—¿No se encuentra bien? —preguntó el comisario.
—¿Lo dice por el termómetro? No; eso es un pequeño control que hago de vez en cuando —contestó sin quitarse el aparato de la boca y, por consiguiente, le salió voz de borracho.
—Lo celebro. Como me habían dicho que…
—¿Que me estaba muriendo? Se lo he dicho a un imbécil que no lo ha entendido. Pero tengo más de noventa y cuatro años, amigo mío. Y por lo tanto no resulta tan equivocado decir que me estoy muriendo. Sólo que ahora por estado moribundo todos entendemos una fase agónica. Una situación para llamar al cura para la última y extrema confesión.
¿Qué podía replicar? Nada, era un razonamiento perfecto. Maraventano se retiró finalmente el termómetro, lo miró, lo depositó encima de la mesa, sacudió la cabeza, tomó uno de los tres biberones llenos que tenía delante y empezó a chupar.
—No creo que usted haya venido a verme para informarse sobre mi estado de salud. ¿Puedo servirle en algo?
Y Montalbano se lo contó todo de corrido, desde el pez al elefante. Le habló también de su temor ante la siguiente jugada del hombre que se creía Dios o que pensaba mantener una estrecha relación con Él.
Alcide Maraventano lo escuchó sin interrumpirlo en ningún momento. Sólo al final preguntó:
—¿Trae las notas?
Como es natural, el comisario las llevaba, y se las mostró. Maraventano despejó un poco la mesa, las colocó en fila, las leyó y releyó, después miró a Montalbano y se echó a reír.
—¿Qué es lo que le parece tan divertido? —preguntó sorprendido el comisario. Y ver que el otro no contestaba lo provocó—. Es difícil entender algo, ¿eh?
—¿Difícil? —repuso Maraventano, quitándose de la boca el biberón ya vacío—. ¡Pero si es elemental, amigo mío, tal como le diría Sherlock Holmes al doctor Watson! ¿Ha podido leer alguna vez los Sifre ha-’iyyun?
—No he tenido ocasión —contestó imperturbable—. ¿Qué son?
—Son los «Libros de la Contemplación», escritos probablemente hacia la mitad del siglo trece.
El comisario extendió los brazos con gesto desolado. No sólo no los había leído sino que jamás había oído hablar de ellos.
—Pero sin duda habrá leído alguna página de Moisés Cordovero —añadió en tono condescendiente Maraventano.
¿Y ése quién era? Vete a saber por qué, aquel nombre y aquel apellido le sonaron venecianos.
—¿Un dux? —apuntó a ciegas.
—No diga tonterías —replicó con severidad Maraventano.
Montalbano empezó a sentirse incómodo y sudado. Había vuelto a convertirse de golpe en el mediocre estudiante que siempre había sido, desde la escuela primaria hasta la universidad. No abrió la boca, inclinó la cabeza y se puso a describir círculos con el dedo índice en el polvo de la mesa.
«Esta vez estoy jodido. Éste me suspende», se le ocurrió pensar.
—Vamos, vamos —dijo en tono conciliador Alcide Maraventano—, ¡no me dirá que el nombre de Isaac Luria le es del todo desconocido!
Del todo, profesor, del todo. Y en la punta de la lengua le asomó inesperadamente una respuesta clásica: «En mi libro no estaba».
—No —consiguió responder con la voz de un gallito en su primer quiquiriquí—, pero la verdad es que ahora mismo…
Alcide Maraventano lo miró, suspiró, sacudió la cabeza y empezó a levantarse de la silla. Tardó en levantarse un rato que al comisario se le antojó interminable, de tan largo como era aquel hombre. Al final, tras haberse desenroscado como una serpiente, aquella especie de asta que era un cuerpo y que terminaba con una trémula calavera se puso en marcha.
—Voy arriba a buscar un libro y vuelvo —dijo.
El comisario lo oyó subir por la escalera porque a cada peldaño emitía un «ah» de dolor. Casi se avergonzó de haber tenido que someter al pobre viejo a aquel esfuerzo, pero Alcide Maraventano era el único que podía explicarle algo acerca de un problema que no parecía tener solución. Le entraron ganas de encender un cigarrillo, pero temió hacerlo: con todo el papel que había allí dentro, seco, amarillento y centenario, cualquier cosa habría bastado para provocar un incendio. Transcurrieron unos veinte minutos. Por más que aguzara el oído, no se oía el menor ruido desde el piso de arriba. A lo mejor el viejo había subido a buscar el libro a una habitación que no estaba situada exactamente encima de donde él se encontraba.
