Como entremés un pulpito a la sal de lo más tierno, seguido de una fritura de chanquetes, de primero pasta con tinta de jibia, de segundo dos sargos asados de considerable tamaño. Le urgía un paseo digestivo-meditativo por el muelle. Lo empezó de muy buen humor. El honorable abogado Torrisi había regresado a toda prisa de Roma, llamado al servicio por la familia Cuffaro, alarmada sobre todo por la cabronería del adorado retoño Pino, y por eso a las cinco él iba a pasarlo en grande. Sin embargo, cuando se sentó en la aplanada roca que había bajo el faro, poco a poco el humor le cambió. Puede que fuera por la monótona y regular música de fondo del chapoteo del agua entre las rocas, pero el caso es que volvió a experimentar aquella desagradable sensación de ser un pelele en manos de un titiritero. De ser alguien que creía caminar libremente con sus propias piernas, sin saber que existían unos hilos invisibles que lo empujaban hacia delante. «Somos marionetas…». ¿Quién lo había escrito? Ah, sí, Pirandello. Por cierto, tenía que comprar el último libro de Borges. Misteriosamente, el nombre del escritor, tras haber penetrado en su cabeza, ya no quería volver a salir. «Borges, Borges», repetía una y otra vez. Y de pronto le acudió a la memoria una media página, o todavía menos, del autor argentino leída tiempo atrás. Borges contaba el argumento de una novela de intriga en la que todo nacía del encuentro absolutamente casual en un tren entre dos jugadores de ajedrez que no se conocían de nada. Ambos jugadores organizaban un delito, lo llevaban a término casi con pedantería y lograban que nadie sospechara de ellos. Borges escribía en suma un tema muy verosímil y lógicamente concatenado, sin la menor resquebrajadura. Sólo que, al final, añadía una posdata, una pregunta que era la siguiente: ¿y si el encuentro en el tren entre los dos jugadores no hubiera sido casual? Resulta que en la investigación que él estaba llevando a cabo, semejante pregunta ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Aquellas pocas líneas de Borges eran una inmensa lección acerca de la manera de llevar a cabo una investigación. Y por consiguiente, también en ese caso convenía hacerse una pregunta capaz de ponerlo todo patas arriba y someterlo a debate. Por ejemplo: ¿por qué Cusumano quería que mataran al juez Rosato? El cual, pobrecito, ya había llamado un par de veces para saber cómo iba el asunto. Fue un relámpago muy rápido. Comprendió que precisamente el juez Rosato era el punto débil de toda la historia. O, mejor dicho, el punto que él no había entendido. O, todavía mejor, el punto que él había dado inmediatamente por sentado. Respiró hondo, y de repente el aire del mar le penetró en el cerebro y le limpió todo el polvo, las telarañas y la suciedad que había dentro. Ahora, con la cabeza lúcida y despejada, podría empezar a razonar como era debido.
Faltaba un cuarto de hora para las cuatro cuando se levantó de la roca donde estaba sentado y regresó corriendo al pueblo. Sabía dónde vivía Fazio, el cual ya estaba seguramente en la comisaría. ¿Convenía que lo avisara? Habría sido una pérdida de tiempo, ya se lo contaría todo después. Fazio vivía en la parte alta del pueblo, en un horrendo edificio de reciente construcción. Llamó a través del portero electrónico. Le contestó una voz de mujer.
—Soy Montalbano.
—Señor comisario, mi marido está…
—En el despacho, ya lo sé. Pero yo quería hablar con… su amiga.
—Comprendo. Cuarto piso.
Cuarentona, simpática, la señora lo esperaba en la puerta.
—Pase, pase.
Lo acompañó a una estancia que era al mismo tiempo comedor y recibidor.
—Rosanna, en cuanto ha sabido que era usted, ha ido a cambiarse.
—¿Cómo se ha portado?
—Muy bien. Es una buena chica. Que se perdió detrás de un sinvergüenza.
Entró Rosanna un poco azorada y se detuvo en la puerta.
—Buenos días. —Llevaba puesto el vestido que le había regalado el comisario.
