Muerte se enderezó. Parecía estar escuchando atentamente. Con qué, nadie lo sabía.

ESTÁ AQUÍ, dijo.

Los otros tres levantaron la vista. Hubo un cambio casi imperceptible en su manera de estar allí. Un instante antes de que Muerte hablara, ellos, la parte de ellos que no caminaba ni hablaba como un ser humano, había envuelto el mundo. Ahora estaban de vuelta.

Más o menos.

Había algo nuevo en ellos. Como si, en vez de trajes a los que no se adaptaban, tuvieran cuerpos a los que no se adaptaban. Daba la impresión de que Hambre estuviera ligeramente mal sintonizado, de modo que la señal dominante —la de un empresario simpático, ambicioso y de éxito empezaba a ahogarse tras la atroz y milenaria interferencia de su personalidad fundamental. A Guerra le refulgía la piel cubierta de gotas de sudor. A Polución simplemente le refulgía la piel.

—Ya está… todo listo —dijo Guerra, no sin esfuerzo—. Ahora… que las cosas sigan su curso.

—No es sólo lo nuclear —señaló Polución—. También es la química. Miles de galones de residuos… en pequeños tanques por todo el mundo. Líquidos hermosos… con nombres de ocho sílabas. Y los… viejos recursos. Decid lo que queráis. El plutonio proporciona dolor durante miles de años, pero el arsénico es para siempre.

—Y después… el invierno —añadió Hambre—. Me gusta el invierno. Es como… más limpio.

—Y pollos… para asar en casa —continuó Guerra.

—No habrá pollos —contestó Hambre rotundamente.

El único que no había cambiado era Muerte. Algunas cosas no cambian.

Los Cuatro salieron del edificio. Lo que llamaba la atención era que Polución, a pesar de ir caminando, parecía estar emanando.

Y Anatema y Newton Pulsifer se dieron cuenta.

Fue en el primer edificio al que habían llegado. Parecía mucho más seguro por dentro que por fuera, donde se veía tanta agitación. Anatema abrió una puerta cubierta de símbolos que sugerían que hacerlo era algo extremadamente peligroso. La puerta se abrió al tacto de ella. Una vez dentro, se cerró y se bloqueó sola.

No tuvieron mucho tiempo para discutir aquello después de que los Cuatro entraran.

—¿Qué eran? —preguntó Newton—. ¿Algún tipo de terroristas?

—En cierto modo bueno y ajustado —respondió Anatema—, creo que sí.

—¿Y esas cosas raras que decían?

—Algo acerca del fin del mundo, seguramente —explicó Anatema—. ¿Te has fijado en sus auras?

—Pues me parece que no —repuso Newton.

—De buenas, nada.

—Ah… ya.

—Auras negativas, vamos.

—¿Ah, sí?

—Como agujeros negros.

—Mal asunto, ¿eh?

—Sí.

Anatema miró las filas de armarios de metal. Por una vez, por esta vez, porque no se trataba de un juego sino de la realidad, la maquinaria que iba a destruir el mundo, o al menos la parte de él que ocupaba desde las capas de dos metros más abajo hasta la capa de ozono, no estaba funcionando de acuerdo con el guión de siempre. No había grandes botes rojos con luces intermitentes. Ningún cable enrollado que pareciera estar diciendo «córtame». Ningún visualizador numérico sospechosamente grande indicaba la cuenta atrás hasta un cero que se pudiera evitar a segundos de la catástrofe. En cambio, los armarios metálicos parecían macizos, pesados y muy resistentes al heroísmo de última hora.

—¿Qué tiene que seguir su curso? —se preguntó Anatema—. Algo han hecho, ¿no?

—A lo mejor hay un botón para apagarlo todo —dijo Newton en vano—. Seguro que si miramos bien…

—No seas tonto. Estas cosas están conectadas con cables. Pensaba que sabías de esto.

Newton asintió, desesperado. Aquello quedaba muy lejos de las páginas de Electrónica a su alcance. Miró detrás de uno de los muebles para averiguar que era.

—Comunicaciones mundiales —definió sin precisión—. Con eso haces cualquier cosa. Modular la energía de la red, manejar los satélites… Lo que quieras. Puedes… —ziip— aau, puedes —zaap— ay, hacer que las cosas… —zipt— uf, hagan justo… —zzap— aah.

—¿Cómo vas por ahí dentro?

Newton se lamió los dedos. Aún no había encontrado nada parecido a un transistor. Se envolvió la mano con el pañuelo y sacó unas cuantas placas de su toma.

