Newton miraba desesperado el equipo distribuido en armarios.
—Tendría que haber un manual o algo —protestó.
—Podríamos ver qué tiene que decir Agnes al respecto —propuso Anatema.
—Eso estaba pensando —le contestó Newton amargamente—. Es lo más lógico. Sabotear componentes electrónicos del siglo XX con la ayuda de un manual de taller del siglo XVII. ¿Qué iba a saber Agnes la Chalada de transistores?
—Bueno, mi abuelo interpretó la predicción 3328 bastante bien en 1948 e hizo inversiones increíbles —señaló Anatema—. Agnes no sabía cómo se iba a llamar, claro, y no se le daba muy bien la electricidad en general, pero…
—Era una pregunta retórica.
—El caso es que no tienes que ponerlo en marcha. Justo lo contrario, tienes que pararlo. No hacen falta conocimientos para eso, sino ignorancia.
Newton gruñó.
—Vale —suspiró cansado—. Intentémoslo. A ver, una predicción.
Anatema sacó una ficha al azar.
—«Non es quien díze ser» —leyó—. Es la 1002. Es muy sencilla. ¿Se te ocurre algo?
—Mira, Anatema —dijo desconsoladamente—, no es el momento para decirlo —tragó—, pero no se me da muy bien la electrónica. Nada bien.
—Pero has dicho que eres ingeniero informático, si no recuerdo mal.
—Pues exageré. Es decir, exageré tanto como se puede exagerar, la verdad, y supongo que es más bien lo que se puede llamar una hipérbole. Y aún diría más —Newton cerró los ojos—. Fue una evasiva.
—¿O sea, una mentira? —preguntó ella dulcemente.
—Ni tanto ni tan calvo —protestó Newton—. Aunque en realidad no soy un ingeniero informático. Para nada. Más bien todo lo contrario.
—¿Cuál es el contrario?
—Si tanto te importa, cada vez que trato de hacer que algo funcione, se estropea.
Anatema le dirigió una sonrisilla radiante y tomó una postura teatral, como en las funciones de magia, cuando la chica de lentejuelas da un paso atrás y revela el truco.
—Tachán —dijo.
—Arréglalo —dijo.
—¿Qué?
—Haz que funcione mejor —explicó.
—No sé —repuso él—. No estoy seguro de poder hacerlo —apoyó la mano en el estante que tenía más cerca.
Se oyó un ruido de algo que se paraba de repente y que Newton no había oído, y el gemido descendente de un generador lejano. Las luces de los paneles parpadearon y la mayoría se apagaron.
Por todo el mundo, aquellos que habían estado luchando con los interruptores descubrieron que funcionaban. Los cortacircuitos se abrieron. Los ordenadores dejaron de planear la Tercera Guerra Mundial y se pusieron de nuevo a escanear la estratosfera despreocupadamente. En los búnker de debajo de Novyla Zemla, los hombres descubrieron que los fusibles que trataban de sacar frenéticamente les saltaban a las manos por fin; en los búnker de debajo de Wyoming y Nebraska, los hombres de uniforme dejaron de gritar y agitar las armas los unos hacia los otros, y se habrían tomado una cerveza si hubiera estado permitido en las bases de misiles. No lo estaba, pero se la tomaron de todos modos.
Volvió la luz. Se detuvo el descenso al caos que había emprendido la civilización, que empezó a escribir cartas a los periódicos acerca del pánico que abordaba a la gente últimamente por cualquier tontería.
En Tadfield, las máquinas dejaron de irradiar amenaza. Algo en ellas se había ido, además de la electricidad.
—Jo —suspiró Newton.
—¿Lo ves? —dijo Anatema—. Lo has arreglado estupendamente. En Agnes se puede confiar, te lo digo yo. Ahora vámonos de aquí.
* * *
—¡No quería hacerlo! —exclamó Azirafel—. ¿No te lo decía yo, Crowley? Si uno se toma la molestia de mirar bien adentro en las personas, verá que en el fondo son…
—Esto no ha terminado —dijo Crowley sin más.
Adán se volvió y se dio cuenta entonces de que estaban ahí. Crowley no estaba acostumbrado a que la gente lo identificara tan deprisa, pero Adán lo miraba como si llevara la historia de su vida escrita en el cogote, y la estuviera leyendo. Por un instante sintió el terror verdadero. Siempre había pensado que el terror auténtico era el que solía sentir, pero ante la nueva sensación, aquello quedaba relegado a simple temor abyecto. Los de Abajo podían terminar con la existencia de uno mediante cantidades insoportables de dolor; pero aquel niño no sólo podía acabar con una vida sólo con pensar en ello, sino que seguramente también podía arreglar las cosas de tal modo que el individuo no hubiera existido siquiera.
