el trauma enseguida se le quedará dentro como un grumo no disuelto que…

—¿A través de quién se ha enterado de que se habían ido?

—He llamado a los Mongiardino para decirles a qué hora iría a su casa y entonces el abogado me ha contado que habían tenido que irse. Si lo hubiera sabido antes, habría tratado de convencer a Lina, la madre, que es amiga mía.

—¿Qué explicación le ha dado el abogado Mongiardino?

—Que han llamado a su yerno urgentemente a Roma por un asunto relacionado con sus negocios. Pero digo yo: ¿qué necesidad había de llevarse a toda la familia? Podía haber dejado a Laura con su madre unos cuantos días más en casa de los abuelos.

—¿O sea que usted no ha logrado averiguar nada a través de la niña?

—Algo sí. Por lo menos, eso creo. —Miró un instante al comisario con aire pensativo y después tomó una decisión—. Venga conmigo.

Recorrieron el pasillo hasta la primera puerta, Olinda Mastro la abrió y Montalbano se encontró en una espaciosa estancia con el suelo literalmente cubierto de juguetes de todo tipo, muñecas, caballos de madera, casitas de hadas, osos de peluche, trenecitos, modelos de coches y aviones, pistolas espaciales y centenares de rotuladores y hojas de dibujo. Había también un coche de bomberos con escaleras de mano y faros: siempre, ya desde pequeño, había deseado uno como aquél. Tuvo que reprimir el impulso de agacharse y ponerse a jugar. Entretanto, la psicóloga había sacado de un estante de madera unas cuantas hojas de papel de dibujo.

—Éstos los ha hecho Laura. Por suerte tiene una extraordinaria capacidad para dibujar. Me los traje aquí para poder estudiarlos mejor. Mire.

Montalbano miró y no entendió nada de nada. Rectángulos torcidos, líneas quebradas, algo que debía de ser un coche, algo que debía de ser un hombre, algo que debía de ser una pelota de colores. Levantó los ojos con expresión inquisitiva.

—¿Poseen algún significado?

—Por supuesto que sí. Mire usted también esta hoja. ¿Qué representa?

—Parece un coche con cosas dentro.

—Exactamente. Es un coche. Esto de aquí delante es el hombre que secuestró a Laura, esto otro indica a la niña en el asiento posterior con su pelota, la que su abuelo le había pintado. ¿Y esta otra hoja?

—Me parece que representa a la niña con la pelota, el hombre y el coche. Pero…

—Diga —lo animó Olinda.

—Creo que ahora la niña y el hombre están fuera del coche.

—Muy bien. Así es. ¿No ve nada más?

—Sinceramente, no.

—¿No ve que el hombre, la niña y el coche están todos en el interior de un rectángulo?

—Es verdad. Pero ¿eso qué significa?

—Significa que están dentro de una habitación.

—¿Una habitación?

—Sí. ¿Y cómo se llama la habitación que puede contener un coche?

Montalbano se dio un manotazo en la frente.

—¡Santo cielo! ¡Un garaje!

—Lo ha comprendido. Mire este otro. Cronológicamente es anterior al que acaba de ver.

El coche estaba detenido delante de un rectángulo al lado del cual se encontraba el hombre. El rectángulo se había coloreado de gris con rotulador. Esa vez el comisario no tuvo la menor duda.

—Ésta es la persiana metálica del garaje que el hombre está abriendo.

—¿Ha visto cómo ha aprendido en poco tiempo? —dijo Olinda, volviendo a dejar las hojas en su sitio—. ¿Le apetece un café?

—Sí.

—Pues entonces quédese aquí jugando con aquel coche de bomberos. Se nota que se muere de ganas. Lo llamo en cuanto esté listo.

¡Bien por la psicóloga! Disfrutó de lo lindo con el cochecito, que hasta tenía una sirena que traspasaba los oídos. Por desgracia, enseguida lo llamaron desde el salón.

—Oiga, doctora…

—Llámeme Linda y yo a usted lo llamaré Salvo.

