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Por consiguiente, el que había pronunciado aquellas tres sílabas en lo alto del Olimpo romano, en el Empíreo de los Palacios del Poder, no había sido un adivino cualquiera sino un Numen supremo, un Dios de aquella religión que se llamaba Burocracia, uno de aquellos cuya palabra trazaba un destino irrevocable. Y que, tras recibir las súplicas debidamente, había dado una respuesta clara y precisa, mucho mejor que las de la sibila cumana o la pitia o el dios Apolo en Delfos, en el sentido de que los oráculos de la sibila o la pitia o el dios Apolo siempre precisaban de la interpretación de los sacerdotes, y las distintas interpretaciones casi nunca coincidían. «Ibis redibis non morieris in bello», le decía la sibila al soldado que estaba a punto de partir para la guerra. Y listo. Pero había que colocar una coma antes o después de aquel non para que el soldado supiera si iba a dejarse la piel en la batalla o iba a salir indemne. Según dónde estuviera la coma, el significado podía ser «Aquí volverás, no morirás en la guerra» o bien «Aquí no volverás, morirás en la guerra». Y establecer dónde tenía que ir la coma era tarea de los sacerdotes, los cuales hacían su lectura según fuera la cuantía de la ofrenda. Allí, en cambio, no había nada que interpretar. Vigàta, había dicho el Numen, y Vigàta tendría que ser.

Tras recibir la llamada de Mery, Montalbano no consiguió permanecer sentado detrás del escritorio de su despacho. Dirigiéndole al policía de guardia una frase incomprensible en voz baja, salió y empezó a pasear por las calles. Mientras caminaba, tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a bailar el bugui bugui, que era el ritmo al que en aquel momento le circulaba la sangre, ¡Virgen santa, qué maravilla! ¡Vigàta! Trató de recordarla, y lo primero que le acudió a la mente fue una especie de tarjeta postal en que se veía el puerto con tres muelles y, a la derecha, la recia silueta de un gran torreón. Después recordó la calle mayor, hacia cuya mitad había un café muy grande que hasta tenía una sala con dos mesas de billar. Solía entrar en aquella sala para acompañar a su padre, que de vez en cuando jugaba una partida. Y mientras su padre jugaba, él se zampaba un trozo triangular de helado, en general un «trozo duro» —así lo llamaban— de chocolate con nata. O de cassata. Allí hacían unos helados que jamás había encontrado en otro lugar. Volvió a percibir el sabor entre la lengua y el paladar. Y junto con el sabor, recordó con toda claridad el nombre del café: Castiglione. Cualquiera sabía si aún existía y si seguía haciendo los mismos helados incomparables. Después relampaguearon ante sus ojos dos colores tan cegadores como la luz de un flash: amarillo y azul. El amarillo de la finísima arena y el azul del agua del mar. Sin darse cuenta, había llegado a una especie de mirador desde el cual se contemplaba un ancho valle y las cumbres de las montañas. Cierto que no eran las Dolomitas, pero cumbres de montañas sí eran. Y para él fueron más que suficiente para hundirlo en la más profunda melancolía, en una sensación de exilio insostenible. Esa vez consiguió contemplar el paisaje e incluso disfrutar un poquito de él, consolado, sin embargo, por la certeza de que pronto dejaría de verlo.

Por la noche llamó a Mery para darle las gracias.

—Lo he hecho en mi propio interés —dijo ella.

—¿Qué interés? No entiendo.

—Si te hubieran destinado a Abbiategrasso o Casalpusterlengo, habría sido imposible que pudiéramos seguir viéndonos. Mientras que entre Vigàta y Catania sólo hay algo más de dos horas. Lo he mirado en el mapa.

Conmovido, Montalbano no supo qué decir.

—¿Creías que iba a soltarte tan fácilmente? —añadió Mery.

Ambos se echaron a reír.

—Cualquier día de éstos voy a acercarme a Vigàta. Quiero ver si está como yo la recuerdo. Como es natural, no le diré a nadie que… —Interrumpió la frase. Una serpiente de hielo le recorrió rápidamente la columna vertebral y lo dejó paralizado.

—¿Qué ocurre, Salvo? ¿Estás todavía al teléfono?

—Sí. No; es que se me ha ocurrido un pensamiento…

—¿Cuál?

Montalbano dudó, temía ofender a Mery. Pero la duda fue más fuerte que cualquier consideración.

—Mery, ¿podemos fiarnos de tu tío Giovanni? ¿Estamos absolutamente seguros de que…?

En el otro extremo de la línea estalló una carcajada.

