Tomaron la salida de la autopista como ángeles destructores, lo cual era bastante lógico.

No iban tan rápido, a fin de cuentas. Los cuatro mantenían una velocidad constante de ciento sesenta, como si estuvieran convencidos de que el espectáculo no podía empezar sin ellos. Y no podía. Tenían todo el tiempo del mundo; el poco que le quedaba, vamos.

Les seguían otros cuatro motoristas: Big Ted, Greaser, Pigbog y Skuzz.

Estaban eufóricos. Ahora eran Ángeles del Infierno auténticos, y cabalgaban sobre el silencio.

Sabían que los rodeaba el rugido de la tormenta eléctrica, el estruendo del tráfico, el silbido del viento y de la lluvia. Pero los Jinetes dejaban una estela de silencio, puro y muerto. Casi puro, al menos. Y del todo muerto.

Lo rompió Pigbog, gritando a Big Ted.

—¿Tú cuál te vas a pedir? —le preguntó con voz quebrada.

—¿Qué?

—Que qué te vas a…

—Eso ya lo he oído. No pregunto qué has dicho. Lo que has dicho lo ha oído todo el mundo. Lo que quiero saber es lo que quieres decir.

A Pigbog se le antojó que ojalá hubiera prestado más atención al Libro del Apocalipsis. Si hubiera sabido que iba a aparecer en él, lo habría leído con más interés.

—Pues quiero decir que, ellos son los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, ¿o no?

—Moteros —corrigió Greaser.

—Vale. Los Cuatro Moteros del Apocalipsis. Guerra, Hambre, Muerte y… y el otro. Polución.

—Sí, ¿y qué?

—Y nos han dicho que vale, que vayamos con ellos, ¿o no?

—¿Y qué?

—Pues que somos otros Cuatro Jine…, ehm, Moteros del Apocalipsis.

Hubo un silencio. Se cruzaban con las luces de los coches que pasaban por el carril opuesto, dando a las nubes una luz irreal, y el silencio era casi total.

—¿Puedo ser Guerra yo también? —pregunto Big Ted.

—Pues no, ¿cómo quieres ser Guerra? Guerra es ella. Tienes que elegir otra cosa.

Big Ted retorció el rostro por el esfuerzo que le llevaba pensar.

—Pues LCG —dijo al cabo de un rato—. Soy Lesiones Corporales Graves. Ése soy yo. Toma ya. ¿Y tú qué?

—¿Yo puedo ser Basura? —preguntó Skuzz—. ¿O Problemas Personales Embarazosos?

—Basura no —repuso Lesiones Corporales Graves—. Eso lo tiene ése, Polución. Pero puedes ser lo otro.

Siguieron conduciendo en silencio con las luces rojas de los Cuatro unos metros por delante.

Lesiones Corporales Graves, Problemas Personales Embarazosos, Pigbog y Greaser.

—Pues yo, Malos Tratos a los Animales —anunció Greaser. Pigbog se preguntó si estaba en contra de ellos o no. Aunque tampoco importaba demasiado.

Y le tocó el turno a Pigbog.

—Yo creo… que voy a ser los contestadores. Son una putada —dijo.

—¿Contestadores? ¿Te parece a ti que un Motero del Repocalipsis se pueda llamar Contestadores? Qué chorrada.

—¡No es una chorrada! —replicó Pigbog, molesto—, es igual que Guerra, Hambre y tal. Es un problema de la vida, ¿no? Contestadores. Odio los malditos contestadores.

—Pues anda que yo… —asintió Malos Tratos a los Animales.

—Tú cierra el pico —le espetó LCG.

—¿Yo me lo puedo cambiar? —preguntó Problemas Personales Embarazosos, que había estado cavilando con ahínco desde su última intervención—. Mejor voy a ser Cosas que No Funcionan Ni Aunque les Metas un Buen Viaje.

—Vale, pues cámbiatelo. Pero tú no puedes ser los contestadores, Pigbog. Elige otra cosa.

Pigbog reflexionaba. Ojalá no hubiera tocado el tema. Era como las entrevistas de orientación que tenía cuando iba al colegio. Estaba deliberando.

—La Gente Bien —dijo al final—. La odio.

—¿La Gente Bien? —exclamó Cosas que No Funcionan Ni Aunque les Metas un Buen Viaje.

—Sí. Sí, tío, los que salen por la tele, con esa mierda de pelos, pero que no parecen capullos porque son ellos. Se ponen trajes anchos y a ver quién dice que son un puñao de gilipollas. O sea, yo, si los veo por la calle les paso la cara lentamente por una alambrada. Y pienso una cosa —respiró hondo. Estaba seguro de que aquel era el discurso más largo que había pronunciado en toda su vida[46]—. Y pienso una cosa: si a mí me tocan las narices tanto, fijo que a los demás también.

—Supongo —dijo Malos Tratos a los Animales—. Y llevan gafas de sol cuando no es necesario.

—Y comen queso derretido, y esa mierda de Cerveza sin Alcohol —añadió. Cosas que No Funcionan Ni Aunque les Metas un Buen Viaje—. Qué asco. ¿Qué gracia tiene bebérselo si no te hace potar? Y oye, se me ocurre otra cosa. ¿Por qué no me lo cambio otra vez y así soy Cerveza sin Alcohol?

—No, joder —contestó Lesiones Corporales Graves—. Ya te lo has cambiado una vez.

—Bueno, pues —dijo Pigbog—, por eso quería ser Gente Bien.

—Vale —dijo el jefe.

—No sé por qué no me dejas ser Cerveza sin Alcohol de mierda si me da la gana.

—Calla la boca.

Muerte y Hambre y Guerra y Polución seguían adelante hacia Tadfield.

Y Lesiones Corporales Graves, Malos Tratos a los Animales, Cosas que No Funcionan Ni Aunque les Metas un Buen Viaje pero en secreto Cerveza sin Alcohol, y Gente Bien conducían tras ellos.

* * *

Era un sábado por la tarde húmedo y borrascoso, y Madame Tracy se sentía muy esotérica.

Llevaba puesto el traje largo y suelto y tenía una sartén llena de coles al fuego. La habitación estaba iluminada con velas, cada una de ellas situada cuidadosamente en una botella de vino recubierta de cera, dispuestas en los cuatro rincones de la sala de estar.

Había otras tres personas con ella. La Señora Ormerod de Belsize Park, con un sombrero verde oscuro que en otra vida pudo ser un florero; el Señor Scroggie, delgado y pálido, con sus ojos saltones e incoloros; y Julia Petley de Peinados de Hoy[47], la peluquería de High Street, recién acabados los estudios y convencida de que ella misma había descubierto insondables misterios. Para destacar su lado esotérico, Julia empezó a llevar demasiada joyería en plata batida a mano y sombra de ojos verde. Pensaba que así tenía un aire embrujado, descarnado y romántico, y lo habría tenido si hubiera perdido otros quince kilos. Estaba convencida de que era anoréxica, porque cada vez que se miraba al espejo, lo que veía era una persona gorda.

—Unan las manos, por favor —les pidió Madame Tracy—. Necesitamos un silencio total. El mundo de los espíritus es muy sensible a las vibraciones.