Una vez, una de las revistas de electrónica a la que estaba suscrito sacó un circuito de broma garantizando que no funcionaría. Por fin, decían con un tono muy gracioso, los manazas torpes tendrían algo que construir sabiendo con toda certeza que si no hacía nada, es que funcionaba. Tenía diodos mal puestos, transistores del revés, y una pila plana. Newton lo montó y cogía Radio Moscú. Escribió una queja a la revista, pero no le contestaron.

—No sé si estaré haciendo algo bueno —dijo.

—James Bond sólo destornilla cosas —señaló Anatema.

—No sólo las destornilla —corrigió Newton, que iba perdiendo la paciencia—. Y no soy —ziip— James Bond. Si lo fuera —wiizzll— los malos me habrían enseñado todas las palancas y me habrían explicado cómo funcionaban, ¿no? —Fwizzpt—. ¡Pero no es así en la vida real, mira tú por dónde! No sé lo que está pasando y no puedo evitarlo.

* * *

Las nubes se arremolinaban al horizonte. A lo alto, el cielo seguía despejado, el aire desgarrado sólo por una suave brisa. Pero no era un aire normal. Parecía estar cristalizado, y daba la sensación de que si uno se volvía, podía ver otras facetas. Despedía destellos. Si hubiera que describirlo con una palabra, abarrotado sería la que se deslizase insidiosa hasta la mente. Abarrotado con seres incorpóreos a la espera del momento justo para volverse muy corpóreos.

Adán miró hacia arriba. En cierta forma, allá a lo alto sólo había aire puro. Pero en cierta otra forma, extendiéndose hasta el infinito, se hallaban los Ejércitos del Cielo y del Infierno, ala con ala. Mirando muy de cerca, si uno tenía una práctica especial, se les podía distinguir.

El silencio tenía aferrada la burbuja que era el mundo.

La puerta del edificio se abrió y salieron los Cuatro. Ya no les quedaba más que un toque humano a tres de ellos; parecían formas humanoides fabricadas con todo lo que eran o representaban. Junto a ellos, Muerte parecía muy hogareño. Su cazadora de cuero y su casco de visera oscura se habían convertido en una túnica con capucha, pero eso era sólo un detalle. Un esqueleto, por mucho que ande, al menos es humano; la Muerte, por así decirlo, acecha en el interior de toda criatura viviente.

—Lo que importa —dijo Adán con urgencia—, es que no son reales en realidad. En realidad son como pesadillas.

—P-pero si no estamos durmiendo —replicó Pepper.

Perro gimió e intentó esconderse detrás de Adán.

—Ése parece que se esté derritiendo —constató Brian, señalando la figura, si es que aún se la podía llamar así, de Polución, que avanzaba.

—Pues por eso precisamente —exclamó Adán animándolos—. No pueden ser reales, ¿no? Es lógico. Una cosa así no puede ser real en realidad.

Los Cuatro se detuvieron a unos metros.

YA ESTÁ HECHO, informó Muerte. Se inclinó un poco hacia delante y observó sin ojos a Adán. Era difícil saber si estaba sorprendido.

—Sí, vale —repuso Adán—, lo que pasa es que no quiero que se haga. Yo no se lo he pedido a nadie.

Muerte miró a los otros tres, y de nuevo a Adán.

Tras ellos, un jeep frenó desviándose. Lo ignoraron.

NO LO ENTIENDO, continuó, TU MERA EXISTENCIA REQUIERE EL FIN DEL MUNDO. ESTÁ ESCRITO.

—Pues no sé por qué han tenido que escribir esas cosas —dijo Adán con calma—. En el mundo hay montones de cosas geniales que no he visto nunca, y no me apetece que nadie lo fastidie todo o haga que se acabe antes de que yo lo vea. O sea que ya os podéis ir todos.

Ése es, Señor Shadwell —susurró Azirafel, con creciente incertidumbre a medida que hablaba—, el de… la… camiseta…)

Muerte miraba a Adán de hito en hito.

—Eres… parte… de nosotros —señaló Guerra, entre dientes que eran como balas hermosas.

—Está decidido. Reharemos… el… mundo —añadió Polución, con una voz tan insidiosa como algo que estuviera filtrándose en las aguas del nivel freático desde un tambor corroído.

—Eres… nuestro… guía… —dijo Hambre a su vez.

Y Adán vaciló. Dentro de él, unas voces seguían clamando que era cierto, que el mundo era suyo, y que bastaba con que diera media vuelta y los guiara a través de un planeta confuso. Eran de los suyos.

Mucho más arriba, los ejércitos celestiales aguardaban la Palabra.

—¿Cómo quieres que le pegue un tiro? ¡No es más que un mocoso!

Ehm —repuso Azirafel—, ehm, sí. Tal vez será mejor esperar un poco, ¿no cree?

(—¿Hasta que crezca? —dijo Crowley.)

Perro se puso a aullar.

