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Había dormido bien; durante toda la noche, una ligera, saltarina y refrescante brisa que penetraba por la ventana abierta le había limpiado los pulmones y los sueños. Se levantó y fue a la cocina a prepararse un café. Mientras esperaba a que se filtrara, salió a la galería. El cielo estaba despejado y el mar, en calma y tan reluciente como si acabaran de darle una mano de pintura. Alguien lo saludó desde una barca y él contestó levantando un brazo. Entró de nuevo en la casa, se sirvió un tazón de café con leche y se lo bebió. Encendió el primer cigarrillo del día sin pensar en nada, lo apuró y luego se metió bajo la ducha. Se enjabonó a conciencia. Y en cuanto lo hubo hecho, ocurrieron dos cosas al mismo tiempo: se terminó el agua del depósito y sonó el teléfono. Soltando maldiciones y con riesgo de resbalar a cada paso debido al agua jabonosa que le chorreaba, corrió al aparato.

Dotori, ¿es usted personalmente en persona?

—No.

—Pido pirdón, ¿no estoy hablando con el domicilio del dottori y comisario Montalbano?

—Sí.

—Pues intonces, ¿quién ha ocupado su lugar?

—Soy Arturo, su hermano gemelo.

—¿De verdad?

—Espere que llamo a Salvo.

Era mejor tomarle el pelo de aquella manera a Catarella que tener un berrinche por la repentina falta de agua. Entretanto, al secarse, el jabón empezaba a provocarle escozor en la piel.

—Montalbano al habla.

—¿Sabe una cosa, dotori? ¡Tiene justo la misma voz que su hirmano gemelo Arturo!

—Suele ocurrir entre gemelos, Catarè. Pero ¿por qué hablas de esa manera?

—¿De esa manera cómo, dotori?

—Por ejemplo, dices dotori en lugar de dottori.

—Anoche mi dijo un milanís de Turín que aquí tiníamos la jodida costumbre de hablar poniendo dos cosas, ¿cómo se llaman?, ah, sí, consonantaciones.

—Muy cierto. Pero ¿a ti qué coño te importa, Catarè? Los milaneses de Turín también cometen errores.

—¡María Santísima, Dottori, qué peso me ha quitado de encima! ¡Me costaba mucho hablar así!

—¿Qué querías decirme, Catarè?

—Ha llamado Fazio que mi ha dicho que llamara, que han disparado contra el siñor Piero. Él ya viene para acá.

—¿Lo han matado?

—Sí, siñor dottori.

—¿Y quién es ese Piero?

—No sabría decírselo, dottori.

—¿Dónde ha sucedido?

—No lo sé, dottori.

En el cuarto de baño guardaba una reserva de agua en un bidón. Vertió la mitad en el lavabo, mejor no gastarla toda, quién sabía cuando se dignarían volver a darla, y consiguió con dificultad arrancarse el jabón vitrificado. Dejó el cuarto de baño hecho un asco, una auténtica porquería; seguramente la asistenta Adelina le dedicaría mortales maldiciones y sentidos augurios de mal año.

Llegó a la comisaría al mismo tiempo que Fazio.

—¿Dónde se ha producido el homicidio?

Fazio lo miró perplejo.

—¿Qué homicidio?

—El de un tal Piero.

—¿Eso le ha dicho Catarella?

—Sí.

Fazio se echó a reír, primero bajito y después cada vez más fuerte. Montalbano se inquietó, entre otras cosas porque experimentaba un persistente prurito en aquella parte del cuerpo sobre la cual se había sentado para conducir. Y no le parecía decente darle a la parte en cuestión un furioso rascado. Se ve que no había logrado librarse del todo del jabón pegado a la piel.

—Si fueras tan amable de ponerme al corriente de…

—¡Disculpe, Dottore, pero es que la cosa tiene su gracia! ¡Pero qué Piero ni qué leches! ¡Yo le he dicho a Catarella que le dijera que habían matado un perro!

—¿Un pistoletazo y listo?

—Sí, señor.

—Hoy estamos a seis de octubre, ¿no? Esa persona trabaja siguiendo un ritmo semanal y siempre durante la noche del domingo al lunes —señaló el comisario entrando en su despacho. Fazio se sentó en una de las dos sillas situadas delante del escritorio—. ¿El perro tenía dueño?