—Acércate. Tengo que hablar contigo. Siéntate.
Rosanna obedeció. En cambio, la señora Fazio se levantó.
—¿Tomará un café?
—No, gracias.
—Yo voy para allá. Si me necesita, llámeme.
La muchacha parecía muy tensa, una cuerda estirada al máximo, los tirantes labios dejaban casi al descubierto las encías y los dientes. Era evidente que las pocas horas pasadas en casa de los Fazio no le habían sentado demasiado bien.
—¿Me trae la buena noticia? —fue su primera pregunta.
—¿Cuál?
—¿Han detenido a Cusumano?
Ya no era Pinu, ahora lo llamaba por su apellido.
—Cuestión de horas. Lo detendremos, eso seguro, pero no por el motivo que tú nos has dicho.
—¿Y qué les he dicho yo?
—Que quería que tú mataras al juez Rosato.
—¿Por qué, según usía eso no es verdad?
—Porque no es verdad. Cusumano jamás te mencionó aquel nombre. Tú lo recuerdas porque lo oíste años atrás en tu casa, pues el juez se encargó de una querella que tu padre había presentado contra un vecino. Una querella que, entre otras cosas, ganó tu padre. Y para no olvidarte de su nombre, te llenaste el bolso de toda una serie de cosas que te hacían recordar. Mira, Rosanna, si Pino te hubiera mencionado realmente el nombre del juez, tú, enamorada tal como nos has dicho que estabas de Cusumano, jamás lo habrías olvidado, se te habría quedado marcado a fuego en la cabeza, no habrías necesitado echar mano de la rosa o el trozo de cinta elástica.
—¿Pues entonces a quién quería matar?
—A Pino Cusumano.
Oyó un «clac» casi imperceptible, el rumor de algo que se había roto o distendido de golpe, tal vez un muelle del sillón donde permanecía sentada la chica, pues era imposible, absolutamente imposible, que aquel ruido procediera del interior del cuerpo de Rosanna, del haz de sus nervios tensados hasta el límite del espasmo. Montalbano siguió adelante.
—Pero él encontró la manera de que tú no lo vieses cuando acudía al tribunal. Tenía miedo. Porque tú fuiste a visitarlo a la cárcel gracias al muy imbécil del dottor Siracusa, y le dijiste que ibas a matarlo. Ahí cometiste un grave error.
—No fue un error.
A Montalbano no le apetecía discutir y continuó.
—Un error porque Cusumano se llevó un susto y comprendió que tu intención era auténtica. Sólo que si le hubieras pegado un tiro, el revólver no habría funcionado. Pero eso tú no podías saberlo. Sin embargo, puesto que eres una chica inteligente, pensaste en la posibilidad de que tu propósito se quedara en agua de borrajas, y entonces te inventaste la historia de que Cusumano te exigía una prueba de amor, es decir, el asesinato del juez Rosato. Lo que me contaste a mí. Por consiguiente, si lo que tú tenías en la cabeza se hubiera convertido en realidad, el destino de Cusumano ya habría estado decidido en cualquier caso: o moría a tus manos o iba a la cárcel por instigación al homicidio. Sólo que las cosas se han desarrollado de otra manera. Y ahora habla tú.
Antes de poder articular una palabra, Rosanna abrió y cerró la boca dos o tres veces.
—¿Me explica por qué se la tengo jurada a muerte a Cusumano?
—Porque te violó.
Rosanna lanzó un grito y se levantó de un salto. Montalbano no consiguió levantarse. Sólo que esa vez la chica no tenía intención de hacerle daño. Había caído de hinojos y le abrazaba fuertemente las piernas con la cabeza sobre sus rodillas, gimiendo y balanceándose hacia delante y hacia atrás. Un animal herido. La señora Fazio se presentó en la estancia, había oído el grito. Montalbano le dijo sólo con los labios: «Agua».
