Bien entrado el anochecer, las familias con niños que lloraban o gritaban, las pandillas de borrachos pendencieros, las parejitas bien pegadas, los chicos solitarios con un móvil pegado a la oreja, otras parejitas con radio, CD y chismes sonoros a todo volumen, despejaron finalmente la playa.
Ellos se fueron, pero la suciedad se quedó.
«A estas alturas, la suciedad —pensó el comisario— se ha convertido en un signo seguro del paso del hombre. Hasta el Everest es ya un vertedero, e incluso el espacio se utiliza como lugar de descarga de desperdicios».
Dentro de diez mil años la única prueba de la existencia del hombre en la tierra será el descubrimiento de enormes cementerios de coches, el monumento superviviente de una civilización (?) perdida.
Cuando llevaba un rato sentado en la galería, empezó a notar que el aire apestaba: la basura que cubría la playa ya no se veía porque estaba oscuro, pero le llegaba el hedor de la rápida putrefacción causada por el excesivo calor.
No era cuestión de quedarse fuera. Pero tampoco se podía estar dentro con las ventanas cerradas para que no entrara el mal olor, pues el calor absorbido por las paredes jamás llegaría a desprenderse.
Entonces se vistió, cogió el coche y se fue a Pizzo. Al llegar al chalet, se dirigió a la escalera que llevaba a la playa.
Se sentó en el primer escalón y encendió un cigarrillo. Había acertado, allí estaba muy alto y no llegaba el olor de las porquerías que también debía de haber en la playa.
No quería pensar en Adriana, pero no lo consiguió.
Se pasó dos horas así, y cuando se levantó para regresar a Marinella, ya había llegado a la conclusión de que, cuanto menos viera a la joven, mejor.
—¿Qué le dijo ayer la señorita Adriana? —preguntó Fazio.
—Me dijo algo que no sabía, pero que imaginaba. ¿Recuerdas que Dipasquale nos contó, y Adriana lo confirmó, que Rina había sido atacada por Ralf y que Spitaleri la había salvado?
—Pues claro que lo recuerdo.
Entonces el comisario se lo contó todo, que a partir de aquel momento Spitaleri siempre había ido detrás de Rina, hasta que un día la manoseó en el coche y ella se salvó porque apareció un campesino. Y le contó también que el campesino las había pasado moradas por culpa de un pendiente de Rina que encontraron en su casa, pero que el pobre hombre no tenía nada que ver con el crimen.
No le mencionó que había acompañado a Adriana a Pizzo ni lo que había ocurrido allí.
—En resumen —dijo Fazio—, no tenemos nada de nada. Ralf no pudo haber sido porque era impotente, Spitaleri tampoco porque se había ido, Dipasquale tiene una coartada…
—La situación de Dipasquale es la más débil. La suya es una coartada que puede haberse fabricado.
—Cierto, pero vete tú a demostrarlo.
* * *
—Dottori, está el fiscal Dommaseo.
—Pásamelo.
—¿Montalbano? He tomado una decisión.
—Dígame.
—Lo hago.
¿Y quería contárselo a él?
—¿Qué?
—Una rueda de prensa.
—Pero ¿qué necesidad hay?
—¡La hay, Montalbano, la hay!
La verdadera necesidad era que Tommaseo se moría de ganas de exhibirse en la televisión.
—Los periodistas —añadió el fiscal— se han olido algo y empiezan a hacer preguntas. No querría correr el riesgo de que ofrecieran una imagen distorsionada del cuadro general.
Pero ¿qué cuadro general?
—Por supuesto que sería un grave riesgo.
—¿Está de acuerdo?
—¿Ya la ha convocado?
—Sí, para mañana a las once. ¿Vendrá?
—No. ¿Qué va a explicar usted?
—Hablaré del delito.
—¿Dirá que la violaron?
—Bueno, lo insinuaré.
¡Imagínate! ¡A los periodistas les bastaba mucho menos que una insinuación para lanzarse en tromba sobre un tema!
—¿Y si le preguntan si tiene alguna idea acerca del culpable?
—Bueno, ahí tendremos que ser muy hábiles.
—Tal como lo es usted.
—Modestamente… diré que estamos trabajando con dos pistas: una es el control de las coartadas de los albañiles y otra la de un obseso sexual de paso que obligó a la chica a acompañarlo al apartamento ilegal. ¿Está de acuerdo?
—Totalmente.
¡Un obseso sexual de paso! ¿Y cómo se las arreglaba un obseso sexual de paso para conocer la existencia de un apartamento ilegal si la obra estaba vallada?
