Ahí va Crowley, a 180 por la M40 en dirección a Oxfordshire. Incluso el observador más decididamente ocasional repararía en sus numerosas peculiaridades. Los dientes apretados, por ejemplo, o el brillo rojizo de detrás de las gafas de sol. Y el coche. Sobre todo el coche.
Crowley había empezado el viaje en el Bentley, y que lo partiera un rayo si no lo acababa en el Bentley. Aunque ni siquiera un aficionado de los que tienen hasta gafas protectoras hubiera podido asegurar que se trataba de un Bentley antiguo. Ya no. Ni siquiera que se trataba de un Bentley. Sólo habrían podido afirmar que había un cincuenta por ciento de posibilidades de que fuera un coche.
Para empezar, ya no le quedaba pintura. Podría haber seguido siendo negro donde no estaba de un marrón rojizo oxidado y sucio, pero hubiera sido un negro carbón apagado. Viajaba en una bola de fuego, como una cápsula espacial en una maniobra de reentrada particularmente difícil.
Había una fina capa de goma derretida alrededor de las llantas, pero teniendo en cuenta que éstas rodaban a dos dedos de la superficie del suelo, aquello no parecía influir demasiado en la suspensión.
Debería haberse venido abajo hacía kilómetros.
Era el esfuerzo de mantenerlo en funcionamiento lo que obligaba a Crowley a apretar los dientes, y la retroalimentación bioespacial lo que le daba ese brillo a sus ojos. Eso y el esfuerzo de tener que acordarse de no respirar.
No se había sentido así desde el siglo XIV.
* * *
El ambiente en la cantera era ya más amistoso, aunque todavía intenso.
—Tenéis que ayudarme a arreglarlo —insistió Adán—. Lo han intentado solucionar desde hace siglos, pero ahora nos toca a nosotros.
Asintieron muy dispuestos.
—Mirad, lo que pasa —explicó Adán—, lo que pasa es… como lo de Culogordo Johnson.
Los Ellos asintieron. Todos conocían a Culogordo Johnson y a los miembros de la otra pandilla del Bajo Tadfield. Eran más mayores y no muy simpáticos. Apenas pasaba una semana sin alguna escaramuza.
—Vale —continuó Adán—, siempre ganamos, ¿no?
—Casi siempre —respondió Wensleydale.
—Casi siempre —repitió Adán—, y…
—Más de la mitad de las veces por lo menos —señaló Pepper—. Porque, ¿te acuerdas cuando lo de la fiesta de los mayores en el ayuntamiento, que nosotros…?
—Ésa no cuenta —dijo Adán—. Les regañaron igual que a nosotros. Y además, se supone que los mayores tienen que estar contentos de oír a los niños jugar, lo he leído en algún sitio, y no sé por qué nos tienen que echar la bronca sólo porque nos tocan los mayores que no son —se quedó callado—. Además, somos los mejores.
—Hombre, pues claro —reiteró Pepper—. Que somos los mejores, eso seguro. Pero no ganamos siempre.
—Imaginaos —dijo Adán, despacio— que podemos ganarles para siempre. Echarlos, o algo. Estar seguros de que no hay más bandas en el Bajo Tadfield además de nosotros. ¿Qué os parece?
—¿O sea, que estén… muertos? —preguntó Brian.
—No, sólo que se hayan ido.
Pensaron en ello. Culogordo Johnson era un hecho de la vida desde el día en que fueron capaces de pegarse los unos a los otros con un tren de juguete. Trataron de encajar en sus mentes el concepto de un mundo con un agujero en forma de Culogordo.
Brian se rascó la nariz.
—Sería genial sin Culogordo Johnson —opinó—. ¿Os acordáis de lo que hizo en mi cumpleaños? Y encima me la cargué yo.
—No sé —dijo Pepper—. A lo mejor no sería tan interesante sin él y su banda. En el fondo, nos lo pasamos bien con Culogordo Johnson y los Johnsonitas. Seguramente tendríamos que encontrar otra banda o algo así.
—Yo creo —señaló Wensleydale— que si preguntas a la gente del Bajo Tadfield, dirían que lo mejor es que no haya ni Johnsonitas ni Ellos.
Aquello chocó incluso a Adán. Wensleydale siguió hablando estoicamente.
—El grupo de los mayores por lo menos. Y Pickito. Y…
—Pero si somos los buenos… —empezó a replicar Brian. Dudó—. Bueno, vale, pero seguro que no se lo pasarían ni la mitad de bien si no estuviéramos.
—Sí —asintió Wensleydale—, eso digo yo.
—La gente de aquí no quiere saber nada ni de nosotros ni de los Johnsonitas —continuó con aire, taciturno—. Si siempre se están quejando de que vamos en bici y en monopatín por la acera y de que hacemos demasiado ruido y todo eso. Es como dijo ese de los libros de historia. Una placa en ambas casas.
Aquello se encontró con el silencio.
—¿Una de esas azules —dijo Brian al cabo de un rato—, que ponga «Adán Young vivió aquí», o algo así?
Normalmente aquel tipo de apertura desembocaba en cinco minutos de intrincada discusión si los Ellos estaban de humor, pero Adán no pensaba que fuera el momento.
—¿Estáis diciendo —concluyó con su mejor tono de presidente— que daría exactamente lo mismo si los Johnsonitas Culogordos ganaran o perdieran?
—Sí —repuso Pepper—. Porque si les ganáramos, tendríamos que ser nuestros propios enemigos letales. O sea, yo y Adán contra Brian y Wensley —se recostó—. Todo el mundo necesita un Culogordo Johnson —añadió.
—Ya —dijo Adán—. Eso es lo que pensaba. No vale la pena que gane nadie. Lo que yo pensaba. —Se quedó mirando a Perro, o a través de Perro.
—Pues entonces está chupado —dijo Wensleydale recostándose—, no sé por qué les habrá costado tantos siglos de resolver.
—Eso es porque los que intentaron resolverlo eran hombres —apuntó Pepper de manera significativa.
—No veo por qué tienes que tomar partido —dijo Wensleydale.
—Pues claro que tengo que tomar partido —protestó Pepper—. Todo el mundo tiene que tomar partido en algo.
Adán parecía haber llegado a una conclusión.
—Sí. Pero cada uno puede hacer su partido. Coged vuestras bicis —dijo con calma—. Tenemos que ir a un sitio y hablar con unos.
* * *
Putputputputputput… Era el scooter de Madame Tracy bajando por Crouch End High Street. Era el único vehículo que se movía en una calle de los alrededores de Londres atascada con coches inmóviles, taxis y autobuses de Londres.
—No había visto nunca un atasco así —dijo Madame Tracy—. Habrá habido un accidente.
—Es muy posible —asintió Azirafel. Y luego—. Señor Shadwell, como no me coja de la cintura se va a caer. Esto no está hecho para dos personas, ¿sabe?
—Tres —masculló Shadwell, agarrándose al asiento con una mano de blancos nudillos y con el rifle en la otra.
—No lo diré otra vez, Señor Shadwell.
—Pues para el trasto, que me ajuste el rifle —suspiró Shadwell.
Madame Tracy soltó una risita diligente, pero se acercó a la acera y paró la moto.
Shadwell consiguió aclararse y rodeó a Madame Tracy a regañadientes con los brazos, con el rifle aprisionado entre ambos, como de carabina.
Siguieron adelante bajo la lluvia sin decir palabra en diez minutos, putputputputputput, en tanto que Madame Tracy negociaba el paso por entre los coches y los autobuses.
Madame Tracy se dio cuenta de que su mirada se detenía en el indicador de velocidad. Vaya tontería, pensó, porque no funcionaba desde el 74 y antes no iba muy bien.
—Muy señora mía, ¿a qué velocidad diría usted que viajamos? —preguntó Azirafel.
—¿Por qué?
—Porque me da la impresión de que iríamos algo más rápido a pie.
