8

A pesar de que el chaletito de los Ostellino se encontraba en las afueras del pueblo, en una zona que ya parecía plena campiña, llegaron allí en un abrir y cerrar de ojos; el comisario jamás había intentado circular a semejante velocidad y de él se habría podido decir cualquier cosa menos que fuera capaz de sujetar debidamente el volante. Un perro extraviado se salvó por los pelos, el conductor de un Cinquecento que iba en dirección contraria vio la muerte de cara.

Montalbano se detuvo justo delante de la puerta del chalet. Bajaron y lo examinaron desde fuera. No se filtraba el menor rayo de luz a través de las persianas, la casa se encontraba completamente a oscuras. Puede que Saverio Ostellino estuviera apostado detrás de una ventana esperándolos con un revólver en la mano, y puede que no. Lo único que podían hacer era intentarlo. El comisario le entregó las llaves a Fazio, que abrió la puerta. Montalbano entró en primer lugar y encendió la luz.

Se encontraron en un espacioso recibidor muy bien amueblado con piezas del siglo XIX de gusto un tanto fúnebre.

—¡Saverio! —llamó Montalbano.

No hubo respuesta. Por si acaso, Augello y Fazio desenfundaron casi simultáneamente las pistolas. Examinaron con cuidado la planta baja, que constaba de un enorme salón y una cocina, un pequeño estudio y un cuarto de baño. Nada, no sólo no había ni un alma sino que, además, las habitaciones, a pesar de su impecable aspecto, daban la impresión de llevar mucho tiempo deshabitadas.

Subieron con cautela al piso de arriba: tres dormitorios, tres cuartos de baño. Abrieron los armarios, se agacharon para mirar debajo de las camas. Nadie.

Sólo uno de los tres dormitorios, a juzgar por el gran desorden que en él reinaba, revelaba que era utilizado habitualmente. Lo mismo podía decirse de uno de los tres cuartos de baño. Sólo quedaba el último piso, integrado por una sola y espaciosa habitación, un estudio con una mesa en el centro. Miles de libros por todas partes, en las estanterías, en el suelo, amontonados, formando pilas. Al comisario se le antojó de inmediato una reproducción de la estancia de Alcide Maraventano. Le bastó una sola mirada para comprender que estaba en presencia de una biblioteca especializada: libros esotéricos, de magia, filosofía, historia de las religiones, y así sucesivamente. Pero lo más curioso era que no parecían libros adquiridos recientemente; el más nuevo debía de remontarse a unos cuarenta años atrás.

Sea como fuere, ya no quedaba ningún resquicio para la duda: el asesino de animales, el hombre que se creía Dios, tenía finalmente nombre y apellido. Montalbano se sintió mitad satisfecho y mitad, si ello fuera posible, todavía más asustado. Había conseguido obligarlo a hacer la jugada equivocada, pero la partida aún no había terminado. Es más, aún había de empezar.

—Es él —dijo—. Y menos mal que no se ha quedado en el cine, allí tenía a su disposición todas las oes que quisiera.

En aquel momento, Fazio, que estaba revolviendo los cajones, hizo un descubrimiento.

—Se ha dejado la pistola aquí. Ésta es una siete sesenta y cinco.

Por toda respuesta, Montalbano se dio un gran manotazo en la frente.

—¡Qué cabrón! —exclamó.

Mimì y Fazio se volvieron a mirarlo con los ojos desorbitados.

—¿Me lo dices a mí? —preguntó Augello.

—¿Me lo dice a mí? —preguntó Fazio.

El comisario no aclaró que se lo había dicho a sí mismo.

—¡Cerrad esta casa y venid conmigo, rápido!

Obedecieron sin atreverse a preguntar por qué. Sin previo acuerdo, esa vez se puso al volante Mimì. Habían visto demasiadas cosas durante el viaje de ida, y el comisario no protestó.

—¿Adónde vamos?

—Al cementerio.

Augello, que estaba tomando una curva prácticamente sobre dos ruedas, estuvo casi a punto de derrapar al oír la respuesta.

—Mimì, no lo has entendido: al cementerio tenemos que llegar vivos.

—¿Puedo saber qué vamos a hacer allí? —preguntó Fazio, poniendo en su voz todo el respeto posible.

—Debéis saber que el día que fui al entierro de la madre de Gallo… —Interrumpió la frase.

—¿Y bien? —dijo Mimì.

Pero Montalbano estaba siguiendo el hilo de un pensamiento.

—Fazio, ¿tú conoces a ese Saverio Ostellino?

Fazio conocía la vida y milagros de muchos habitantes de Vigàta. Padecía lo que Montalbano llamaba el complejo del registro civil.

—Tiene cuarenta y dos años. Ha sido profesor en el instituto de Montelusa. Una vida metódica. Pero hace tres años su existencia cambió.