La mirada de Adán se deslizó a Azirafel.
—Oiga, ¿por qué es usted dos personas? —le preguntó.
—Pues —contestó Azirafel—, es una larga…
—Está muy mal ser dos personas —continuó Adán—. Debería usted ser dos personas distintas otra vez.
No hubo efectos especiales llamativos. Sencillamente allí estaba Azirafel, sentado junto a Madame Tracy.
—Aay, qué cosquilleo… —dijo ella. Miró a Azirafel de arriba a abajo—. Vaya —añadió con voz algo decepcionada—. Pensaba que sería usted más joven.
Shadwell dirigió al ángel una celosa mirada fulminante y tocó el percutor del rifle algo así como deliberadamente.
Azirafel miró su nuevo cuerpo, que desgraciadamente era muy parecido al antiguo, aunque el abrigo estaba más limpio.
—Bueno, se acabó —dijo.
—No —replicó Crowley—. No se ha acabado, ¿entiendes? En absoluto.
Ahora sí que había nubes a lo alto, borboteando como una cazuela de tagliatelli en pleno hervor.
—Mira —le explicó Crowley con la voz cargada de penumbra fatalista—, no es tan fácil. Tú te crees que las guerras empiezan porque le pegan un tiro a algún duque, o porque uno le corta la oreja a otro, o porque alguien ha puesto sus misiles donde no toca. Pero no. Eso son sólo… razones, no tienen nada que ver con nada. Lo que provoca las guerras en realidad es que dos bandos no se pueden ni ver, y la tensión se acumula y se acumula hasta que cualquier cosa lo desencadenará. Cualquier cosa. ¿Cómo te llamas… ehm… chico?
—Es Adán Young —contestó Anatema, que se acercaba a zancadas con Newton a la zaga.
—Buen trabajo. Has salvado el mundo. Tómate medio día libre —le dijo Crowley a Adán—. Aunque eso no cambiará las cosas.
—Puede que tengas razón —asintió Azirafel—. Estoy convencido de que mi gente quiere el Apocalipsis. Es muy triste.
—¿A alguien le importaría decirnos qué pasa? —protestó Anatema con severidad, extendiendo los brazos.
Azirafel se encogió de hombros.
—Es una historia larguísima.
Anatema adelantó la barbilla.
—Pues venga, cuenta —dijo.
—Bien. Al principio…
Cayó un rayo, dio en el suelo a pocos metros de Adán y la luz del relámpago permaneció allí, una columna crepitante que se ensanchaba en la base, como electricidad salvaje que llena un molde invisible. Los humanos se apretujaron contra el jeep.
La luz se desvaneció, y apareció un muchacho de fuego dorado.
—Oh, cielos —se lamentó Azirafel—. Es él.
—¿Quién? —preguntó Crowley.
—La Voz de Dios —repuso el ángel—. El Metatrón.
Los Ellos observaban.
Y Pepper dijo:
—No lo es. El Metatrón es de plástico y tiene un cañón láser y se convierte en helicóptero.
—Eso es el Cosmic Megatron —corrigió Wensleydale débilmente—. Yo tenía uno, pero se le cayó la cabeza. Éste es otro, me parece.
La hermosa mirada perdida se detuvo en Adán Young, y se deslizó bruscamente al cemento que hervía junto a él.
Una figura surgió del suelo ardiente como un rey demonio de pantomima, pero que, de haber sido una pantomima, hubiera sido una de la que nadie salía vivo y en la que tenían que conseguir un sacerdote para quemar el lugar después. No era muy diferente de la otra figura, excepto por las llamas, que estaban ensangrentadas.
—Ehm… —dijo Crowley, tratando de encogerse en su asiento—. Hola… ehm…
La cosa roja le dirigió la más breve de las miradas, como si lo hubiera marcado para consumo futuro, y observó a Adán. Al hablar, su voz sonaba como millones de moscas despegando apresuradas.
Zumbó una palabra que provocó, en los humanos que la oyeron, escalofríos como limas arrastrándose por la espina dorsal.
Estaba hablando con Adán, que contestó:
—¿Eh? No. Lo acabo de decir. Me llamo Adán Young —miró la figura de arriba abajo—. ¿Y tú?
