Su moto era roja No de un amistoso rojo Honda, era un rojo fuerte, sangre, rico y oscuro y horrendo. Por lo demás, era una moto normal en apariencia, salvo por la espada envainada que descansaba en un lado.
Su casco era carmesí, y su chaqueta de cuero, color burdeos. En la parte de atrás, con tachuelas rojo rubí, estaban marcadas las palabras ÁNGELES DEL INFIERNO.
Era la una y diez de la tarde, y estaba oscuro, hacía humedad y todo estaba mojado. La autopista estaba casi desierta, y la mujer de rojo se alejaba haciendo un ruido infernal, esbozando una sonrisa perezosa.
El día había ido bien hasta el momento. El ver a una mujer hermosa en una moto potente con una espada detrás tenía algo que provocaba un efecto muy intenso en cierto tipo de hombres. Hasta entonces habían intentado echarle una carrera cuatro vendedores de viaje, y los Ford Sierra habían acabado a trozos, decorando las barreras y las columnas de los puentes en veinticinco kilómetros de autopista.
Se detuvo en un área de servicio y entró en el Café del Cerdo Feliz. Estaba casi vacío. Una camarera aburrida zurcía un calcetín detrás de la barra, y un hatajo de motoristas vestidos con cuero negro, duros, peludos, sucios y enormes, estaban apiñados alrededor de un individuo aún más alto con una cazadora negra. Estaba jugando resueltamente a algo que antaño debió ser una máquina tragaperras de frutas, pero que ahora tenía una pantalla, y se anunciaba a sí misma como TRIVIA SCRABBLE.
La audiencia decía cosas como:
—¡Es la D! ¡Dale a la D, que El padrino se llevó más Oscars que Lo que el viento se llevó seguro!
—¡Marionetas en la cuerda! ¡Sandie Shaw! En serio. Lo sé seguro.
—¡1666!
—Que no hombre, que no, ¡eso era el incendio! ¡La Plaga fue en 1665!
—Es la B: ¡la muralla china no es una de las Siete Maravillas!
Había cuatro opciones: música pop, deportes, actualidad, y cultura general. El motorista alto, que se había dejado el casco puesto, pulsaba los botones a efectos prácticos ajeno a sus hinchas. De todos modos, iba ganando con holgura.
La motorista de rojo se fue a la barra.
—Un té, por favor. Y un sándwich de queso —dijo.
—¿Viajas sola, reina? —le preguntó la camarera, poniendo el té y algo blanco, seco y duro en la barra.
—Espero a unos amigos.
—Ah —dijo, cortando lana con los dientes—. Pues aquí esperarás mejor. Allá fuera es un infierno.
—No —repuso la motorista—. Todavía no.
Se sentó en una mesa junto a la ventana, desde donde pudiera ver bien el aparcamiento, y esperó.
Oía a los jugadores de Trivia Scrabble de fondo.
—Ésta es nueva: «¿Cuántas veces ha estado Inglaterra en guerra con Francia oficialmente desde el año 1066?»
—¿Veinte? No, cómo van a ser veinte… Ah, pues sí. Figúrate.
—¿La guerra entre América y México? Ésa me la sé. En junio de 1845. La D, ¿lo ves? Te lo dije.
El segundo motorista más bajito, Pigbog (1,90) susurró al más bajito, Greaser (1,85):
—¿Y qué ha pasado con «Deportes»? —tenía tatuado en los nudillos de una mano LOVE y en los de la otra, HATE.
—Es que va por… cómo era… selección al azar. Va con microchips. Seguro que tiene ahí dentro miles de temas más, en la RAM. —Llevaba tatuado en los nudillos izquierdos FISH, y CHIP[41] en los derechos.
—Música pop, actualidad, cultura general y guerra. Antes «guerra» no estaba. Por eso lo digo —Pigbog se hizo crujir los nudillos, bien fuerte, y abrió una lata de cerveza. Se chupó media de un trago, eructó sin inmutarse y suspiró—. Ojalá hubiera más preguntas de la Biblia.
—¿Por qué? —Greaser nunca pensó que Pigbog fuera un freakie del trivia bíblico.
—Porque… ¿te acuerdas del curro que me dieron en Brighton?
—Ah, sí. Saliste en el programa ese de los crímenes —recordó Greaser, con un asomo de envidia.
—Pues tuve que quedarme en el hotel donde curraba mi vieja, y así me salía gratis. No había una mierda que leer, pero el Gideon ese se había dejado la Biblia. De leerla se te queda.
Apareció otra moto en el aparcamiento; era de color negro azabache. Se abrió la puerta del café. Una ráfaga de viento frío barrió el establecimiento; un hombre con barba negra, todo vestido de negro, se dirigió a la mesa de la mujer de rojo y se sentó junto a ella, y los motoristas de la máquina recreativa de scrabble se dieron cuenta de repente del hambre que tenían, y mandaron a Skuzz a por algo de comer. Todos excepto el jugador, que no dijo nada; se limitaba a pulsar los botones de las respuestas correctas y a dejar que se acumularan sus premios en la bandeja de debajo de la máquina.