—Pregunte si mi Ron está por ahí —sugirió la Sra. Ormerod. Tenía la mandíbula como un ladrillo.

—Claro, querida, pero tiene que estar callada mientras me pongo en contacto.

Se hizo el silencio, que sólo fue interrumpido por los ruidos del estómago de Scroggie.

—Disculpen, señoras —masculló.

Madame Tracy había descubierto, tras años Retirando el Velo y Explorando los Misterios, que dos minutos era el tiempo de silencio adecuado para esperar que el Mundo de los Espíritus contactara. Alargarlo más los impacientaba, y reducirlo les daba la impresión de que estaban tirando el dinero.

Estaba haciendo la lista de la compra de cabeza.

Huevos. Lechuga. Queso fundido. Cuatro tomates. Mantequilla. Un rollo de papel higiénico. Que no se me olvide, que no queda. Un buen filete de hígado para el Señor Shadwell, angelito mío, qué lástima…

Tiempo.

Madame Tracy echó atrás la cabeza, la dejó caer ladeada y lentamente la levantó. Tenía los ojos casi cerrados.

—Ya va, cielo —oyó que le decía la Sra. Ormerod a Julia Petley—. No hay por qué alarmarse. Sólo está abriendo una puerta hacia el otro lado. Su guía espiritual llegará enseguida.

A Madame Tracy le irritó sobremanera el ser desplazada y dejó escapar un gemido grave. «Oooooooooh».

Entonces, con voz temblorosa y de falsete:

—¿Estás ahí, Guía Espiritual?

Esperó un poco para dar pie a la intriga. Lavavajillas. Dos latas de alubias en salsa de tomate.

—Jau —dijo con una voz marrón oscuro.

—¿Eres tú, Jerónimo? —se preguntó a sí misma.

—Ser yo, jau —se contestó.

—Tenemos un nuevo miembro aquí esta tarde —continuó.

—Jau, Srta. Petley —saludó como Jerónimo. Siempre pensó que el espíritu guía Piel Roja era un elemento imprescindible, y el nombre le encantaba. Se lo había contado a Newton. Él comprendió que no sabía nada de Jerónimo, pero no tuvo valor para decírselo.

—Oh —chilló Julia—. Encantada de conocerle.

—Jerónimo, ¿está mi Ron ahí? —preguntó la Sra. Ormerod.

—Jau, india Beryl —repuso Madame Tracy—. Haber tantas almas perdidas merodeando por aquí… Quizá Ron estar entre ellas. Jau.

Madame Tracy había aprendido la lección años atrás, y ahora nunca sacaba a Ron hasta que se acercara el final. De lo contrario, Beryl Ormerod ocupaba la sesión entera contándole a Ron Ormerod todo lo que le había ocurrido desde la última charla. (Ron, ¿te acuerdas de Sybilla? Sí, la pequeña de nuestro Eric; bueno, ahora no la reconocerías, le ha dado por el macramé, y nuestra Leticia, ya sabes, la mayor de Karen, se ha hecho lesbiana, pero eso hoy en día está bien, y está preparando una disertación sobre las películas de Sergio Leone vistas desde la perspectiva feminista, y nuestro Stan, ya sabes, el gemelo de Sandra, ya te hablé de él la última vez, bueno, ganó el torneo de dardos, y eso está muy bien porque todos pensábamos que sería un niño de mamá, y la gotera del cobertizo se ha vuelto a abrir, pero hablé con el mayor de nuestra Cindi, que es albañil y se pasará a verlo el domingo, lo que me recuerda que…)

No. Beryl Ormerod podía esperar. Un relámpago iluminó la tarde, seguido del rugido de los truenos lejanos. Madame Tracy se sintió orgullosa, como si lo hubiera hecho ella. Era mejor aún que las velas para crear ambiente. El ambiente era la clave del mediumismo.

—Y ahora —dijo Madame Tracy con su voz normal—, el Sr. Jerónimo quiere saber si hay alguien aquí llamado Sr. Scroggie.

A Scroggie le brillaron los ojos acuosos.

—Ehm, pues sí, yo me llamo así —dijo esperanzado.

—Bien, aquí hay alguien que quiere verle —el Sr. Scroggie llevaba un mes asistiendo a las sesiones, y a ella aún no se le había ocurrido ningún mensaje que darle. Era el momento—. ¿Conoce a alguien llamado… John?

—No —contestó el Sr. Scroggie.

—Bien, tenemos interferencias celestiales. El nombre podría ser Tom. O Jim. O, hum, Dave.

—Conocía un Dave cuando estaba en Hemel Hempstead —explicó él, algo dubitativo.

—Sí, dice que sí, Hemel Hempstead, eso dice —añadió Madame Tracy.

—Pero me encontré con él la semana pasada cuando paseaba al perro y tenía un aspecto estupendo —replicó el Sr. Scroggie, ligeramente asombrado.

—Dice que no se preocupe, que es más feliz al otro lado del velo —insistió Madame Tracy, que opinaba que siempre era mejor dar buenas noticias a los clientes.

—Dígale a mi Ron que tenemos que hablar de la boda de nuestra Krystal —dijo la Sra. Ormerod.

—Lo haré, reina. Ahora espera un segundín, me está viniendo algo…

Y algo le vino. Se aposentó en la mente de Madame Tracy y echó un vistazo afuera.

Sprechen sie Deutsch? —dijo, usando la boca de Madame Tracy—. Parlez-vous Français? Wo bu hui zhongwen?

—¿Eres tú, Ron? —preguntó la Sra. Ormerod. La respuesta, cuando llegó, sonaba exasperada.

No. En absoluto. Sin embargo una pregunta tan idiota sólo puede hacerse en un país perteneciente a este planeta sumido en la ignorancia, la mayor parte del cual, por cierto, he tenido ocasión de ver durante las últimas horas. Querida señora, no soy Ron.

—Bueno, pues yo quiero hablar con Ron Ormerod —insistió la Sra. Ormerod algo irritada—. Es bajito y calvo. ¿Podría pasármelo, por favor?

Hubo un instante de silencio.

Parece ser que por aquí ronda un espíritu que responde a esa descripción. Muy bien. Se lo paso, pero dese prisa. Estoy tratando de impedir el Fin del Mundo.

La Sra. Ormerod y el Sr. Scroggie intercambiaron miradas. Nunca había pasado nada igual en las sesiones anteriores. Julia Petley estaba embelesada. Esperaba que a continuación se manifestaran ectoplasmas.

—¿Ho-hola? —dijo Madame Tracy con otra voz. La Sra. Ormerod se levantó. Hablaba exactamente como Ron. Hasta entonces Ron hablaba como Madame Tracy.

—Ron, ¿eres tú?

—Sí, B-Beryl.

—Bien. Pues tengo muchísimas cosas que contarte. Para empezar fui a la boda de Krystal, que fue el sábado pasado, la mayor de Marilyn…

—B-Beryl. Nuhnu-nunca m-me de-dejaste a-abrir la buhboca c-cuando estaba vivo. A-a-ahora estoy muhmuerto y sólo qu-quiero decirte una c-c-cosa.

