Mimì Augello acertó y se equivocó. Acertó en cuanto al tamaño de la, digamos, nueva víctima, pero se equivocó en que no se trató de una oveja.
La mañana del lunes 13 de octubre, Fazio se presentó en la comisaría con la novedad, que por otra parte en absoluto era una novedad, de que habían matado una cabra. El consabido disparo en la cabeza, la consabida bala, la consabida nota. «Me sigo contrayendo».
Ninguno de los presentes habló, nadie se atrevió a hacer un comentario ingenioso.
En el despacho del comisario flotaba un silencio denso y perplejo.
—¡Lo está logrando, y de qué manera! —exclamó Montalbano por fin. Por otra parte, le correspondía hacerlo: el jefe era él.
—¿Qué? —preguntó Augello.
—Que lo tomen en serio.
—Yo lo tomé en serio enseguida —dijo Mimì.
—Bravo, subcomisario Augello. Lo propondré para una solemne mención honorífica al señor jefe superior. ¿Satisfecho?
Mimì no contestó. Cuando el comisario estaba de tan mala uva, lo mejor era mantener la boca cerrada.
—Está intentando revelarnos otra cosa, aparte de mantenernos al corriente del estado de su contracción —añadió Montalbano tras una pausa. Hablaba a media voz porque más que nada estaba conversando consigo mismo.
—¿De qué lo deduces?
—Reflexiona, Mimì, si no te cuesta demasiado. Si sólo quería comunicarnos que se estaba contrayendo, signifique lo que signifique para él el verbo contraerse, no necesitaba correr de un lugar a otro de Vigàta matando cada vez un animal distinto. ¿Por qué cambia de animal?
—Tal vez las letras iniciales de… —aventuró Augello.
—Ya lo he pensado. PPPC o MPPC, ¿qué serían para ti?
—Podrían ser las siglas de un grupo o un movimiento subversivo —apuntó tímidamente Fazio.
—Ah, ¿sí? Ponme un ejemplo.
—Pues no sé, dottore. Digo lo primero que me pasa por la cabeza. Por ejemplo, Partido Popular Proletario Comunista.
—¿Y tú crees que existen todavía comunistas revolucionarios? ¡Anda ya! —replicó sin miramientos Montalbano.
Se hizo de nuevo el silencio. Augello encendió un cigarrillo, Fazio se miró la punta de los zapatos.
—Apaga el cigarrillo —ordenó el comisario.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido Mimì.
—Porque mientras tú te tumbabas a la bartola en Maguncia…
—Estaba en Hamburgo.
—Donde fuera. En resumen, mientras estabas ausente de este precioso país nuestro, un ministro despertó una mañana y se preocupó por nuestra salud. Si quieres seguir fumando, tendrás que salir a la calle.
Maldiciendo entre dientes, Mimì se levantó y abandonó la estancia.
—¿Puedo retirarme? —preguntó Fazio.
—¿Quién te lo impide?
Una vez a solas, Montalbano lanzó un profundo suspiro de satisfacción. Había desahogado el mal humor provocado por aquel imbécil que andaba por ahí cargándose animales.
* * *
Había transcurrido apenas una hora cuando por toda la comisaría tronó la voz de Montalbano.
—¡Augello! ¡Fazio!
Se presentaron corriendo. Sólo con verle la cara, comprendieron que algún engranaje se había puesto en marcha en el celebro del comisario. En efecto, Montalbano estaba esbozando una especie de sonrisita.
—Fazio, ¿conoces el nombre del propietario de la cabra asesinada? Espera, si lo sabes, sólo asiente con la cabeza, no digas nada.
Fazio, sorprendido, lo hizo varias veces.
—¿A que adivino con qué empieza su apellido? Empieza por «O», ¿verdad?
—¡Verdad! —exclamó Fazio, admirado.
Mimì Augello prorrumpió en un breve e irónico aplauso y preguntó:
—¿Has terminado de hacer juegos de prestidigitación?
Montalbano no le respondió.
—Y ahora dime los apellidos de los dueños de los otros animales —dijo a Fazio.
—Ennicello, Contrera, Contino y Ottone; el amo de la cabra, el que acabamos de mencionar ahora mismo, se llama Stefano Ottone.
—¡Ahí está! —gritó Mimì.
—¿Ahí está qué? —preguntó Fazio.
—Es lo que escribe —repuso Augello.