—No sé, conmigo encima, la velocidad máxima es de veinticinco por hora más o menos, pero con el Señor Shadwell, será… no sé…
—Seis o siete kilómetros por hora —se interrumpió.
—Supongo —asintió.
Detrás de ella se oyó una tos.
—¿Es que no se puede ir más despacio con este trasto del infierno, mujer? —preguntó una voz cenicienta. En el panteón infernal, que, no cabe decirlo, Shadwell odiaba uniformemente con toda su alma, Shadwell reservaba una aversión especial para los demonios de la velocidad.
—En cuyo caso —señaló Azirafel—, llegaríamos a Tadfield en algo menos de diez horas.
Madame Tracy se quedó callada un momento, y dijo:
—¿Pero a cuántos kilómetros está ese Tadfield?
—A unos sesenta y cinco.
—Hum —dijo Madame Tracy, que una vez había ido en el scooter a Finchley, a unos cuantos kilómetros, para visitar a su sobrina, pero que desde entonces iba en autobús porque la moto empezó a hacer ruidos raros a la vuelta.
—… deberíamos ir a ciento diez si queremos llegar a tiempo —explicó Azirafel—. Hmm. Sargento Shadwell, cójase bien fuerte.
Putputputputputput, y un nimbo azul empezó a contornear el scooter y sus ocupantes con una especie de brillo suave, como un aura, envolviéndolos.
Putputputputputput, y la moto se levantó torpemente del suelo sin ninguna ayuda visible, con una leve sacudida, hasta que alcanzó un metro y medio de altura, más o menos.
—No mire hacia abajo, Sargento Shadwell —le advirtió Azirafel.
—… —repuso Shadwell, con los ojos firmemente apretados, la frente gris cubierta de sudor, sin mirar abajo, sin mirar a ninguna parte.
—Bueno, allá vamos.
En toda película de ciencia ficción de alto presupuesto hay una escena en la que una nave espacial del tamaño de Nueva York pasa de repente a velocidad luz. Se oye un ruido como al hacer vibrar una regla de madera en el canto de un escritorio, se ve una deslumbrante refracción de la luz y de pronto las estrellas se estiran y la nave desaparece. Esto era exactamente lo mismo sólo que, en vez de ser una reluciente nave espacial del tamaño de una ciudad, era un scooter color hueso de veinte años de antigüedad. Y no había efectos de arco iris. Ni tampoco pasaba de trescientos por hora. Y en vez de ese intenso silbido que remonta las octavas, se limitaba a hacer putputputputputput…
VROOOOSH.
Pero por lo demás, era exactamente igual.
* * *
En el punto en que la M25, que ahora era un círculo inmóvil, se cruza con la M40 en dirección a Oxfordshire, la policía se concentraba en números cada vez mayores. Desde que Crowley había atravesado la línea divisoria media hora antes, había el doble de personal. Al menos en el lado de la M40.
De Londres no salía nadie.
Además de la policía, había también unas doscientas personas más merodeando por allí, inspeccionando la M25 con prismáticos. Entre ellos se encontraban representantes del Ejército de Su Majestad La Reina, de la Patrulla de Desactivación de Bombas, del Departamento de Contraespionaje británico, del Departamento de Inteligencia británico, del Grupo Especial y de la CIA. También había un hombre vendiendo perritos calientes.
Todo el mundo tenía frío y estaba mojado, asombrado e irritable, a excepción de un agente de policía que tenía frío, estaba mojado, asombrado, irritable y exasperado.
—Mire. Me da igual que me crea o no —suspiró—. Yo sólo le digo lo que he visto. Era un coche antiguo, un Rolls o un Bentley, uno de ésos de los años veinte muy cantones, y le aseguro que pasó del puente.
Uno de los técnicos del ejército le interrumpió.
—Es imposible. Según nuestros instrumentos, la temperatura de la M25 sobrepasa los setecientos grados centígrados.
—O unos ciento cuarenta grados menos… —añadió su ayudante.
—O no llega a los ciento cuarenta bajo cero —asintió el técnico superior—. Parece ser que hay cierta confusión con estos datos, aunque podemos atribuirlo con toda seguridad a un error mecánico de algún tipo[52], pero el caso es que si mandamos helicópteros directamente a sobrevolar la M25 acabarían siendo McNuggets de helicóptero. ¿Cómo diablos me dice usted que un coche viejo pasó por ahí y salió ileso?
—Yo no he dicho que saliera ileso —corrigió el policía, que estaba pensando seriamente en dejar la policía londinense y asociarse a su hermano, que iba a renunciar a su puesto en la compañía de electricidad para dedicarse a criar pollos—. Se incendió. Y siguió adelante.
—¿Espera de verdad que alguno de nosotros crea…? —empezó a decir alguien.
Un lamento agudo, evocador e inquietante, extraño. Como una orquesta de mil armónicas de cristal tocando al unísono, levemente desafinadas; como el sonido de las moléculas del aire mismo retorciéndose de dolor.
Y Vroooosh.
Volaba por encima de sus cabezas, a doce metros del suelo, envuelto en un nimbo azul intenso que por los bordes se difuminaba a rojo: una pequeña moto scooter blanca, y sobre ella, una mujer de mediana edad con un casco rosa y, bien agarrado a ella, un hombre bajito con un impermeable y un casco verde fluorescente (la moto estaba demasiado alta para que pudieran ver que tenía los ojos cerrados con fuerza, pero los tenía).
La mujer estaba gritando. Y lo que gritaba era:
«¡Jeróóóónimoooooo!»
* * *
Una de las ventajas del Wasabi, como solía destacar Newton tan complacido, era que cuando estaba gravemente dañado casi no se notaba. Newton tuvo que llevar a Dick Turpin por la cuneta para esquivar las ramas caídas.
—¡Se me han caído todas las fichas por tu culpa!
El coche salió a la carretera; una vocecilla procedente de algún lugar de debajo de la guantera anunció: «Alelta Plesión Aseite».
—¿Y ahora cómo voy a ordenarlas? —gimió.
—No las ordenes —le dijo Newton como un loco—. Coge una y ya está. Cualquiera. Da lo mismo.
—¿Qué dices?
—Pues que, si Agnes no se equivoca, y estamos haciendo esto porque ella lo predijo, entonces cualquier carta que cojas ahora mismo tiene que ser relevante. Es lógico.
—Es absurdo.
—No me digas. Pues estás aquí porque ella dijo que estarías. ¿Ya has pensado qué le vas a decir al coronel? Si es que lo vemos, que lo dudo mucho.
—Si somos razonables…
—Mira, conozco esa clase de sitio. Tienen guardias enormes hechos de teca en las puertas, Anatema, y llevan cascos blancos y armas de verdad, ¿sabes?, de ésas que disparan balas de verdad que se te meten dentro, dan cuatro tumbos y salen por el mismo agujero en menos que dices «Oiga, tenemos razones para creer que va a estallar la Tercera Guerra Mundial de un momento a otro y además aquí», y entonces te mandan a unos tíos con trajes y chaquetas abultadas que se te llevan a una habitación sin ventanas y te preguntan cosas como que si eres o has sido miembro de alguna organización rojilla subversiva, como por ejemplo un partido político británico. Y…
—Ya estamos llegando.
—Pero mira, si tiene compuertas y alambradas y todo el rollo. ¡Y seguro que hay perros de esos que se comen a la gente!
—Me parece que te estás poniendo demasiado nervioso —sugirió Anatema con calma, recogiendo del suelo del coche la última ficha.
—¿Nervioso? ¡Qué va! Me preocupo tranquilamente porque alguien podría pegarme un tiro.
—Estoy segura de que Agnes lo habría mencionado si nos fueran a pegar un tiro. Esas cosas se le daban muy bien —se puso a buscar entre las fichas distraídamente.
