A eso de las diez y media, el repartidor de periódicos dejó los dominicales en la puerta de Villa Jazmín. Tuvo que hacer tres viajes.
La sucesión de golpes al dar contra el suelo despertó a Newton Pulsifer.
Dejó a Anatema durmiendo. Estaba hecha polvo, pobre criatura. Cuando la metió en la cama estaba casi desquiciada. Había vivido de acuerdo a las Profecías, pero éstas ya no existían. Debía de sentirse como un tren que ha llegado al final de una vía pero tiene que seguir como sea.
De ahora en adelante, podría vivir una vida en la que todo la cogiera por sorpresa como a todos los demás. Qué suerte.
Sonó el teléfono.
Newton salió disparado a la cocina y contestó al segundo timbre.
—¿Diga?
Una voz forzadamente amistosa, teñida de desesperación, le empezó a parlotear.
—No —contestó—. No soy yo. Y no es Dabissi, es Device. A la inglesa. Y está durmiendo.
—Mire —continuó—, estoy seguro de que no quiere aislamientos. Ni doble acristalamiento. La casa no es suya, ¿sabe? Está alquilada.
—No, no voy a despertarla para preguntárselo —dijo—. Y una cosa, Señorita… vale, Morrow, ¿por qué no tienen ustedes el domingo libre, como todo el mundo?
—Domingo —repitió—. Pues claro que no es sábado. ¿Por qué iba a ser sábado? El sábado fue ayer. De verdad que es domingo, en serio. ¿Cómo que ha perdido un día? Pues yo no lo tengo. Me da la impresión de que se ha dejado llevar por eso de vend… ¿Oiga?
Gruñó y colgó el auricular.
¡Vendedores telefónicos! Se merecen todo lo que les pase.
Le inundó una súbita ola de incertidumbre. Era domingo, ¿verdad? Se tranquilizó al dar una ojeada a los periódicos dominicales. Si el Sunday Times decía que era domingo, lo decía con conocimiento de causa, eso seguro. Y ayer había sido sábado. Pues claro. Ayer había sido sábado y no olvidaría el sábado mientras viviera, si se acordara de qué se suponía que no debía olvidar.
Ya que estaba en la cocina, Newton decidió hacer el desayuno.
Se desplazaba por la cocina lo más silenciosamente posible, para evitar despertar a toda la casa, y todos los ruidos parecían resonar mucho más de lo normal. El frigorífico ancestral tenía una puerta que chirriaba como una condenada. El grifo de la pila goteaba como un jerbo diurético pero hacía más ruido que un géiser. Y no encontraba nada. Al final, como todo ser humano que haya desayunado solo en la cocina de otra persona desde los albores de la civilización, se conformó con café solo instantáneo y sin azúcar[57].
En la mesa de la cocina había un carboncillo vagamente rectangular, encuadernado en cuero. Sólo pudo reconocer las palabras «Bue as y Ajus…» en la cubierta chamuscada. Lo que puede cambiar las cosas un día, pensó. Puede convertir una obra de consulta fundamental en una briqueta de barbacoa.
Bueno. ¿Cómo lo habían recuperado, exactamente? Recordaba un hombre que olía a humo y llevaba gafas de sol aunque estuviera oscuro. Y todo aquello, tanto correr todos juntos… los niños de las bicis… aquel zumbido desagradable… un rostro pequeño y repugnante que miraba fijamente… Todo aquello le daba vueltas en la cabeza, no exactamente olvidado, pero sí eternamente pendido de la cúspide del recuerdo, una memoria de las cosas que no habían ocurrido[58]. ¿Cómo podía ser?
Se quedó mirando la pared hasta que el timbre de la puerta lo bajó de las nubes.
Era un atildado hombre menudo con un impermeable negro. Llevaba una caja de cartón y le sonreía radiante a Newton.
—Señor… —consultó un trozo de papel que llevaba en la mano—. ¿Pulzifer?
—Pulsifer —corrigió Newton—. Con ese.
—Lo siento —se disculpó el hombre—. Sólo lo había visto escrito. Ehm… bien. Al parecer esto es para usted y la Sra. Pulsifer.
Newton lo miró desconcertado.
—No existe la Sra. Pulsifer —contestó fríamente.
El hombre se quitó el bombín.