—Sí, señor, un jubilado, Carlo Contino, ex funcionario del ayuntamiento. Tiene una casita en el campo con un huerto y algunos animales. Unas diez gallinas, algún conejo. Él estaba durmiendo, lo despertó el disparo. Entonces cogió su arma y…

—¿De qué tipo?

—Un fusil de caza. Tiene licencia. Vio el perro muerto y un instante después oyó un automóvil que se ponía en marcha.

—¿Comprobó qué hora era?

—Sí, señor. Eran las doce de la noche y treinta y cinco minutos. Me contó que se pasó el resto de la noche llorando. Quería mucho al perro. Después, en cuanto se hizo de día, vino aquí. Y yo lo acompañé a ver el lugar de los hechos.

—¿Y tiene alguna teoría?

—Ninguna. Dice que no consigue comprender por qué le han matado al perro. Asegura no tener enemigos y no haber hecho jamás daño a nadie.

—¿La casa de ese Contino se encuentra en la zona de la granja de la otra vez?

—No, señor, está justo al otro lado.

—¿Y con respecto al restaurante?

—También queda lejos del restaurante.

—¿Has encontrado la bala?

—Sí, señor, aquí está. —Era idéntica a las otras dos—. Pero esta vez he tardado bastante más en encontrar la nota. El vientecito de anoche se la había llevado lejos.

Se la entregó al comisario. La habitual cuartilla cuadriculada, el habitual bolígrafo: «Me sigo contrayendo».

—Vaya, menuda lata —exclamó Montalbano—, ¿cuánto tiempo tardará este cabrón en acabar de contraerse?

En ese momento entró Mimì Augello más fresco que una rosa, afeitado, hecho un pincel. Se había tomado un mes de vacaciones en Alemania, como huésped de una joven de Hamburgo a la que había conocido el verano anterior en la playa.

—¿Alguna novedad? —preguntó tomando asiento.

—Sí —contestó en tono desabrido Montalbano—. Tres homicidios. —Cuando veía a Mimì tan descansado y sonriente, se ponía nervioso y le cobraba antipatía.

—¡Coño! —reaccionó Augello ante la noticia, saltando literalmente de la silla. Después, viendo la cara de los otros dos, comprendió que había algo raro—. ¿Me estáis tomando el pelo?

Fazio se puso a mirar al techo.

—En parte sí y en parte no —dijo el comisario. Y le contó toda la historia.

—Esto no es una broma —afirmó Mimì a modo de comentario, y se quedó taciturno y pensativo.

—Lo único que me molesta es que esta vez haya matado un animal que ni Fazio ni yo podemos comernos —repuso Montalbano.

Augello lo miró.

—Ah, ¿conque te lo tomas así?

—¿Y cómo tendría que tomármelo?

—Salvo, esto va en aumento.

—No te entiendo, Mimì.

—Me refiero al tamaño de las… —Se detuvo, confundido. No le parecía correcto decir «víctimas»—. De los animales. Un pez, un pollo, un perro. La próxima vez ya veréis como mata una oveja.

El viernes 10 de octubre, tras haber saboreado una exquisita caponatina a base de berenjenas, apio frito, aceitunas, tomate y otros ingredientes de primerísima calidad, el comisario estaba sentado en la galería. Sonó el teléfono. Eran las diez de la noche; Livia, como de costumbre, llamaba exactamente a la hora convenida.

—Hola, amor mío, aquí estoy tan puntual como siempre. ¿A qué hora llegas mañana?

El mes anterior le había prometido a Livia que en octubre podría pasar un sábado y un domingo con ella en Boccadasse. Es más, en la llamada de la víspera le había dicho que, puesto que Mimì ya había regresado de sus vacaciones, podría quedarse hasta el lunes. Entonces, ¿por qué experimentó el impulso de contestar tal como contestó?

—Livia, tendrás que perdonarme, pero mucho me temo que no voy a estar libre. Ha ocurrido…

—¡Calla!

Se hizo un silencio como cortado con la cuchilla de una guillotina.

—No es por una cuestión de trabajo, puedes creerme —añadió él valerosamente al cabo de un momento.

Voz de Livia procedente de allá por el norte de Groenlandia:

—¿Qué te ha pasado?