—¿Sabes qué? —continuó, cortando cuidadosamente el fajo de fichas y barajándolas después—, he leído que hay una secta que cree que los ordenadores son instrumentos del Diablo. Dicen que el Apocalipsis llegará porque al Anticristo se le dan bien los ordenadores. Parece ser que dice algo así en el libro del Apocalipsis. Lo he debido de leer en algún periódico reciente…
—En el Daily Mail, «Carta desde América», del 3 de agosto —añadió Newton—. Justo después de la historia de esa mujer de Worms, Nebraska, que enseñó a su pato a tocar el acordeón.
—Eso —dijo Anatema, poniéndose las cartas boca abajo en el regazo.
¿Los ordenadores, instrumentos del Diablo?, pensaba Newton. No le costaba creerlo. Los ordenadores eran instrumentos de alguien, y lo único que sabía con certeza era que suyos no.
El coche se detuvo con una sacudida.
La base aérea tenía un aspecto deplorable. Numerosos árboles grandes se habían derrumbado frente a la entrada, y varios hombres trataban de apartarlos con una excavadora. El guardia de servicio los miraba sin interés, pero se volvió y miró fríamente al coche.
—Vale —dijo Newton—. Coge una.
3001. Tras el nido de l’áquila gran fresno a caído.
—¿Ya?
—Sí. Siempre hemos pensado que tenía algo que ver con la revolución rusa. Sigue recto y gira a la izquierda.
Al girar se encontraron en una calle estrecha, con la valla del perímetro de la base a mano izquierda.
—Para aquí. Suele haber coches por aquí y nadie se fija —aseguró Anatema.
—¿Qué sitio es éste?
—Es el paseo de los enamorados local.
—¿Por eso el suelo parece estar cubierto de goma?
Caminaron por el paseo cubierto de setos un tramo, hasta que llegaron al fresno. Agnes tenía razón. Era grande. Y había caído justo encima de la valla.
Un guardia estaba sentado encima, fumando un cigarrillo. Era negro. Newton siempre se sentía culpable en presencia de los negros norteamericanos, por si tal vez le guardaran rencor por los doscientos años de esclavitud.
El hombre se levantó cuando se acercaron, y luego adoptó una postura más informal.
—Ah, hola, Anatema —saludó.
—Hola, George. Menuda tormenta, ¿eh?
—Y que lo digas.
Siguieron caminando. Los miró hasta que ya no le alcanzaba la vista.
—¿Le conoces? —preguntó Newton, con una despreocupación fingida.
—Claro. Suele acercarse con un grupo al pub. Son gente muy normal.
—¿Nos dispararía si entráramos? —preguntó Newton.
—Podría apuntarnos con una pistola de forma amenazadora —admitió Anatema.
—No me digas más. ¿Y qué propones que hagamos?
—Bueno, algo debía de saber Agnes. Así que supongo que lo mejor será esperar. No es para tanto ahora que ya no hace viento.
—Ya —Newton observó las nubes que se acumulaban al horizonte—. Hay que ver, esta Agnes —dijo.
* * *
Adán pedaleaba sin parar por la carretera, con Perro corriendo tras él y tratando de morder la rueda trasera de vez en cuando, presa de pura emoción.
Se oyó un chasquido y Pepper bajó de su bicicleta. Era fácil reconocer la bici de Pepper. Ella creía que quedaba mejor con un trozo de cartón sujeto a la rueda con una pinza de tender. Los gatos habían aprendido a emprender la retirada cuando se hallaba a dos calles.
—Creo que iremos más rápido por Drovers Lane y luego por Roundhead Woods —indicó Pepper.
—Está todo embarrado —replicó Adán.
—Ya —repuso ella nerviosa—. Se embarra todo. Mejor vamos por el foso de tiza. Siempre está seco por la tiza. Y luego por la planta de tratamiento de las aguas residuales.
Brian y Wensleydale se detuvieron detrás de ellos. La bicicleta de Wensley era negra, brillante y práctica. La de Brian pudo haber sido blanca en otro tiempo, pero el color se hallaba sepultado bajo una gruesa capa de barro.
—Qué tontería llamarlo base militar —dijo Pepper—. Yo fui un día que abrían a todo el mundo y no tenían ni misiles ni nada. Sólo botones y cuadrantes y bandas de música tocando.
—Ya —contestó Adán.
—Pues los botones y los cuadrantes no tienen nada de militar —insistió Pepper.
—No sé, la verdad —replicó él—. No os imagináis lo que se puede hacer con botones y cuadrantes.
—A mí me regalaron un kit para Navidad —apuntó Wensleydale. Todo cosas eléctricas. Y había botones y cuadrantes. Se podía hacer una radio o cosas que pitaran.
—No sé —dijo Adán, pensativo—. Yo me refiero más a esas personas que se meten en las redes de comunicación militares y les dicen a los ordenadores y eso que se pongan en guerra.
—Jo —exclamó Brian—. Qué pasada, ¿no?
—Algo así —repuso Adán.
* * *
Solitario y elevado destino, el de ser Presidente de la Asociación de Vecinos del Bajo Tadfield.
R. P. Tyler, bajito, entrado en carnes, satisfecho, caminaba con fuertes pasos por un sendero, acompañado de Shutzi, el caniche enano de su mujer. R. P. Tyler sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal; en su vida no había matices morales. Sin embargo, no estaba satisfecho con saberlo simplemente. Pensaba que era su obligación moral ineludible decírselo al mundo entero.
No subiéndose a una tarima de oradores, ni en forma de poesía polémica, ni desde un periódico de formato grande. R. P. Tyler eligió como medio de difusión la sección de cartas al director del periódico local de Tadfield, el Advertiser. Si algún árbol del vecino era tan desconsiderado como para dejar caer hojas en el jardín de R. P. Tyler, R. P. Tyler las barría primero cuidadosamente, las metía después en cajas, y dejaba las cajas en la puerta principal del vecino, con una nota muy severa. Luego escribía una carta al Advertiser. Si veía adolescentes sentados en el parque, con los radiocassettes en marcha, pasándoselo bien, asumía la responsabilidad de señalarles lo equivocado de su actitud. Y después de huir de sus burlas, escribía al Advertiser de Tadfield acerca del declive de la moral y de la juventud de hoy en día.
Desde que se jubiló, sus cartas habían proliferado de tal manera que ni siquiera el Advertiser podía publicarlas todas. Y la carta que R. P. Tyler había concluido justo antes de salir a dar su paseo de la tarde empezaba así:
Señores,
constato afligido que los periódicos de hoy en día ya no se sienten en deuda con sus lectores, nosotros, la gente que paga impuestos…
Examinaba las ramas caídas que cubrían la estrecha calle. Supongo, pensaba, que no piensan en la factura de la limpieza cuando nos envían estas tormentas. La junta parroquial tiene que pagar la factura para que lo limpien todo. Y nosotros, los contribuyentes, les pagamos sus sueldos…
Las terceras personas a que se refería eran los meteorólogos de Radio Cuatro[53], a quienes R. P. Tyler culpaba del tiempo.
Shutzi se detuvo junto a un haya del borde de la calle para levantar la pata.
R. P. Tyler desvió la mirada, nervioso. Tal vez el único propósito de su paseo vespertino fuera permitir que el perro se desahogara. Miró las nubes de tormenta. Estaban amontonadas a lo alto y formaban elevados conjuntos emborronados de gris y negro. Por entre ellas se abría paso el parpadeo de los rayos, como en la apertura de una película de Frankenstein; también resultaba singular el que se hubieran detenido al alcanzar las fronteras del Bajo Tadfield. Y que en medio de ellas hubiera un limpio círculo de luz del sol; una luz estirada, amarilla, como una sonrisa forzada.
Todo estaba en silencio.
Se oyó un estruendo sordo.
Se acercaban cuatro motos por la estrecha callejuela. Pasaron junto a él a toda velocidad, y doblaron la esquina, molestando a un faisán que cruzó la calle aleteando con un nervioso arco de rojo y verde.
—¡Vándalos! —les gritó R. P. Tyler.