—Belcebú —apuntó Crowley—. Es el Señor de…
—Graciazz, Crowzzley —interrumpió Belcebú—. Dezzpuézz tenemozz que hablar muy zzeriamente. Zzeguro que tienezz mucho que contarme.
—Ehm… —repuso Crowley—, mira, la verdad es que…
—¡Zzilencio!
—Vale. Vale —dijo Crowley con urgencia.
—Bien, Adán Young —dijo el Metatrón—, naturalmente apreciamos tu asistencia en los acontecimientos presentes; no obstante debemos añadir que el Apocalipsis debería ocurrir ahora. Es posible que existan inconvenientes temporales, pero no supondrán ningún obstáculo para el bien en última instancia.
—Ah —susurró Crowley a Azirafel—, está diciendo que tenemos que destruir el mundo para salvarlo.
—Rezzpecto a qué zzerá un obzztáculo, aún ezztá por decidir —zumbó Belcebú—. Pero zze debe decidir ahora. Ezz tu dezztino. Ezztá ezzcrito.
Adán respiró hondo. Los espectadores humanos contuvieron la respiración. Crowley y Azirafel se habían olvidado de respirar hacía algún tiempo.
—Es que no veo por qué hay que quemarlo todo y a todos —dijo Adán—. Un millón de peces y de ballenas y de ovejas y de cosas. Y encima para nada importante. Sólo para ver quién tiene la banda más guay. Igual que con los Johnsonitas. Porque aunque ganes, no has vencido a los otros, porque en verdad no quieres. O sea, no para siempre. Volverá a empezar todo. Y seguiréis mandando gente como esos dos —señaló a Crowley y a Azirafel—, a fastidiar. Ya es bastante difícil ser personas, sin que vengan otras personas a fastidiarlo todo.
Crowley se volvió hacia Azirafel.
—¿Los Johnsonitas? —susurró.
El ángel se encogió de hombros.
—Una antigua secta disidente, creo —explicó—. Como los Gnósticos. Como los Ofitas —se le marcaron dos arrugas en la frente—. ¿O eran los Setitas? No, me estoy confundiendo con los Coliridianos. Oh, cielos. Perdona, hay tantas que es muy difícil acordarse de cada una.
—Tanta gente fastidiando… —murmuró Crowley.
—¡No importa! —saltó el Metatrón—. Toda la idea de la creación de la Tierra, del Bien y del Mal…
—Pues no sé para qué tenéis que crear a las personas como personas para que luego os enfadéis porque actúan como personas —le espetó Adán con severidad—. Y además, si pararais de decirle a todo el mundo que todo se arreglará cuando se mueran, a lo mejor intentan arreglarlo todo mientras estén vivos. Si yo mandara, intentaría que las personas vivieran un montón más, como el bueno de Matusalén. Sería mucho más interesante y además podrían empezar a pensar en todo lo que le están haciendo al mediambiente y a la ecología porque aún estarían aquí cien años después.
—Ah —exclamó Belcebú, y se puso a sonreír—. Queréizz controlar el mundo. Ezzo ya ezztá mázz a la altura de vuezztro Pa…
—Ya lo he pensado y no quiero —prosiguió Adán, dando media vuelta y haciendo un alentador gesto afirmativo a los Ellos—. Porque vale, algunas cosas se tienen que cambiar, pero es que entonces me vendría la gente sin parar a que yo lo arregle todo y a que quite la basura y les haga más árboles y eso es un rollo. Es como tener que ordenar la habitación de los demás en vez de ellos.
—Pero si no ordenas ni tu habitación —señaló Pepper desde detrás de él.
—No estoy hablando de mi habitación —puntualizó Adán, refiriéndose a un dormitorio cuya alfombra se había perdido de vista hacía varios años—. Estoy hablando de las habitaciones en general. No de mi habitación personal. Es una nalogía. Eso es lo que estoy diciendo.
—De todas maneras —continuó Adán—, ya es bastante tener que pensar todo el rato en cosas que hacer para que Pepper y Wensley y Brian no se aburran, o sea que no quiero más mundo del que tengo. Gracias de todos modos.
El rostro del Metatrón tomó la expresión que ponían todos aquellos que estaban familiarizados con la idiosincrática lógica de Adán.
—No puedes negarte a ser quien eres —dijo al cabo de un rato. Escucha. Tu nacimiento y tu destino son parte del Gran Plan. Las cosas tienen que pasar así. Ya está todo decidido.