De repente se oyó un estruendo espantoso, un estallido aterrador; toda la casa tembló, cayeron fragmentos de revoque del techo. ¿Un terremoto? ¿La explosión de una bombona de gas? Montalbano, bruscamente levantado de la silla que a punto había estado de atravesar el techo de un golpe, vio caer sobre la puerta que miraba a la escalera una especie de telón blanco. Debía de ser el polvo, la polvareda de los escombros del piso superior. A lo mejor, la escalera se encontraba en situación inestable. Pero el comisario se sintió en la obligación de subir cuidadosamente por ella para acudir en ayuda del padrino (o puede que no). La densa polvareda le penetró en los pulmones y le provocó un ataque de tos. Los ojos empezaron a lagrimearle. Fue entonces cuando percibió cierto movimiento en lo alto de la escalera.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó medio asfixiado.
—¿Y quién tiene que haber? Yo —dijo la serena y tranquila voz de Alcide Maraventano.
Después, entre la niebla, el padrino (o puede que no) apareció con un libraco bajo el brazo. De verde moho, el color de la túnica se había vuelto blanco yeso a causa del polvo. Alcide Maraventano parecía el esqueleto de un Papa descendiendo por una escalera.
—Pero ¿qué ha pasado?
—Nada. Se ha caído una estantería que a su vez ha hecho caer tres o cuatro pilas de libros.
—¿Y toda esta polvareda?
—¿No sabe que los libros crían polvo?
Volvió a sentarse en la silla, dio unas cuantas chupadas al biberón porque se le había secado la garganta, expectoró, abrió el libraco y comenzó a hojearlo.
—Esta es la ilustración que Hayyim Vital hace del pensamiento de su maestro Luria.
—Gracias por la aclaración —dijo Montalbano—. Pero quisiera saber de qué estamos hablando.
Maraventano lo miró, perplejo.
—¿Aún no lo ha comprendido? Estamos hablando de la Qabbalah y sus interpretaciones.
¡La Cábala! Había oído hablar de ella, claro, pero siempre como de algo misterioso, secreto, esotérico.
—Ah, aquí está —exclamó Maraventano, deteniéndose en una página del libraco—, preste atención. «Cuando el En sof concibió la idea de crear los mundos y producir la emanación para sacar a la luz la perfección de sus actos, se concentró en el punto de en medio, situado en el centro exacto de su luz. La luz se concentró y se retrajo por entero alrededor de aquel punto central…». ¿Ahora lo tiene claro?
—No —contestó Montalbano, estupefacto. Comprendía, por supuesto, el significado de las palabras, pero no conseguía establecer una relación entre una palabra y otra.
—Me remito a Cordovero —explicó Maraventano—, el cual afirma que el En sof, el ente supremo, para que los hombres puedan, por lo menos en parte, comprender su grandeza, se ve obligado a contraerse.
—Empiezo a entender —dijo finalmente el comisario.
—Y cuando termine de contraerse, se aparecerá a los hombres en toda su luz y en todo su poder.
—¡Virgen santísima! —balbució Montalbano. Había comprendido de pronto adónde quería ir a parar aquel loco que se creía Dios.
—Este imbécil no ha entendido nada de la Qabbalah —dijo Maraventano a modo de conclusión.
—Este imbécil no está pensando en matar a un solo hombre, sino que está preparando una matanza.
Maraventano lo miró.
—Sí, considero muy plausible su hipótesis.
Montalbano notó una sensación de ardor en la garganta y a punto estuvo de tomar un biberón y ponerse a chupar.
—¿Por qué dice que no ha entendido nada de la Cábala?
Maraventano sonrió.
—Voy a ponerle un solo ejemplo. El punto de mayor concentración de la luz, el punto central, es el lugar de la creación, no de la destrucción, siempre según Luria y Vital. Él, en cambio, está convencido de lo contrario. Es necesario que usted le pare los pies. Por el medio que sea.
—¿Puede explicarme por qué actúa siempre en las primeras horas de cada lunes?
—Puedo aventurar una hipótesis. Porque el lunes es el principio de la luz, el día en el cual se considera que el Creador dio comienzo a su obra.
—Oiga —lo apremió Montalbano, comprendiendo que cada segundo de información de más equivalía a una ganancia—, ¿usted conoce a alguien que en Vigàta o sus alrededores se haya ocupado de estas cosas? Piénselo bien. No puede haber muchas personas que se hayan dedicado o se dediquen a estudios tan difíciles y complejos.