El campo no era para gente como ellos. Era para gente como él.
Tiró de la correa de Shutzi, y siguieron paseando.
Cinco minutos después dobló la esquina y se encontró con tres motoristas agrupados en torno a una señal de tráfico caída, víctima de la tormenta. El cuarto, un hombre alto con visera de espejo, permanecía en su moto.
R. P. Tyler estudió la situación, y sacó conclusiones sin esfuerzo ninguno. Aquellos vándalos —naturalmente tenía razón— habían ido al campo para profanar el monumento a los caídos y arrancar las señales de tráfico.
Se disponía a avanzar severamente hacia ellos cuando cayó en la cuenta de que le superaban en número, cuatro a uno, de que eran más altos que él, y de que eran indudablemente psicópatas violentos. En el mundo de R. P. Tyler no llevaban motos más que los psicópatas violentos.
De modo que alzó la barbilla e hizo ademán de pasar de largo tan ufano, sin dar muestras de haberlos visto siquiera[54], en tanto que redactaba de cabeza una carta (Señores, esta tarde he constatado afligido que una numerosa banda de gamberros en motocicleta está invadiendo Nuestro Querido Pueblo. Por qué, pero por qué el gobierno no intercede ante esta plaga de…)
—Hola —saludó uno de los motoristas alzándose la visera y mostrando un rostro delgado y una elegante barba negra—. Creo que nos hemos perdido.
—Vaya —dijo R. P. Tyler con desaprobación.
—La señal debe de haberse caído —continuó el motorista.
—Sí, eso parece —asintió R. P. Tyler. Se dio cuenta asombrado de que empezaba a tener hambre.
—Vamos a Tadfield.
Una ceja oficiosa se levantó.
—Ah, son americanos. De la base aérea, supongo (Señores, cuando realicé el servicio militar fui un honor para mi país. Compruebo horrorizado y consternado que los militares de la base aérea de Tadfield se pasean por nuestro noble campo vestidos poco mejor que vulgares matones. Aunque aprecio su importancia a la hora de defender la libertad del mundo occidental…).
Entonces su amor por dar instrucciones se impuso.
—Remonten la carretera unos ochocientos metros y giren primero a la izquierda, me temo que estará todo en un estado deplorable; he escrito numerosas cartas al ayuntamiento acerca de ello, preguntándoles si eran funcionarios del Estado o amos del Estado, porque a fin de cuentas, ¿quién les paga el sueldo?, y luego a la derecha, aunque no es exactamente la derecha, está a la izquierda pero verán que gira hacia la derecha al final, hay una señal que dice Porrit’s Lane, pero naturalmente no lo es, porque si miran el mapa territorial, verán que no es más que la parte este de Forest Hill Lane, y saldrán al pueblo, entonces pasan el Bull and Fiddle, que es un bar, y cuando lleguen a la iglesia (he señalado a las personas que recopilan los mapas que es una iglesia con un chapitel, no una torre, de hecho he escrito al Advertiser de Tadfield sugiriendo que organicen una campaña local para que corrijan el mapa, y confío plenamente en que una vez esas personas se den cuenta de con quién están tratando, veremos un giro en redondo en sus prácticas) verán una encrucijada, donde pueden seguir recto o tomar la salida a la izquierda, de las dos maneras llegarán a la base aérea (aunque por la salida a la izquierda hay unos cien kilómetros menos), no tiene pérdida.
Hambre le miraba perplejo.
—Ehm… no estoy seguro de poder… —empezó a decir.
YO SÍ. VÁMONOS.
Shutzi dio un gritito y salió disparado a esconderse detrás de R. P. Tyler, donde permaneció temblando.
Los forasteros volvieron a sus motos. Entonces uno de blanco (un hippie, por la pinta que tenía, pensó R. P. Tyler) tiró una bolsa de patatas vacía al arcén de hierba.
—Disculpe —ladró Tyler—. ¿Esa bolsa de patatas es suya?
—No es sólo mío —contestó el chico—. Es de todos.
R. P. Tyler se estiró todo lo alto que era[55].
—Jovencito —continuó— ¿le gustaría que yo fuera a su casa y tirara basura por todas partes?
Polución sonrió con nostalgia.
—Me encantaría —suspiró—, sería maravilloso.
Por debajo de su moto, un escape de aceite dibujaba un arco iris en la carretera mojada.
Los motores aceleraron.
—Me he perdido algo —señaló Guerra—. ¿Por qué tenemos que girar en redondo al llegar a la iglesia?
LIMITAOS A SEGUIRME, dijo el alto que iba delante, y los cuatro se alejaron.
R. P. Tyler los siguió con la mirada hasta que algo que hacía clacclacclac distrajo su atención. Se volvió. Cuatro figuras en bicicleta pasaron junto a él a toda velocidad, seguidos de cerca por un perro pequeño que correteaba.
—¡Vosotros! ¡Parad! —gritó R. P. Tyler.
Los Ellos frenaron y se lo quedaron mirando.
—Sabía que eras tú, Adán Young, y tu pequeño, hmpf, conciliábulo. ¿Podéis explicarme qué hacéis aquí a estas horas de la noche? ¿Saben vuestros padres que estáis aquí?
El líder de los ciclistas se volvió.
—No sé por qué dice que es tarde —protestó—, porque, porque a mí me parece que si el sol no se ha puesto, pues entonces no es tarde.
—Deberíais estar en la cama —les informó R. P. Tyler—, y no me saques la lengua, jovencita —aquello iba por Pepper—, o le escribiré una carta a tu madre para decirle lo lamentables que son esos modales tuyos tan pueriles e impropios de una señorita.
—Pues perdone —replicó Adán ofendido—. Pepper sólo le estaba mirando. No sabía que hubiera ninguna ley contra mirar.
Se armó un alboroto en la hierba. Shutzi, que era un caniche francés casi de juguete especialmente refinado, de esos que sólo poseen aquellos que no han logrado incluir niños en su presupuesto, estaba sufriendo las amenazas de Perro.
—Jovencito Young —ordenó R. P. Tyler—, le ruego aparte su chucho de mi Shutzi —Tyler no confiaba en Perro. Cuando lo conoció, hacía tres días, le gruñó y le puso los ojos rojos. Aquello empujó a Tyler a escribir una queja, indicando que Perro tenía indudablemente la rabia, lo cual representaba un peligro para la comunidad, y que debería ser sacrificado para beneficio de todos, hasta que su mujer le recordó que los ojos brillantes rojos no eran un síntoma de la rabia, ni tampoco, para el caso, nada que pudiera verse fuera de esas películas que ninguno de los Tyler irían a ver ni locos porque ya sabían todo lo que había que saber de ellas, muchas gracias.
Adán estaba atónito.
—Perro no es un chucho. Es un perro excepcional. Es inteligente. Perro, deja en paz al caniche asqueroso del Señor Tyler.
Perro le ignoró. Aún tenía muchos perros que perseguir.
—Perro —repitió Adán con tono amenazador. El perro se retiró hasta la bicicleta de su amo.
—No habéis contestado a mi pregunta. ¿Adónde vais?
—A la base —contestó Brian.
—Si a usted le parece bien —añadió Adán, con lo que esperaba fuera un sarcasmo ácido y mordaz—. O sea, es que no nos gustaría ir si a usted no le parece bien.
—Pequeño simio impertinente —le espetó R. P. Tyler—. En cuanto vea a tu padre, Adán Young, le pienso decir en términos nada imprecisos, que…
Pero los Ellos ya estaban pedaleando en dirección a la base aérea de Tadfield, por su camino propio, que era mucho más corto y pintoresco que el que Tyler aconsejaba.
* * *
R. P. Tyler había redactado una larga carta mental acerca de los defectos de la juventud de hoy en día. Abarcaba los principios educativos en decadencia, la falta de respeto hacia los mayores, la forma en que andaban alicaídos y arrastrando los pies en vez de caminar derechos como Dios mandaba, la delincuencia juvenil, la reinstauración del servicio militar obligatorio, de los azotes, de la flagelación y las licencias de perros.