La mujer regresó con un vaso y una jarra y se retiró de inmediato. Poco a poco el comisario apoyó una mano sobre el cabello de Rosanna y empezó a acariciárselo muy despacio. Después el gemido se transformó en llanto, un llanto no desesperado sino más bien liberador. Sólo entonces el comisario le preguntó si quería beber un poco de agua. Rosanna asintió con la cabeza. Pero las manos le temblaban demasiado, sólo consiguió beber cuando Montalbano le acercó el vaso a la altura de la boca como si fuera una niña.
—Levántate.
Pero Rosanna sacudió la cabeza, quería permanecer así, quizá sin mirar a los ojos a Montalbano. ¿Se avergonzaba de lo que se vería obligada a contar?
—No fue por lo que me hizo Cusumano.
Durante un instante, el comisario se sintió perdido. ¿A que se había equivocado en todo y sus razonamientos se despedirían alegremente de él y se irían al carajo?
—¿Pues entonces por qué?
—Por lo que me hizo hacer.
¿Qué significaba aquella frase? ¿Por lo que Cusumano la había obligado a hacer mientras la tenía secuestrada? ¿O por lo que ella había tenido que sufrir a manos de otros con el consentimiento de Cusumano? Prefirió no hacer preguntas y esperar.
—Me pillaron una noche después de haberme visto con un chico que salía conmigo y se llamaba…
—Pino Dibetta.
Sorprendida, la muchacha levantó la cabeza un instante, lo miró y volvió a bajarla.
—… apareció un coche, bajó uno, era Cusumano, me agarró del brazo, me lo retorció, me obligó a subir, el coche se puso en marcha, lo conducía un gordo con una mancha en la cara…
—Ninì Brucculeri. Para tu conocimiento, lo he detenido. Anoche intentó matarme. Sigue.
—Me llevaron a una casa de campo, después Brucculeri se fue y entonces Cusumano, soltándome tortazos en la cara y la tripa, me obligó a desnudarme, él también se desnudó e hizo lo que le dio la gana durante toda la noche y la mañana siguiente. Después, hacia el mediodía, regresó Brucculeri. Cusumano le dijo que yo estaba a su disposición, se vistió y se fue. Y Brucculeri fue peor que Cusumano. A la mañana siguiente al amanecer, él también se fue, pero antes me dijo que si hablaba, si decía lo que me había ocurrido, me matarían. Después me soltó una hostia y yo me desmayé. Cuando desperté, estaba sola. Me lavé porque había un pozo y regresé a casa. Tardé tres horas en llegar, no podía caminar. Y mientras volvía, juré matar a Cusumano, no por haberme violado sino por haberme regalado como si fuera una muñeca de trapo. Pero tres días después, mientras se estaba casando…
—… lo detuvieron y condenaron a tres años.
—Sí, señor. Y yo siempre dale que te pego, pensando cómo podría matarlo. No podía quitármelo de la cabeza, tenía que matarlo, tenía que matarlo en cuanto pusiera los pies fuera de la cárcel. Noche y día siempre el mismo pensamiento. Sí, pero ¿cómo? Me estaba desesperando, pasaban los años, él estaba a punto de salir y yo todavía nada. Después, un día…
—Encuentras en el mercado a la señora Siracusa, que te hace una propuesta. Tú aceptas y te vas a trabajar a su casa. Y de esa manera conoces a su marido.
—Sí, señor, un mujeriego. Se quería aprovechar, pero yo al principio le dije que no. Después, para presumir, me enseñó sus armas.
—Incluso las prohibidas que guardaba en el cajón secreto.
—Sí, señor. Y entonces yo hice lo que él quería.
—¿El revólver te lo entregó él?
—No, señor. Él sólo me escribió la petición para visitar la cárcel. Que no fue un error como dice usía. Yo durante la visita nada le dije. Fue él quien habló.
—¿Qué te dijo?
—Me dijo: «¿Qué te pasa, tienes ganas de volver a probar mi polla? En cuanto salga de la cárcel te atiendo». Y se echó a reír, pero estaba asustado.
—Pues entonces, ¿por qué fuiste?
—Pero ¿cómo? ¿Usía lo ha comprendido todo y eso no lo ha comprendido? Fui porque, si no conseguía matarlo, aquella visita a la cárcel me habría servido para poder decir que fue entonces cuando él me dijo que matara al juez. El papel hablaba.