Beryl Ormerod estaba algo contrariada por todo aquel asunto. Siempre que Ron se había manifestado antes, le había dicho que era más feliz al otro lado del velo, viviendo en algún lugar que sonaba más que parecido a una casita celestial. Ahora sonaba exactamente igual que Ron, y no estaba segura de que fuera aquello lo que quería. Y le dijo lo que siempre le decía a su marido cuando se ponía a hablar con aquel tono de voz.

—Ron, recuerda que padeces del corazón.

—Ya n-no tengo co-corazón. ¿T-te a-acuerdas? Pero bueno, Beh-Beryl…

—Dime, Ron.

—Cállate —y el espíritu se marchó—. Emocionante escena familiar, ¿verdad? Y ahora, muchas gracias, damas y caballeros, pero tengo que seguir adelante.

Madame Tracy se levantó, se fue a la puerta, y encendió las luces.

—¡Fuera! —dijo.

Sus clientes se levantaron, anonadados e indignados, en el caso de la Sra. Ormerod, y salieron al rellano.

—Esto no terminará así, Marjorie Potts —gritó la Sra. Ormerod, llevándose el bolso al pecho con fuerza, y cerró con un portazo.

Y luego su voz amortiguada se oyó desde el pasillo.

—Y puede decirle a Ron que lo suyo tampoco terminará así.

Madame Tracy (y el nombre de su carnet de conducir de ciclomotores era de verdad Marjorie Potts) se fue a la cocina y apagó el fuego de las coles.

Puso agua a hervir. Se hizo un poco de té. Se sentó a la mesa de la cocina, sacó dos tazas, y las llenó. En una puso dos terrones de azúcar. Luego se detuvo.

Yo sin azúcar, gracias —dijo Madame Tracy.

Dispuso las tazas en la mesa delante de ella, y tomó un sorbo de la que llevaba azúcar.

—Bueno —dijo, con una voz que cualquiera habría considerado suya, aunque tal vez no hubiera reconocido el tono, que echaba humo de rabia—. ¿Y si me dice qué pasa aquí? Y más vale que tenga una buena explicación.

* * *

Un camión desparramó su carga entera por la M6. Según su manifiesto, el camión llevaba un cargamento de chapa de zinc, aunque a los dos policías patrulleros les estaba costando un poco aceptarlo.

—Lo que yo quiero saber es de dónde ha salido todo ese pescado —se explicó el sargento.

—Ya se lo he dicho. Cayó del cielo. Yo iba tan tranquilo a noventa y de repente ¡plas!, me cae un salmón de seis kilos en el parabrisas. Doy un volantazo y va y derrapo por culpa de eso —señaló los restos de un pez martillo de debajo del camión—. Y luego me doy con eso de ahíEso de ahí era un montón de peces de distintas formas y tamaños que alcanzaba los diez metros de altura.

—¿Ha bebido, señor? —preguntó el sargento, sin llegar a albergar esperanzas.

—Pues claro que no he bebido, pedazo de memo. ¿Está viendo el pescado o no?

En la cima del montón, un pulpo bastante grande parecía saludarles moviendo un tentáculo en dirección a ellos. El sargento resistió la tentación de devolverle el saludo.

El agente de policía estaba inclinado hacia el interior del coche, hablando por la radio «… chapa de zinc y de pescado está bloqueando la M6 en dirección sur en algo más de un kilómetro y medio. Vamos a tener que cerrar todo el carril sur. Sí.»

La lluvia aumentó. Una trucha pequeña, que había sobrevivido milagrosamente a la caída, se puso a nadar animosamente en dirección a Birmingham.

* * *

—Ha sido maravilloso —suspiró Newton.

—Me alegro —contestó Anatema—. La tierra se ha movido para todos. —Se levantó del suelo, dejando la ropa desperdigada por la alfombra, y entró en el cuarto de baño.

Newton levantó la voz.

—En serio, ha sido maravilloso. Increíblemente maravilloso. Siempre esperé que lo fuera, y lo ha sido.

Se oyó un ruido de grifos abiertos.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Ducharme.

—Ah —se preguntó distraído si todo el mundo se duchaba después o si sólo lo harían las mujeres. Sospechaba que los bidés entraban en juego en algún momento.

—Te propongo una cosa —dijo Newton, en tanto que Anatema salía del baño envuelta en una esponjosa toalla rosa—. ¿Por qué no lo hacemos otra vez?

—No —repuso ella—, ahora no. —Terminó de secarse y empezó a recoger la ropa del suelo y a ponérsela con toda naturalidad. Newton, un hombre que estaba preparado para esperar media hora a que quedara libre alguna cabina en las piscinas antes que afrontar la posibilidad de desnudarse delante de otro ser humano, se sintió un tanto trastornado y profundamente encantado.

Las partes de su cuerpo aparecían y desaparecían como las manos de un prestidigitador; Newton trataba una y otra vez de contarle los pezones y fracasaba, aunque no le importaba.

—¿Y por qué no? —le preguntó. Estaba a punto de decir que no tardarían mucho, pero una voz interna le aconsejó que se callara. Estaba creciendo muy deprisa en muy poco tiempo.

Anatema se encogió de hombros, un movimiento bastante difícil de realizar mientras se pone uno una cómoda camisa negra.

—Ella dijo que sólo lo hacíamos esta vez.

Newton abrió la boca dos o tres veces, y luego dijo:

—Y una mierda. Es imposible, no podía predecir esto. No me lo creo.

Anatema, completamente vestida, se acercó a su archivo de fichas, sacó una y se la pasó.

Newton la leyó, se puso colorado y se la devolvió, apretando los labios.

No era sólo el hecho de que Agnes lo supiera y lo hubiera expresado en el más transparente de los códigos. Era que, a través de los tiempos, distintos Devices habían garabateado pequeños comentarios alentadores en el margen.

Ella le dio la toalla húmeda.

—Toma —le dijo—. Date prisa. Tenemos que ponemos en marcha en cuanto tenga los bocadillos preparados.

Él miró la toalla.

—¿Para qué me das esto?

—Para que te duches.

Ah. O sea que lo hacían los hombres y las mujeres. Menos mal que ya lo había aclarado.

—Pero deprisa, ¿eh? —insistió.

—¿Por qué? ¿Tenemos que salir de aquí en diez minutos antes de que explote el edificio?

—Qué va. Aún tenemos un par de horas. Lo que pasa es que he gastado casi toda el agua caliente. Tienes mucho yeso en el pelo.

La tormenta lanzó una ráfaga moribunda alrededor de Villa Jazmín; y Newton, tapándose estratégicamente con la toalla rosa húmeda que ya no estaba esponjosa, se apresuró a darse una ducha fría.

* * *

En su sueño, Shadwell flota por encima del parque de un pueblo. En medio del parque hay un montón de leña y de ramas secas. En medio del montón hay una estaca de madera. Hombres, mujeres y niños se encuentran alrededor, en el césped, expectantes, alborotados.