Estaba muy satisfecho de ella. Tenía la leve sospecha de que sería demasiado buena para el Advertiser, y decidió mandarla al Times.
Putputputputputput.
—Disculpe, encanto —dijo una cálida voz femenina—. Me parece que nos hemos perdido.
Era un scooter bastante viejo, y lo montaba una mujer de mediana edad. Bien agarrado a ella y con los ojos cerrados, había un hombrecillo con un impermeable y un casco verde brillante. Entre ellos había algo así como un arma antigua con un cañón en forma de embudo.
—Vaya. ¿Adónde van?
—Al Bajo Tadfield. No sé la dirección exacta, pero buscamos a una persona —añadió la mujer, y con una voz completamente diferente—: Se llama Adán Young.
R. P. Tyler se quedó pasmado.
—¿Están buscando a ese niño? —preguntó—. A saber qué habrá hecho ahora. No, no me lo digan. No quiero saberlo.
—¿Niño? —dijo la mujer—. No sabía que era un niño. ¿Cuántos años tiene? —Y entonces contestó—: Once. Bueno, me lo podría usted haber dicho antes. Esto le da un cariz completamente diferente a todo.
R. P. Tyler se limitaba a mirar. Entonces se dio cuenta de lo que pasaba. La mujer era ventrílocua. Lo que había tomado por un hombre con un casco verde era un muñeco. Se preguntaba cómo podía haber pensado que era humano. Se le antojó que todo aquello tenía cierto mal gusto.
—No hace ni cinco minutos que he visto a Adán Young —explicó a la mujer—. Se dirigía con sus compinches a la base aérea americana.
—Ay, Dios —exclamó la mujer, palideciendo ligeramente—. No me gustan los yanquis. Son muy amables, ¿sabes? Sí, pero no puedes confiar en la gente que no para de coger la pelota cuando juega al fútbol.
—Disculpe —interrumpió R. P. Tyler—, me parece estupendo. Impresionante. Soy el vicepresidente del Rotary Club municipal, y me preguntaba si hace usted funciones privadas.
—Sólo los jueves —repuso Madame Tracy con desaprobación—. Y cobro un extra. Me pregunto si podría indicarnos cómo…
El Señor Tyler ya había pasado por aquello. Alzó el brazo sin decir nada.
Y el pequeño scooter siguió calle abajo con su putputputputputput.
Mientras se alejaba, el muñeco gris del casco verde se volvió y abrió un ojo.
—¡Viejo sureño imbécil! —gruñó.
R. P. Tyler se ofendió, pero se sentía decepcionado al mismo tiempo. Esperaba que fuera más real.
* * *
R. P. Tyler, a sólo diez minutos del pueblo, se detuvo mientras Shutzi ponía en funcionamiento otra de las funciones eliminatorias de su amplia gama. Se puso a mirar por encima de la verja.
Su conocimiento de la tradición rural era algo confuso, pero estaba bien seguro de que cuando las vacas se acostaban, significaba que iba a llover. Cuando estaban de pie, era que iba a hacer buen tiempo. Aquellas vacas se estaban turnando para realizar lentos y solemnes saltos mortales; Tyler se preguntó qué presagiaba aquello en cuanto al tiempo.
Olisqueó. Algo se estaba quemando; se percibía un desagradable olor a metal, goma y cuero quemados.
—Perdone —dijo una voz procedente de detrás de él. R. P. Tyler se volvió.
En medio de la calle había un coche que fue negro, grande y en llamas, con un tipo que llevaba gafas de sol asomado a la ventana, hablando a través del humo.
—Perdone, no sé cómo me he podido perder. ¿Me sabría indicar cómo ir a la Base Aérea de Tadfield? Creo que no está muy lejos de aquí.
Su coche está ardiendo.
No. Tyler no conseguía articular aquellas palabras. Porque el hombre debería saberlo, ¿no es así? Estaba sentado en medio de las llamas. Sería alguna clase de broma práctica.
De modo que lo dejó estar y dijo:
—Se le debe de haber pasado un desvío. Un kilómetro y medio atrás hay una señal caída.
El forastero sonrió.
—Será eso —concluyó. Las llamas anaranjadas que titilaban tras él le daban una apariencia casi infernal.
El viento sopló hacia Tyler, desde el otro lado del coche, y sintió que se le achicharraban las cejas.
Disculpe, joven, pero su coche está en llamas y usted está sentado ahí sin quemarse y por cierto, está al rojo vivo en algunas zonas.
No.
¿Debería preguntarle a aquel hombre si quería llamar a la Asociación Automovilística?
En vez de hacerlo, le explicó el camino detalladamente, evitando mirar fijamente.
—Genial. Muchas gracias —dijo Crowley, mientras empezaba a subir la ventanilla.
R. P. Tyler tenía que decir algo.
—Disculpe, joven —insistió.
—¿Sí?
Es decir, no es una de esas cosas que pasan desapercibidas, cuando el coche se le incendia a uno.
Una lengua de fuego se extendió por el salpicadero chamuscado.
—Vaya tiempecito, ¿eh? —sugirió de manera poco convincente.
—¿Usted cree? —repuso Crowley—. A decir verdad, no me había fijado —y remontó la callejuela marcha atrás con su coche en llamas.
—Será porque su coche está ardiendo —añadió R. P. Tyler directamente. Tiró de la correa de Shutzi para que se le arrimara el perrito.
Carta al director
Señor,
quisiera llamar su atención ante la reciente tendencia que tiene la gente joven de hoy a ignorar las medidas de seguridad en la conducción. Esta misma tarde me pidió indicaciones un caballero cuyo coche estaba…
No.
que conducía un coche que se hallaba…
No.
estaba en llamas…
R. P. Tyler empezaba a ponerse de mal humor, y recorrió a paso firme el tramo restante hasta el pueblo.
* * *
—¡Eh! —gritó R. P. Tyler—. ¡Young!
El Señor Young se encontraba en el jardín principal, sentado en su mecedora, fumando en pipa.
Aquello se debía más al hecho de que Deirdre había descubierto la amenaza del fumador pasivo y le había dado por prohibir que se fumara en casa de lo que él estaba dispuesto a admitir de cara a sus vecinos. Y su estado de ánimo no mejoraba con ello. Y menos aún el hecho de que el Señor Tyler se dirigiese a él en aquel tono.
—¿Sí?
—Es su hijo, Adán.
El Señor Young suspiró.
—¿Qué ha hecho ahora?
—¿Sabe dónde está?
El Señor Young miró el reloj.
—Supongo que a punto de irse a la cama.
Tyler esbozó una sonrisa delgada y triunfal.
—Lo dudo mucho. Le he visto con esos diablillos y con ese chucho espantoso hace menos de media hora. Iban en bicicleta hacia la base.
El Señor Young dio una calada a la pipa.
—Ya sabe usted lo estrictos que son allá arriba —dijo el Señor Tyler, por si el Señor Young no hubiera captado el mensaje.
—Y ya sabe lo que a ese hijo suyo le gusta tocar botones —añadió.
El Señor Young se quitó la pipa de la boca y examinó el cañón, pensativo.
—Hmp —dijo.
—Ya veo —dijo.
—Bien —dijo.
Y entró en la casa.
* * *
Exactamente en el mismo momento, cuatro motos se detuvieron a alguna distancia de la entrada principal. Los motoristas quitaron el contacto y se levantaron las viseras. Bueno, lo hicieron tres.
—Esperaba que tuviéramos la ocasión de atravesar las barreras por la fuerza —se lamentó Guerra con añoranza.
—Eso sólo crearía problemas —señaló Hambre.
—Bien.
—Quiero decir problemas para nosotros. Las líneas telefónicas y los cables eléctricos no estarán en funcionamiento, pero lo más seguro es que tengan generadores y alguna radio. Si alguien informa de que unos terroristas han invadido la base, la gente empezará a actuar de un modo lógico y el Plan se colapsará.