—Para esta tarde he vuelto a convocar a Adriana Morreale —dijo Tommaseo—. Quiero vencer sus posibles reticencias, interrogarla a fondo, a fondo y largo rato, quiero dejarla al desnudo.
Le había cambiado la voz. Montalbano temió que empezara a suspirar y decir «aaaah, aaaah» como en una película porno.
Ahora ya se estaba convirtiendo en una costumbre. Antes de irse a la trattoria de Enzo, se cambió de ropa y le dio a Catarella las prendas sudadas. Después, al terminar de comer —poca cosa porque no tenía apetito—, experimentó una especie de desgana y se fue a Marinella.
¡Oh, milagro! ¡Cuatro basureros estaban terminando de limpiar la playa! Se puso el bañador y se metió en el agua en busca de frescor. A continuación se tumbó y se pasó una hora durmiendo.
A las cuatro ya estaba otra vez en la comisaría. Pero no le apetecía hacer nada.
—¡Catarella!
—Dígame, dottori.
—Que no entre nadie en mi despacho sin antes avisar, ¿está claro?
—Sí, siñor.
—Ah, oye, ¿al final llamaron desde Montelusa por lo de aquel cuestionario?
—Sí, siñor dottori, ya lo envié.
Cerró con llave la puerta del despacho, se quitó la ropa hasta quedarse tan sólo en calzoncillos, arrojó al suelo los papeles que había encima de un sillón, lo acercó al pequeño ventilador, que orientó de tal manera que el aire le refrescara el torso, y se sentó confiando en sobrevivir.
Una hora después sonó el teléfono.
—Dottori, aquí hay uno que dice que es comandante de la Fiscal y que se llama Lacañà.
—Pásamelo.
—No si lo puedo pasar porque il susodicho se incuentra aquí personalmente en persona.
¡Oh, Dios mío, y él estaba prácticamente en cueros!
—Dile que estoy hablando por teléfono y hazlo pasar dentro de cinco minutos.
Volvió a vestirse a toda prisa. Parecía que acabaran de planchar la ropa: aún estaba impregnada de calor. Salió al encuentro de Laganà. Lo invitó a sentarse y cerró con llave la puerta de su despacho. Se avergonzó al ver a su visitante, vestido con un uniforme que parecía recién salido de la lavandería.
—¿Le apetece tomar algo, mi comandante?
—Nada, dottore, todo lo que tomo me hace sudar.
—¿Por qué se ha molestado? Podía haber llamado por teléfono…
—Dottore, ahora mismo no conviene decir las cosas por teléfono.
—Pues entonces, quizá mejor unos pizzini como los de Provenzano.
—Ésas también se pueden interceptar. Lo único que se puede hacer es hablar directamente, a ser posible en lugar seguro.
—Éste tendría que serlo.
—Esperemos. —Se metió una mano en el bolsillo, sacó una hoja doblada en cuatro y se la entregó a Montalbano—. ¿Es esto lo que le interesaba?
El comisario la examinó.
Era el resguardo de entrega de la empresa Ribaudo de unos tubos y unas mallas de protección con fecha del 27 de julio a la obra de Spitaleri en Montelusa. Firmado por Filiberto Attanasio, el vigilante.
—Se lo agradezco; esto es precisamente lo que estaba buscando. ¿Se han dado cuenta de algo?
—No creo. Esta semana hemos retirado de allí dos cajas de documentos. En cuanto encontré el resguardo de entrega, lo hice fotocopiar y se lo he traído.
—No sé cómo agradecérselo.
En la entrada de la comisaría, mientras ambos se estrechaban la mano, Laganà dijo sonriendo:
—No hace falta que le ruegue que no diga a nadie cómo ha conseguido este documento.
—Me ofende usted, mi comandante.
Laganà vaciló un instante, puso una cara muy seria y después añadió en voz baja:
—Tenga mucho cuidado con Spitaleri.
—¿Federico? Soy Montalbano.
El comisario Lozupone pareció alegrarse sinceramente de oírlo.
—¡Salvo! ¡Pero qué alegría! ¿Cómo estás?
—Bien. ¿Y tú?
—Bien. ¿Necesitas algo?
—Quisiera hablar contigo.
—Pues habla.
—En persona.
—¿Es urgente?
—Bastante.
—Mira, seguramente estaré en el despacho hasta…
—Mejor fuera.
—Ah. Podríamos vernos en el café Marino a las…
—Mejor que no sea un lugar público.
—Me estás asustando. ¿Dónde?
—En tu casa o en la mía.
—Tengo una mujer muy curiosa.