—No sabe cuánto lo siento —se disculpó otra vez.
—Bueno… aparte de mi madre —añadió Newton—. Pero no está muerta, es que vive en Dorking. No estoy casado.
—Qué extraño. La carta es bastante… específica.
—¿Quién es usted? —inquirió Newton. Sólo llevaba pantalones, y hacía mucho frío en el umbral.
El hombre sujetó torpemente la caja y pescó una tarjeta de algún bolsillo interior. Se la tendió a Newton.
Ponía:
Giles Baddicombe
Robey, Robey, Redfearn y Bychance
Abogados
13 Demdyke Chambers,
PRESTON
—¿Sí? —dijo amablemente—. ¿Y qué puedo hacer por usted, Señor Baddicombe?
—Podría dejarme pasar —sugirió el Sr. Baddicombe.
—No es para notificar una orden ni nada de eso, ¿no? —le preguntó Newton. Los acontecimientos de la noche anterior le emborronaban la mente como una nube, cambiando cada vez que pensaba que ya tenía una imagen clara, pero más o menos sabía que había dañado algo, y esperaba represalias.
—No —dijo el Sr. Baddicombe, algo dolido—. Tenemos empleados que se ocupan de eso.
Dejó a Newton atrás y puso la caja en la mesa.
—Para serle sincero —prosiguió—, estamos muy interesados en esto. El Sr. Bychance estuvo a punto de venir él mismo, pero no le sienta bien viajar últimamente.
—Mire —le interrumpió Newton—. Le aseguro que no tengo la más mínima idea de qué está usted diciendo.
—Esto —dijo el Sr. Baddicombe, mostrándole la caja y sonriendo como Azirafel a punto de hacer un truco de magia— es suyo. Alguien quería que lo tuviese. Y ese alguien fue muy específico.
—¿Un regalo? —preguntó Newton. Desconfiado, echó un vistazo al cartón pegado y revolvió el cajón de la cocina en busca de un cuchillo afilado.
—Es más bien un legado —opinó el Sr. Baddicombe—. Sabe usted, lo tenemos desde hace trescientos años. Disculpe. ¿He dicho algo raro? Debería poner el dedo debajo del grifo.
—¿Qué diablos es todo esto? —preguntó Newton, aunque una helada sospecha se apoderaba de él. Se lamió el corte.
—Es una historia muy curiosa. ¿Le importa que me siente? No conozco los detalles al completo porque entré en la empresa hace sólo quince años, pero…
… era un gabinete jurídico muy pequeño cuando entregaron cautelosamente la caja; Redfearn, Bychance y los Robeys, y no digamos el Sr. Baddicombe, se hallaban muy lejos en el futuro. El letrado que aceptó la entrega tras mucho forcejear se sorprendió al encontrar una carta dirigida a él, atada a la caja con un cordel. Llevaba una lista de instrucciones y de acontecimientos interesantes de la historia que ocurrirían en los siguientes diez años y que, sabiamente empleados por un joven emprendedor, asegurarían suficientes recursos como para emprender una carrera profesional jurídica muy exitosa. Sólo tenía que encargarse de que la caja estuviera a buen recaudo durante más de trescientos años, y luego de que se entregara a una dirección…
—… aunque la empresa había cambiado de propietario varias veces a lo largo de los siglos —le explicaba el Sr. Baddicombe—. Pero la caja siempre formó parte de los bienes muebles, por así decirlo.
—No sabía que existieran los alimentos para bebés de Heinz en el siglo XVII —dijo Newton.
—Eso era para que no se estropeara en el coche —señaló el Sr. Baddicombe.
—¿Y no la ha abierto nadie en todo ese tiempo?
—Sí, creo que la abrieron dos veces. En 1757, el Sr. George Cranby en 1928 el Sr. Arthur Bychance, padre del actual Bychance —Tosió—. Al parecer, el Sr. Cranby encontró una carta…
—… dirigida a él —acabó Newton por él.
El Sr. Baddicombe se incorporó apresuradamente.
—Cielos, ¿cómo lo sabía?
—Me parece que reconozco el estilo —repuso Newton en tono grave—. ¿Qué les ocurrió?
—¿Se lo han contado ya? —le preguntó el Sr. Baddicombe desconfiado.