—Ah.
ENTRAMOS, HACEMOS LO QUE TENEMOS QUE HACER, SALIMOS Y DEJAMOS QUE LA NATURALEZA HUMANA SIGA SU CURSO, dijo Muerte.
—No es así como yo me lo imaginaba, tíos —explicó Guerra—. No he estado esperando miles de años sólo para juguetear con trocitos de alambre. No es precisamente muy dramático. Albrecht Durero no perdió el tiempo haciendo grabados de los cuatro Pulsateclas del Apocalipsis, ya me entendéis, eso está claro.
—Yo pensaba que se oirían trompetas —asintió Polución.
—Miradlo de este modo —sugirió Hambre—. Son sólo los preliminares. Ya cabalgaremos después. Y cabalgaremos bien. Lo de las alas de la tormenta, etcétera. Tenéis que ser flexibles.
—¿No se supone que tenemos que encontrarnos con alguien? —preguntó Guerra.
No se oía nada excepto el ruido de los motores enfriándose.
Entonces Polución, lentamente, añadió:
—La verdad, yo no pensaba que iba a ser un sitio como éste. Esperaba que fuese, no sé, en una gran ciudad. O en un país grande. En Nueva York, por ejemplo, o Moscú. O en el Harmagedón mismo.
Se hizo el silencio de nuevo.
Entonces Guerra dijo:
—¿Y por cierto, el Harmagedón dónde está?
—Es curioso que lo preguntes —repuso Hambre—. Siempre quiero buscarlo y no lo hago nunca.
—Hay un Harmagedón en Pennsylvania —apuntó Polución—. O puede que en Massachussets, o en algún sitio de esos. Donde todos esos tipos con barbas largas y sombreros negros muy serios.
—Qué va —replicó Hambre—. Está en Israel, creo.
EN EL MONTE CARMELO.
—¿Eso no es donde cultivan aguacates?
Y EL FIN DEL MUNDO.
—¿Me equivoco? Es un enorme aguacate.
—Creo que he estado allí una vez —dijo Polución—. En la vieja ciudad de Meguido, justo antes de que cayera. No estaba mal. Había un portalón real muy interesante.
Guerra miró el verdor que los rodeaba.
—Oye —dijo—, a ver si nos hemos equivocado.
LA GEOGRAFÍA ES IRRELEVANTE.
—¿Perdón, mi señor?
SI EL HARMAGEDÓN ESTÁ EN ALGÚN SITIO, ESTÁ EN TODAS PARTES.
—Es verdad —asintió Hambre—. Ya no estamos hablando de unos cuantos kilómetros cuadrados de matorrales y cabras.
Una vez más se hizo el silencio.
VÁMONOS.
Guerra tosió.
—Pero… yo pensaba que él iba a venir con nosotros, ¿no?
Muerte se ajustó los guantes.
ESTO, afirmó, ES UN TRABAJO PARA PROFESIONALES.
* * *
Cuando todo hubo pasado, el Sgto. Thomas A. Deisenburger recordaba los acontecimientos ocurridos de la siguiente manera:
Un coche de personal grande se acercó a la puerta. Era elegante y parecía oficial, aunque después no estaba seguro de por qué había pensado aquello, o por qué sonaba como si lo movieran motores de moto.
Salieron de él cuatro generales. El sargento tampoco estaba seguro de por qué le parecieron generales. Tenían identificaciones válidas. No se acordaba de qué clase de identificaciones eran, todo hay que decirlo, pero eran válidas. Saludó.
Uno de ellos dijo:
—Inspección sorpresa, soldado.
A lo que el Sgto. Thomas A. Deisenburger replicó:
—Señor, no se me ha informado de ninguna inspección sorpresa a esta hora, señor.
—Claro que no —repuso otro de los generales—. Por eso es una sorpresa.
El sargento volvió a saludar.
—Señor, permiso para confirmar esta información con el mando de la base, señor —enunció con más pena que gloria.
El más alto y delgado de los generales se separó un poco del grupo, se volvió de espaldas y se cruzó de brazos.
Uno de los otros le pasó amistosamente al sargento el brazo por los hombros, y se inclinó hacia delante con aire de complicidad.
—A ver si lo entiendes… —miró de reojo la placa del nombre del sargento—, Deisenburger, tómate un respiro. Es una inspección sorpresa, hasta ahí bien, ¿no? Sorpresa. Lo que significa que nada de dar la alarma cuando entremos, ¿de acuerdo? Y nada de abandonar tu puesto. Tú serás un soldado profesional, digo yo, ¿no? —añadió. Le guiñó un ojo—. De lo contrario te verás relegado a un puesto tan bajo que tendrás que decir «señor» a un diablillo.
El Sgto. Thomas A. Deisenburger lo miraba fijamente.
—Soldado —le sopló otro de los generales. Según su placa, que decía Guerra, debía ser latina. El Sgto. Deisenburger nunca había visto una mujer general como ella hasta entonces, pero era decididamente una mejora.
—¿Qué?
—Soldado raso, no diablillo.
—Bueno sí, eso. Soldado raso. ¿Eh, soldado?
El sargento consideró el limitado número de opciones que tenía.
—¿Señor, inspección sorpresa, señor? —dijo.
—Provisionariamente confidenciante por ahora —añadió Hambre, que se había pasado años aprendiendo cómo vender al gobierno federal y notaba que le volvía la jerga.
—Señor, afirmativo, señor —concluyó el sargento.
—Buen tipo —le felicitó Hambre, en tanto que se levantaba la barrera—. Llegarás lejos —miró el reloj—. Dentro de nada.
* * *
A veces los seres humanos son muy parecidos a las abejas. Las abejas protegen la colmena con uñas y dientes, mientras el intruso esté fuera. Una vez dentro, las obreras dan por sentado que la dirección ha dado el visto bueno y ni se fijan; muchos insectos gorrones han evolucionado y gozado de una meliflua existencia por este mero hecho. Y los humanos igual.
Nadie trató de detener a los cuatro cuando se abrieron paso con determinación por uno de los largos y bajos edificios bajo el bosque de postes de radio. Nadie les prestó atención. Quizás no vieron nada. Quizás vieron lo que habían ordenado ver a sus mentes, porque el cerebro humano no está equipado para ver a los cuatro, Guerra, Hambre, Polución y Muerte, donde no quieren ser vistos, y se ha hecho tan experto en no ver que normalmente se las apaña para no verlos cuando están por todas partes.
Las alarmas carecían de cerebro por completo y pensaron que estaban viendo a cuatro personas donde no deberían verlas, así que se pusieron a aullar como unas descosidas.
* * *
Newton no fumaba, porque no permitía que la nicotina consiguiera entrar en el templo de su cuerpo, o, mejor dicho, en el pequeño y metálico tabernáculo metodista galés que era su cuerpo. Si hubiera sido fumador, habría estado fumándose un cigarrillo para calmar los nervios y en aquel momento se lo hubiera tragado.
Anatema se levantó resueltamente y se alisó las arrugas de la falda.
—No te preocupes —le tranquilizó—. No son por nosotros. Algo habrá pasado dentro.
Dirigió una sonrisa al pálido rostro de Newton.
—Venga —dijo—. Que no es el O.K. Corral.
—No. Para empezar tienen mejores armas —señaló Newton.
Ella le ayudó a levantarse.
—No importa. Seguro que se te ocurre algo.