—¿Por qué?

—Se quedó viudo. De golpe perdió a su mujer y su hija, que cursaba primera elemental. Fue un accidente de coche. Conducía su mujer, él no estaba. Desde entonces se fue a vivir solo a una casa que le había legado su abuelo. Esa que acabamos de visitar, creo. Dejó de trabajar y no le apetece hacer nada. Casi nunca sale.

La verja del cementerio estaba cerrada. Llamaron a la puerta de la casa del vigilante, que estaba al lado.

—Abran. ¡Policía!

El vigilante que se presentó soltando tacos era el mismo que Montalbano ya conocía.

—Ábranos.

—Sean ustedes bienvenidos —dijo el hombre, abriendo la verja y echándose a un lado.

—Venga con nosotros —ordenó Montalbano, que no estaba para conversaciones. Y añadió—: ¿A Saverio Ostellino se le ha visto últimamente por aquí?

—Sí, señor. Prácticamente desde que se le murieron la mujer y la hija viene todos los días. Es el primero en entrar y el último en salir ¡En fin! El pobrecito ya no anda muy bien de la cabeza.

—¿Qué hace?

—Se encierra en el interior del panteón familiar y reza. Por lo menos eso nos ha dicho a mí y a mis ayudantes. Lleva siempre una maletita de tamaño mediano. Dentro dice que hay libros de oraciones.

—Pero cuando está en el panteón, ustedes no saben lo que hace realmente.

—No, señor comisario, hay vidrieras de colores. Pero ¿qué quiere usted que haga ese pobre infeliz? Reza. Una vez me habló. Me explicó que había encontrado, según él, la manera de resucitar a su mujer y a la chiquilla. Loco de atar. ¿Qué podemos hacer? Son unas desgracias muy grandes.

Habían llegado a la capilla de los Ostellino.

—¿Tiene una llave?

—No, señor, pero es muy fácil abrir. Si me permiten y se apartan un momento…

A pesar de la oscuridad del cementerio, Fazio y Montalbano se miraron asombrados: el vigilante estaba demostrando ser un descerrajador de primera. Pero en aquel momento ambos tenían otras cosas en que pensar.

Bajo la luz, el interior del panteón aparecía impecablemente limpio y en perfecto orden. Había flores frescas delante de los nichos de la mujer y la hija de Saverio Ostellino. A lo mejor, el pobrecillo acudía allí simplemente para rezar. Pero justo en aquel momento el comisario se dio cuenta de que en el suelo, al lado del altar, había una especie de rectángulo oscuro. Se acercó: era una trampilla abierta, la pesada lápida que la cerraba estaba apoyada contra la pared. Se inclinó para mirar, pero estaba demasiado oscuro.

—¿Y por aquí adónde se va?

—Al pudridero —contestó el vigilante—, donde se colocan los viejos ataúdes o los difuntos recientes a la espera de su entierro definitivo. Pero me extraña.

—¿Por qué?

—No me lo esperaba de él: para abrir el pudridero se necesita una autorización. Y el señor Ostellino no nos la ha pedido. Y, además, no se deja abierto.

—¿Hay luz abajo?

Sin contestar, el vigilante pulsó un interruptor cercano a la entrada.

—La mandó instalar el señor Ostellino hace un par de años.

Bajaron en fila; el comisario marchaba en cabeza. El pudridero era tan grande como el recinto de arriba. No estaba enlucido. Había tres viejos ataúdes colocados en el centro. Los habían apartado para dejar las paredes libres. En efecto, las cuatro paredes estaban literalmente cubiertas hasta la altura de un hombre de cartuchos de dinamita, dispuestos en grupos y en un orden perfecto. Las mechas de los cartuchos estaban atadas entre sí y unidas a una mecha más grande y larga que las demás. Bastaba con encenderla para que saltara todo por los aires.

—¡Coño! —exclamó casi sin voz Augello.

—¡Eso es lo que llevaba en la maletita! ¡Qué libros de oraciones ni qué leches! —dijo el vigilante, secándose la frente con una mano.

—Hemos llegado justo a tiempo. Mañana, día de los difuntos, en el momento en que el cementerio estuviera más lleno de gente, habría prendido fuego a la mecha. Salgamos.

Volvieron a subir en silencio, cada uno de ellos enfrascado en sus propios pensamientos. Una vez fuera del panteón, Montalbano le dijo a Fazio:

—Llámame a Gallo por el móvil. —Y esperó—. Hola. Soy Montalbano. ¿Qué tal va todo por ahí?

—Todo relativamente tranquilo, dottore.

—Oye, envíame al cementerio a Imbrò o a quien tú quieras. El vigilante le explicará junto a qué tumba tiene que montar guardia sin moverse ni un paso.