—No con tantas palabras. No murieron en una explosión, ¿no?
—Bueno… el Sr. Cranby tuvo un ataque al corazón, según se cree. Y el Sr. Bychance se puso muy pálido, devolvió la carta al sobre, por lo que yo sé, y dio órdenes muy estrictas para que la caja no volviera a abrirse mientras viviera. Dijo que el primero que la abriera sería despedido sin más.
—Una amenaza espantosa —dijo Newton con sarcasmo.
—Lo era. Por lo menos en 1928. En fin, las cartas están en la caja.
Newton quitó el cartón.
Dentro había un pequeño arcón. No tenía cierre.
—Adelante, levante la tapadera —le animó el Sr. Baddicombe, entusiasmado—. Me encantaría saber lo que tiene dentro. En la oficina hemos hecho apuestas y todo…
—Vamos a hacer una cosa —propuso Newton, generoso—. Yo voy a hacer café y usted abre la caja.
—¿Yo? No sé si es lo más adecuado…
—No veo por qué no —Newton echó un vistazo a las sartenes que colgaban encima de la cocina. Una de ellas era bastante grande para lo que tenía en mente.
—Vamos —insistió—, déjese tentar. A mí no me importa. Podría usted tener un… un poder notarial o algo así.
El Sr. Baddicombe se quitó el abrigo.
—Bueno —dijo frotándose las manos—, ya que insiste… sería algo que contar a mis nietos.
Newton cogió la sartén y apoyó la mano suavemente en el pomo de la puerta.
—Eso espero —dijo.
—Allá voy.
Newton oyó un crujido tenue.
—¿Ve algo? —preguntó.
—Hay dos cartas abiertas… vaya, y una tercera… para…
Newton oyó el chasquido del lacre y el tintineo de algo que caía en la mesa. Luego un grito ahogado, el traqueteo de una silla, pasos apresurados por el pasillo, un portazo y un motor devuelto a la vida y conducido a toda velocidad calle abajo.
Newton se quitó la sartén de la cabeza y salió de detrás de la puerta.
Cogió la carta y no se sorprendió del todo al ver que era para el Sr. G. Baddicombe. La desdobló.
Decía: «He aquí un florín, letrado; ahora mesmo, corredes de prisa, non sea que por doquier salga a luç la verdad sobre ti e la Señora Spiddon, donçella de la máquina de escrivir.»
Newton miró las otras dos cartas. El papel crujiente de la que iba dirigida a George Cranby decía: «Aparta las tus manos mangantes, Señor Cranby. Sé bien comino estafades a la Viuda Plashkin por San Miquel, viejo peyejo pollopera.»
Newton se preguntó qué sería un pollopera. Estaría dispuesto a apostar que no tenía nada que ver con cosas de comer.
La carta que esperaba al inquisitivo Sr. Bychance decía: «Abandonado los as, cobarde. Devolvedes aquesta carta a la caxa, non sea que por doquier a la luç salgan los aconteçimentos del siet de Xunio de Mil Nueve Cientos Dyeç e Seis».
Debajo de las cartas había un manuscrito. Newton lo observó.
—¿Qué es eso? —le preguntó Anatema.
Se volvió. Estaba apoyada en el marco de la puerta, como un atractivo bostezo con piernas.
Newton se apoyó de espaldas en la mesa.
—Nada. Se han equivocado. No es nada. Una vieja caja. Correo para tirar. Ya sabes lo que…
—¿El domingo? —dijo ella, apartándolo de un empujón.
Newton se encogió de hombros en tanto que ella tomaba en sus manos el manuscrito amarillento y lo levantaba.
—«Más Buenas e Ajustadas Profecías de Agnes La Chalada» —leyó despacio—. ¡«Acerca de Aquello que Ocorrerá; la saga contynúa»! Ay, Dios…
Lo dejó en la mesa con reverencia y se preparó para girar la página.
La mano de Newton se posó suavemente en la de ella.
—Míralo de este modo: —le dijo con voz queda—. ¿Quieres ser una descendiente durante toda tu vida?
Levantó la vista. Sus ojos se encontraron.
* * *
Era domingo, el primer día del resto de la vida, hacia las once y media.