* * *
Era inevitable que no pudieran contribuir los cuatro por igual, pensaba Guerra. Le había sorprendido su afinidad natural por los sistemas de armas modernos, que eran con diferencia muy superiores a los trozos de metal, y por supuesto Polución se reía de las medidas de seguridad y de los dispositivos infalibles. Incluso Hambre sabía lo que eran los ordenadores. Aunque… bueno, no es que hiciera mucho aparte de pasearse por ahí, pero al menos lo hacía con estilo. Se le había pasado por la cabeza a Guerra que quizás algún día la Guerra, el Hambre y posiblemente la Polución tocarían a su fin, y tal vez por esta razón el cuarto y más grande de los jinetes no era nunca lo que se dice un buen compinche. Era como tener un inspector de hacienda en el equipo de fútbol. Es estupendo que esté de parte del equipo, pero no es el tipo de persona con quien se tomaría uno una copa después del partido. No se podía estar cómodo al cien por cien.
Un par de soldados lo atravesaron mientras miraba por encima del hombro huesudo de Polución.
¿QUÉ SON ESAS COSAS QUE PARPADEAN?, preguntó con el tono de quien sabe que no entenderá la respuesta pero que quiere mostrar interés.
—Un visualizador LED de siete segmentos —contestó el muchacho. Tocó con manos amorosas un banco de repetidores, que se fundieron al tacto, e introdujo una ola de virus autorreproductores que se alejaron en masa por el éter electrónico.
—Me estoy hartando de esas malditas alarmas —masculló Hambre.
Muerte, distraído, chasqueó los dedos. Varias sirenas gorjearon y se extinguieron.
—No sé, a mí me gustaban —protestó Polución.
Guerra se acercó a otro mueble metálico. No esperaba que las cosas se desarrollasen de aquel modo, a decir verdad, pero cuando pasaba los dedos por la electrónica, o los metía en ella, notaba una sensación conocida. Era el eco de lo que se siente al empuñar una espada, y se estremeció con sólo pensar en que aquella espada encerraba el mundo entero y parte del cielo que tenía a lo alto. Aquella espada la amaba.
Una espada flameante.
La raza humana no había acabado de entender que las espadas pueden ser peligrosas si se dejan por ahí, aunque sí había empleado sus limitados esfuerzos para asegurarse de que las posibilidades de que se blandiera una del tamaño de ésta por casualidad fueran elevadas. Qué alegría saberlo. Era bonito pensar que la raza humana hacía la distinción entre volar el planeta por accidente o hacerlo deliberadamente.
Polución hundió las manos en otro montón de electrónica muy cara.
* * *
El guardia del agujero de la verja parecía extrañado. Se había dado cuenta de la agitación que había en la base, y su radio sólo captaba interferencias, y los ojos le volvían una y otra vez al carnet que tenía delante.
Había visto muchos carnets de identidad antes, militares, de la CIA, del FBI, de la KGB incluso, y aun siendo un soldado más joven, comprendió que cuanto más insignificante es una organización, más impresionantes son los carnets.
Aquel era endemoniadamente impresionante. Movía los labios al leerlo una y otra vez, desde «El Protector del Bien Común de Gran Bretaña ordena y suplica», hasta la firma del primer Adjunto del Ejército Cazabrujas, Alabarás el Trabajo del Señor y Condenarás la Fornicación Smith, pasando por el fragmento que le conminaba a suministrar pastillas de encendido, cuerdas y aceites igníferos. Newton estaba tapando con el pulgar la parte de los nueve peniques por bruja y tratando de parecer James Bond.
Al final el perspicaz intelecto del guardia dio con una palabra que pensó reconocer.
—¿Qué es eso —preguntó desconfiado— de que tenemos que entregaros maderos?
—Los necesitamos —repuso Newton—. Para quemarlos.
—¿Mande?
—Que los queremos para quemarlos.
La cara del guardia se transfiguró en sonrisa. Y decían que los ingleses eran unos blandos.
—¡Adelante! —dijo.
Algo le apretó la espalda en la zona lumbar.
—Tira el arma —dijo Anatema, detrás de él—, o me obligarás a hacer algo que lamentaré.
Bueno, era verdad, pensó al ver al hombre ponerse tieso de terror. Si no suelta la pistola se dará cuenta de que esto es un palo y entonces sí que lamentaré que me pegue un tiro.
* * *
En la puerta principal, el Sgto. Thomas A. Deisenburger también tenía problemas. Un hombrecillo con un impermeable roñoso le apuntaba insistentemente con el dedo, hablando entre dientes, mientras una mujer que se parecía vagamente a su madre le hablaba con tono apremiante, interrumpiéndose a sí misma con otra voz.
—Es en verdad de vital importancia que se nos permita hablar con quien esté al mando —decía Azirafel—. Debo pedirle que tiene razón, mire usted, porque yo lo sabría si él estuviera mintiendo, sí, gracias, creo que conseguiremos algo si es tan amable de dejarme acabar vale gracias sólo trataba de ayudar ¡Vale! Ehm. Me había pedido usted que le dijera sí, muy bien… veamos.
—¿Ves este dedo? —gritó Shadwell, cuya cordura seguía atada a él pero sólo del cabo de un largo hilo bastante ajado—. ¿Lo ves? ¿Eh? Con este dedo, amigo mío, puedo mandarte a conocer al Hacedor.
El Sgto. Deisenburger se quedó mirando la uña negra y morada que tenía a unos centímetros de su cara. Era un arma ofensiva en toda regla, sobre todo si se había empleado alguna vez en la preparación de alimentos.
El teléfono le daba interferencias. Le habían dicho que no abandonara su puesto. La herida de Vietnam[56] se le estaba abriendo. Se preguntaba cuántos problemas podía causarle pegar un tiro a civiles no americanos.
* * *
Las cuatro bicicletas se detuvieron a escasa distancia de la base. Unas marcas de neumáticos en el polvo y un reguero de aceite indicaba que otros viajeros se habían detenido momentáneamente allí.
—¿Para qué nos paramos? —preguntó Pepper.
—Lo estoy pensando —contestó Adán.
Era difícil. El pedazo de mente que conocía como él mismo seguía allí, pero se debatía por seguir a flote bajo una avalancha de oscuridad tumultuosa. De lo que sí era consciente, sin embargo, era de que sus tres compañeros eran cien por cien humanos. No era la primera vez que los metía en un lío; más de una vez habían vuelto a casa con la ropa desgarrada, les habían suspendido la paga, y cosas así, pero seguro que de ésta saldrían peor parados que cuando el castigo se limitaba a no salir y a ordenarse la habitación.
Aparte de ellos, no se veía a nadie más.
—Vale —continuó—. Creo que tenemos que buscar unas cosas. Una espada, una corona y una balanza.
Se lo quedaron mirando.
—¿Aquí? —exclamó Brian—. Pero si aquí no hay nada de eso.
—No sé —repuso Adán—, si pensáis en nuestros juegos…
* * *
Para arreglarle el día al Sgto. Deisenburger, un coche se detuvo junto a su puesto, y flotaba a un palmo del suelo porque no tenía neumáticos. Ni pintura. Lo que sí tenía era una nube de humo azul, y cuando se paró hacía ruiditos de metal enfriándose después de haber alcanzado temperaturas muy altas.
Parecía que las ventanas fueran de cristal ahumado, aunque sólo era el efecto que causaba el habitáculo repleto de humo visto a través de cristales normales.
Se abrió la puerta del conductor, dejando escapar una nube de gases asfixiantes. Crowley la siguió.
Se apartó el humo de la cara, parpadeó y transformó el gesto en un amistoso saludo.
—Hola —dijo—. ¿Qué tal? ¿Ya se ha acabado el mundo?
—No nos deja pasar, Crowley —dijo Madame Tracy.
—¿Azirafel? ¿Eres tú? Bonito vestido —opinó Crowley distraído. No se encontraba muy bien. Durante los últimos cincuenta kilómetros se había estado imaginando que una tonelada de metal, de goma y de cuero en llamas era un automóvil en perfecto estado, y el Bentley se le había estado resistiendo con todas sus fuerzas. Lo más difícil había sido mantener el coche en marcha cuando los neumáticos radiales multiclimáticos se quemaron. Junto a él, los restos del Bentley cayeron de pronto sobre las llantas deformadas, al haber dejado de imaginar que tenían neumáticos.