—¡Me lo esperaba!

—¿Qué te esperabas?

—Que antes o después me hicieras esa pregunta. Mi tío me ha dicho que tu destino ya está decidido, que ya consta por escrito. Puedes estar tranquilo. Es más, haremos una cosa. Cuando decidas ir a Vigàta, avísame con un poco de antelación. De esa manera pido un día de permiso y vamos juntos. ¿Nos vemos mañana?

—Naturalmente.

—Naturalmente ¿qué? ¿Que vamos a Vigàta juntos o que nos vemos mañana?

—Las dos cosas.

Pero enseguida se dio cuenta de que había mentido. La tarde del día siguiente iría a Catania para pasar la noche con Mery, pero a Vigàta había decidido ir solo. La presencia de Mery lo habría distraído. A decir verdad, el primer verbo que se le había ocurrido no era «distraer» sino «molestar». Y se había avergonzado un poco de aquel verbo.

Vigàta estaba más o menos tal como él la tenía grabada en la memoria, aunque había algunos edificios de nueva construcción en el Piano Lanterna; se trataba de unos horrendos rascacielos enanos de unos quince o veinte pisos, y habían desaparecido por entero las casuchas al abrigo de la colina de marga, amontonadas las unas encima de las otras y las unas al lado de las otras hasta formar todo un laberinto de callejuelas palpitantes de vida. Eran por lo general unos catoj, es decir, viviendas integradas por una única habitación que de día sólo recibían el aire a través de la puerta de entrada, mantenida necesariamente abierta. Y de esa manera, mientras pasabas por aquellas callejas, podías ver un parto, una discusión familiar, un cura que administraba la extremaunción a un moribundo, los preparativos de una boda o un entierro. Todo a la vista. Y todo en una babel de voces, quejidos, carcajadas, oraciones, tacos e insultos. Le preguntó a un viandante cómo era posible que hubiesen desaparecido aquellas casuchas y el hombre contestó que unos cuantos años atrás un espantoso corrimiento de tierras se las había llevado por delante en dirección al mar.

Había olvidado, en cambio, el olor del puerto. Una mezcla de agua de mar estancada, algas podridas, cordajes empapados, alquitrán cocido al sol, gasolina y sardinas. Puede que, tomados por separado, cada uno de los elementos que constituían aquel olor no fuera un grato homenaje al olfato, pero todos juntos acababan por formar un aroma muy agradable, misterioso e inconfundible. Se sentó encima de una bita. Ni siquiera encendió un cigarrillo para evitar que aquel olor recuperado se contaminara con el del tabaco. Y así permaneció largo rato contemplando las gaviotas hasta que un borboteo en la boca del estómago le recordó que había llegado la hora de comer. El aire del mar le había abierto el apetito.

Regresó a la arteria principal que se llamaba via Roma y vio inmediatamente un rótulo en el cual figuraba escrito «Trattoria San Calogero». Entró encomendándose al Señor. Todas las mesas estaban libres, pues no era una hora apropiada, demasiado temprano.

—¿Se puede comer? —le preguntó a un camarero de cabello blanco que, al oírlo entrar, había salido de la cocina y lo estaba mirando.

—No se necesita permiso —contestó secamente el hombre.

Montalbano se sentó, enfurecido consigo mismo por la estupidez de su pregunta.

—Tenemos entremeses de mar, espaguetis a la tinta de jibia o con almejas o con erizos de mar.

—Los espaguetis con erizos de mar hay que saber hacerlos —dijo en tono dubitativo.

—Yo soy licenciado en erizos de mar —contestó el camarero.

Montalbano habría querido comerse la lengua a mordiscos. Dos a cero.

Dos frases estúpidas por su parte y dos respuestas inteligentes.

—¿Y de segundo?

—Pescado.

—¿Qué clase de pescado?

—El que usted quiera.

—¿Y cómo lo preparan?

—Según el que elija.

Más le valdría coserse la boca.

—Tráigame lo que quiera.

Comprendió que había tomado la decisión más acertada. Cuando salió de la trattoria, se había comido tres entremeses, un plato de espaguetis con erizos de mar suficiente para cuatro personas, y seis salmonetes de roca fritos con precisión milimétrica, y, sin embargo, se sentía absolutamente ligero e invadido por una sensación de bienestar tan intensa que en su rostro se había quedado grabada una beatífica sonrisa de felicidad. Tuvo la absoluta certeza de que en cuanto estuviera en Vigàta, aquél se convertiría en su restaurante preferido.