—¿Recuerdas aquella muela que me dolía? Pues bien, me ha vuelto de repente un dolor que…

—Yo soy la muela que te duele —replicó Livia. Y colgó.

Montalbano se enfureció. Vale, le había contado un embuste, pero suponiendo que la muela le hubiera dolido de verdad, ¿era ésa la forma de responder de una mujer enamorada? ¿A uno que se muere de dolor? ¡Por lo menos una palabra de compasión, santo Dios! Se sentó de nuevo en la galería preguntándose por qué le había dicho a Livia que no iría a verla. Hasta un segundo antes estaba decidido a ir, pero después aquellas palabras le habían salido de la boca, así, sin control, sin que él se diera cuenta. ¿Un ataque incontrolado de pereza, es decir, un deseo irresistible de no hacer nada de nada, de quedarse en casa dando vueltas en calzoncillos?

No; él experimentaba realmente el deseo de tener a Livia a su lado, de sentirla respirar dormida en la cama, oírla trajinar por la casa, oírla reír, oír su voz llamándolo desde la playa o desde la otra habitación.

Pues entonces ¿por qué? ¿Un arrebato de sadismo tal como sucede a menudo entre enamorados? No, no era propio de su forma de ser. Así pues, ¿había hecho sencillamente algo sin sentido, irracional? Lejos, al límite de la audición, un perro ladró.

Y de repente, fiat lux! ¡Hágase la luz! ¡Ahí estaba la explicación! Absurda, por supuesto, pero era aquélla. Un momento antes de acercarse al teléfono para contestar a Livia había oído el mismo ladrido de perro. Y en su fuero interno, a nivel subconsciente, había comprendido que ya era hora de ocuparse en serio de la cuestión de los peces, pollos y perros asesinados. Los mensajes escritos en aquellas cuartillas de papel cuadriculado contenían sin duda una oscura amenaza, indescifrable pero real. ¿Qué ocurriría cuando aquel loco terminara, tal como decía él, de contraerse? Y además, aquel verbo, contraerse, ¿cómo debía interpretarse?

Buscó en la guía el número de La Sirenetta y lo marcó.

—Soy el comisario Montalbano. ¿Está el señor Ennicello?

—Ahora mismo lo aviso.

El restaurante debía de estar lleno. Se oían animadas voces, carcajadas de hombres y mujeres, sonidos de cubiertos y vasos, los acordes de un piano, una voz femenina que cantaba. «¡Ya me gustaría veros a la hora de la cuenta!», pensó Montalbano.

—¡Siempre a sus órdenes, comisario!

Tenía una voz alegre el tal Ennicello, los negocios debían de irle bien.

—Perdone que lo moleste. Lo llamo por lo del pez del otro día…

—¿Lo comió aquí, en nuestra casa? ¿No estaba fresco?

¡Comer en La Sirenetta! ¡Ni loco!

—No; me refiero al mújol al que pegaron un tiro en la…

—¿Todavía se acuerda de ese suceso, comisario?

—¿No debería?

—¡Pero si aquello fue una broma, qué duda cabe! Verá, al principio me preocupé, pero después, pensándolo fríamente… No ha sido más que una broma, seguro.

—Una broma peligrosa, ¿no le parece? Podría haber pasado, qué sé yo, un coche patrulla, visto a un intruso armado en el restaurante…

—Tiene razón, comisario. Pero, mire, para gastar una broma que surta efecto, algo hay que arriesgar.

—Pues sí.

—Perdone, comisario, tengo el restaurante lleno y…

—Sólo una pregunta más y lo dejo con sus clientes. Señor Ennicello, según usted, ¿la elección del tipo de pez fue deliberada o casual?

Ennicello debió de alucinar.

—No entiendo, comisario.

—Le formularé la pregunta de otra manera. ¿Quiere usted explicarme cómo hizo aquel hombre para sacar el mújol del estanque?

—Es que no sacó sólo el muletto. Atrapó tres peces con la nasa. Y lo escogió quizá por ser el más grande.

—¿Y usted cómo puede saber que atrapó tres?

—Porque aquella misma mañana también encontré en el estanque una tenca y una trucha muertas.

—¿De sendos disparos?

—No; por asfixia, por falta de agua. A mi juicio, el tío debió de vaciar la nasa sobre la hierba y esperar a que murieran los peces. Le habría resultado difícil sujetarlos estando vivos. Después cogió el muletto y lanzó los otros dos al agua.