—La rebelión ezz muy pozzitiva —añadió Belcebú—. Pero ciertazz cozzazz ezztán mazz allá de la rebelión. ¡Comprendedlo!
—No me estoy rebelando contra nada —protestó Adán, con un tono de voz razonable—. Estoy costatando cosas. Y me parece que no se le puede echar la culpa a nadie por costatar cosas. Porque me parece que sería mucho mejor no ponerse a luchar y ver qué hace la gente. Si no les dierais tanto la lata, a lo mejor podrían pensar como Dios manda y dejar de fastidiar el mundo. No es seguro —añadió concienzudamente—, pero a lo mejor sí.
—Esto no tiene sentido —repuso el Metatrón—. No puedes oponerte al Gran Plan. Piénsalo. Lo llevas en los genes. Piensa.
Adán vaciló.
El trasfondo oscuro siempre estaba preparado para resurgir, con un susurro aflautado que decía sí, exacto, de eso se trata, tienes que someterte al Plan porque eres parte de él…
Había sido un día muy largo. Estaba cansado. Salvar el mundo dejaba para el arrastre a cualquier cuerpo de once años.
Crowley apoyó la cabeza en las manos.
—Por un momento, un solo instante, pensé que teníamos una posibilidad —se lamentó—. Los tenía preocupados. Fue bonito mientras…
Se había dado cuenta de que Azirafel se levantaba.
—Disculpad —dijo el ángel.
El trío lo miró.
—El Gran Plan del que habláis no será el Plan inefable, ¿verdad?
Transcurrió un instante de silencio.
—Es el Gran Plan —respondió el Metatrón sin más rodeos—. Lo sabes muy bien. Habrá un mundo que dure seis mil años y que concluya con…
—Sí, sí, ya sé lo que es el Gran Plan —prosiguió Azirafel. Hablaba con cortesía y respeto, pero con la actitud de alguien que hubiera hecho una pregunta inoportuna en un discurso político y no estuviera dispuesto a irse hasta obtener una respuesta—. Yo preguntaba si también era inefable. Quiero tener bien clara esta cuestión.
—¡No tiene importancia! —le espetó el Metatrón—. ¡Seguramente será lo mismo!
¿Seguramente? pensó Crowley. No lo saben en realidad. Se puso a sonreír como un idiota.
—¿De modo que no estáis totalmente seguros? —insistió Azirafel.
—No es cosa nuestra entender el Plan inefable —repuso el Metatrón—. Pero naturalmente, el Gran Plan…
—Pero el Gran Plan podría ser una minúscula parte de la inefabilidad global —constató Crowley—. No podéis estar seguros de que lo que está ocurriendo ahora mismo no sea lo correcto, desde un punto de vista inefable.
—¡Ezztá ezzcrito! —bramó Belcebú.
—Pero podría estar escrito de otra forma en otra parte —replicó Crowley—. Donde no podáis leerlo.
—En letras grandes —dijo Azirafel.
—Subrayado —añadió Crowley.
—Dos veces —sugirió Azirafel.
—Tal vez no sólo estén poniendo el mundo a prueba —continuó Crowley—. ¿Y si os están poniendo a prueba a vosotros también? ¿Hmm?
—Dios no juega con Sus leales servidores —afirmó el Metatrón, pero con un atisbo de preocupación.
—¿Holaaa? —exclamó Crowley—. ¿Has estado fuera o qué?
Todos vieron sus miradas puestas en Adán. Parecía estar cavilando muy concentrado. Y entonces dijo:
—No sé qué importa lo que esté escrito. No creo que importe si se trata de personas. Se tacha y ya está.
Una brisa barrió el aeródromo. A lo alto, los ejércitos se ondularon, como un espejismo.
Reinaba el mismo silencio que debió reinar el día antes de la Creación.
Adán sonreía a ambos, una pequeña silueta colocada justo y exactamente entre el Cielo y el Infierno.
Crowley agarro a Azirafel del brazo.
—¿Sabes lo que ha pasado? —siseo alborotado—. ¡Que lo dejaron solo! ¡Ha crecido humano! No es el Mal encarnado ni el Bien encarnado, es… un humano encarnado…
Y entonces:
—Creo —dijo el Metatrón—, que tendré que solicitar más instrucciones.