Ya eran las tres de la tarde. Se pasó una hora recorriendo el pueblo y después decidió dar un largo paseo hasta el muelle de Levante. Y lo dio tranquilamente y paso a paso. Sólo quebraban el silencio el murmullo de la resaca en el rompeolas, los gritos de las gaviotas y, de vez en cuando, el rumor del motor diesel de una embarcación de pesca al que estaban sometiendo a prueba. Justo bajo el faro había una roca plana. Se sentó. El día era de una claridad que casi hacía daño, de vez en cuando soplaba una ráfaga de viento. Al cabo de un rato se levantó, había llegado el momento de subir al coche y regresar a Mascalippa. Hacia la mitad del muelle se detuvo en seco. Acababa de aparecer una imagen ante sus ojos: una especie de colina de una blancura cegadora que bajaba en escalones hasta penetrar en el mar. ¿Qué era? ¿Dónde estaba? ¡La Escalera de los Turcos, eso es lo que era! Y tenía que encontrarse por aquella zona.

Llegó disparado al café Castiglione, que seguía en su sitio de costumbre tal como previamente había comprobado.

—¿Puede decirme cómo se va a la Escalera de los Turcos?

—Pues claro. —El camarero le explicó el camino.

—Lléveme un trozo duro a la sala del billar.

—¿De qué sabor?

Cassata.

Entró en la segunda sala. Dos hombres estaban jugando una partida con la ayuda de dos amigos. Montalbano se sentó a una mesa y se comió muy despacio la cassata, saboreando una cucharada tras otra. De repente estalló una discusión entre los dos jugadores. Intervinieron los amigos.

—Que juzgue este señor —dijo uno de ellos.

Y otro, dirigiéndose a Montalbano:

—¿Sabe jugar al billar?

—No —contestó, avergonzado.

Lo miraron con desdén y reanudaron la discusión. Montalbano se terminó el helado de cassata, pagó en la caja, salió, subió al coche, que había dejado aparcado allí cerca, y se dirigió hacia la Escalera de los Turcos.

Siguiendo las instrucciones del camarero, en determinado momento giró a la izquierda, recorrió unos cuantos metros de calle asfaltada en bajada y se detuvo. La calle ya no seguía adelante, había que caminar sobre la arena. Se quitó los zapatos y los calcetines, lo dejó todo en el coche, lo cerró, se remangó los bajos de los pantalones y llegó a la orilla del mar. El agua estaba fresquita pero no fría. Más allá de un promontorio, la Escalera de los Turcos se le apareció de golpe.

La recordaba mucho más imponente; cuando somos pequeños, todo nos parece más grande de lo que es en realidad. Pero incluso resituada en su justo tamaño, conservaba su sorprendente belleza. El perfil de la parte más alta de la colina de marga blanca se recortaba contra el azul del cielo despejado y sin una nube y estaba coronado por unos setos de intenso color verde. En la parte más baja, la punta formada por los últimos escalones que se hundían en el azul claro del mar, contemplada a pleno sol, se teñía de unos fulgurantes matices que tiraban a rosa fuerte. En cambio, la zona más alejada de la cresta se apoyaba enteramente en el amarillo de la arena. Montalbano se sintió aturdido por todo aquel exceso de colores, auténticos gritos, hasta el punto de que durante un instante tuvo que cerrar los ojos y taparse las orejas. Faltaban todavía unos cien metros para llegar a la base de la colina, pero prefirió admirarla desde lejos: temía llegar a encontrarse en la real irrealidad de un cuadro, de una pintura, y convertirse él mismo en una mancha —sin duda desentonada— de color.

Se sentó sobre la arena seca, hechizado. Y así se quedó, fumándose un cigarrillo tras otro, perdido en la contemplación de las variaciones de color del sol a medida que su luz iba bajando hacia los peldaños inferiores de la Escalera de los Turcos. Se levantó al oscurecer y decidió regresar de noche a Mascalippa; merecía la pena darse otro atracón en la trattoria San Calogero. Recorrió el camino hasta el coche muy despacio, volviendo de vez en cuando la mirada hacia atrás; no le apetecía abandonar aquel lugar. Regresó al centro de Vigàta circulando a diez kilómetros por hora, bajo los insultos y las maldiciones de los automovilistas, que se veían obligados a adelantarlo en aquella carretera tan estrecha. No reaccionó en ningún momento, su estado de ánimo era tal que si alguien le hubiese propinado un tortazo, le habría ofrecido la otra mejilla. A la entrada del pueblo se detuvo en un estanco y se abasteció de cigarrillos para el viaje de vuelta. Después se dirigió a un surtidor de gasolina, llenó el depósito y comprobó el estado de los neumáticos y el aceite. Consultó el reloj, aún tenía que perder una media hora. Aparcó el coche y regresó a pie al puerto. Ahora, atracado en el muelle, había un transbordador de gran tamaño.