Una conmoción repentina: diez hombres atraviesan el parque guiando a una mujer de mediana edad, hermosa; en su juventud debió de ser muy llamativa, y la palabra «vivaracha» se desliza al interior de la mente de Shadwell en sueños. Delante de ella camina el Soldado Cazabrujas Newton Pulsifer. No, no es él. Es más viejo, y va vestido con cuero negro. Shadwell reconoce con aprobación el antiguo uniforme de los Comandantes Cazabrujas.

Una mujer trepa a la pira, se echa las manos a la espalda y la atan a la estaca. La pira está encendida. Habla a la muchedumbre, dice algo, pero Shadwell está demasiado alto para oírlo. La multitud se acerca a ella.

Es una bruja, piensa Shadwell. Están quemando a una bruja. Le proporciona una cálida sensación. Así se hacía. Así era como las cosas tenían que ser.

Sólo que…

Ella lo está mirando a él, directamente, y dice «Y aplícate el cuento, viejo bobo necio».

Sólo que va a morir. La van a quemar viva. Y en el sueño, Shadwell se da cuenta de que es una forma horrible de morir.

Las llamas suben.

Y la mujer mira hacia arriba. Lo está mirando fijamente, aunque es invisible. Y sonríe.

Y de pronto todo estalla.

El crujido de un trueno.

He oído un trueno, pensó Shadwell al despertar, con la sensación permanente de que alguien lo seguía observando.

Abrió los ojos, y trece ojos de cristal le observaban desde las estanterías del tocador de Madame Tracy, incrustados en diversas caras borrosas.

Desvió la mirada para encontrarse con los ojos de alguien que le miraba de hito en hito. Era él.

Cáspita, pensó aterrorizado, estoy sufriendo una experiencia fuera de mi cuerpo, me veo a mí mismo, ahora sí que la he espichado…

Se puso a hacer movimientos de nado frenéticamente para alcanzar su cuerpo y, como suele pasar, las perspectivas le encajaron.

Shadwell se tranquilizó y se preguntó para qué querría alguien tener un espejo en el techo del dormitorio. Meneó la cabeza, confundido. Se levantó de la cama y se puso las botas con cautela. Le faltaba algo. Un cigarrillo. Se metió las manos en el fondo de los bolsillos, sacó una lata y empezó a liar un cigarrillo.

Sabía que había tenido un sueño. No se acordaba de él, pero le incomodaba, fuera lo que fuese.

Encendió el cigarrillo. Y se vio la mano derecha: el arma definitiva. El artefacto más terrible. Apuntó con el dedo a un osito de peluche con un solo ojo que había en la repisa de la chimenea.

—Bang —dijo, y se rió entre dientes. No solía reírse y le entró la tos, lo que quería decir que estaba de nuevo en territorio conocido. Quería beber algo. Una dulce lata de leche condensada.

Madame Tracy tendría.

Salió del tocador de Madame Tracy pisando con fuerza, rumbo a la cocina.

Se detuvo fuera de la pequeña cocina. Estaba hablando con alguien. Con un hombre.

—¿De modo que qué quiere que haga, exactamente? —preguntaba.

—Esta mujer de mala vida —musitó Shadwell. Obviamente tenía allí un cliente.

Francamente, mi querida damisela, mis planes acerca de esta cuestión están forzosamente algo dispersos.

A Shadwell se le heló la sangre. Atravesó la cortina de cuentas, gritando:

—¡Los pecados de Sodoma y Gomorra! ¡Aprovecharse de una mujer indefensa! ¡Por encima de mi cadáver!

Madame Tracy levantó la vista, y le sonrió. No había nadie más en la cocina.

—¿Adónde está? —preguntó Shadwell.

—¿Quién? —preguntó a su vez Madame Tracy.

—Un bujarrón con acento del sur —repuso—. Le he oído. Estaba aquí con sus proposiciones. Que lo he oído.

La boca de Madame Tracy se abrió, y una voz contestó:

Un bujarrón del sur no, Sargento Shadwell. EL bujarrón del sur.

A Shadwell se le cayó el cigarrillo al quedarse boquiabierto. Estiró el brazo, temblando levemente, y señaló a Madame Tracy.

—Demonio —gruñó.

No —replicó Madame Tracy con la voz del demonio—.Mire, ya sé lo que está pensando. Piensa que en cualquier momento esta cabeza empezará a girar y que yo me pondré a vomitar sopa de guisantes. Pues mire, no. No soy un demonio. Y quisiera que escuchara lo que tengo que decir.

—Engendro del diablo, cállate —le ordenó Shadwell—. No escucharé tus mentiras diabólicas. ¿Sabes lo que es esto? Es una mano. Cuatro dedos. Un pulgar. Ya ha exorcizado a uno de vosotros esta mañana. Ahora sal de la cabeza de esta buena mujer o te mando al día del juicio final.

—Ése es el problema, Señor Shadwell —dijo Madame Tracy con su propia voz—. El día del juicio final. Es ya. Ése es el problema. El Señor Azirafel me lo ha estado contando todo. Ahora pare de portarse como un viejo tonto, siéntese y tome una taza de té; él se lo explicará también a usted.

—Que no me da la gana de escuchar lisonjas demoníacas, mujer —insistió Shadwell.

Madame Tracy le sonrió.

—Será posible que sea usted tan bobo… —dijo.

Cualquier otra cosa le habría dado igual.

Se sentó.

Pero no bajó el brazo.

* * *

Las señales elevadas indicaban que el desvío hacia el sur estaba cerrado, y había crecido un pequeño bosque de conos naranjas, desviando a los conductores por un carril de dos direcciones de la franja norte. Otras señales indicaban a los conductores que redujeran la velocidad a cincuenta. Los coches de policía iban guiando a los conductores como si se tratara de perros pastores con una franja roja.

Los cuatro motoristas ignoraron señales, conos y coches de policía y siguieron adelante por el carril sur vacío de la M6. Los otros cuatro, justo detrás de ellos, aminoraron un poco.

—¿No sería mejor… ehm… parar o algo? —preguntó Gente Bien.

—Sí. Podría ser un choque en cadena —repuso Pisar Mierdas de Perro (anteriormente Todos los Extranjeros y sobre todo los Franceses, antes Cosas que No Funcionan ni Aunque les Metas un Buen Viaje, que nunca llegó a ser Cerveza Sin Alcohol, brevemente Problemas Personales Embarazosos, conocido anteriormente como Skuzz).

—Somos los otros Cuatro Jinetes del Apocalipsis —señaló LCG—. Hacemos lo mismo que ellos. Vamos a seguirles.

Condujeron rumbo al sur.

* * *

—Un mundo que sólo sea para nosotros —exclamó Adán—. Todo lo han estropeado siempre los demás, pero podemos deshacemos de ellos y volver a empezar. ¿A que es genial?

* * *

Confío en que estará familiarizado con el Libro del Apocalipsis —preguntó Madame Tracy con la voz de Azirafel.

—Sí —contestó Shadwell, que no lo estaba. Su pericia bíblica empezó y terminó con el Éxodo, capítulo veintidós, versículo dieciocho, que se refería a las brujas, al sufrimiento de vivir y a por qué no se debe hacer. Una vez echó un vistazo al versículo diecinueve, que trataba de dar muerte a aquellos que yacieran con bestias, pero le pareció que aquello escapaba bastante a su jurisdicción.