—Dices bien, Mimì. Con las iniciales de los apellidos nos está escribiendo otro mensaje. Y nosotros nos equivocábamos al pensar que lo estaba componiendo con las iniciales de los animales asesinados.
—¡Ahora me explico el porqué! —exclamo Fazio.
—Pues explícanoslo también a nosotros.
—En la casita del jubilado donde mataron el perro había también dos cabras. Y esta mañana me he preguntado por qué el hombre no había vuelto a la casa del señor Contino en lugar de desplazarse a veinte kilómetros de distancia para buscar otra cabra. Ahora lo entiendo. ¡Necesitaba un apellido que empezara por «O»!
—¿Qué podemos hacer? —inquirió Augello, a medio camino entre el nerviosismo y la angustia.
Fazio miró también al comisario con los ojos de un perro que está aguardando que le echen un hueso.
Montalbano extendió los brazos.
—No podemos esperar a que le pegue un tiro a un hombre para intervenir. Porque la próxima vez, de eso estoy más que seguro, matará a alguien —insistió Mimì, y Montalbano volvió a extender los brazos—. No entiendo cómo puedes estar tan tranquilo —repuso en tono provocador.
—Porque no estoy tan obsesionado como tú —contestó el comisario, más fresco que una lechuga.
—¿Puedes explicarte mejor?
—En primer lugar, ¿quién te dice a ti que estoy tranquilo? En segundo, ¿quieres decirme qué coño podemos hacer? ¿Construimos un arca como Noé, metemos dentro todos los animales y esperamos a que el hombre venga a matar uno de ellos? Y en tercero, no está escrito, no está dicho en ningún sitio, que la próxima vez vaya a disparar contra un hombre. Él sólo matará a un cristiano al final del mensaje. Hasta ahora ha escrito la primera palabra, que es ecco, es decir, «aquí está», «aquí tenéis». La frase evidentemente no está terminada. E ignoramos su longitud, cuántas palabras necesitará. Os aconsejo que os arméis de paciencia.
El lunes 20 de octubre, Montalbano, Augello y Fazio se encontraron en la comisaría a las tantas de la madrugada sin que previamente se hubieran puesto de acuerdo. Al verlos a tan temprana hora, a Catarella por poco le da un ataque.
—Ay, ¿qué ha sido? Ay, ¿qué ha pasado? Ay, ¿qué ha ocurrido?
Obtuvo tres respuestas distintas, tres mentiras. Montalbano dijo que no había pegado ojo a causa de una fuerte acidez de estómago. Augello contó que había acompañado al tren a un amigo suyo que había ido a verlo; Fazio, que se había visto obligado a salir pronto para comprarle aspirinas a su mujer, que tenía un poco de fiebre. Pero de común acuerdo enviaron a Catarella por tres cafés solos al bar de la esquina, que ya estaba abierto.
Tras tomarse el café en silencio, Montalbano encendió un cigarrillo. Augello esperó a que diera la primera calada y después procedió a tomarse su venganza particular.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó, agitando el dedo índice en gesto de advertencia—. ¿Y qué vas a decirle al señor ministro si se deja caer por aquí y te ve?
Soltando maldiciones, Montalbano abandonó la estancia y se puso a fumar en la puerta de la comisaría. A la tercera calada oyó sonar el teléfono. Volvió a entrar a la velocidad de una pelota disparada.
Y se encontraron los tres simultáneamente, Montalbano, Fazio y Augello, empeñados en trasponer aquel auténtico agujero que era la entrada de la centralita, la cual a su vez no era más que un simple hueco algo mayor que un armario para escobas. Se inició una especie de lucha a empellones. Sorprendido por aquella irrupción, Catarella creyó erróneamente que los tres la habían tomado con él. Dejó caer el auricular que estaba levantando, se puso en pie de un brinco con los ojos desorbitados, pegó la espalda a la pared y, levantando las manos, gritó:
—¡Me rindo!
Montalbano recogió bruscamente el auricular.
—Habla el…
Lo interrumpió una estridente voz femenina medio histérica.
—¡Oiga! ¡Oiga! ¿Quién habla?
—Habla el…
—¡Vengan rápido! ¡Muevan el trasero y vengan enseguida!
—¿Por casualidad, señora, le han matado algún animal?
La pregunta desconcertó a la mujer.
—¿Cómo? ¿De qué me habla? ¿Qué pasa, borracho ya de buena mañana?