Una hilera de automóviles y camiones esperaba para subir.

—¿Adónde va? —le preguntó a alguien que pasaba.

—Es el correo de Lampedusa.

Al fin fue una hora decente. En efecto, cuando entró en la trattoria, tres mesitas ya estaban ocupadas. Ahora el camarero tenía un ayudante más joven. Se acercó a Montalbano con una sonrisita.

—¿Le sirvo yo como al mediodía?

—Sí.

El hombre se inclinó hacia él.

—¿Le ha gustado la Escalera de los Turcos?

Montalbano lo miró perplejo.

—¿Quién le ha dicho que…?

—Aquí las cosas se saben.

¡Y puede que hasta supieran que era policía!

Una semana después, cuando todavía estaban acostados, Mery le salió con una pregunta.

—¿Has ido finalmente a Vigàta?

—No —mintió Montalbano.

—¿Por qué?

—No he tenido tiempo.

—¿No sientes curiosidad por ver cómo es? Me has dicho que estuviste allí de niño, pero no es lo mismo.

¡Pero bueno, menuda lata! Como no tomara una decisión repentina, cualquiera sabía lo que iba a durar aquella historia.

—Iremos el domingo que viene, ¿te parece bien?

Acordaron que Mery saldría con su coche y lo esperaría en el bar que había en la encrucijada de Caltanissetta. Allí, en el aparcamiento, dejaría su coche y ambos proseguirían el viaje en el de Montalbano.

Así pues, le tocaría regresar a Vigàta fingiendo no haber estado allí unos días atrás.

* * *

Montalbano acompañó a Mery primero al puerto y después a la Escalera de los Turcos.

La muchacha se quedó impresionada. Pero puesto que era mujer, es decir, perteneciente a esa categoría de criaturas que saben conjugar las cumbres más altas de la poesía con las más toscas materialidades, de repente miró a Montalbano, que por su parte tampoco lograba apartar los ojos de toda aquella belleza, y le dijo en dialecto:

Pititto mi vinni, me ha entrado apetito.

Y ése era el busilis shakespeariano con que Montalbano tenía que enfrentarse. ¿Ir a la trattoria San Calogero a riesgo de que los camareros lo reconocieran, o probar otro restaurante con muchas probabilidades de comer muy mal?

Ante la idea de recorrer el camino de vuelta con el estómago devastado por una comida que hasta los perros habrían rechazado, no le cupo la menor duda. Al regresar al pueblo, hizo que él y Mery se encontraran como por casualidad bajo el rótulo de la trattoria conocida.

—¿Quieres que probemos aquí?

Nada más entrar, intentó y consiguió que sus ojos se cruzaran con los del camarero.

Bastó que ambos se miraran un instante.

«Tú nunca me has visto», dijeron los ojos de Montalbano.

«Yo nunca te he visto», contestaron los ojos del camarero.

Después de haber comido como reyes, Montalbano acompañó a Mery al Castiglione y le aconsejó tomar un trozo duro.

Al terminarse el helado, Mery dijo que necesitaba ir al servicio.

—Te espero fuera —dijo Montalbano.

Salió a la acera. La calle estaba prácticamente desierta. Tenía delante el edificio del Ayuntamiento con su pequeña columnata. Apoyado contra una columna, un guardia urbano les hablaba a dos perros callejeros. Por la izquierda se acercaba lentamente un coche. De pronto apareció a gran velocidad un vehículo deportivo. Justo al llegar a la altura de Montalbano, el automóvil derrapó un poco y rozó el coche que circulaba despacio al pretender adelantarlo. Ambos conductores se detuvieron y bajaron. El del coche lento era un anciano con gafas. El otro era un joven gamberro alto y bigotudo. Cuando el caballero se inclinaba para examinar los desperfectos de su automóvil, el joven bigotudo le apoyó una mano en el hombro y, en cuanto el viejo se enderezó para mirarlo, le soltó un tortazo en pleno rostro. Todo ocurrió a la velocidad de un rayo. Mientras el anciano caía al suelo, se apeó del deportivo un sujeto corpulento con un antojo en la cara, el cual agarró al gamberro y lo hizo subir a la fuerza al coche, que inmediatamente después salió derrapando.