Entonces habrá oído hablar del Anticristo.

—Me dirás —repuso Shadwell, que una vez vio una película que lo explicaba todo. Algo de placas de cristal que se caían de un camión y le cortaban la cabeza a la gente, por lo que recordaba. Pero no salía ninguna bruja de tomo y lomo. Se durmió a la mitad.

El Anticristo se halla en la Tierra en estos momentos, Sargento. Está provocando el Apocalipsis, el Día del Juicio Final, aunque él no lo sabe. El Cielo y el Infierno se están preparando para la guerra, y se va a armar la de Dios es Cristo.

Shadwell se limitó a lanzar un gruñido.

No se me permite actuar directamente en esta operación, Sargento. Pero estoy seguro de que puede comprender que la inminente destrucción del mundo no es algo que un hombre en sus cabales permitiría. ¿Me equivoco?

—Supongo que no —respondió Shadwell, dando un sorbo de leche condensada a una lata oxidada que Madame Tracy había descubierto debajo del fregadero.

De modo que sólo hay una cosa que hacer Y usted es el único hombre en el que puedo confiar. Hay que matar al Anticristo, Sargento Shadwell. Y usted tiene que hacerlo.

Shadwell frunció el ceño.

—No sé yo si podré —dijo—. El Ejército Cazabrujas sólo mata brujas. Es una de las reglas. Y demonios y diablillos, claro está.

Pero, pero el Anticristo es más que una bruja. Es… es LA Bruja. Es lo más brujo que se pueda echar a la cara.

—¿Cuesta más despacharlo que, pongamos, un demonio? —preguntó Shadwell, que empezaba a animarse.

No mucho más —aseguró Azirafel, que lo único que había hecho en su vida para despachar demonios era insinuar enfáticamente que él, Azirafel, tenía mucho trabajo y que qué tarde se estaba haciendo. Y Crowley siempre cogía la indirecta.

Shadwell se miró la mano derecha, y sonrió. Entonces vaciló.

—Ese Anticristo… ¿cuántos pezones tiene?

El fin justifica los medios, pensó Azirafel. Y el camino al Infierno está lleno de buenas intenciones[48]. Y mintió alegre y convincentemente:

Montones. Cientos de ellos. Tiene el pecho cubierto de pezones; a su lado Diana de Éfeso parece totalmente apezónica.

—No sé qué Diana dices —repuso Shadwell—, pero si es una bruja, y por lo que dices eso parece, entonces, como sargento del EC, soy el hombre que buscas.

Bien —dijo Azirafel a través de Madame Tracy.

—Yo no sé qué pensar de este lío de matar gente —opinó la Madame Tracy auténtica—. Pero si se trata de elegir entre ese hombre, el Anticristo, o los demás, bueno, supongo que no hay más remedio.

En efecto, querida dama —respondió—. Bien, Sargento Shadwell; ¿tiene usted algún arma?

Shadwell se frotó la mano derecha con la izquierda, abriendo y cerrando el puño.

—Ajá —dijo—. Esto de aquí. —Se llevó dos dedos a los labios y sopló suavemente.

Hubo un silencio.

—¿Su mano? —preguntó Azirafel.

—Ajá. Es un arma terrible. Contigo funcionó, ¿no, criatura del diablo?

—¿No tendría algo más… sustancial? Como la Daga de Meguido, o el Shiv de Khali…

Shadwell negó con la cabeza.

—Tengo alfileres —sugirió—. Y el rifle del Coronel Cazabrujas No Comerás Nada Vivo con Sangre ni Harás Hechizos ni Observarás el Tiempo Dalrymple… Podría cargarlo con balas de plata.

Me temo que eso es para los hombres lobo —le indicó Azirafel.

—¿Pues ajo?

Para los vampiros.

Shadwell se encogió de hombros.

—Ajá, bueno, tampoco tengo balas de esas. Pero el rifle disparará lo que sea. Voy por él.

Salió arrastrando los pies y pensando, ¿para qué quiero otro arma, si tengo una mano?

Y ahora, mi querida damisela —continuó Azirafel—. Supongo que tendrá algún medio de transporte fiable a su disposición.

—Por supuesto —aseguró Madame Tracy. Se acercó al rincón de la cocina y cogió un casco de moto rosa, con un girasol amarillo pintado, se lo puso y se lo ajustó debajo de la barbilla. Después revolvió un armario, sacó dos o tres bolsas de la compra y un montón de periódicos locales amarillentos, y por fin un casco verde fluorescente con las palabras EASY RIDER dibujadas en la parte superior; era un regalo de hacía veinte años de su sobrina Petula.

Shadwell, de vuelta con el rifle al hombro, se la quedó mirando incrédulo.

—No sé qué está mirando usted, Señor Shadwell —le dijo—. Está aparcada abajo en la puerta —le tendió el casco—. Se lo tiene que poner. Lo dice la ley. No creo que esté permitido ir tres en un scooter, aunque dos estén… hum, compartidos. Pero es una emergencia. Y le aseguro que estará a salvo, si se coge a mí bien fuerte —sonrió—. ¿No le parece divertido?

Shadwell palideció, masculló algo inaudible y se puso el casco verde.

—¿Cómo dice, Señor Shadwell? —Madame Tracy lo miraba con acritud.

—Que digo que no me arrimo a ti ni harto de vino, mala pécora —contestó Shadwell.

—Ya está bien de emplear ese lenguaje, Señor Shadwell —le regañó Madame Tracy, y lo condujo afuera, escaleras abajo hasta Crouch End High Street, donde un antiguo scooter los esperaba a los dos, o más bien a los tres.

* * *

El camión bloqueaba la carretera. La chapa de zinc bloqueaba la carretera. Y un montón de diez metros de pescado fresco bloqueaba la carretera. Era una de las carreteras más eficazmente bloqueadas que el sargento había visto en toda su vida.

La lluvia no facilitaba las cosas.

—¿Sabe alguien cuándo llegan los bulldozers? —gritó por la radio.

—Estamos crrrrk haciendo todo lo que crrrrkmos —se oyó en respuesta.

Notó que algo le estiraba del pantalón, y miró hacia abajo.

—¿Langostas? —dio un respingo, luego un salto, y se subió al capó del coche de policía—. Langostas —repitió. Había unas treinta, algunas de más de medio metro. La mayoría estaba remontando la autopista; unas cuantas se habían detenido a investigar el coche de policía.

—¿Ocurre algo? —preguntó el agente desde el arcén, donde tomaba nota de los datos del camionero.

—Sólo que no me gustan las langostas —dijo el sargento con gravedad, cerrando los ojos—. Me producen sarpullidos. Tienen demasiadas patas. Me quedaré aquí sentado y cuando se hayan ido me avisas.

Se sentó en el coche, bajo la lluvia y notó el agua calarle los bajos del pantalón.

Se oyó un estruendo lejano. ¿Truenos? No. Era continuo y se acercaba. Motos. El sargento abrió un ojo.

¡Dios santo!