—Genial. Sigue.
—Como entretanto Siracusa me había tomado confianza, me explicó dónde escondía las llaves de los cajones del escritorio. Y de esa manera yo le robé el revólver y lo cargué, él me había explicado cómo se hacía, para presumir como siempre, claro.
No había nada más que decir. Montalbano se inclinó hacia delante, sujetó a la chica por los brazos y la ayudó a levantarse mientras él también se levantaba. Rosanna seguía con la cabeza gacha.
—Mírame.
Ella lo miró. Curiosamente, ahora sus ojos parecían menos negros y menos profundos. Antes eran un pozo oscuro y cenagoso en cuyo fondo imaginabas que reptaban serpientes venenosas. Ahora se podían contemplar sin inquietud. O, por lo menos, con la inquietud de hundirse gozosamente en su interior.
—Nosotros dos tenemos que sellar un pacto. Yo confío en sacarte de esta historia sin ninguna acusación. Quedarás libre, mientras Cusumano te aseguro que se pasará unos cuantos años en la cárcel. Pero tienes que estar dispuesta a declarar que Cusumano te violó. Procuraré evitártelo, puedes creerme, pero tengo que saber si estás de acuerdo.
Inesperadamente, Rosanna lo abrazó y lo estrechó con fuerza, pegándose a él con todo su cuerpo. Montalbano se sumergió en su calor y en su perfume de mujer. ¡Qué hermoso era sentirse anegar en aquel cuerpo! Involuntariamente, sus brazos le devolvieron el abrazo. Permanecieron un momento así, en silencio, hablándose tan sólo a través de sus respectivos alientos.
—Haré todo lo que tú quieras —dijeron después los labios de Rosanna a la altura de su oreja derecha.
A Montalbano le acudió a la mente una jaculatoria —¿se llamaba así?— que le habían enseñado cuando iba al colegio de los curas:
San Antonio, san Antonio,
tú que venciste al demonio,
hazme duro como un leño
cuando venga Satanás.
No sabía muy bien si Satanás había asumido las formas de la chica, pero duro como un leño seguro que ya empezaba a estarlo, aunque no en el sentido previsto en la jaculatoria. Lo único que podía hacer era pedir auxilio.
—¡Señora Fazio! —gritó con voz de gallipavo.
Inmediatamente Rosanna lo soltó.
Llegó a la comisaría cuando eran casi las cinco. Fazio entró en su despacho como una bala y se detuvo en seco.
—Mi mujer me ha llamado para decirme que usted…
—Sí. He hablado largamente con Rosanna, que al final ha decidido contarme la verdad. Nos ha estado tomando el pelo esta chica, y nos ha llevado por donde ella ha querido. —Pensó un instante en su padre, que nada más verla la había calado: «No te fíes de esa mujer»—. Pero después de comer se me ha ocurrido la idea acertada y ella ya no ha podido negarlo. Muy al contrario.
Fazio estaba deseando saber.
—Te lo contaré un poco por encima porque no hay tiempo.
Al término del relato del comisario, Fazio se quedó muy pálido y sorprendido. Tenía muchas cosas que decir, pero formuló la pregunta que más le interesaba.
—¿Estamos seguros de que Rosanna respetará el compromiso adquirido con usted de declarar contra Cusumano por la violación?
—Me lo ha jurado.
Montalbano salió de la comisaría y se situó delante de la puerta. Inmediatamente vio llegar el automóvil con el chófer del honorable Torrisi. Corrió a abrirle la portezuela con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Honorable! ¡Qué alegría volver a verlo!
Mientras bajaba, Torrisi lo miró un tanto perplejo ante semejante muestra de alegría. Era un político y conocía sin duda la naturaleza de los hombres. Pero esa vez no consiguió comprender si Montalbano hacía comedia o hablaba en serio. No contestó, mejor ver cómo se desarrollaba el asunto.
—Pero ¿por qué ha querido molestarse, honorable? ¡Sinceramente, con mucho gusto yo habría ido a visitarlo a usted! —Y una vez dentro, levantando la voz para que todos se enteraran—: ¡No me paséis llamadas! ¡No quiero que se me moleste! ¡Estoy con el honorable!