—Pues entonces ve a mi casa de Marinella, que ya sabes dónde está. ¿Te va bien a las diez de esta noche?
A las ocho, cuando estaba saliendo del despacho, llamó Tommaseo. Había decepción en su voz.
—Quería pedirle una confirmación.
—Se lo confirmo.
—Perdone, Montalbano, pero ¿qué confirma?
—Ah, pues no sé, pero si usted me pide una confirmación, yo estoy dispuesto a dársela.
—¡Pero si no sabe qué tiene que confirmar!
—Comprendo, usted no quiere una confirmación genérica sino concreta.
—¡A ver!
De vez en cuando le gustaba tomarle el pelo a Tommaseo.
—Pues entonces, dígame.
—Esa chica, Adriana… hoy entre otras cosas estaba más guapa que nunca, no sé cómo lo hace, es como un concentrado de mujer, cualquier cosa que diga o haga, uno se queda extasiado… Bueno, dejémoslo correr, ¿qué le estaba diciendo?
—Que uno se queda extasiado.
—No, Dios mío; eso era un inciso. Ah, sí, Adriana me ha dicho que su hermana había sido atacada, sin consecuencias que lamentar, por un joven alemán que posteriormente murió en un accidente ferroviario en Alemania. Lo diré en la rueda de prensa.
¿Accidente ferroviario? Pero ¿qué demonios había comprendido Tommaseo?
—Pero, por más que he insistido, no ha sabido o querido decirme nada más, señalando que de nada servía que siguiera interrogándola porque ella no mantenía ninguna relación de confianza con su hermana y, además, ella y Rina se peleaban a menudo con tal violencia que los padres hacían todo lo posible por mantenerlas separadas. Tanto es así que el día que Rina fue asesinada, ella no estaba en Vigàta. Y ahora yo le pregunto, puesto que la chica me ha dicho que ayer por la mañana usted la interrogó, si a usted también le dijo que ella y su hermana no mantenían muy buenas relaciones.
—¡Cómo no! Me dijo que llegaban a las manos prácticamente dos o tres veces al día.
—Por consiguiente, ¿es inútil que la convoque de nuevo?
—Creo con toda sinceridad que es inútil.
Al parecer, Adriana estaba hasta las narices de Tommaseo y se había inventado esa mentira contando con su complicidad.
Adriana lo llamó a Marinella cuando ya eran casi las nueve.
—¿Puedo pasar por tu casa dentro de una hora?
—Lo siento, pero tengo un compromiso. —Y si no lo hubiera tenido, ¿qué le habría contestado?
—Bien, qué remedio. Quería aprovechar que han llegado unos tíos de Milán, ya te hablé de ellos, los que estaban en Montelusa.
—Sí, me acuerdo.
—Han venido para el entierro.
Él lo había olvidado por completo.
—¿Cuándo es?
—Mañana por la mañana. Mis tíos se irán inmediatamente después. Para mañana por la noche no aceptes ningún compromiso; espero que mi amiga la enfermera pueda venir.
—Adriana, yo tengo un trabajo que…
—Procura hacer todo lo posible. Ah, hoy me ha convocado a su despacho Tommaseo. Se le caía la baba mirándome las tetas. Y pensar que, para la ocasión, me había puesto un sujetador blindado… Le he contado una mentira para quitármelo de encima de una vez por todas.
—Sé lo que le has contado, me llamó para preguntarme si era verdad que tú y Rina no os soportabais.
—¿Y qué le dijiste?
—Se lo confirmé.
—No dudaba de ello. Te quiero. Hasta mañana.
Montalbano corrió a ducharse antes de que llegara Lozupone. Aquellas dos palabras, «te quiero», le habían producido un sudor instantáneo.
Lozupone tenía cinco años menos que Montalbano, era un hombre macizo y de palabras mesuradas. Acerca de él no circulaban chismes, era honrado y siempre había cumplido con su deber. Por consiguiente, Montalbano tenía que hablar utilizando las palabras adecuadas. Le ofreció un whisky y lo invitó a sentarse en la galería. Por suerte, soplaba un poco de aire.
—Adelante, Salvo. ¿Qué tienes que decirme?
—Es una cuestión muy delicada y, antes de actuar, quiero hablar contigo.
—Aquí me tienes.
—Estos días me estoy encargando del homicidio de una chica…
—He oído algo al respecto.
—Y he tenido ocasión de interrogar a un especulador inmobiliario, Spitaleri, al que tú también conoces.
Lozupone pareció ponerse en guardia y reaccionó con cierta aspereza.
—¿Qué significa que lo conozco? Lo conozco tan sólo porque me encargué de las investigaciones sobre la muerte accidental de un albañil en una obra suya de Montelusa.