Eran cuatro, e iban a más de ciento sesenta. Estaba a punto de bajarse para hacerles señales cuando pasaron de largo en dirección al camión volcado.

El sargento ya no podía hacer nada. Cerró los ojos y esperó la colisión. Les oía acercarse. Y luego:

Whoosh.

Whoosh.

Whoosh.

Y una voz en su mente dijo: YA OS ALCANZARÉ LUEGO.

—¿Pero tú te has quedao? —preguntó Gente Bien—. ¡Se lo han saltado volando!

(—Hostia puta —exclamó LCG—. Si ellos pueden, nosotros también.)

El sargento abrió los ojos. Se volvió al agente y abrió la boca.

El agente farfulló:

—Han… Ellos han… Han pasado vol…

Tomp. Tomp. Tomp.

Splat.

Cayó otro aguacero de peces, aunque esta vez duró menos, y se le podía dar una explicación más fácilmente. Un brazo enfundado en cuero se agitó sin fuerzas desde el enorme montón de pescado. La rueda de una moto giraba incontrolable.

Era Skuzz, semiconsciente, decidiendo que si odiaba algo más que a los franceses era estar cubierto hasta el cuello de pescado, con lo que le parecía una pierna rota. Lo odiaba a muerte.

Quería decirle a LCG que tenía un nuevo papel; pero no podía moverse. Algo húmedo y viscoso se le deslizó por una manga.

Después, cuando lo sacaron del montón de pescado y vio a los otros tres motoristas cubiertos con sábanas comprendió que era demasiado tarde para decirles nada.

Por eso no salían en el libro ese de los Apocalipsis que decía Pigbog. Porque no habían llegado tan lejos por la autopista.

Skuzz farfulló algo. El sargento de policía se inclinó.

—No intentes hablar, hijo —le aconsejó—. Enseguida llegará la ambulancia.

—Escuche —graznó Skuzz—. Es muy importante. Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis… son unos cabrones de pura cepa, los cuatro.

—Está delirando —anunció el sargento.

—Y un carajo. Soy Gente Cubierta de Pescado —repuso con voz ronca, y se desmayó.

* * *

El sistema de tráfico de Londres es mil veces más complicado de lo que se pueda imaginar.

No tiene nada que ver con las influencias demoníacas o angelicales. Más bien está en relación con la geografía, la historia y la arquitectura.

Es más que nada una ventaja para la gente, aunque jamás lo creerían.

Londres no se diseñó para los coches. Ni tampoco, de hecho, para las personas. Simplemente ocurrió. Lo cual creó problemas, y las soluciones que se aportaron se convirtieron en más problemas durante los cinco, diez o cien años siguientes.

La última solución había sido la M25: una autopista que describía un círculo alrededor de la ciudad. Hasta entonces los problemas no pasaron de ser bastante básicos: elementos que se quedaban obsoletos antes de estar terminados de construir, colas einsteinianas que acababan extendiéndose por delante, por detrás y por todas partes y cosas de ese tipo.

El problema actual era que no existía; al menos no en términos espaciales normales para los humanos. La caravana de coches, no conscientes de ello o que buscaban rutas alternativas fuera de Londres, se extendía por todo el centro de la ciudad desde todas las direcciones. Por primera vez, Londres estaba totalmente paralizado. La ciudad entera era un embotellamiento gigantesco. Los coches, en teoría, son un medio de transporte increíblemente rápido de un sitio a otro. Los atascos, por otra parte, son una oportunidad increíble de estarse parado. Bajo la lluvia, en la oscuridad, mientras la sinfonía cacofónica de pitos iba creciendo y creciendo.

Crowley se estaba hartando.

Le había dado tiempo a releer las anotaciones de Azirafel, y de echar un vistazo a las profecías de Agnes la Chalada, y a pensar en serio.

Las conclusiones a las que llegó fueron las siguientes:

  1. El Apocalipsis se acercaba.
  2. Crowley no podía hacer nada al respecto.
  3. Iba a ocurrir en Tadfield. O a empezar allí, por lo menos. Después ocurriría en todas partes.
  4. Crowley estaba en la lista negra del Infierno[49].
  5. Azirafel estaba —en la medida en que se podía calcular— fuera de la ecuación.
  6. Todo estaba negro, oscuro y horrible. No se veía luz al final del túnel, y si la había, era un tren que se acercaba.
  7. También podría buscar un pequeño bar acogedor y ponerse completamente ciego mientras esperaba que se acabara el mundo.
  8. Y sin embargo…

Y fue entonces cuando se derrumbó todo.

Porque, en el fondo, Crowley era un optimista. Siempre tuvo una certeza que le ayudó a seguir adelante en los malos tiempos —pensó brevemente en el siglo XIV—, la certeza absoluta de que todo se arreglaría; de que el universo cuidaría de él.

Vale, de modo que el Infierno pasaba de él. De modo que el mundo se acababa. De modo que la Guerra Fría había terminado y la Gran Guerra empezaba en serio. De modo que lo tenía más negro que la boca del lobo. Pues aún había esperanza.

Todo era cuestión de estar en el sitio adecuado en el momento oportuno.

El sitio adecuado era Tadfield. De esa estaba seguro; en parte por el libro y en parte por algún otro sentido: en el mapamundi mental de Crowley, Tadfield daba punzadas como una jaqueca.

El momento oportuno era antes del fin del mundo. Se miró el reloj. Tenía dos horas para llegar a Tadfield, aunque probablemente hasta el fluir normal del tiempo debía de estar algo inestable.

Crowley tiró el libro al asiento del pasajero. A grandes males, grandes remedios: no le había hecho un rasguño al Bentley en sesenta años.

Qué diablos.

Viró de repente, causando graves daños al morro del Renault 5 rojo que tenía detrás, y se metió en la acera.

Encendió las luces y tocó el claxon.

Así los peatones se podían dar por avisados de su presencia. Y si no podían quitarse de en medio… bueno, todo daría igual al cabo de un par de horas. Tal vez. Seguramente.

—Toma ya —dijo Anthony Crowley, y siguió conduciendo.

* * *

Había seis mujeres y cuatro hombres, cada uno de ellos con un teléfono y un tocho de papel de impresora con nombres y números de teléfono. Junto a cada nombre había una anotación a tinta que indicaba si la persona contactada estaba o no estaba y, lo más importante, si quienes cogían el teléfono se morían por introducir el aislamiento por paredes con cámara de aire en sus vidas.

La mayoría no.

Los diez permanecían allí sentados, hora tras hora, engatusando, suplicando, prometiendo a través de sonrisas de plástico. Entre llamada y llamada apuntaban cosas, tomaban café, y se maravillaban de la lluvia que resbalaba por las ventanas. Se mantenían en sus puestos como la orquesta en el Titanic. Si no se vendía el doble acristalamiento con aquel tiempo, no se vendería en la vida.

Lisa Morrow decía:

—… Mire, si me deja terminar, sí, entiendo, pero si… —y al ver que le habían colgado, dijo—: Peor para ti, caraculo.

—He pillado a otro bañándose —comunicó al vendedor telefónico que tenía al lado.