Pero sólo cuando Montalbano quiso cederle su asiento detrás del escritorio y no hubo manera de disuadirlo para que no lo hiciera, Torrisi se convenció definitivamente de que el comisario era una persona no sólo abordable sino también sobornable. Y hasta podría ser que con muy poco dinero. Por eso decidió no perder demasiado el tiempo. Con aquel hombre quizá no mereciera la pena gastar demasiada saliva.
—He venido a verlo a propósito de un asunto desagradable, pero que yo creo que se puede resolver con un poco de buena voluntad.
—¿Buena voluntad por parte de quién?
—Por parte de todos —contestó Torrisi ecuménicamente, extendiendo el brazo derecho como para abarcar todo el mundo.
—Pues entonces, dígame, honorable.
—Voy al grano. He sido informado de que la otra noche sus hombres irrumpieron en la casa de un tal Antonio, más conocido como Ninì, Brucculeri. Su domicilio fue registrado, se descubrió un arma y el hombre fue conducido a esta comisaría. Todo ello, que yo sepa, sin ninguna autorización, sin ningún mandamiento.
—Muy cierto. Pero, verá, se trata de un individuo con antecedentes penales que…
—Un hombre con antecedentes penales también tiene sus derechos. Un hombre con antecedentes penales es una criatura humana como todas las demás, puede haber cometido errores, eso sí, pero semejante circunstancia no autoriza a nadie, y tanto menos a usted, a tratarlo como un ser marcado de por vida y carente de derechos y dignidad. ¿Me he explicado?
—Perfectamente —dijo el comisario, retorciéndose las manos visiblemente incómodo—. ¿Usted tiene idea de cómo se puede salir de este berenjenal causado por mi… mi falta de experiencia?
Se congratuló. ¡Berenjenal! Pero ¿de dónde coño le habría salido aquella palabra? Torrisi también se congratuló, estaba convencido de tener al comisario en el bolsillo.
—Veo con agrado que es usted un hombre extremadamente razonable. Puesto que el registro, la incautación del arma y la detención de Brucculeri no constan en ningún sitio, no hay nada por escrito, usted puede ponerlo tranquilamente en libertad. Si así lo hace, podrá beneficiarse de la tangible, repito, tangible, gratitud de ciertas personas influyentes de este lugar. Por otra parte, usted parece haberse dado cuenta de que su actuación no es conforme a la ley.
—Sí, me doy cuenta, tiene usted muchísima razón, pero tengo una duda que usted como abogado podría resolverme.
—Dígame.
—El hecho de que me peguen un tiro, tal como hizo la otra noche Brucculeri, ¿ha de considerarse intento de homicidio o simple advertencia?
El honorable sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.
—¡Qué palabras tan gruesas! ¡Intento de homicidio! ¡Vamos, por Dios! Usted se encontraba en el interior de su coche y estaba…
—Alto ahí, honorable. ¿Quién le ha dicho a usted que yo me encontraba en el interior de mi coche? ¿Quizá el otro hombre que acompañaba a Brucculeri y estaba cenando con él en el restaurante?
Torrisi se desconcertó. La sonrisa desapareció. ¿A que el muy cabrón, con toda su aparente disponibilidad, lo había hecho caer en una trampa?
—Con coche o sin coche, se trata de un detalle irrelevante.
—Muy cierto.
Montalbano se levantó de la silla, se acercó a la ventana y se puso a mirar fuera.
—¿Y bien? —dijo al poco rato Torrisi.
—Estaba pensando en cómo podría hacer para arreglar las cosas. Usted ha dicho que no hay nada por escrito, pero no es así.
—¿Qué es lo que hay por escrito?
—Ordené enviar el arma incautada a Brucculeri y la bala extraída de la cubierta del neumático a la Jefatura Superior de Montelusa. En la petición por escrito figuraban el nombre y el apellido del propietario.
—Eso no habría tenido que hacerse.