—Zzí, yo también —asintió Belcebú. Su rostro furioso se volvió hacia Crowley—. Informaré de tu participación en ezzto, azzí que mázz vale que te andezz con cuidado. —Le lanzo una mirada fulminante a Adán—. Y ya veremozz qué opina de ezzto vuestro Padre…
Se oyó el estruendo de una explosión. Shadwell, que había pasado unos minutos de entusiasmo horrorizado con los nervios de punta, había conseguido por fin controlar sus dedos temblorosos y apretar el gatillo.
Las balas atravesaron el espacio donde estaba antes Belcebú. Shadwell nunca supo lo afortunado que fue al fallar.
El cielo tembló, y se volvió cielo puro y simple. En el horizonte, las nubes comenzaron a dispersarse.
* * *
Madame Tracy rompió el silencio.
—Vaya unos tipos raros —opinó.
No quería decir «vaya unos tipos raros»; lo que quería decir no lo podría haber expresado ni en sueños, excepto gritando, pero el cerebro humano posee poderes de recuperación asombrosos, y decir «vaya unos tipos raros» era parte del proceso curativo. Al cabo de media hora, pensaría que simplemente había bebido demasiado.
—¿Crees que todo terminará aquí? —preguntó Azirafel.
Crowley se encogió de hombros.
—Me temo que para nosotros no.
—Yo de vosotros no me preocuparía —dijo Adán, gnómico—. Lo sé todo de los dos. Tranquilos.
Miró a sus tres compañeros, que trataron de no retroceder. Pareció pensar un instante y luego dijo:
—Vaya lío se ha montado. De todas formas, me parece que todos estarán más contentos si se olvidan de esto. Bueno, no si se olvidan, exactamente, pero sí si no lo recuerdan del todo bien. Y ya nos podemos ir a casa.
—¡Pero no puedes irte así! —exclamó Anatema avanzando—. ¡Piensa en todas las cosas que puedes hacer! Cosas buenas.
—¿Como qué? —preguntó Adán cautelosamente.
—Pues como devolver todas las ballenas al mundo, para empezar.
Adán ladeó la cabeza.
—¿Y tú crees que así la gente pararía de matarlas?
Ella dudó. Le habría encantado decir que sí.
—Y cuando la gente las empiece a matar, ¿qué me pedirías que hiciera? —continuó Adán—. No. Ahora creo que ya entiendo de qué va esto. En cuanto empiece con todo ese lío, ya no podré hacer nada. Y me parece que lo más lógico es que la gente entienda que si matan una ballena, pues obtendrán una ballena muerta.
—Eso demuestra una actitud muy responsable —apuntó Newton.
Adán levantó una ceja.
—Es lógico y ya está —señaló.
Azirafel le dio unas palmaditas en la espalda a Crowley.
—Parece que hemos sobrevivido —dijo—. Imagínate lo terrible que hubiera llegado a ser si hubiéramos sido competentes.
—Hum —repuso Crowley.
—¿Tu coche funciona?
—Me parece que le hará falta algún trabajito que otro —admitió Crowley.
—Podríamos llevar a esta gente a la ciudad —sugirió Azirafel—. Le debo una comida a Madame Tracy. Y a su joven marido, claro.
Shadwell miró hacia detrás y luego a Madame Tracy.
—¿De quién carajo habla? —le preguntó a la expresión triunfante de su rostro.
Adán regresó junto a los Ellos.
—Deberíamos irnos a casa —dijo.
—¿Pero qué es lo que ha pasado? —le preguntó Pepper—. O sea, todo lo de…
—Qué más da —le interrumpió Adán.
—Pero podrías ayudar tanto —empezó a decir Anatema, en tanto que los niños se dirigían hacia sus bicis. Newton la cogió suavemente del brazo.
—No es buena idea —le aseguró—. Mañana será otro día. El primer día del resto de nuestras vidas.
—¿Sabes que de todos los refranes trillados que odio —le dijo ella— ése es el peor?
—Asombroso, sí señor —repuso él alegremente.
—¿Por qué pone «Dick Turpin» en la puerta de tu coche?
—Es un chiste —explicó Newton.
—¿Hmm?
—Porque allá donde voy, paro el tráfico —murmuró entre dientes, desconsolado.
Crowley miró tristemente los controles del jeep.
—Siento lo del coche —decía Azirafel—. Sé lo mucho que te gustaba. Quizás si te concentraras al máximo…
—No sería lo mismo —se lamentó Crowley.
—Supongo que no.
—Lo tengo desde que era nuevo, sabes. No era un coche, era más un guante corporal.
Olfateó.
—Se está quemando algo —señaló.