—De acuerdo. ¿No ha conseguido averiguar por la niña qué hizo el hombre cuando ambos estaban en el interior del garaje?

—No. Estaba justo empezando a abordar el tema. Pero tengo cierta idea.

—¿Cuál?

—Que no ocurrió absolutamente nada. La niña no sufrió la menor violencia, sólo recibió un tortazo una vez, no sé cuándo…

—Yo puedo decírselo.

Y le reveló lo que le había contado Bonsignore.

—Por consiguiente, si Laura no hubiera hecho aquel intento de fuga, el secuestrador ni siquiera le habría propinado aquel tortazo —concluyó la psicóloga.

—A su juicio —preguntó Montalbano—, ¿por qué secuestraron a la niña?

—A mi juicio, no la secuestraron —dijo serenamente Linda.

Montalbano pegó un brinco de caballo en la silla.

—Pero ¡qué dice!

—Lo que pienso. ¿Me ha preguntado mi opinión sí o no? Si queremos utilizar las palabras adecuadas, la niña fue apartada, repito, apartada, aunque fuese a la fuerza, de sus familiares justo lo suficiente para que todo el mundo creyera que la habían secuestrado. La tuvieron durante algún tiempo en el interior del garaje de una casa de las inmediaciones. Por allí todas las casas disponen de garaje, conozco el lugar.

¡Coño! ¡Pero qué inteligente era aquella mujer que en aquel momento estaba cruzando unas largas piernas! Así se explicaba la singularidad de aquel presunto secuestro: se trataba tan sólo de mantener escondida a la niña durante algún tiempo, lo justo para que se pudiera pensar en un rapto. Y estaba claro que la orden que había recibido el secuestrador era no sólo la de no causar a Laura el menor daño, sino también la de evitar que otros pudieran causárselo, deliberadamente o no.

—Quisiera abrazarla —se le escapó a Montalbano desde lo más profundo de su ser.

—Hágalo —dijo Linda, levantándose.

Como es natural, en la comisaría no encontró a Fazio, seguramente había salido de caza en busca de las sociedades del americano. Recordó que los de la Científica aún no habían dado señales de vida con el resultado de los exámenes de la ropa de Laura. Estaba convencido, después de lo que había dicho Linda, de que los de la Científica no descubrirían nada importante. Aun así llamó sólo por el placer de tocarle los cojones a Vanni Arquà.

—¿Arquà? Soy Montalbano. Permíteme felicitarte a ti junto con todo tu equipo de colaboradores por la prontitud y diligencia con que habéis atendido la petición de esta comisaría. Pondré todo mi empeño en informar detalladamente al señor jefe superior.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—Estoy hablando de la ropa de aquella niña que os mandé…

—Ah, ¿eso? Sí, los exámenes, los hemos hecho.

—¿Puedo experimentar la íntima satisfacción de saber por qué no me los habéis enviado?

—Montalbano, para enviártelos teníamos que hacer referencia a algo, ¿no crees? ¡Ni que fuéramos un laboratorio de análisis privado!

—Me dejas de piedra, Arquà. ¿Cómo es posible que nadie te haya puesto al corriente?

—¿De qué?

—Hubo un intento de secuestro de una niña que es la nieta de un destacado político. —Bajó repentinamente la voz y la dejó reducida a un soplo—. El asunto se mantiene en secreto, se sospechan oscuras tramas, hasta se habla de terrorismo… por eso no podía constar nada oficialmente.

—Comprendo, comprendo —dijo Arquà, bajando también la voz hasta convertirla en un soplo—. ¿Quieres conocer los resultados?

—Sí, pero dímelos por teléfono, ¡nada por escrito, por lo que más quieras!

—Espera un momento… Bueno pues —dijo Arquà al poco rato con un tono de voz todavía más sigiloso—, nada importante, en el vestido se han encontrado restos de salsa, mermelada, requesón y aceite de coche. Las braguitas estaban sucias de pipí, debió de hacérselo encima. Ah, en la parte posterior del vestido había tres cabellos masculinos, negros. Y nada más.