—Disculpe. Facilíteme sus señas de identidad.
—Pero ¿cómo habla éste?
—Nombre, apellido y domicilio.
Al término de la accidentada conversación telefónica, se pudo establecer que la señora Ágata de Dominici, domiciliada en el término de Cannatello, «justo al ladito de la fuentecita», estaba muerta de miedo porque su marido Ciccio había salido de casa armado con un fusil para ir a pegarle un tiro a un tal Armando Losurdo.
—Puede creerme: si lo dice, lo hace.
—Pero ¿por qué quiere pegarle un tiro?
—¡Y yo qué sé! ¿Acaso mi marido me cuenta a mí sus razones?
—Ve a echar un vistazo —le ordenó Montalbano a Fazio.
Éste salió murmurando por lo bajo y ordenó a su vez a Galluzzo, que acababa de llegar a la comisaría, que lo acompañara.
En cuanto los vio, la señora Ágata de Dominici, una cincuentona extremadamente delgada que semejaba la personificación de la miseria, decidió romper a llorar contra el ancho pecho de Galluzzo. Contó a los exhaustos representantes de la ley (el término de Cannatello se encontraba junto al despeñadero y habían tenido que andar tres cuartos de hora porque con el coche no se podía llegar hasta allí) que su marido había salido de casa a las cinco y media de la mañana para atender a las bestias, y había regresado a los diez minutos como si hubiera enloquecido, igualito que Orlando, el del teatro de marionetas, con los pelos de punta, soltando más reniegos que un turco enfurecido y golpeándose la cabeza contra la pared. Ella le preguntaba qué había ocurrido, pero él parecía haberse vuelto sordo y no daba ninguna respuesta. En determinado momento, se puso a dar voces, diciendo que esa vez no iba a perdonar a Armando, que le pegaría un tiro tan cierto como Dios es Cristo. Y efectivamente, cogió el fusil que había junto a la cabecera de la cama y se marchó.
—¡Esta vez lo empapelan! ¡Ya no volverá a salir de la cárcel! ¡Se perderá para siempre!
—Señora, antes de hablar de cadena perpetua —terció Fazio, que tenía la idea de regresar cuanto antes a la comisaría—, díganos quién es ese Armando y dónde vive.
Resultó que Armando Losurdo poseía unas hectáreas de tierra parcialmente lindantes con las de De Dominici, y no pasaba día sin que ambos se pelearan; ahora uno cortaba las ramas de un árbol con la excusa de que invadían su campo, después el otro se apoderaba de una gallina que había entrado casualmente en sus tierras y se hacía un caldo con ella.
—Pero, usted, señora, ¿sabe lo que ha sucedido esta vez?
—¡No lo sé! ¡No me lo ha dicho!
Fazio pidió que le explicara dónde vivía Armando Losurdo y se fue a pie seguido de Galluzzo, al que la señora Ágata había permanecido abrazada, mojándole la chaqueta de lágrimas y mocos.
Cuando llegaron al lugar, se encontraron metidos de lleno en una escena de película del Lejano Oeste. Desde la única ventana de una rústica casucha, alguien disparaba con un revólver contra un campesino cincuentón, con toda seguridad Ciccio de Dominici, quien, apostado detrás de un murete, respondía con disparos de fusil.
Demasiado ocupado con el duelo, De Dominici no se percató de la presencia de Fazio, que se le echó encima por la espalda y consiguió, cuando el otro se dio la vuelta, soltarle una patada de no te menees en los huevos. Mientras el hombre trataba de recuperar el resuello, Fazio lo esposó.
Entretanto, Galluzzo gritaba:
—¡Policía! ¡Armando Losurdo, no dispare!
—¡No me fío! ¡Como no os larguéis, os pego también un tiro a vosotros!
—¡Somos de la policía, cabrón!
—¡Júralo sobre la cabeza de tu madre!
—Jura —le ordenó Fazio—, de lo contrario aquí se nos hace de noche.
—Pero ¿es que estamos locos?
—¡Jura y no me vengas con mandangas!
—¡Juro sobre la cabeza de mi madre que soy policía!
Mientras Losurdo salía de la casucha con las manos en alto, Fazio le preguntó a Galluzzo:
—Pero ¿tu madre no murió hace tres años?
—Sí.
—Pues entonces, ¿por qué te resistías tanto?