Estaba a punto de batir el récord diario de la oficina de Sacar a la Gente del Baño, y le faltaban dos puntos para ganar el premio semanal Coitus Interruptus.

Marcó el siguiente número de la lista.

Lisa no pretendía ser vendedora telefónica. Ella lo que de verdad quería era ser un glamuroso miembro internacionalmente reconocido de la jet-set, pero no le llegaba el currículum.

Si se hubiera sacado algún título que le permitiera ser aceptada como un glamuroso miembro internacionalmente reconocido de la jet-set, o como auxiliar de dentista (su segunda opción profesional), o como cualquier otra cosa que no fuera vendedora telefónica, su vida habría sido más larga y seguramente más plena.

Quizás no mucho más larga, a fin de cuentas, dado que era el Día del Fin del Mundo, pero sí habría vivido más horas.

Por eso, lo que tenía que hacer para vivir más no era llamar al número que acababa de marcar, que según su lista de décima mano de venta por correo correspondía al hogar del Sr. A. J. Cowlley.

Pero lo había marcado. Y esperado a que sonara cuatro veces. Luego dijo:

—Jopé, otro contestador —e hizo ademán de colgar.

Pero entonces algo salió del auricular. Algo muy grande y muy enfadado.

Tenía cierto aspecto de gusano. De enorme gusano enfadado hecho de miles y miles de gusanitos diminutos, todos retorciéndose y gritando, millones de bocas de gusanito abriéndose y gritando furiosas, y cada una de ellas gritaba «Crowley».

Dejó de gritar. Se movía como un loco, como si tratara de averiguar dónde estaba.

Y de pronto se hizo añicos.

Aquello se dividió en miles y miles de gusanos grises diminutos. Se subieron a la moqueta, a los escritorios, a Lisa Morrow y a sus nueve compañeros; se les metieron en la boca, en la nariz, en los pulmones; anidaron en la carne, en los ojos, en el cerebro y en las neuronas, reproduciéndose como locos sobre la marcha, llenando así la sala de una mezcla de carne y porquería que se agitaba. Entonces aquella masa empezó a moverse al unísono, a coagularse en una entidad única y enorme, que llegaba al techo y emitía pulsaciones suaves.

Se abrió una boca en la masa de carne, con hilos de algo húmedo y pegajoso pegados a los labios por llamarlos de algún modo, y Hastur dijo:

—Lo necesitaba.

Media hora atrapado en un contestador con sólo un mensaje de Azirafel por compañía no le había calmado los humos.

Ni tampoco la idea de tener que informar al Infierno y de tener que explicar por qué no había regresado hacía una hora y, ante todo, por qué no le acompañaba Crowley.

Al Infierno no le hacían gracia los fracasos.

El lado positivo, no obstante, era que había oído el mensaje de Azirafel. Y aquello podría permitirle seguir con vida durante mucho tiempo.

Y de todos modos, pensó, si iba a tener que enfrentarse a la ira del Consejo Oscuro, al menos no sería con el estómago vacío.

La habitación se llenó de un humo de azufre, denso, y cuando se disipó, Hastur se había marchado. Allí no quedaban más que diez esqueletos, sin un gramo de carne, y algunos charcos de plástico derretido con algún fragmento desperdigado de metal que pudo haber sido parte de un teléfono. Más valdría haber sido auxiliar de clínica dentista.

Pero si miraba uno el lado bueno, lo único que demostraba todo aquello era que el mal contiene las semillas de su propia destrucción. En aquel instante, gente de todo el país que se habría puesto más tensa y furiosa al haberla sacado de un buen baño, o al oír su nombre mal pronunciado, se sentía en cambio tranquila y en paz con el mundo. Como resultado de la acción de Hastur, una ola de bondad en menor grado empezó a expandirse de manera exponencial a través de la población, y millones de personas que podrían haber sufrido leves contusiones en el alma, en realidad estaban bien. Por lo tanto no pasaba nada.

* * *

Nadie hubiera pensado que era el mismo coche. Apenas le quedaba un dedo sin rascar. Las luces delanteras estaban destrozadas. Los tapacubos se habían soltado hacía rato. Parecía el veterano de un sinfín de rallies en los que hay que dejar fuera de combate a los demás participantes.

Las aceras habían sido un desastre. Los pasos peatonales inferiores también. Y lo peor, cruzar el Támesis. Al menos fue previsor y cerró todas las ventanillas.

Y a pesar de todo, allí estaba.

Le quedaba un tramo para alcanzar la M40; Oxfordshire quedaba bastante cerca. Sólo había una pega: una vez más, entre Crowley y la carretera abierta se hallaba la M25. Una franja quejumbrosa y brillante de luz oscura[50]. Odegra. Nada podía cruzarla y sobrevivir.

Nada mortal, al menos. Y no estaba seguro de qué podía pasarle a un demonio. No le mataría, pero tampoco sería agradable.

Había un control policial delante del paso elevado que cruzaba la carretera oscura.

La policía no parecía muy contenta.

Crowley redujo la marcha, metió segunda y pisó el acelerador.

Pasó de largo el control a cien. Ésa era la parte fácil.

Por todo el mundo son famosos los casos de combustión humana espontánea. Uno sigue adelante con su vida tan tranquilo; y de pronto no es más que una triste foto de un montón de cenizas y un pie o una mano solitarios ilesos. Acerca de la combustión espontánea de vehículos existe menos bibliografía.

Dijeran lo que dijeran las estadísticas, habían aumentado en uno.

Los asientos de cuero empezaron a echar humo. Mirando al frente, Crowley tanteó con la mano izquierda el asiento de al lado en busca de Las Buenas y Ajustadas Profecías de Agnes la Chalada y las colocó a salvo en su regazo. Ojalá Agnes hubiera profetizado aquello[51].

Entonces las llamas envolvieron el coche.

Tenía que seguir conduciendo.

Al otro lado del paso elevado se encontraba otro control, que impedía el paso de aquellos coches que intentaran entrar en Londres. Se reían de algo que acababan de oír por la radio, acerca de un policía en moto de la M6 que se había lanzado tras un coche patrulla robado para descubrir que el conductor era un enorme pulpo.

Algunas fuerzas policiales se lo creían todo. Pero no la metropolitana. La Metro era la policía más dura, la más cínicamente pragmática, la más cabezota y de pies en la tierra de toda Gran Bretaña.

Costaba un triunfo desconcertar a un poli de la Metro.

Costaba, por ejemplo, un enorme coche maltrecho convertido en ni más ni menos que una bola de fuego, un limón infernal llameante, estruendoso y retorcido, conducido por un loco sonriente con gafas de sol sentado entre las llamas, que despedía un humo denso y negro, acercándoseles bajo el azote de la lluvia y del viento a ciento veinte kilómetros por hora.

Aquello no fallaba nunca.

* * *

La cantera era el centro tranquilo de un mundo tormentoso.

Los truenos no sólo rugían a lo alto, sino que además partían el aire en dos.

—Van a venir unos amigos míos —repitió Adán—. Estarán al caer. Y cuando lleguen podemos empezar.

Perro se puso a aullar. Ya no era el aullido similar a las sirenas de un lobo solitario, sino las extrañas oscilaciones de un perrillo con problemas gordos.