Una brisa levantó el polvo y lo dejó caer de nuevo. El aire se hizo pesado y caluroso, aprisionando a los que estaban dentro como a moscas en el almíbar.
Volvió la cabeza y miró a los ojos horrorizados de Azirafel.
—Pero si se ha terminado —dijo—. ¡No puede ocurrir ahora! El… el eso, el momento correcto o lo que sea, ¡ha pasado! ¡Se terminó!
El suelo empezó a temblar. El ruido era como el de un metro, pero no pasando por debajo. Más bien acercándose.
Crowley sacudió a lo loco la palanca de cambios.
—¡No es Belcebú! —gritó, por encima del ruido del viento—. Es Él. ¡Su Padre! No es el Apocalipsis, es algo personal. ¡Maldito trasto, arranca!
El suelo se movió bajo Anatema y Newton, lanzándolos al cemento, que bailaba. De entre las grietas salía humo amarillo.
—¡Es como estar en un volcán! —gritó Newton—. ¿Qué es?
—Sea lo que sea, está muy enfadado —respondió Anatema.
En el jeep, Crowley maldecía. Azirafel le puso una mano en el hombro.
—Aquí hay humanos —le advirtió.
—Y yo, ¿no te digo? —replicó Crowley.
—Quiero decir que no deberíamos permitir que les ocurriera esto.
—Bueno, y qué… —Crowley empezó a hablar y se calló.
—Es decir, que si lo piensas, ya les hemos acarreado bastantes problemas. Tú y yo. A lo largo de los años. Entre pitos y flautas…
—Nos limitamos a hacer nuestro trabajo —masculló Crowley.
—¿Y qué? En la historia muchos se limitaron a hacer su trabajo y mira los problemas que causaron.
—¿No dirás en serio que deberíamos intentar detenerlo? ¿A Él?
—¿Tienes algo que perder?
Crowley iba a ponerse a discutir, pero comprendió que no tenía nada. Nada que perder que no hubiera perdido ya. No le podían hacer nada peor de lo que ya tenían pensado. Se sentía libre al fin.
También sentía algo a sus pies, miró debajo del sillón y encontró una llanta. No serviría para nada, pero al fin y al cabo, ninguna otra cosa serviría. Es más, enfrentarse al Adversario con algo parecido a un arma decente sería aún más terrible. De aquel modo podían albergarse esperanzas, y ello lo empeoraba todo.
Azirafel cogió la espada que Guerra había dejado caer y la sopesó esmeradamente.
—Caramba, hace años que no uso esto —murmuró.
—Unos seis mil —apuntó Crowley.
—Ya lo creo —repuso el ángel—. Qué noche la de aquel día. Los buenos tiempos.
—No creas —le dijo Crowley.
Cada vez había más ruido.
—En aquellos tiempos la gente sí que sabía lo que era el bien y lo que era el mal —continuó Azirafel, soñador.
—Hombre, pues sí. Piénsalo.
—Ah. Claro. Cómo se han complicado las cosas, ¿eh?
—Demasiado.
Azirafel levantó la espada. Con un whoomf, la espada se prendió como una barra de magnesio.
—Una vez lo aprendes, ya no se te olvida nunca —aseguró.
Sonrió a Crowley.
—Sólo quiero decir —prosiguió—, por si no saliésemos de ésta, que siempre recordaré que en el fondo, había una chispa de bondad en ti.
—Eso —contestó Crowley con amargura—. Alégrame el día, va.
Azirafel le tendió la mano.
—Ha sido un placer —añadió.
Crowley se la chocó.
—Ojalá haya una próxima vez —dijo—. Y… oye, Azirafel.
—Dime.
—Que sepas que yo siempre recordaré que en el fondo, fuiste lo bastante cabrón como para caerme bien.
Se oyó cierto alboroto, y los separó la pequeña pero dinámica silueta de Shadwell, amenazándolos muy resuelto con su arma.
—Dudo que seáis capaces de matar ni a una rata coja en un barril, pedazo de mariquitas sureños —les espetó—. ¿Con quién nos las vamos a ver ahora?
—Con el Diablo —dijo Azirafel sin más.
Shadwell asintió con la cabeza, como si aquello no le sorprendiera en absoluto, tiró el arma y se quitó el sombrero, mostrando así una frente célebre y temida allá donde se organizasen riñas callejeras.
—Ya decía yo —afirmó—. Entonces, he de usar la cabeza; mucha ciencia es locura si buen seso no la cura.
Newton y Anatema contemplaron a los tres alejarse del coche, vacilantes. Con Shadwell en el medio, parecían una W estilizada.