Montalbano se acercó al anciano, que tenía la cara ensangrentada y ni siquiera podía hablar. Aparte de la nariz, también le sangraba la boca. Entretanto, el guardia urbano se estaba acercando muy despacio. Montalbano ayudó al agredido a sentarse en el asiento del copiloto, pues era obvio que no se encontraba en condiciones de conducir.

—Acompáñelo a urgencias —le dijo al urbano. Éste parecía moverse a cámara lenta—. ¿Recuerda el número de la matrícula del otro automóvil? —le preguntó.

—Sí —contestó, sacándose del bolsillo un bolígrafo y un pequeño bloc.

Anotó el número. Montalbano, que lo había memorizado a su vez, advirtió que lo había escrito mal.

—Mire, las dos últimas cifras están equivocadas. Yo las he visto bien. No son cincuenta y ocho sino sesenta y tres.

El guardia corrigió de mala gana el número de la matrícula y puso en marcha el automóvil.

—Espere. ¿No quiere mis datos? —preguntó Montalbano.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? Soy un testigo.

—Ah, bueno. Si se empeña.

Apuntó su nombre, apellido y dirección como si fueran palabras ofensivas. Después cerró el bloc, le dirigió una siniestra mirada a Montalbano y se fue sin despedirse siquiera.

Cuando Mery salió también a la acera, el guardia ya se alejaba en el automóvil del anciano para llevarlo al hospital.

—Me he refrescado un poco —dijo ella, que no se había dado cuenta de nada—. ¿Vamos?

Transcurrió un mes sin que se moviera ni una hoja. Desde las Supremas Esferas no llegaban mensajes ni de ascensos ni de traslados. Montalbano empezó a pensar que todo había sido una broma, que alguien había querido tomarle el pelo. Y se le agrió el carácter; propinaba puntapiés metafóricos a diestro y siniestro como un caballo acosado por moscas cojoneras.

—Intenta razonar —procuraba calmarlo Mery, que se había convertido en el blanco principal de los desahogos de su amigo—, ¿por qué iba alguien a gastarte una broma semejante?

—¡Y yo qué sé! ¡Quizá el porqué lo sepáis tú y tu tío Giovanni!

Y todo terminaba invariablemente en una pelea.

Después, una buena mañana el comisario Sanfilippo lo llamó a su despacho y, con una sonrisa de oreja a oreja, le entregó finalmente la respuesta del consejo de los dioses. Comisario en Vigàta.

El rostro de Montalbano se puso primero amarillo, a continuación pasó a rojo pimiento y después empezó a virar a verde. Sanfilippo temió que fuera a darle un ataque.

—Montalbano, ¿se encuentra mal? ¡Siéntese! —Llenó un vaso con la botella de agua mineral que siempre tenía sobre la mesa y se lo ofreció—. ¡Beba!

Montalbano obedeció. A causa de aquella reacción, Sanfilippo se hizo una idea equivocada de lo que estaba ocurriendo.

—¿Qué le pasa? ¿No le gusta Vigàta? Yo la conozco, ¿sabe? Es una localidad deliciosa, ya verá como se encontrará muy a gusto.

* * *

A la deliciosa localidad —tal como la había calificado el comisario— Montalbano regresó cuatro días después. Y esa vez con carácter oficial, para presentarse ante su compañero Locascio, a quien debería sustituir. La comisaría estaba ubicada en un edificio aceptable, una casita de tres pisos que se hallaba justo a la entrada de la calle para quien llegaba por la carretera de Montereale y al final de la misma para quien llegaba, en cambio, por la carretera de Montelusa, la capital donde estaban la Prefectura, la Jefatura Superior de Policía y el Tribunal. Locascio, que vivía en el apartamento del tercer piso con su mujer, le dijo de inmediato que, antes de irse, mandaría limpiarlo bien.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¿Tú no tienes intención de utilizar la vivienda de servicio?

—Yo, no.

Locascio no interpretó bien su respuesta.

—Te interesa que nadie te controle, ¿eh? ¡Dichoso tú, que por la noche puedes dedicarte a tus asuntos! —le dijo, dándole un codazo en las costillas.

El día del traspaso de poderes, Locascio le presentó uno por uno a todos los hombres de la comisaría. Había un inspector de más edad que a Montalbano le cayó enseguida muy bien. Se llamaba Fazio.

Buscaría con calma el apartamento donde pensaba instalarse.

Entretanto, alquiló un bungalow en un hotel situado a dos kilómetros del pueblo. Los libros y sus escasas pertenencias los había mandado guardar en un almacén de Mascalippa, donde podrían esperar tranquilamente.