El Parque de Saint James estaba relativamente tranquilo. Los patos, expertos en realpolitik desde un punto de vista panadero, lo atribuyeron a un descenso en la tensión internacional. Sí que había disminuido la tensión internacional, en realidad, pero mucha gente estaba en su despacho tratando de entender por qué, de descubrir adónde había ido a parar Atlantis con tres delegaciones internacionales de investigación, y tratando de comprender qué les había pasado a los ordenadores ayer.
El parque estaba desierto salvo por un miembro del Departamento de Inteligencia Superior británico que trataba de reclutar a alguien que, para bochorno de ambos, resultó ser también miembro del Departamento de Inteligencia Superior británico, y un hombre que daba de comer a los patos.
Y también estaban Crowley y Azirafel.
Se paseaban juntos por el parque.
—Yo igual —dijo Azirafel—. La tienda está como antes. Ni una pizca de hollín.
—Pero es que no se puede hacer un Bentley usado —insistió Crowley—. La pátina es imposible de conseguir. Pero ahí estaba, vivito y coleando. Allí mismo en la calle. Son exactos.
—Hombre, exacto exacto, lo mío no —replicó Azirafel—. Estoy seguro de que no almacené libros con títulos como Biggles se va a Marte o Jack Cade, héroe de la frontera o 101 cosas que hacer o Sabuesos del Mar de las Calaveras.
—Jo, qué lástima —dijo Crowley, que sabía lo mucho que el ángel adoraba su colección de libros.
—Tampoco es para tanto —repuso Azirafel alegremente—. Son todo primeras ediciones carísimas, miré el precio en la Guía de precios de Skindie. ¿Cómo es la expresión que empleas tú? Uuuuah.
—Yo creía que iba a dejar el mundo tal y como estaba —se lamentó Crowley.
—Sí. Más o menos. Lo mejor que puede. Pero tiene su sentido del humor.
Crowley le miró de reojo.
—¿Sabes algo de tus jefes?
—No. ¿Y tú?
—No.
—Creo que están haciendo como si no hubiera pasado nada.
—Supongo que los míos también. Así es la burocracia.
—Los míos estarán esperando a ver qué pasa ahora —añadió Azirafel.
Crowley asintió.
—Tomándose un respiro —dijo—. Un momento para rearmarse moralmente. Para aumentar las defensas. Y prepararse para lo gordo.
Se pararon junto al estanque, mirando a los patos escarbar en busca del pan.
—¿Perdón? —exclamó Azirafel—. Creía que lo gordo había sido esto.
—No estoy seguro —se explicó Crowley—. Piénsalo. Para mí que lo gordo será cuando todos Nosotros nos enfrentemos a todos Ellos.
—¿Qué? ¿El Cielo y el Infierno contra la humanidad?
Crowley se encogió de hombros.
—Naturalmente, si lo ha cambiado todo, quizás también se haya cambiado a sí mismo. Tal vez se haya deshecho de sus poderes; puede que haya decidido seguir siendo humano.
—Eso espero —repuso Azirafel—. De todas maneras no creo que permitieran otra alternativa. Ehm… ¿no?
—No lo sé. Nunca puedes estar seguro de qué pretenden en realidad. Planes dentro de planes.
—¿Cómo dices? —preguntó Azirafel.
—Pues —respondió Crowley, que había estado pensando en ello hasta que la cabeza le empezó a doler—, ¿no lo has pensando nunca? O sea, en tu gente y la mía, en el Cielo y el Infierno, en el bien y el mal. Ya sabes. Quiero decir, ¿por qué?
—Por lo que yo recuerdo —explicó el ángel fríamente—, estalló la rebelión y…
—Sí, claro. Y por qué la rebelión, ¿eh? O sea, no tenía por qué, ¿no? —insistió Crowley con una chispa de maníaco en la mirada—. Cualquiera que pueda construir un universo en seis días no va a dejar que ocurra semejante historia. A menos que quiera, claro está.
—Venga ya, piensa con la cabeza —le regañó Azirafel dubitativo.
—Mal consejo —le recriminó Crowley—. Muy malo. Si te sientas a pensarlo con la cabeza, a ser racional, acabas dando con ideas muy raras. Como: por qué crear a las personas inquisitivas y luego plantar una fruta prohibida donde se vea perfectamente, con un dedo enorme de neón que parpadea y dice «¡AQUÍ ESTÁ!».