—Conservad bien esos tres cabellos. Gracias, Arquà. Y silencio absoluto, te lo ruego.

¡Pobre chiquilla! ¡Debía de haber pasado unos terribles momentos de angustia! Y en cuanto a las manchas de aceite de coche, eso no hacía sino confirmar la hipótesis de Linda: la niña había sido retenida durante algún tiempo en el interior de un garaje.

A la mañana siguiente, cuando llevaba unos diez minutos en su despacho, sonó el teléfono.

¿Dottori? Está aquí el señor Bongiardino, que quiere hablar con usía personalmente en persona.

Catarella seguía confundiendo la «m» con la «b». Debía de ser el abogado Mongiardino.

—Hazlo pasar.

No era el anciano abogado sino un cuarentón vestido con un caro traje a la medida. Lucía un antipático bigotito y un valioso Rolex en la muñeca. Hasta el perfume de la colonia con que se había impregnado debía de ser muy caro. Para aquella ocasión se había puesto un rostro severo.

—Soy Gerlando Mongiardino.

El mujeriego, el que metía la mano en la caja de la empresa. Se había presentado voluntariamente, ahorrándole al comisario la molestia de ir a verlo.

Montalbano le indicó por señas que se sentara, pero el hombre permaneció de pie.

—Gracias, me voy enseguida. He venido sólo para decirle que su manera de actuar me parece incorrecta.

—¿En qué sentido?

—Usted, utilizando como pretexto un hipotético secuestro acerca del cual no se ha presentado ninguna denuncia, que conste, ha ido a molestar a mi padre con preguntas que nada tienen que ver con la historia que le ocurrió casualmente a mi sobrina Laura.

—¿Qué significa casualmente?

—Que Laura se perdió mientras estallaba el temporal, que alguien cuidó de ella, la acogió en su coche y la dejó cuando todo terminó.

—¿Y por qué razón ese compasivo alguien la emprendió a bofetadas con ella?

—¿Se refiere al hecho de que Laura tenía una mejilla hinchada? Pero ¿quién le dice a usted que eso fue una bofetada?

—Dos testigos.

—¿Qué es lo que vieron?

Montalbano le contó punto por punto el relato de los Bonsignore. Al final, Gerlando Mongiardino esbozó una sonrisa.

—¡Pero, señor comisario, piense un poco! Si alguien intenta salvar a una niña que se ha perdido y esa niña huye de su salvador corriendo el peligro de acabar bajo las ruedas de un coche, ¿no sería posible que ese alguien perdiese momentáneamente la paciencia? Los señores Bonsignore creyeron que se trataba de un secuestro y, por consiguiente, todo lo que vieron lo enmarcaron en la óptica del secuestro. Sin embargo, las cosas pueden y tienen que verse desde otra perspectiva.

¡Bien por Gerlando Mongiardino! Su explicación era de una lógica aplastante.

—¿Usted ha leído alguna vez a Borges? —le preguntó Montalbano.

—¿Eso qué es, un libro? —replicó molesto.

Hay personas a quienes la pregunta acerca de si han leído un libro les resulta más ofensiva que el hecho de que alguien les pregunte si han tenido íntima amistad con Jack el Destripador.

—Usted perdone, pero dejando aparte el hecho de que sobre la desaparición de Laura yo tengo otra opinión, ¿cómo puedo llevar a cabo una investigación sin hablar con los familiares de la víctima?

—¿Y qué tienen que ver con el presunto secuestro de Laura las preguntas que le ha hecho usted a papá sobre mis relaciones con mi cuñado Fernando?

—Porque necesito un cuadro general de la situación. Es más, aprovechando que está usted aquí, ¿quiere explicarme el motivo de esas disputas? De hecho, yo tenía el propósito de acercarme a la Vigamare para hablar de ello.

—Nuestras disputas siempre han tenido el mismo motivo: la dirección de la empresa de la cual mi cuñado y yo somos socios cada uno al cincuenta por ciento. Eso es todo.