Pepper llevaba todo el rato sentada mirándose las rodillas.

Parecía tener algo en mente.

Por fin levantó la vista hacia Adán, y le miró a los perdidos ojos grises.

—¿Y tú qué parte te quedas, Adán? —le preguntó.

De pronto un zumbido de silencio remplazó la tormenta.

—¿Qué? —dijo Adán.

—Has repartido el mundo entre nosotros tres, pero… ¿y tú qué?

El silencio sonaba como un arpa, alto y fino.

—Eso —asintió Brian—, no nos has dicho qué parte te quedas tú.

—Pepper tiene razón —dijo Wensleydale—. Me parece que ya no queda nada si nosotros nos quedamos con esos países.

Adán abrió y cerró la boca.

—¿Qué? —repitió.

—¿Qué te coges tú, Adán? —insistió Pepper.

Adán la observaba. Perro había dejado de aullar y tenía los ojos fijos en su amo con una mirada interesada y pensativa de perrillo.

—¿Yo?

El silencio seguía reinando, con una única nota que ahogaba los ruidos del mundo entero.

—Pues Tadfield —respondió Adán.

Todos se lo quedaron mirando de hito en hito.

—Y, y el Bajo Tadfield, y Norton, y Norton Woods…

Seguían mirándole de hito en hito.

—Son lo único que quiero —añadió.

Los otros negaron con la cabeza.

—Pueden ser míos si quiero —afirmó Adán, y su voz tintineó con rebeldía resentida y la rebeldía acabó en duda repentina—. Puedo mejorarlos, además. Que haya árboles mejores para trepar, y estanques mejores, y mejores…

Su voz se fue apagando.

—Es imposible —dijo Wensleydale sin más—. No son como América y los otros sitios. Son de verdad. Además, nos pertenecen a todos. Son nuestros.

—Y no podrías mejorarlos —señaló Brian.

—Y de todas maneras, si lo hicieras lo sabríamos todos —añadió Pepper.

—Si eso es lo que os preocupa, no os preocupéis —repuso Adán sin darle importancia—, porque podría haceros hacer lo que me diera la gana, o sea que…

Dejó de hablar, escuchando horrorizado las palabras que articulaba su boca. Los Ellos estaban retrocediendo.

Perro se llevó las patas a la cabeza.

El rostro de Adán parecía la personificación de la caída del imperio.

—No —dijo con voz quebrada—, ¡no! ¡Volved! ¡Os lo ordeno!

Se detuvieron en seco a media huida.

Adán los miraba.

—Ha sido sin querer —se explicó—. Sois mis amigos…

Su cuerpo sufrió una sacudida. La cabeza se le echó hacia atrás. Alzó los brazos y aporreó el cielo con los puños.

Su rostro se contrajo. El suelo de caliza se agrietó bajo sus zapatillas deportivas.

Adán abrió la boca y gritó. Fue un sonido que una garganta meramente mortal no habría sido capaz de emitir; escapó de la cantera, se mezcló con la tormenta, y las nubes se dividieron, formando así nuevas siluetas desagradables.

Se prolongó y se prolongó.

Resonaba por todo el universo, que es bastante más pequeño de lo que los físicos creerían. Hizo vibrar las esferas celestiales.

Transmitía un mensaje de pérdida, y no concluyó en mucho tiempo.

Y de pronto paró.

Algo se había esfumado.

La cabeza de Adán se inclinó hacia delante. Abrió los ojos.

Fuera lo que fuera lo que acababa de estar allí hacía un instante, volvía a ser Adán Young. Un Adán Young mejor informado, pero Adán Young al fin y al cabo. Posiblemente más Adán Young que nunca.

El espantoso silencio que invadía la cantera fue reemplazado por un silencio más familiar, más acogedor, por la simple y mera ausencia de ruido.

Los Ellos, liberados, estaban encogidos de miedo contra el acantilado de tiza, mirándole fijamente.

—No pasa nada —aseguró Adán con calma—. Pepper, Wensley, Brian. Venid aquí. No pasa nada, no pasa nada. Ahora lo sé todo. Y me tenéis que ayudar. Si no, va a ocurrir todo. Va a ocurrir de verdad. Va a pasar todo si no hacemos algo.

* * *

Las tuberías de Villa Jazmín vibraron, hicieron ruido y ducharon a Newton con un agua de tono vagamente kaki. Pero fría. Debía de ser la ducha más fría que se había dado Newton en toda su vida.

No le sentó nada bien.

—El cielo está rojo —dijo cuando salió. Se sentía ligeramente maníaco— y son las cuatro y media de la tarde. En agosto. ¿Qué significa? En términos de operativos náuticos complacidos, quiero decir. O sea, si lo que hace falta para complacer a un marinero es una noche de cielo rojo, ¿qué hace falta para complacer al tío que maneja los ordenadores en un superpetrolero? ¿O son sus pastores los que se sienten complacidos por la noche? Nunca me acuerdo.

Anatema miró la escayola que Newton tenía en el pelo. La ducha no se la había quitado; sólo la había humedecido y repartido, con lo cual parecía que llevara un sombrero blanco con pelo dentro.

—Vaya golpe te has dado, ¿eh?

—Es de cuando me he dado con la cabeza en la pared, cuando tú…

—Ya —Anatema miraba socarronamente por la ventana—. ¿A ti te parece que está de color sangre? —dijo—. Es muy importante.

—Pues no exactamente —dijo Newton, desviándose brevemente del hilo de sus ideas—. Más que sangre es un rosa. Seguramente la tormenta ha llenado el aire de polvo.

Anatema estaba hojeando Las Buenas y Ajustadas Profecías.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—Pensar a qué remite. Es que no puede…

—Mira, no te molestes —sugirió Newton—. Ya sé lo que significa la 3477. Se me ha ocurrido cuando…

—¿Cómo que sabes lo que significa?

—Lo vi de camino hacia aquí. Y no pegues esos gritos. Me duele la cabeza. Que sí, que lo he visto. Está escrito en la base aérea esa que dices tú. No tiene nada que ver con La Paz de Bolivia. Y es «La Paz es Nuestra Profesión», todo seguido. Es de esas cosas que suelen poner en paneles en las bases aéreas. Como el SAC 8657745th Wing, Los Screaming Blue Demons, y la Paz es Nuestra Profesión. Esas cosas —Newton se agarró la cabeza. Decididamente, la euforia se apagaba—. Si Agnes estaba en lo cierto, lo más seguro es que haya algún loco en la base enchufando los misiles y abriendo las compuertas de lanzamiento. O como se llamen.

—No, no, ahí no hay ningún loco —repuso Anatema firmemente.

—No me digas. Oye, que voy al cine, ¿eh? Dime una sola razón por la que estés tan segura.

—Que no hay bombas ni misiles. Por aquí todo el mundo lo sabe.

—¡Es una base aérea! ¡Tiene pistas de aterrizaje!

—Es para aviones de carga y tal. Ahí solo tienen sistemas de telecomunicaciones. Radios y cosas de esas. Nada que explote.

Newton la miró.