—No recuerdo ningún neón.
—Es una metáfora. O sea, por qué hacerlo si de verdad no quieres que se la coman, ¿eh? No sé, tal vez sea para ver qué pasa. Tal vez es todo parte de un intrincado plan inefable. Todo. Tú, yo, él, todo. Una prueba a lo grande para ver si todo lo que has construido funciona como debe. Y piensas, no puede ser una enorme partida cósmica de ajedrez, tiene que ser un simple solitario muy complicado. Y no te molestes en contestar. Si pudiéramos entenderlo, no seríamos nosotros. Porque es todo, es todo…
INEFABLE, dijo el sujeto que daba de comer a los patos.
—Sí, eso es. Gracias.
Contemplaron al alto desconocido tirar la bolsa vacía a la papelera, y marcharse por la hierba. Crowley meneó la cabeza.
—¿Qué estaba diciendo? —preguntó.
—No sé —contestó Azirafel—, nada importante, creo.
Crowley asintió tristemente.
—Deja que te tiente a una comida —siseó.
Volvieron al Ritz, donde, misteriosamente, había una mesa libre. Y tal vez los últimos esfuerzos habían causado secuelas en la naturaleza de la realidad, porque mientras comían, por primera vez, un ruiseñor cantaba en Berkeley Square.
Nadie lo oía a causa del ruido del tráfico, pero allí estaba, tan campante.
* * *
Era la una de la tarde del domingo.
Durante la última década, la comida del domingo en el mundo del Sargento Shadwell había seguido una rutina invariable. Se sentaba a la mesa desvencijada y con quemaduras de cigarrillo de su apartamento, hojeando un ejemplar antiguo de los libros de la biblioteca[59] del Ejército Cazabrujas sobre magia y demonología: el Necrotelecomnicon o el Liber Fulvarum Paginarum, o su favorito de siempre, el Malleus Maleficarum[60].
Entonces llamaban a la puerta, y Madame Tracy decía alzando la voz: «La comida, Señor Shadwell», y Shadwell mascullaba «Fresca desvergonzada» y esperaba sesenta segundos, para que la fresca desvergonzada regresara a su piso; entonces abría la puerta y recogía el plato de hígado, que siempre estaba esmeradamente tapado con otro plato para que no se enfriara. Lo cogía y se lo comía con mucho cuidado de no manchar de salsa las páginas que estaba leyendo[61].
Eso era lo que ocurría siempre.
Pero aquel domingo no.
Para empezar, no estaba leyendo. Sólo estaba sentado.
Y cuando llamaron a la puerta se levantó inmediatamente y abrió. No tenía por qué apresurarse.
No había plato. Sólo Madame Tracy, con un camafeo y un toque de carmín poco familiar. Además, se hallaba en el centro de una zona de perfume.
—¿Qué quieres, Jezabel?
Madame Tracy habló con voz alegre, rápida y crispada por la duda.
—Hola, Señor S. Es que estaba pensando, que después de lo que hemos pasado estos dos días, me parece tonto dejarle el plato ahí fuera, así que le he puesto un cubierto en la mesa. ¿Vamos?…
¿Señor S? Shadwell la siguió, arrastrando los pies.
Había tenido otro sueño la noche anterior. No lo recordaba muy bien, excepto un fragmento que aún le rondaba la cabeza y le molestaba. El sueño se había desvanecido, como los acontecimientos de la noche.
El fragmento era el siguiente. «No hay nada malo en cazar brujas. A mí me gustaría ser cazador de brujas. Sólo que hay que alternar. Hoy cazamos brujas, y mañana nos escondemos, y serán las brujas las que nos tengan que buscar…»
Por segunda vez en veinticuatro horas —y por segunda vez en su vida—, entró en los aposentos de Madame Tracy.
—Siéntese ahí —le indicó, señalando un sillón. Tenía un antimacasar en el reposacabezas, un cojín ahuecado en el asiento y un escabel.
Se sentó.
Ella le puso una bandeja en el regazo, lo miró mientras comía y retiró el plato cuando hubo terminado. Entonces abrió un botellín de Guinness, le sirvió un vaso y se tomó un té mientras él saboreaba su cerveza. Al dejar la taza en el plato, provocó un tintineo nervioso.