—¿Qué demonios van a hacer? —preguntó Newton—. Y ¿qué les está… qué les pasa?
Los abrigos de Azirafel y de Crowley se desgarraron por las costuras.
Ya que iban, más valía ir con su verdadera forma. Las plumas se desplegaron hacia el cielo.
Contrariamente a la opinión generalizada, las alas de los demonios son iguales que las de los ángeles, sólo que más arregladas, normalmente.
—¡Shadwell no debería ir con ellos! —exclamó Newton levantándose y tambaleándose.
—¿Quién?
—Mi sarg… el hombrecillo ese tan raro, no te lo creerías, ¡tengo que ayudarle!
—¿Ayudarle? —dijo Anatema.
—Hice un juramento y toda la pesca —Newton vaciló—. Bueno, más o menos. ¡Y me pagó el mes por adelantado!
—¿Y ésos dos quiénes son? ¿Amigos tuyos o…? —empezó a preguntar Anatema, pero se calló.
Azirafel se volvió y el perfil por fin encajó.
—¡Ya sé de qué me suena! —gritó, poniéndose en pie delante de Newton en tanto que el suelo daba sacudidas—. ¡Vamos!
—¡Pero va a ocurrir algo atroz!
—¡Si me ha estropeado el libro, seguro que sí!
Newton rebusco en su solapa y encontró su alfiler oficial. No sabía a qué iban a enfrentarse esta vez, pero lo único que tenía era un alfiler.
Corrieron…
Adán miró a su alrededor. Miró
hacia abajo. Su rostro tomó una expresión
de inocencia calculada.
Hubo un instante de conflicto.
Pero Adán estaba en su terreno.
Siempre y en última instancia en su terreno.
Con una mano
describió un semicírculo
borroso.
… Azirafel y Crowley sintieron el mundo cambiar.
No se oía un solo ruido. Ni un crujido. Sólo estaba el lugar que había dado origen a un volcán de poder satánico; sólo humo que se dispersaba, y un coche avanzando lentamente, hasta que se paró, con el fuerte ruido de su motor en el silencio nocturno.
Era un coche viejo, pero bien conservado. Obviamente no empleaba el método de Crowley, mediante el cual bastaba con desear que los rascones desaparecieran; se veía enseguida, aquel coche tenía el aspecto que tenía porque el dueño se había pasado todos los fines de semana de dos décadas haciendo lo que el manual decía que se hiciera los fines de semana. Antes de emprender un viaje, siempre daba la vuelta al coche, comprobaba las luces y contaba las ruedas. Unos hombres serios que fumaban en pipa y lucían bigote habían escrito instrucciones serias que decían que había que hacerlo, así que él lo hacía; porque era un hombre serio que fumaba en pipa y lucía bigote, y no se tomaba semejantes órdenes a la ligera, porque si lo hiciera, ¿adónde iría a parar? Tenía el seguro correcto. Conducía a cinco kilómetros por debajo del límite de velocidad, o a sesenta y cinco, fuera cual fuera lo más reducido. Llevaba corbata, incluso el sábado.
Arquímedes dijo que con una palanca lo bastante larga y un lugar lo bastante sólido donde colocarse, podía mover el mundo.
Podría haberse colocado encima del Señor Young.
La puerta del coche se abrió y salió el Señor Young.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó—. ¿Adán? ¡Adán!
Pero los Ellos avanzaban como centellas hacia la puerta.
El Señor Young miró a la trastornada asamblea. Al menos Crowley y Azirafel habían sabido controlarse y habían escondido las alas.
—¿En qué lío se ha metido ahora? —suspiró, sin esperar demasiado una respuesta.
—¿Pero qué estará haciendo? ¡Adán! ¡Ven aquí inmediatamente!
Adán rara vez hacía lo que su padre quería.
* * *
El Sgto. Thomas A. Deisenburger abrió los ojos. Lo único que tenía de raro su entorno era lo familiar que le resultaba. Su foto del instituto estaba colgada de la pared, y la banderita de barras y estrellas en el vaso de lavarse los dientes, junto al cepillo de dientes, e incluso su oso de peluche, aún con el uniforme. Los rayos de sol del atardecer entraban por la ventana de su habitación.
Olía a tarta de manzana. Aquello era lo que más había echado de menos al pasar las noches del sábado tan lejos de casa.
Bajó las escaleras.
Su madre estaba en la cocina, sacando una enorme tarta de manzana del horno para dejarla a enfriar.