—No me parecía bien.
En cuando De Dominici vio aparecer a Losurdo, de una sacudida se libró de Fazio y, esposado como estaba, arremetió con la cabeza gacha como si fuera una especie de ariete contra su enemigo. Una zancadilla de Galluzzo lo derribó al suelo.
Losurdo gritaba:
—¡No sé qué le ha dado a este loco! Se ha apostado ahí y ha empezado a disparar contra mí. ¡Yo no le he hecho nada! ¡Lo juro sobre la cabeza de mi madre!
—¡Pero qué manía tiene este hombre con la cabeza de las madres! —comentó Galluzzo.
Mientras, De Dominici se había arrodillado, pero era tanta la rabia que tenía que no conseguía hablar; las palabras se le atropellaban en la boca, se la llenaban y se transformaban en baba. Su rostro había adquirido un color amoratado.
—¡El burro! ¡El burro! —logró decir finalmente al borde del llanto.
—Pero ¿qué burro? —preguntó Losurdo.
—¡El mío, grandísimo hijo de puta! —Y dirigiéndose a Fazio y Galluzzo, explicó—: ¡Esta mañana he encontrado mi burro! ¡Muerto de un disparo! ¡Un tiro en la cabeza! ¡Y ha sido él, este maricón hijo de la gran puta, quien lo ha matado!
Al oír «tiro en la cabeza», Fazio se quedó petrificado y plantó las orejas.
—A ver si lo entiendo —le preguntó despacio a De Dominici—, ¿estás diciendo que esta mañana has encontrado a tu asno muerto de un disparo en la cabeza?
—Sí, señor.
Fazio desapareció literalmente de la vista de Galluzzo, De Dominici y Losurdo, los cuales se quedaron paralizados como si acabara de pasar aquel ángel que dice «amén» y todos se paralizan al instante.
—¿Por qué se ha ido? —preguntaron a la vez De Dominici y Losurdo.
Fazio llegó a la casucha de De Dominici empapado de sudor y sin resuello. El burro estaba atado con una cuerda a un árbol de las inmediaciones, pero tumbado en el suelo, muerto. Un hilillo de sangre le brotaba de una oreja. Encontró enseguida la bala, prácticamente entre las patas del animal, y a primera vista le pareció igual que las anteriores. Pero de la nota no había ni rastro. Mientras la buscaba por los alrededores (tal vez la brisa de primera hora de la mañana se la había llevado), la señora De Dominici se asomó a una ventana.
—¿Lo ha matado? —chilló.
—Sí —contestó Fazio.
Y entonces se desencadenó la ira divina, el infierno, la vorágine.
—¡Aaaaaaahhhhh! —gritó ella, desapareciendo del hueco de la ventana.
A pesar de la distancia, Fazio oyó el golpe del cuerpo que se desplomaba. Echó a correr, entró en la casa, subió por una escalera de madera y entró en la única habitación elevada, que era el dormitorio. La mujer se había desmayado bajo la ventana. ¿Qué hacer? Se arrodilló a su lado y le dio unas leves bofetadas.
—¡Señora! ¡Señora!
Nada, ninguna reacción. Entonces Fazio bajó a la cocina, llenó un vaso con agua de una jarra, subió de nuevo, empapó su pañuelo y lo pasó varias veces por la cara de la mujer sin dejar de llamarla:
—¡Señora! ¡Señora!
Al final y cuando Dios quiso, ella abrió los ojos y lo miró.
—¿Lo han detenido?
—¿A quién?
—A mi marido.
—¿Por qué?
—Pero ¿cómo? ¿No ha matado a Armando?
—No, señora.
—Pues entonces, ¿por qué me ha dicho que sí?
—¡Yo creía que me preguntaba por el burro!
—¿Qué burro?
Mientras se adentraba en una compleja explicación del equívoco, desde la ventana vio llegar a Galluzzo con De Dominici y Losurdo. Para evitar que ambos la emprendieran a tortazos entre sí, Galluzzo los había esposado y los obligaba a caminar a cinco pasos de distancia el uno del otro. Fazio se olvidó de la señora, que por lo demás parecía haberse recuperado la mar de bien, y se reunió con el trío.
Con la ayuda de los dos campesinos y Galluzzo consiguió desplazar el cuerpo del asno. Debajo había un trocito de papel cuadriculado: «Todavía me estoy contrayendo».