—Tengo algo de dinero ahorrado —comentó, sin venir a cuento—. Y sabe usted, a veces pienso que estaría bien comprar una casita apartada, en el campo. Irse de Londres. Se llamaría Los Laureles o El Rancho, o, o…
—Shangri-La —sugirió Shadwell, sin tener la más remota idea de por qué.
—Eso es, Señor S. Justo. Shangri-La. —Le sonrió—. ¿Está cómodo, cielo?
Shadwell comprendió horrorizado que sí lo estaba. Horrible y terroríficamente cómodo.
—Ajá —gruñó con cautela. Jamás había estado tan cómodo.
Madame Tracy abrió otro botellín de Guinness y se lo puso delante.
—Pero el problema de tener una casita llamada… ¿cuál era ese nombre suyo tan original, Señor S?
—Uh. Shangri-La.
—Shangri-La, eso; es que para uno solo es demasiado, ¿no cree? Quiero decir, que para dos, mejor; dicen que donde come uno comen dos.
(O quinientos dieciocho, pensó Shadwell, acordándose de la filas en masa del Ejército Cazabrujas.)
Madame Tracy soltó una risita.
—Me pregunto dónde podría yo encontrar alguien con quien instalarme…
Shadwell comprendió que estaba hablando de él.
No estaba seguro de aquello. Tenía la clara sensación de que dejar al Soldado Pulsifer con la jovencita de Tadfield había sido un paso en falso, de acuerdo con el Libro de Reglas y Normativas. Y esto aún parecía más peligroso.
Sin embargo, a su edad, cuando uno se hacía viejo para arrastrarse por entre los hierbajos, cuando el frío húmedo de la mañana le calaba a uno los huesos…
(Y mañana nos escondemos, y serán las brujas las que nos tengan que buscar…)
Madame Tracy abrió otra botella de Guinness, y se rió por lo bajo.
—Ay, Señor S —dijo—, cualquiera diría que lo quiero poner contentillo.
Él gruñó. Había cierto formalismo que respetar en todo aquello.
El Sargento Cazabrujas Shadwell dio un trago largo y profundo a la cerveza y le hizo la pregunta.
Madame Tracy rió.
—Pero bueno, bobalicón —protestó poniéndose de un colorado intenso—. ¿Cuántos cree usted que tengo?
Él repitió la pregunta.
—Dos —contestó Madame Tracy.
—Ah, bueno. Eso ya es otro cantar —dijo el Sargento Cazabrujas Shadwell (retirado).
* * *
Era domingo por la tarde.
A lo alto, un 747 sobrevolaba Inglaterra. En la zona de primera clase, un niño llamado Warlock dejó su cómic y miró por la ventana.
Qué dos días tan raros habían sido. Aún no estaba seguro de por qué a su padre lo habían destinado a Oriente Medio. Y sabía muy bien que su padre tampoco lo estaba. Sería por algo cultural. Lo único que habían hecho era ir con un montón de tíos raros con toallas en la cabeza y los dientes fatal, a que les enseñaran unas ruinas viejas. Y para ruinas, Warlock había visto mucho mejores. Y luego uno de los tíos raros le preguntó si no quería hacer algo. Y Warlock dijo que quería irse de allí.
Aquello no pareció hacerles mucha gracia.
Y ahora regresaba a Estados Unidos. Había pasado algo con los billetes o los vuelos o los destinos o algo así. Fue muy raro; él sabía muy bien que su padre quería volver a Inglaterra. A Warlock le gustaba Inglaterra. Era un país muy agradable para los americanos.
El avión se encontraba justo encima del Bajo Tadfield, concretamente encima de la habitación de Culogordo Johnson, que hojeaba sin ton ni son una revista de fotografía que compró sólo porque en la portada tenía una foto muy buena de un pez tropical.
Unas páginas por delante del dedo apático de Culogordo había un artículo acerca del fútbol americano y de lo fuerte que estaba pegando en Europa. Lo cual resultaba muy extraño, porque cuando imprimieron la revista, aquellas páginas trataban de la fotografía en condiciones desérticas.
Estaba a punto de cambiarle la vida.