—Podría haber una solución. Usted podría convencer a Brucculeri de que asumiera la responsabilidad. Usted podría defenderlo diciendo que estaba bebido, que no se encontraba en condiciones normales, que quiso gastarme una broma pesada… Y de esa manera la cosa se detiene y no pasa de ahí.
Los ojos del honorable se convirtieron de repente en dos ranuras estrechísimas. Sus orejas se levantaron como las de los gatos cuando oyen un leve ruido.
—¿Por qué? ¿Acaso podría pasar de ahí?
Azorado, el comisario, que aún se hallaba de pie junto a la ventana, se miró las puntas de los zapatos.
—Pues sí.
—Explíquese.
—¿Sabía usted que el teléfono del restaurante de Racalmuto estaba pinchado desde hacía unos cuantos meses por otro asunto?
Había disparado al azar, una trola colosal, acababa de ocurrírsele en aquel momento, pero Torrisi, trastornado, se tragó el anzuelo.
—¡Coño! —Y pegó un brinco en la silla con el rostro congestionado, a punto de sufrir un ataque.
—Por consiguiente —prosiguió Montalbano—, la orden de dispararme que Pino Cusumano le dio a Ninì Brucculeri cuando éste lo llamó para comunicarle mi presencia en la trattoria quedó…
—¡… grabada! —dijo entre jadeos el honorable, en pleno ataque de asma.
—Con ese joven que es tan impulsivo —añadió en tono comprensivo el comisario—, su padre y su abuelo tendrían que andarse con mucho cuidado. Acabará por hacer algún disparate. Puede que reparable, pero siempre impropio y vergonzoso para una familia como los Cuffaro. Como el que cometió hace tres años con una muchacha menor de edad a la que violó.
Un repentino disparo de revólver en la estancia habría tenido menos efecto.
—¡¿Qué hizo?! —preguntó, aflojándose el nudo de la corbata y desabrochándose el cuello de la camisa aquel pimiento de color rojo y morado que antaño fuera el honorable Torrisi.
—¿No lo sabía?
—No… ¡no lo sabíamos!
Utilizó el plural. Por consiguiente, ni siquiera la familia tenía conocimiento de la ocurrencia de su queridísimo Pino.
—La chica ha esperado a alcanzar la mayoría de edad para hablar de ello —expuso Montalbano—. El otro día se presentó aquí y me reveló que había sido secuestrada, molida a golpes y repetidamente violada por Pino Cusumano. Justo tres días antes de su boda.
—¿Es un delito todavía perseguible? —consiguió preguntar Torrisi.
—Abogado, ¿le falla la doctrina? Pues claro que es todavía perseguible y, además, perseguible de oficio, tratándose de una menor de edad en el momento de los hechos.
—¿Ha presentado una denuncia en toda regla?
—Todavía no. Depende de mí. Estoy tratando de evitar que la familia Cuffaro sea expuesta a la picota. ¡Un miembro de una familia tan venerada y respetada, comportándose como un pequeño delincuente cualquiera! ¡Es como para perder para siempre la dignidad! Y los enemigos de la familia, que son tan numerosos, lo celebrarán a lo grande. También he pensado en la pobre señora…
—¿Qué señora? —preguntó Torrisi completamente desconcertado.
—¿Qué señora, honorable? ¡La señora, la esposa de Cusumano! La que durante tres años no pudo gozar de los placeres del tálamo conyugal porque le habían detenido al marido a la puerta de la iglesia. Usted mismo lo dijo durante el proceso en el cual yo intervine como testigo, ¿no lo recuerda? Usted afirmó que Cusumano circulaba a toda velocidad con su automóvil porque, recién excarcelado, en casa lo esperaba la esposa con la cual aún no había conseguido consumar…
—Sí, lo recuerdo —lo cortó Torrisi.
—¡Pues bien! Yo me he dicho que si aquella pobre mujer se enterara de que su marido, justo tres días antes de la boda, había decidido celebrar la despedida de soltero violando a una niña de quince años… igual no se conformaba, igual se iba de casa, igual armaba un escándalo… ¡El final de una familia! Pero ¡¿cómo?! Pero ¡¿cómo?! —terminó en tono interrogativo, llevándose ambas manos a la frente.