—Precisamente. Y yo quería saber algo acerca de tu investigación. ¿A qué conclusión llegaste?
—Creo que ya te la he dicho: muerte accidental. La obra, cuando yo llegué, estaba en regla. Permití reanudar los trabajos después de cinco días de cierre.
—¿Cuándo te llamaron?
—El lunes por la mañana, cuando descubrieron el cuerpo del albañil. Y te lo repito, todas las medidas de seguridad eran correctas. La única conclusión posible era que el árabe, que había bebido unas copas de más, saltó por encima de la barandilla de protección y cayó. La autopsia estableció, entre otras cosas, que dentro tenía más vino que sangre.
Montalbano se sorprendió, pero no lo dio a entender. Sin embargo, si las cosas habían ocurrido tal como decía Lozupone y como afirmaba Spitaleri, ¿por qué Filiberto había contado otra historia? Por otra parte, ¿no había un resguardo de entrega de la empresa Ribaudo que demostraba que el vigilante había dicho la verdad? ¿No era mejor coger a Lozupone por los cuernos y decirle que él, Montalbano, opinaba otra cosa al respecto?
—Federì, ¿no se te pasó por la cabeza la posibilidad de que, cuando cayó el albañil, no hubiera en la obra ninguna protección y que la colocaran a lo largo del domingo? ¿Para que cuando tú llegaras el lunes por la mañana lo encontraras todo en regla?
Lozupone volvió a llenarse el vaso de whisky.
—Pues claro que se me pasó por la cabeza.
—¿Y qué hiciste?
—Lo mismo que habrías hecho tú.
—¿O sea?
—Le pregunté a Spitaleri qué empresa le servía el material para los andamios. Y él me contestó que la Ribaudo. Se lo dije a Laurentano, pues quería que convocara, o me autorizara a mí a convocar, a los de la Ribaudo. Y él dijo que no, dijo que para él la investigación terminaba allí.
—La prueba que tú querías buscar en Ribaudo la he conseguido yo. Spitaleri hizo que le enviaran el material al amanecer del domingo y lo instaló con la ayuda del maestro de obras Dipasquale y el vigilante Attanasio.
—¿Y qué quieres hacer con esa prueba?
—Entregártela a ti o al fiscal Laurentano.
—Déjame ver.
Montalbano le entregó el resguardo. Lozupone lo miró y se lo devolvió.
—No demuestra nada.
—Pero ¿has visto la fecha? ¡El veintisiete de julio era domingo!
—¿Sabes qué puede contestar Laurentano? Primero, que dada la frecuente relación profesional entre Spitaleri y Ribaudo, no era la primera vez que Ribaudo facilitaba material a Spitaleri a pesar de ser día festivo. Segundo, que el material se necesitaba porque el lunes por la mañana tenían que empezar a levantar los demás pisos del edificio. Tercero, ¿el dottor Montalbano querría explicarme cómo ha llegado a sus manos este documento? En resumen, Spitaleri se salva, y tú y quien te haya dado el documento os vais a tomar por culo.
—Pero ¿Laurentano es un corrupto?
—¡¿Laurentano?! ¿Qué dices? Laurentano es uno que quiere hacer carrera. Y para hacer carrera, la primera regla es no molestar al perro dormido.
Montalbano estaba tan furioso que se le escapó:
—¿Y tu suegro qué piensa?
—¿Lattes? No te pases, Salvo. No mees fuera del tiesto. Mi suegro tiene ciertos intereses políticos, es verdad, pero sobre esta historia de Spitaleri nunca me ha dicho nada.
A saber por qué, Montalbano se alegró de la respuesta.
—¿Entonces te rindes?
—¿Qué tendría que hacer a tu juicio? ¿Ponerme a luchar como Don Quijote contra los molinos de viento?
—Spitaleri no es un molino de viento.
—Montalbà, hablemos claro. ¿Sabes por qué Laurentano no quiere que yo siga adelante? Porque en su balanza personal ha colocado de un lado a Spitaleri con sus protecciones políticas y del otro el cadáver de un anónimo inmigrante árabe. ¿Hacia dónde se inclina la balanza? Sólo un periódico dedicó tres líneas a la muerte del árabe. ¿Qué piensas que ocurrirá si la cosa alcanza a Spitaleri? Un revuelo de televisiones, radios, periódicos, interpelaciones parlamentarias, presiones, incluso chantajes… Y yo te pregunto: ¿cuánta gente, entre nosotros y entre los jueces, tiene en su despacho la misma balanza que Laurentano?