Alcide Maraventano buscó en el pozo sin fondo de su memoria, y al final encontró algo.
—Había uno, hace muchísimos años. Algunas veces venía a discutir conmigo. Se llamaba Saverio Ostellino, me llevaba unos cuantos años. Vivía en Vigàta. Recuerdo que asistí a su funeral, está enterrado allí.
—¿En el cementerio de Vigàta? —se sorprendió Montalbano.
—¿Y por qué no? —replicó Alcide Maraventano—. Se interesaba por la Qabbalah no por motivos de fe sino porque era un estudioso.
—¿Tenía hijos?
—Jamás me habló de sí mismo.
Dicho eso, el viejo se apoyó contra el respaldo del sillón, echó la cabeza hacia atrás y permaneció inmóvil. Montalbano esperó un poco y después, aguzando el oído, oyó un levísimo ronquido. Maraventano se había adormilado. ¿O acaso lo fingía? Sea como fuere, aquel sueño verdadero o simulado sólo significaba una cosa, que la visita había tocado a su fin.
El comisario se levantó y abandonó la estancia de puntillas.
Con expresión desdeñosa, Mimì le arrojó sobre el escritorio unas diez hojas totalmente llenas de una apretadísima escritura.
—Ésta es la lista de todos aquellos cuyo apellido empieza por «O». Para tu conocimiento, se trata de cuatrocientas dos personas entre varones, mujeres, niños, niñas, ancianos y recién nacidos.
—¿Están todos aquí?
—Sí, todos figuran en esta lista.
—Mimì, no empieces a comportarte como Catarella.
—¿Qué quieres decir?
—En este momento, ¿están todos aquí en Vigàta? ¿Se encuentran presentes? ¿O alguien de ellos está fuera de casa?
—¿Y yo qué sé?
—Pues has de saberlo. Cuando decidamos reunirlos, quiero tener la absoluta certeza de que estén todos. Quiero saber quién está ausente del pueblo por asuntos de negocios, estudio, enfermedad y cosas de ese tipo. También debo saber si alguien tiene intención de salir antes del lunes que viene o si habrá alguien que regrese, siempre antes del lunes. ¿Está claro?
—Clarísimo. Pero ¿cómo lo hago?
—Ponte de acuerdo con Fazio, utilizad a todos los hombres que necesitéis. Id de casa en casa y llevad a cabo una especie de censo.
—¿Y si empiezan a hacer preguntas?
—Contestas con cualquier chorrada. A ti se te da muy bien eso de inventar chorradas, Mimì.
En cuanto Mimì se retiró, tomó la lista. ¿Cómo había dicho Maraventano que se llamaba el estudioso de la Cábala? Ah, sí, Saverio Ostellino. En la lista había tres: Francesco, Tiziano y, justamente, Saverio. Sin duda un nieto. Que a lo mejor no tenía nada que ver con todo el asunto. Su apellido, que empezaba con «O», lo incluía entre las probables víctimas y, por consiguiente, lo excluía de la posibilidad de que fuera él el loco fanático. Pero todo se tenía que controlar.
Pasó una mala noche, prácticamente dando vueltas en la cama. Demasiadas eran las preguntas, las dudas, las incertidumbres que lo carcomían.
¿Tenía que informar al jefe superior de lo que estaba ocurriendo? Era su deber, eso seguro. Y si el otro no lo creía, ¿podría seguir actuando por su cuenta y riesgo? Estaba tan convencido de que el loco se disponía a cometer una matanza como si se lo hubiera comunicado personalmente en persona, por decirlo en palabras de Catarella.
Y de vez en cuando se abrían paso con prepotencia algunas palabras de Alcide Maraventano: «porque el lunes es el principio de la luz, el día en el cual se considera que el Creador dio comienzo a su obra». Esas palabras lo inquietaban, pero no conseguía comprender por qué.
En algún lugar de la casa tenía que haber una Biblia que una vez había pedido en préstamo y que jamás había devuelto. Le llevó tiempo, pero la encontró. Volvió a acostarse y empezó a leer. «Y cumplida el sexto día la obra que había hecho, Dios descansó el séptimo día de lo que había hecho y lo bendijo porque en él descansó de todo lo que había creado…». En otras palabras, «el séptimo descansó». ¿Y bien? ¿Qué importancia tenía aquella frase en la investigación que estaba llevando a cabo? No sabía ni el cómo ni el porqué, pero intuía vagamente que algo significaba aquel día de descanso, y algo muy importante, por cierto.