—En otras palabras, hizo una selección. Según usted, se decidió por el muletto porque era el más grande, pero los motivos podrían ser otros, ¿no cree?

—Comisario, ¿cómo puedo yo saber lo que le pasa por la cabeza a un…?

—Una ultimísima pregunta. ¿A qué hora cerró el restaurante la víspera de los hechos?

—Para los clientes cierro siempre a las doce y media de la noche.

—¿Y el personal hasta qué hora se queda?

—Más o menos una hora más.

Montalbano dio las gracias y colgó. Después, provisto de bolígrafo y papel, volvió a sentarse en la galería. Y escribió: «Lunes 22 de septiembre = pez. Lunes 29 de septiembre = pollo». Le entraron ganas de reír, parecía un menú. «Lunes, 6 de octubre = perro». ¿Por qué siempre a primera hora del lunes? De momento, mejor dejarlo correr. Escribió las iniciales de cada animal asesinado: «PPP». No tenía ningún sentido. Y tampoco si sustituía la «p» de pez por la «m» de mújol: «MPP». Se le ocurrió un pensamiento de carácter licencioso-goliardesco: el único significado que podía atribuir a aquellas tres consonantes puestas en fila era: «Mi polla pica».

Hizo una pelota con la hoja de papel, la tiró al suelo y se fue a dormir más perplejo que convencido.

Mientras Montalbano daba vueltas en la cama sin conseguir conciliar el sueño, después de una cena de tamaño casi industrial a base de sardinas rellenas con pan rallado, anchoas, cebollas, pasas y piñones, el hombre, en su espaciosa biblioteca enteramente tapizada con estanterías repletas de libros, en la cual la única y mortecina luz procedía de una lámpara de sobremesa, levantó los ojos del libro antiguo lujosamente encuadernado que estaba leyendo, lo cerró, se quitó las gafas y se reclinó en el sillón de madera. Permaneció unos minutos así, frotándose de vez en cuando los ojos, que le ardían. Después, lanzando un profundo suspiro, abrió el cajón derecho del escritorio. En su interior, entre papeles, gomas de borrar, llaves, viejos sellos y fotografías, estaba la pistola. La tomó y extrajo el cargador vacío. Buscó con la mano más al fondo, localizó la caja de balas y la abrió. Quedaban ocho. Sonrió; bastaban y sobraban para lo que se proponía. Introdujo sólo una en el cargador, tal como siempre hacía, dejó la caja en su sitio y cerró el cajón. Se guardó la pistola en el bolsillo derecho de la deformada chaqueta. Palpó el bolsillo izquierdo: la linterna estaba en su sitio. Consultó el reloj; ya eran las doce de la noche. Para llegar al lugar establecido seguramente necesitaría una hora, lo cual significaba que podría actuar a la hora apropiada. Volvió a ponerse las gafas, arrancó un pequeño rectángulo de papel de un cuaderno cuadriculado, escribió algo con un bolígrafo y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta. A continuación se levantó, fue a coger la guía telefónica y buscó la página que le interesaba. Tenía que estar absolutamente seguro de que la dirección era correcta. Después extendió el mapa topográfico que tenía sobre el escritorio y estudió el recorrido que haría desde su casa. No; quizá le llevara algo más de una hora. Mejor. Se acercó a la ventana y la abrió. Una fría ráfaga de viento lo azotó en pleno rostro, y él retrocedió. No era cuestión de salir sólo con el traje. Cuando subió al coche, llevaba un grueso impermeable y un sombrero negro.

Puso en marcha el motor, pero después de unos rugidos se caló. Lo intentó otra vez, en vano. Empezó a sudar. Si el coche se había averiado definitivamente, todo lo previsto se iría al garete. ¿Y entonces? ¿Se saltaba por las buenas la advertencia de aquel lunes? No; sería un gesto de deslealtad, y él no podía, por su manera de ser, cometer ninguna deslealtad. No quedaba más remedio que dejarlo para más adelante y empezar de nuevo por el principio. Pero ¿y si los plazos expiraban? ¿Conseguiría llevar a cabo la excepcional hazaña de contraerse? Estaba perdido. Probó de nuevo, desesperado, y el motor, después de unos accesos de tos, decidió ponerse en marcha.