El papel del hombre indignado y sorprendido le salió bordado.
—Pero ¿cómo qué? —preguntó el honorable.
—¿Es que no lo entiende, abogado? Ahora mismo se lo explico. Cuando la chica vino a denunciar la violación sufrida, yo encargué a uno de mis hombres que, con la máxima discreción, buscara a Cusumano y concertara un encuentro conmigo. Quería conocer su versión de los hechos, ¿comprende? Y por toda respuesta, en agradecimiento a mi deferente manera de actuar, ¿Cusumano va y ordena a Brucculeri que me pegue un tiro? ¿Y eso por qué? ¿Qué forma de comportarse es ésa? Sólo se explica con el hecho de que Cusumano perdió la cabeza en cuanto se enteró de que yo estaba haciendo indagaciones acerca de la violación. En caso de que ese asunto aflorara a la superficie, Cusumano temía más la reacción de su familia que la de la ley. Quería mi silencio. No hay otra explicación. Y ese gesto imprevisible demuestra hasta qué extremo es poco de fiar Cusumano, se podría decir incluso que es un irresponsable. Quizá para la familia sea mejor que permanezca en la cárcel sin armar más follones.
—De acuerdo, de acuerdo. ¿Qué se propone hacer? —preguntó Torrisi, cambiando repentinamente de actitud.
Ya había comprendido con toda claridad la manera de pensar del comisario, el cual tenía la intención de joder a Pino sin remedio. Y él había caído en aquella comedia como un pardillo.
—¡¿Yo?! —dijo Montalbano—. Yo no me propongo hacer nada. Puedo, como mucho, permitirle elegir. No voy a acumular delitos, ¿me explico, honorable? O el intento de homicidio o la violencia carnal. O una cosa o la otra. Y ya es mucho. Tendrán que decidirlo ustedes. —Consultó el reloj, eran las seis. Siguió adelante—: Pero comuníquenme su decisión antes de las ocho y media de esta tarde. Usted, con toda justicia, me ha hecho observar que no he actuado conforme a la ley. Por consiguiente, comprenderá y justificará mis prisas por volver a encarrilarme. Pero cuidado. Pactos claros. Si Cusumano, cuando se autoinculpe del intento de homicidio, lo hace de tal manera que ofrezca demasiados pretextos a la defensa, es decir, a usted, entonces yo saco la denuncia por violación.
El honorable abogado Torrisi levantó un brazo.
—Dígame.
—Si no se menciona la investigación por violación, ¿qué motivo habría tenido entonces Cusumano para ordenar a Brucculeri que disparara contra usted?
—Honorable, ésa es una cuestión que no me concierne. El motivo tendrá que inventárselo usted. Un motivo muy gordo, porque quiero ver a Cusumano…
—… en la cárcel —terminó Torrisi.
Ya no había nada más que decir. Montalbano abrió la ventana.
—Quiero que se ventile la atmósfera. Hasta pronto, honorable. Ha sido realmente un placer.
Y diciendo eso, le dirigió una amplia y aparentemente cordialísima sonrisa. El honorable Torrisi se levantó, no se despidió y tuvo que abrirse él mismo la puerta porque Montalbano no se movió del lugar donde estaba.
La llamada del honorable abogado Torrisi se produjo a las ocho y veinticinco. Hasta Fazio, que a aquellas alturas ya lo sabía todo, estaba esperando en el despacho del comisario.
—¿Dottor Montalbano? Quiero comunicarle que Pino Cusumano está dispuesto a declarar que ordenó a Brucculeri hacer lo que usted sabe.
—Muy bien. Que acuda de inmediato a la comisaría.
—Verá, ha habido un contratiempo. Por desgracia, el pobre chico se ha caído por una escalera.
—¿Se ha hecho daño?
—Parece que un par de costillas rotas, el tabique nasal fracturado, no consigue mover una pierna… Hemos tenido que llamar una ambulancia.
—¿Dónde está ingresado?
—En el Santo Spirito de Montelusa.
Colgaron simultáneamente. Montalbano se dirigió a Fazio.