Adán miró a los Ellos. También eran de los suyos.

Sólo tenía que decidir quiénes eran sus amigos de verdad.

Se volvió hacia los Cuatro.

—A por ellos —ordenó Adán con voz queda.

Había dejado de vacilar y de atrancarse al hablar. Su voz era armoniosa y siniestra. Ningún humano podía desobedecer una voz como aquella.

Guerra rió y miró expectante a los niños.

—Pequeñajos que juegan con juguetes —les dijo—. Pensad en todos los que yo os puedo ofrecer… todos los juegos. Puedo hacer que os enamoréis de mí, pequeñajos. Pequeñajos con pistolitas.

Volvió a reír, pero el tableteo de metralla se apagó al dar un paso adelante Pepper y alzar un brazo tembloroso.

No era una maravilla de espada, pero con dos maderas y una cuerda poco más se podía hacer. Guerra la observó.

—Entiendo —dijo—. Mano a mano, ¿eh? —sacó su espada y la alzó de tal modo que emitió un ruido como el que surge del roce del dedo por el borde de una copa de cristal.

Al entrar en contacto hubo un destello.

Muerte miraba a Adán a los ojos, fijamente.

Se oyó un tintineo patético.

—¡No la toques! —saltó Adán, sin mover la cabeza.

Los Ellos se quedaron mirando la espada balancearse hasta quedar paralizada en el camino de cemento.

—«Pequeñajos» —masculló Pepper asqueada. Tarde o temprano todo el mundo tiene que decidir a qué banda pertenece.

—Pero, pero… —farfulló Brian—, se la ha tragado la espada…

El vacío entre Adán y Muerte empezó a vibrar, como una ola de calor.

Wensleydale levantó la cabeza y miró a Hambre a los ojos hundidos. Sostenía algo a lo alto, algo que con un poco de imaginación podía considerarse una balanza hecha de más cuerda y ramitas. Luego le dio vueltas alrededor de su cabeza.

Hambre levantó un brazo a modo de protección.

Hubo otro destello, y se oyó el tintineo de una balanza de plata cayendo al suelo.

—No… la… toquéis —dijo Adán.

Polución ya había echado a correr, o más bien a fluir deprisa, pero Brian se quitó rápidamente el círculo de hierbas de la cabeza y lo lanzó. No debería haber respondido como lo hizo, pero una fuerza se lo arrebató de las manos y salió volando como un disco.

Esta vez la explosión fue una llama roja en el interior de una nube de humo negro, que olía a aceite.

Con un sonido metálico y repetido, una corona de plata ennegrecida salió expulsada del humo y giró haciendo el ruido de una moneda al caer al suelo.

No era necesario decirles que no la tocaran. Relucía de un modo impropio del metal.

—¿Qué les ha pasado? —preguntó Wensley.

HAN REGRESADO AL LUGAR DE DONDE VINIERON, contestó Muerte, sin dejar de sostener la mirada a Adán. DONDE HAN ESTADO SIEMPRE. EN LA MENTE DE LOS HOMBRES.

Le dirigió una sonrisa a Adán.

Se oyó un ruido de desgarro. La túnica de Muerte se rasgó y se desplegaron sus alas. Alas de ángel. Pero no de plumas. Eran las alas de la noche, formas talladas en la oscuridad que yace bajo la materia de la creación, y que se abrían paso a través de ella; alas en las que brillaban luces distantes, que podrían haber sido estrellas o algo completamente distinto.

PERO YO, continuó, NO SOY COMO ELLOS. SOY AZRAEL, CREADO PARA SER LA SOMBRA DE LA CREACIÓN. NO PUEDES DESTRUIRME. DESTRUIRÍAS EL MUNDO.

El calor de su mirada se aplacó. Adán se rascó la nariz.

—Pues no sé —dijo—, a lo mejor hay alguna forma. —Le devolvió la sonrisa.

—Pero ahora se va a detener todo —afirmó—. Lo de las máquinas y todo eso. En este momento tienes que hacer lo que yo diga, y ordeno que se detenga todo.

Muerte se encogió de hombros. YA SE ESTÁ PARANDO, explicó. SIN ELLOS, señaló los patéticos restos de los tres Jinetes, EL PROCESO NO PUEDE SEGUIR ADELANTE. LA ENTROPÍA NORMAL TRIUNFA. Muerte alzó una mano huesuda a modo de lo que pudo haber sido un saludo.

PERO VOLVERÁN, añadió. NUNCA SE ALEJAN DEMASIADO.

El ángel de la Muerte batió las alas una sola vez, como un trueno, y desapareció.

—Bueno, pues ya está —suspiró Adán al aire vacío—. Ya no pasa nada. Todo lo que empezaron se va a acabar ahora.