Y Warlock seguía volando hacia América. Se merecía algo (al fin y al cabo, nunca se olvidan los primeros amigos, aunque sean bebés de unas cuantas horas), y el poder que estaba controlando el destino de toda la humanidad en aquel preciso instante pensaba: «Bueno, se va a América, ¿no? Pues no sé de qué se queja, no hay nada mejor que irse a América.»
Allí tienen treinta y nueve sabores de helado. O a lo mejor más.
* * *
Había un millón de cosas divertidas que podían hacer un niño y su perro un domingo por la tarde. A Adán se le ocurrían cuatrocientas o quinientas casi sin pensar. Cosas emocionantes, cosas conmovedoras, planetas que conquistar, leones que domar, mundos latinoamericanos perdidos y abarrotados de dinosaurios que descubrir y conocer.
Estaba sentado en el jardín, rascando la tierra con un guijarro, con aspecto abatido.
Su padre lo encontró dormido al volver de la base, dormido a base de bien, como si llevara en la cama toda la noche. Hasta roncaba de vez en cuando para darle realismo.
Al día siguiente mientras desayunaban, sin embargo, quedó bien claro que no fue suficiente. Al Sr. Young no le hacía ninguna gracia andar callejeando un sábado por la noche y perdiendo el tiempo. Y si, por alguna inimaginable casualidad, Adán no fuera el causante del alboroto nocturno —fuera lo que fuera, porque nadie tenía los detalles muy claros, aunque estaban seguros de que hubo algún alboroto—, de algo tenía la culpa indudablemente. Ésa era la actitud del Sr. Young, y le había dado resultado los últimos once años.
Desalentado, Adán se encontraba en el jardín. El sol de agosto se elevaba en el cielo azul y despejado, y un tordo cantaba al otro lado del seto, pero a Adán le parecía que aquello aún lo empeoraba todo mucho más.
Perro estaba sentado a los pies de Adán. Había intentado ayudar, principalmente exhumando un hueso enterrado cuatro días antes y llevándoselo a Adán, que se limitó a mirarlo tristemente, y al final Perro se lo llevó y lo volvió a inhumar. Había hecho todo lo que podía.
—¡Adán!
Adán se volvió. Tres rostros lo miraban por encima de la valla del jardín.
—Hola —saludó Adán desconsoladamente.
—Ha llegado un circo a Norton —dijo Pepper—. Wensley estaba allí y lo ha visto. Lo están montando.
—¡Hay carpas y elefantes y domadores y casi todos los animales salvajes y, y un montón de cosas! —exclamó Wensleydale.
—Podríamos ir y ver cómo lo ponen todo —sugirió Brian.
Durante unos segundos, imágenes de circos desfilaron por la mente de Adán. Los circos eran aburridos una vez estaban montados. En la tele salían cosas mejores todo el tiempo. Pero mientras lo montaban… Irían todos allí, les ayudarían a montar las carpas, a lavar los elefantes, y los del circo se quedaría tan facinados con lo bien que se llevaba Adán con los animales que, esa misma noche, Adán (y Perro, el mestizo amaestrado más famoso del mundo) conduciría los elefantes a la pista central y…
Fue inútil.
Adán negó tristemente con la cabeza.
—No puedo ir a ningún sitio —se lamentó—. No me dejan.
Se hizo el silencio.
—Adán —dijo Pepper, un tanto inquieta—. En serio, ¿qué pasó anoche?
Adán se encogió de hombros.
—Nada. No importa —contestó—. Siempre igual. Uno intenta ayudar, y la gente se cree que has matado a alguien o algo así.
Se quedaron en silencio de nuevo, mientras los Ellos contemplaban a su líder caído.
—¿Y hasta cuándo estás castigado? —le preguntó Pepper.
—Hasta dentro de un montón. Mil años. Infinito. Me habré hecho viejo cuando me dejen salir —repuso Adán.
—¿Mañana podrás salir? —le preguntó Wensleydale.
A Adán se le iluminó la cara.
—Ah, bueno, mañana sí —aseguró—. Para entonces ya se les habrá pasado. Seguro. Siempre pasa lo mismo…
Levantó la mirada hacia ellos, un Napoleón desaliñado con los cordones desatados, exiliado en una Elba poblada de rosales.
—Vosotros iros —les dijo, con una carcajada breve y apagada—. No os preocupéis por mí. Estoy bien. Mañana nos veremos.