—¿Has comprendido? Los Cuffaro le han propinado una paliza a su amado hijo y nieto. Confesará el intento de homicidio con respecto a mi persona. Está ingresado en el hospital del Santo Spirito. Llama a la Jefatura de Montelusa y explica lo ocurrido. De Pino Cusumano se encargarán ellos.
—¿Y usía adónde va?
—Me ha entrado apetito, me voy a cenar. Ah, una cosa: cuando regreses a casa, has de decirle a Rosanna que he cumplido la promesa. Pino irá a la cárcel y ella no tendrá que declarar. Salúdala de mi parte.
—Así lo haré —dijo secamente Fazio.
—¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?
—¿Qué hacemos con el revólver de Rosanna?
—Lo registraremos como encontrado en la calle.
—Y al juez Rosato cuando llame, ¿qué le decimos?
—Que Rosanna ha resultado una mitómana, una loca sin el pleno uso de sus facultades mentales.
—¿Y cómo actuamos con el dottor Siracusa?
—Seguramente dentro de unos días regresará ya más tranquilo. Entonces tú vas a su casa para controlar las armas. Y como por casualidad, descubres el cajón secreto. Te lo explicaré todo a su debido tiempo. Así pasará sus apuros.
El rostro de Fazio se alargó todavía más.
—O sea que todo arreglado.
—Sí.
—Pero pasándose por el forro todas las normas, dottore.
—Es lo mismo que me ha dicho el honorable Torrisi, estás en buena compañía.
—Dottore, si pretende ofenderme, eso sólo puede significar una cosa: que usted sabe muy bien que tiene mucho que callar.
—Si quieres desahogarte, desahógate.
—Dottore, nos hemos comportado como en las películas americanas, esas donde hay un sheriff que actúa como le sale de los cojones porque la ley por aquellas tierras cada cual se la hace a su conveniencia. Mientras que aquí entre nosotros hay unas normas que…
—¡Sé muy bien que hay unas normas! Pero ¿sabes cómo son tus normas? Son como el jersey de lana que me hizo tía Cuncittina.
Fazio lo miró totalmente desconcertado.
—¿Como un jersey?
—Sí, señor. Cuando yo tenía quince años, mi tía Cuncittina me hizo un jersey de lana. Pero como no sabía utilizar las agujas, algunas veces las mallas eran tan anchas que parecían agujeros y otras veces en cambio demasiado apretadas, y, además, tenía un brazo más corto que el otro. Y yo, para que me quedara bien, debía tirar por una parte y soltar por la otra, apretar o ensanchar. ¿Y sabes por qué podía hacerlo? Pues porque el jersey se prestaba a que lo hiciera, era de lana, no de hierro. ¿Me has comprendido?
—Perfectamente. ¿Y por eso piensa usted de esta manera?
—Pienso de esta manera.
Hacia las diez y media Montalbano llamó a Mery desde Marinella. Acordaron que él iría a verla al sábado siguiente. En el momento de despedirse, se le ocurrió una idea.
—Ah, oye una cosa. Necesito colocar a una chica de dieciocho años…
—¿Colocarla en qué sentido?
—Pues no sé, como sirvienta, como vigilante no sé de qué, como canguro… Es limpia y guapa, lo cual nunca está de más, está acostumbrada a ganarse el pan desde que era pequeña, todos los que la han tenido a su servicio me han hablado bien de ella.
—¿Lo dices en serio?
—En serio.
—¿No tiene a nadie en Vigàta?
—A nadie.
—¿Cómo es posible?
—Te contaré su historia cuando nos veamos.
—Entonces, ¿estaría dispuesta a dormir en la casa de sus empleadores?
—Sí.
—¡Pues qué estupendo, oye! Precisamente mi madre está desesperada… hace justo una hora me ha llamado para decirme que ya no aguanta más… el sábado cuando vengas, ¿podrías traértela?
* * *
Salió a la galería. Noche suavísima, luna brillante y un mar con una leve resaca. En la playa no había ni un alma. Se quitó la ropa y fue corriendo a darse un chapuzón.