—Se lo envío enseguida, dottore. Ah, quería decirle una cosa: mire, que ese tío, Saverio Ostellino, ha regresado y está sentado en la platea. Ha pedido perdón y ha dicho que, antes de encerrarse en el cine, tenía que resolver un asunto urgente.

Montalbano se quedó helado.

En cuanto los vio bajar del coche, que había llegado a la velocidad de una bala, Gallo les salió al encuentro.

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —preguntó Montalbano respirando afanosamente, como si la carrera la hubiera hecho él y no el vehículo.

Gallo lo miró perplejo, no estaba al corriente de nada.

—Se ha sentado en la última fila. Está sólo él, las demás localidades de la fila están desocupadas. Pero ¿qué ocurre?

—Escúchame bien y contéstame sólo cuando lo hayas pensado. ¿Te ha parecido que estaba, no sé cómo decirlo, raro, nervioso?

—Pues sí, un poco sí. Pero ahí dentro todos están nerviosos.

—¿Llevaba algo?

—Sí, señor, una bolsa grande como las que utilizan las mujeres para hacer la compra.

—¡Virgen santa! —dejó escapar Mimì.

—Pero ¿qué pasa? —preguntó Gallo, progresivamente preocupado ante la visible preocupación de los demás.

—Vosotros os quedáis en el vestíbulo —dijo el comisario—. Yo entro para echar un vistazo.

Se esperaba cualquier cosa menos que el señor Mezzano hubiera tenido la ocurrencia de proyectar dibujos animados, que el público comentaba entre risas. Algunos ancianos dormían.

Montalbano vio de inmediato a Saverio Ostellino: estaba solo con la cabeza inclinada, absorto en los insensatos pensamientos que daban vueltas en el interior de su cabeza. Se le acercó muy despacio, Ostellino ni siquiera lo advirtió y permaneció en la misma posición. Montalbano miró al suelo al lado del hombre, pero no vio lo que buscaba. Luego se agachó como para atarse el cordón de un zapato. No le cabía la menor duda, la bolsa no estaba.

Abandonó la sala.

—Ha escondido la bolsa en algún sitio antes de sentarse. Pero hay que encontrarla.

Buscaron por todas partes, en el vestíbulo, detrás de las cortinas, detrás de los jarrones de flores, en el asiento de la taquilla. Nada, el comisario consultó el reloj: las doce de la noche y un minuto.

Ya estaban en el día de los Difuntos. No le quedaba más tiempo que perder, tenía que actuar de inmediato. Igual Saverio Ostellino guardaba en el bolsillo un mando a distancia que podía hacer estallar lo que había en el interior de la bolsa dondequiera que la hubiese escondido.

—Hemos de detenerlo. Pero con mucho cuidado. Tú, Fazio, entras en la sala y te sitúas en el pasillo a su espalda. Comprueba que no sostenga nada en la mano. En caso de que así sea, propínale un golpe en la cabeza que lo deje fuera de combate. En caso contrario, sujétalo y no permitas que se meta la mano en el bolsillo. ¿Está claro?

—Clarísimo.

—Detrás de ti entrará Mimì, que te echará una mano. E inmediatamente después entro yo. Hay que procurar que la detención se realice con el menor alboroto posible. Si alguien se da cuenta y se pone a gritar, puede que se produzca un episodio de pánico. Y eso es lo peor que podría ocurrir. Y ahora, ¡ánimo!

Fazio entró, y a los cinco segundos lo siguió Augello. Cuando el comisario entró también en la sala, se detuvo en seco. Saverio Ostellino ya no estaba en su sitio y Fazio y Augello lo observaron perplejos.

Obedeciendo a una señal de Montalbano, Fazio recorrió rápidamente el pasillo central, mirando a derecha e izquierda.

—No está —dijo al regresar junto al comisario.

Pero Montalbano ya tenía cierta idea y sabía que le quedaban escasamente unos cuantos minutos de tiempo.

—Tú —le indicó en un afanoso susurro a Mimì—, manda que se suspenda la proyección, dales las gracias a todos por haber colaborado y envíalos de nuevo a casa a la mayor rapidez que puedas. Les dices que ya ha pasado el peligro. Que no armen follón, quiero que se desaloje el cine en cinco minutos.

Mimì salió disparado.

—Tú ven conmigo —le dijo el comisario a Fazio.

Se encaminó con paso decidido hacia una puerta protegida por una gruesa cortina, por encima de la cual unas letras en neón decían: «Servicios». Entraron primero en la zona reservada a las mujeres: las puertas de los cuatro retretes estaban abiertas, dentro no había nadie. En la zona de caballeros la puerta de un retrete estaba cerrada por dentro.

Montalbano miró a Fazio, y ambos se comprendieron: seguramente Saverio Ostellino estaba detrás de aquella puerta. En medio del silencio percibieron con toda claridad su afanosa respiración, semejante a un estertor.