Los Ellos vacilaron. La lealtad era muy importante, pero no se debería obligar a ningún lugarteniente a elegir entre su líder y un circo con elefantes. Se marcharon.
El sol seguía brillando. El tordo seguía cantando. Perro dejó a su amo por imposible y se puso a perseguir a una mariposa por la hierba del seto. Era un seto serio, sólido, infranqueable, de ligustro espeso y bien podado, y Adán lo conocía muy bien. Al otro lado de él se extendían el campo abierto, las maravillosas zanjas embarradas, la fruta fresca, los propietarios de los árboles frutales, furiosos pero lentos, los circos, los arroyos para represar y los muros y los árboles hechos expresamente para trepar…
Pero no se podía pasar por el seto.
Adán pareció pensativo.
—Perro —dijo Adán severamente—, apártate del seto, porque si te cuelas por algún hueco, entonces tendré que ir a por ti, y tendría que salir del jardín, y no me dejan hacer eso. Pero tendría que hacerlo… si tú te escaparas.
Perro saltaba impaciente, de arriba abajo del seto, y se quedó donde estaba.
Adán miró alrededor, cautelosamente. Luego, con más cautela aún, miró Arriba, miró Abajo. Y miró Dentro.
Entonces…
Y ahora había un enorme agujero en el seto, lo bastante grande como para que un perro pasara, y para que un niño se colara detrás de él. Y era un agujero que siempre había estado allí.
Adán le guiñó el ojo a Perro.
Perro atravesó el seto por el agujero. Y, gritando con claridad, bien alto y vocalizando «¡Perro, eso no, malo! ¡Quieto! ¡Ven aquí!», Adán se metió por el agujero detrás de él.
Algo le decía que se acercaba el fin de algo. No exactamente del mundo. Sólo del verano. Habría otros veranos, pero no volvería a haber ninguno como aquel. Nunca.
Entonces más valía aprovecharlo al máximo.
Se detuvo a medio camino a campo través. Algo se estaba quemando. Miró la columna de humo que salía de la chimenea de Villa Jazmín, y se quedó quieto. Aguzó el oído.
Adán oía cosas que al resto de la gente le pasaban desapercibidas.
Oía risas.
No eran carcajadas de bruja; eran las risotadas graves y desenfadadas de alguien que sabía muchísimo más de lo que posiblemente le convenía.
El humo blanco se retorció y se enroscó por encima de la chimenea. Durante una fracción de segundo, Adán vio, dibujado en el humo, un hermoso rostro de mujer. Un rostro que no se había visto en la Tierra desde hacía más de trescientos años.
Agnes la Chalada le guiñó el ojo.
La suave brisa veraniega dispersó el humo; y el rostro y la risa se desvanecieron.
Adán sonrió y echó a correr de nuevo.
Un poco más allá, en una pradera por donde pasaba un arroyo, el chico alcanzó al perro mojado y embarrado.
—Perro malo —le regañó Adán, rascándole detrás de las orejas. Perro ladraba entusiasmado.
Adán miró hacia arriba. Estaba debajo de un viejo manzano, retorcido y pesado. Debía de estar allí desde los albores de la civilización. Tenía las ramas curvadas bajo el peso de las manzanas, pequeñas, verdes y jugosas.
Tan rápido como una cobra al atacar, el niño subió al árbol. Bajó unos segundos después con los bolsillos rebosantes, dando un mordisco ruidoso a una manzana ácida y perfecta.
—¡Eh, tú! ¡Muchacho! —gritó una voz surgida de detrás de él—. ¡Eres Adán Young! ¡Que te veo! ¡Se lo diré a tu padre, ya lo creo que sí!
El castigo paterno era ya inevitable, pensó Adán mientras comía, con su perro junto a él y los bolsillos repletos de la fruta robada.
Siempre lo era. Pero no hasta la noche.
Y la noche quedaba muy, muy lejos.
Tiró el corazón de la manzana en la dirección aproximada de su perseguidor, y se sacó otra del bolsillo.
No entendía por qué la gente armaba tanto follón porque los demás se comieran su birria de fruta, de todas maneras, pero la vida sería mucho menos divertida si no fuera así. Y además no había manzana, desde el punto de vista de Adán, por la que no valiera la pena meterse en líos.