Dio unas palmaditas a la superficie metálica, tan caliente que se podía freír un huevo en ella.
—Un coche moderno no habría aguantado lo que ha aguantado éste —dijo amorosamente.
Lo miraban de hito en hito.
Se oyó un clic electrónico.
La puerta se estaba abriendo. La caja protectora que contenía el motor eléctrico profirió un gemido mecánico, y se rindió frente a la fuerza imparable que actuaba sobre la barrera.
—¡Eh! —gritó el Sgto. Deisenburger—. ¿Quién de vuestra pandilla de memos ha hecho eso?
Zip. Zip. Zip. Zip. Y un perro pequeño, con un borrón por patas.
Observaron las siluetas que pedaleaban como fieras y que se colaron por la barrera, desapareciendo así en el recinto militar.
El sargento trató de recobrar la compostura.
—Oye —dijo, pero en tono mucho más débil—, ¿es mi imaginación, o uno de ésos tenía en la cesta un extraterrestre con cara de cerdo?
—Será tu imaginación —afirmó Crowley.
—Entonces —añadió el Sgto. Deisenburger—, se han metido en un buen lío.
Alzó el rifle. Ya está bien de gilipolleces; seguía pensando en jabón.
—Y vosotros también.
—Te lo aviso… —empezó a decir Crowley.
—Esto ha ido demasiado lejos —protestó Azirafel—. Crowley, soluciona esto, sé buen chico.
—¿Hmm? —dijo Crowley.
—Yo soy el bueno —añadió Azirafel—, no pretenderás… oh, al cuerno, ya. Intento hacer lo que toca, y mira dónde he acabado. —Chasqueó los dedos.
Con un ruido como el de un flash antiguo, el Sgto. Thomas A. Deisenburger desapareció.
—Ehm —dijo Azirafel.
—¿Lo veis? —exclamó Shadwell, que no acababa de captar la doble personalidad de Madame Tracy—. Más fácil que mascar chicle. No os separéis de mí, que al que a buen árbol se arrima buena sombra le cobija.
—Bien hecho —dijo Crowley—. Nunca hubiera imaginado que lo llevabas dentro.
—No —replicó Azirafel—. En realidad lo he hecho yo. Espero no haberlo mandado a ningún sitio atroz.
—Más vale que te vayas acostumbrando —le aconsejó Crowley—. Tú los mandas y ya está. No te preguntes adónde van, es lo mejor. —Tenía un aspecto fascinado—. ¿No me vas a presentar a tu nuevo cuerpo?
—¿Qué? Ah. Sí, claro. Madame Tracy, éste es Crowley. Crowley, Madame Tracy. Encantada.
—Vamos adentro —sugirió Crowley. Miró tristemente los restos del Bentley, y entonces se le iluminó la cara. Se acercaba un jeep muy decidido a la puerta, y tenía aspecto de llevar un cargamento de personas a punto de gritar preguntas y pegar tiros, sin importarles en qué orden.
Se sacó las manos de los bolsillos, las alzó como Bruce Lee y sonrió como Lee van Cleef.
—Mira —dijo—, aquí llega un medio de transporte.
* * *
Aparcaron las bicis fuera, en uno de los edificios bajos. Wensleydale le puso la pitón a la suya cuidadosamente. Él era así.
—¿Cómo son esas personas? —preguntó Pepper.
—Pueden tener cualquier aspecto —contestó Adán algo inseguro.
—Pero son mayores, ¿no? —insistió Pepper.
—Sí —repuso Adán—. Más mayores de lo que hayáis visto en la vida, eso seguro.
—Pues pelear con los mayores es una tontería —afirmó Wensleydale con pesimismo—. Siempre acabas metiéndote en líos.
—No hay que pelear —puntualizó Adán—. Vosotros haced lo que yo os he dicho y ya está.
Los Ellos miraron los objetos que llevaban. Como instrumentos para reparar el mundo, no parecían muy eficaces.
—¿Y cómo los vamos a encontrar? —preguntó Brian, dubitativo—. Porque me acuerdo que cuando abrieron al público, había un montón de salas y eso. Montones de salas y de lucecitas.
Adán miró pensativo los edificios. Las alarmas seguían con sus cantos tiroleses.
—Pues… a mí me parece…
—Eh, niños, ¿qué hacéis aquí?
No era una voz cien por cien amenazante, pero pendía de un hilo y pertenecía a un oficial que se había pasado diez minutos intentando comprender un mundo incomprensible donde las alarmas se apagaban y las puertas no se abrían. Tenía detrás a otros dos soldados, también agobiados, algo perdidos en cuanto a cómo tratar con cuatro jóvenes bajitos y evidentemente caucasianos, uno de ellos con aspecto de mujer.
—No se preocupen por nosotros —les contestó Adán con displicencia—. Sólo estamos echando un vistazo.
—Ahora mismo vais… —empezó a decir el lugarteniente.
—A dormir —ordenó Adán—. Os vais a dormir. Todos los soldados os vais a dormir. Así no os haréis daño. A dormir ya.
El lugarteniente lo miró intentando enfocar los ojos. Entonces se cayó hacia delante.
—¡Hala! —dijo Pepper—. ¿Cómo lo has hecho?
—Pues —explicó Adán cautelosamente—, ¿os acordáis del libro para niños de 101 cosas que hacer, de la parte de hipnotizar que no nos salía?
—Sí.
—Pues más o menos así, pero es que ahora ya sé cómo se hace —se volvió hacia el edificio de telecomunicaciones.
Adán se calmó y su cuerpo de hombros caídos se puso tan derecho que el Sr. Tyler habría estado orgulloso.
—Bien —dijo.
Pensó un instante.
Y luego dijo:
—Venid y veréis.
* * *
Si se eliminara el mundo y se dejara sólo la electricidad, quedaría la filigrana más exquisita que se hubiera visto jamás: una esfera de líneas plateadas centelleantes con haces de antenas de satélite aquí y allá. Hasta las zonas más oscuras brillarían con las ondas radiofónicas de radar y comerciales. Podría ser el sistema nervioso de una bestia descomunal.
Las ciudades suelen hacer nódulos en su red, pero la electricidad es en gran parte mera musculatura, por así decirlo, ligada únicamente al trabajo rudimentario. Pero durante cincuenta años más o menos la gente se dedicó a darle cerebro a la electricidad.
Y ahora estaba viva, del mismo modo en que el fuego está vivo. Los interruptores se cerraban y se soldaban. Los repetidores se bloqueaban. En el corazón de los chips de silicona, cuya microscópica arquitectura parecía un plano de Los Ángeles, se abrían nuevos caminos, y a miles de kilómetros saltaban alarmas en salas subterráneas y los hombres miraban aterrados lo que determinadas pantallas les decían. Las puertas de acero pesado se cerraban firmemente en huecos secretos de las montañas, dejando que la gente del otro lado las aporreara y se debatiera con las cajas derretidas de fusibles. Los pedazos de desierto y tundra se separaban, dejando entrar aire fresco en las tumbas climatizadas, y unas formas redondeadas se ponían pesadamente en posición.
Y mientras fluía por donde no debía, se salía de su cauce normal. En las ciudades se apagaron los semáforos, las luces de las calles, y finalmente todas las luces. Los ventiladores empezaron a girar más despacio, oscilaron y se pararon. Las calefacciones se fundieron con la oscuridad. Los ascensores se pararon. Las estaciones de radio se colapsaron y se silenció su música relajante.
Se dice que la civilización está a veinticuatro horas y dos comidas de la barbarie.
La noche se extendía lentamente por la Tierra, que seguía girando. Debería haber estado plagada de puntitos de luz. No lo estaba.
Allá abajo había cinco mil millones de personas. La barbarie, comparada con lo que iba a pasar de un momento a otro, pasaría a considerarse una merienda campestre; caliente, repugnante y, al final, dejada a merced a las hormigas.