El comisario se notó sabor de sangre en la boca, debía de haberse mordido la lengua. Le dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes.

Por signos, Montalbano explicó su plan. Contaría hasta tres con los dedos y entonces Fazio debería echar la puerta abajo de un empujón. Fazio asintió con la cabeza para expresar que lo había comprendido y le ofreció su pistola. Montalbano la rechazó y empezó a contar.

El empujón de Fazio fue tan violento que la puerta se desquició, y el comisario se apresuró a tirar de ella hacia fuera. La escena que apareció ante sus ojos fue peor que una pesadilla.

Saverio Ostellino sostenía en la mano una linterna de petróleo encendida. A sus pies, unos treinta cartuchos de dinamita. La bolsa vacía estaba en un rincón. Ostellino no se movía, permanecía petrificado, con los ojos tan tremendamente desorbitados que, a lo mejor, ni siquiera veía a los hombres que tenía delante.

Fue entonces cuando Fazio, desconcertado por completo, vio cómo su jefe se inclinaba profundamente con las manos cruzadas sobre el pecho.

—Vuestra Inmensidad, os suplico perdonéis mi atrevimiento y me escuchéis. ¡Dignaos dirigir vuestro rostro hacia mí!

Los ojos de Saverio Ostellino perdieron la inmovilidad, se posaron sobre el comisario y lo enfocaron con dificultad.

Montalbano avanzó despacio dos pasos con la cabeza inclinada y cayó de rodillas.

—Inmensidad, ¡dejad que sea vuestro humilde siervo quien cumpla la obra! ¡Concededme la gracia de encender la llama!

Fazio también cayó de hinojos con los brazos extendidos en gesto de devota súplica.

Ostellino los contempló. Y después, con un movimiento que parecía en cámara lenta, extendió el brazo y le ofreció la linterna a Montalbano mientras en su rostro se dibujaba una beatífica sonrisa de felicidad.

Fazio pegó un brinco y sujetó al hombre por los brazos. Entonces el semblante de Saverio Ostellino se desencajó.

—¡Me habéis engañado! ¡Me habéis engañado! —No forcejeó para zafarse. Unos gruesos lagrimones empezaron a surcarle las mejillas—. Podía resucitarlas, ¿sabéis? ¡Habría podido volver a tenerlas conmigo! ¡Todavía conmigo! ¡En mi luz! ¡Por toda la eternidad!

Y Montalbano lo comprendió. El significado de aquellas palabras desesperadas lo conmovió y turbó. Arrojó la linterna a un lavabo, salió y regresó a la sala, que ya estaba desierta.

Se sentó y contempló la pantalla en blanco. Una pesada y espesa capa de desconsolada melancolía lo asfixiaba.

Al cabo de un rato Fazio se sentó en la butaca de al lado.

—El dottor Augello lo está acompañando a una clínica de Montelusa. He hablado con el padre y con el hermano.

—¿Qué te han dicho?

—No acaban de creer lo que ha ocurrido. No sabían que Saverio salía de noche, sólo sabían que se pasaba el día leyendo los libros de su abuelo. ¿Qué libros eran?

—Los libros de un cabalista.

—¿De uno de esos que se dedican a adivinar los números de las apuestas mutuas? —preguntó Fazio, sorprendido.

—No, otra cosa. Y de tanto leer acabó con la cabeza completamente trastornada, una cabeza que ya había recibido un buen golpe con la muerte de su mujer y su hija. Hasta que un día se convenció de que si lograba convertirse en Dios, podría resucitar a las personas que amaba.

—Sí, pero ¿aquel asunto de la contracción?

—Bueno, verás, Dios es tan grande que, para imaginarlo, tenemos que empequeñecerlo y entonces…

—No, señor Dottore, no siga. Me está entrando dolor de cabeza. ¿Tiene que darme alguna orden?

—Sí, esta misma noche se ha de vaciar el panteón de los Ostellino. No me fío de dejar los explosivos allí dentro con toda la gente que habrá en el cementerio. Mañana por la mañana compra dos ramilletes de flores y ponlos…

—De acuerdo. Así se hará.

Al regresar a Marinella, a Montalbano no le apeteció lavarse y cambiarse. Había tomado una decisión. Había un avión que salía a las siete y en el cual siempre se encontraba plaza. Necesitaba a Livia; a las diez como máximo estaría en Boccadasse.

Pero ahora ya no tenía apetito, no tenía sueño. Fue a sentarse a la galería. La noche era muy suave y no había ni una nube. Se puso a mirar un punto del cielo que él sabía. Justo en aquel punto, en cuestión de unas horas, el principio de la luz del día empezaría a abrirse paso en medio de la oscuridad.