El hombre caminaba muy despacio y con la cabeza gacha, como si mirara dónde ponía los pies a causa de la poca luz que emitían las farolas, algunas de las cuales estaban incluso apagadas. No pasaba ni un alma, todos se habían ido a dormir, o por lo menos eso creían ellos, puesto que a lo que habían ido en realidad era al ensayo general del sueño eterno en el que, en cuestión de unos días, se hundirían gracias a él. Todos, viejos que ya percibían muy cerca el aliento de la muerte y criaturas recién nacidas que aún no habían abierto los ojos, niños y ancianos, hombres y mujeres. Ante la sola idea de la proximidad de aquel día, del Día, un fuerte escalofrío que se inició en su ingle le subió como una descarga eléctrica por la columna vertebral y le llegó al cerebro, provocándole una especie de embriaguez repentina tan fuerte que las sombras de las casas empezaron a dar vueltas a su alrededor. Cerró los ojos, respirando afanosamente y gimiendo de placer. Tuvo que permanecer inmóvil unos cuantos minutos, después le pasó la borrachera y estuvo en condiciones de reanudar el paseo. Se puso a cantar en silencio en su fuero interno: «Dies irae, dies illa…».
A última hora de la mañana siguiente, llegó Mimì Augello diciendo que la lista había disminuido en treinta y cinco personas.
—Si quieres, te concreto los detalles. Cuatro han emigrado a Bélgica, seis a Alemania, tres están estudiando en Palermo…
—¿Estás seguro de que no regresarán antes del lunes?
—Segurísimo. —Después, tras una pausa—: Me han acribillado a preguntas.
—¿Y tú?
—He dicho que se trataba de una ley muy reciente de la Unión Europea. Un censo acerca de los desplazamientos interiores y exteriores de los habitantes de algunas ciudades piloto.
—¿Y se lo han creído?
—Algunos sí y otros no.
—Y los que no, ¿qué te han dicho?
—Nada. Probablemente estaban soltando maldiciones para sus adentros.
—Pues entonces, ¿por qué han contestado?
—Porque nosotros somos representantes de la ley, Salvo.
—¿Lo cual significa que, en nombre de la ley, tenemos la facultad de hacer cualquier chorrada que se nos ocurra?
—¿Y ahora te das cuenta?
Montalbano prefirió no insistir en el tema.
—O sea que ahora ya sabéis dónde viven. Mimì, tendrás que encargarte de una tarea muy fina pero un poco pesada. Haz una cruz en el callejero de Vigàta para indicar dónde viven aquellos cuyo apellido empieza por «O». Después traza un recorrido ideal, el más corto, para que en el momento oportuno podamos avisarlos a todos en el menor tiempo posible.
—De acuerdo.
—Si no conseguimos identificar y pararle primero los pies al loco, habría que reunir a todas estas personas, posiblemente el domingo por la noche justo después de la cena, y trasladarlas al cine Mezzano. Ya he hablado con el propietario; el local cuenta con quinientas localidades.
Mimì adoptó una expresión pensativa.
—¿Qué te ocurre? —preguntó el comisario—. Comprendo que va a ser complicado convencer a esa gente de que salga de la casa, puede que alguien tenga a algún anciano difícil de transportar…
—El problema es otro…
De repente Montalbano se enfureció. Odiaba aquella frase. La oía pronunciar cada vez con más frecuencia en cualquier reunión, y el que la decía tenía la intención más o menos oculta de desviar la conversación que en aquel momento se estuviera manteniendo. Se reprimió y no manifestó su desagrado porque el asunto que los ocupaba era demasiado importante.
—¿Y cuál es ese otro problema?
—Una vez que hayamos conseguido instalar a toda esa gente en el interior del cine, ¿cómo vamos a entretenerla? ¿Tú te das cuenta? Habrá chiquillos llorando, otros que armarán jaleo jugando, ancianos que querrán descansar, hombres que se pelearán…
—Eso no es un problema. Haremos que les proyecten una buena película. Una de esas que todos pueden ver. Y tú, que tienes una voz aceptable, podrías cantarles también alguna cancioncilla.
Tomó la lista de los que estaban fuera de Vigàta y la estudió. Los tres Ostellino, Francesco, Tiziano y Saverio, no figuraban en ella. Se la pasó a Augello.
Mimì se la arrancó de la mano y abandonó la estancia sin despedirse siquiera.