—Hola, Tommy —saludó—. Creía que estabas en Inglaterra.
—Sí, mamá, estoy prescriptivamente en Inglaterra, protegiendo el democratismo, mamá, señor —dijo el Sgto. Thomas A. Deisenburger.
—Estupendo, cielo —repuso su madre—. Tu padre ha ido al campo con Chester y con Ted. Se alegrarán de verte.
El Sgto. Thomas A. Deisenburger asintió.
Se quitó el casco militar y su chaqueta militar y se arremangó la camisa militar. Por un instante pareció más pensativo que en toda su vida. Parte de sus pensamientos los ocupaba la tarta de manzana.
—Mamá, si algún sujeto trata de establecer comunicados telefónicamente con el Sgto. Thomas A. Deisenburger, mamá, señor, dicho individuo…
—¿Cómo dices, Tommy?
Tom Deisenburger colgó su arma en la pared, encima del rifle maltrecho de su padre.
—Mamá, digo que si alguien llama, estaré en el campo con papá, con Chester y con Ted.
* * *
La furgoneta se acercó lentamente a las puertas de la base aérea. Frenó. El guardia del turno de medianoche miró por la ventanilla, comprobó los papeles del conductor y le indicó con un gesto que pasara.
La furgoneta serpenteó por el cemento.
Aparcó en el asfalto de la pista de aterrizaje vacía, cerca de unos hombres sentados que compartían una botella de vino. Uno de ellos llevaba gafas de sol. Sorprendentemente, nadie parecía prestarles la menor atención.
—¿Estás diciendo —preguntó Crowley— que Él lo tenía todo planeado así? ¿Desde el principio?
Azirafel limpió a conciencia la boca de la botella y se la pasó.
—Tal vez —contestó—. Podría ser. Siempre podríamos preguntárselo a Él, ¿no?
—Tal y como yo lo recuerdo —repuso Crowley pensativo—, no era muy dado a las respuestas directas. Más bien, más bien no contestaba. Se limitaba a sonreír, como si supiera algo que tú no sabías.
—Lo cual es cierto, naturalmente —constató el ángel—. Si no, no tendría gracia, ¿no crees?
Se quedaron en silencio, mirando meditabundos al infinito, como si estuvieran recordando cosas en las que no pensaban desde hacía mucho tiempo.
El conductor de la furgoneta salió del vehículo con una caja de cartón y unas tenacillas.
En el asfalto había una corona de metal deslustrado y una balanza. El hombre las recogió con las tenacillas y las metió en la caja.
Entonces se acercó a los dos de la botella.
—Disculpen, caballeros —dijo—. Busco una espada que debería estar por aquí, o al menos eso pone aquí, y me preguntaba…
Azirafel se puso nervioso. Miró a su alrededor, algo desconcertado, se levantó y descubrió que llevaba la última hora entera sentado encima de la espada. Se agachó y la cogió.
—Lo siento —se disculpó, y metió la espada en la caja.
El conductor de la furgoneta, que llevaba una gorra de International Express, dijo que no tenía importancia, y que era una bendición de Dios que ellos dos estuvieran allí porque alguien tenía que firmar para certificar que le había sido entregado lo que tenía que recoger, y vaya día más ajetreado, como para olvidarlo, ja.
Azirafel y Crowley contestaron que vaya que sí, y Azirafel firmó la carpeta que le tendió el conductor, corroborando así que el repartidor había recibido una corona, una balanza y una espada y tenía que entregarlas en una dirección emborronada y cargar el envío a una cuenta borrosa.
El hombre hizo ademán de regresar a la furgoneta, se detuvo y se volvió.
—Si le contara a mi mujer lo que me ha ocurrido hoy —les explicó con un atisbo de tristeza—, no me creería. Y no la culpo, porque yo tampoco me lo acabo de creer. —Subió a la furgoneta y se puso en marcha.
Crowley se levantó, algo inseguro. Le tendió la mano a Azirafel para ayudarle.
—Venga —le dijo—, vámonos a Londres.
Cogió un jeep. Nadie trató de detenerlos.
Tenía un radiocassette. Lo cual no era la norma, ni en un vehículo militar americano, pero Crowley daba por sentado que todos los vehículos que conducía tenían radiocassette y por lo tanto éste también lo incorporaba casi desde el instante en que entró.
En el cassette que puso para el viaje se leía Música acuática de Handel y siguió siendo Música acuática de Handel durante todo el viaje.