—No nos habíamos visto desde Mafeking —dijo Carmín—. ¿Cómo te ha ido?
—He estado muy ocupado —explicó Negro—. He estado mucho por América. Breves giras mundiales. Para matar el tiempo, a fin de cuentas.
—¿Cómo que no tiene pastel de riñones? —exclamó Skuzz, indignado.
(—Pensaba que sí, pero no nos queda —dijo la mujer.)
—Es extraño que nos reunamos por fin todos así —continuó Carmín.
—¿Extraño?
—Bueno, ya me entiendes. Tantos años esperando el gran día, y por fin ha llegado. Es como esperar las Navidades. O un cumpleaños.
—No tenemos cumpleaños.
—No digo que los tengamos, sólo digo que es la impresión que da.
—A decir verdad, no nos queda nada. Salvo ese trozo de pizza.
—¿Tiene anchoas? —preguntó Skuzz, pesimista. A nadie de la banda le gustaban las anchoas. Ni las olivas.
—Sí, rey, anchoas y olivas. ¿Te lo pongo?
(Skuzz meneó la cabeza tristemente. Con el estómago vacío, volvió al juego. Big Ted se ponía irritable cuando tenía hambre, y cuando Big Ted estaba irritable, cobraba todo el mundo.)
Una nueva categoría apareció en la pantalla. Ahora se podía elegir entre Música Pop, Actualidad, Hambre y Guerra. Los motoristas parecían estar menos informados acerca de la escasez de patatas en Irlanda en 1846, de la escasez de todo en Inglaterra en 1315 y de la escasez de costo en San Francisco en 1969 de lo que estaban acerca de la guerra, pero el jugador seguía con la máxima puntuación, interrumpido tan sólo por un zumbido, un ruido de trinquete y un tintineo esporádicos tras los cuales la máquina dejaba caer monedas de una libra en la bandeja.
—El tiempo parece querer jugárnosla allá al sur —comentó Carmín.
Negro echó un vistazo a las nubes oscuras.
—No. A mí no me lo parece. En cualquier momento estallará la tormenta.
Carmín se miró las uñas.
—Bien. No sería lo mismo si no hubiera una buena tormenta. ¿Sabes cuánto camino nos queda?
Negro se encogió de hombros.
—Algo más de cien kilómetros.
—Pensaba que tardaríamos más. Tanto esperar para unos cuantos kilómetros.
—Lo que cuenta no es el viaje —replicó Negro—. Es nuestra llegada.
Se oyó un gran estruendo afuera. Era el ruido de una moto con un tubo de escape defectuoso, un motor desafinado y un carburador que perdía. No hacía falta ver la moto para imaginarse las nubes de humo negro que liberaba, las manchas de aceite que iba dejando a su paso, la estela de piezas y accesorios de moto que ensuciaban las carreteras tras ella.
Negro se acercó a la barra.
—Cuatro tés, por favor. Uno negro.
Se abrió la puerta del café. Un muchacho vestido de cuero blanco polvoriento entró, y el viento empujó bolsas de patatas vacías, periódicos y envoltorios de helados hacia dentro. Bailaron alrededor de sus pies como niños alborotados, y luego cayeron al suelo inánimes.
—¿Cuatro, me has dicho, rey? —repitió la mujer. Estaba intentando encontrar tazas y cucharillas limpias; todo lo de la escurridera parecía haberse cubierto de pronto con una delgada película de aceite de motor y de huevo seco.
—Tiene que venir el que falta —dijo el hombre de negro, cogió los tés y volvió a la mesa, donde esperaban sus dos compañeros.
—¿Se sabe algo de él? —dijo el chico de blanco.
Los otros dos negaron con la cabeza.
Había estallado una discusión junto a la pantalla (las categorías disponibles en el juego habían pasado a ser Guerra, Hambre, Polución, y Pop Trivia 1962-1979).
—¿Elvis Presley? Tiene que ser la C. La espichó en el 77, ¿no?
—Qué va. Es la D, 1976. Seguro.
—Sí. El mismo año que Bing Crosby.
—Y que Marc Bolan. Vaya si la cascó. Dale a la D. Venga.
El personaje alto no se movió para pulsar ninguno de los botones.
—¿Qué pasa contigo, tío? —le preguntó Big Ted irritado—. Venga, dale a la D. Elvis Presley palmó en el 76.
ME DA IGUAL LO QUE PONGA, dijo el motorista alto del casco, YO NO LE HE PUESTO LA MANO ENCIMA JAMÁS.
Las tres personas de la mesa se volvieron al mismo tiempo. Carmín habló.
—¿Cuándo has llegado? —preguntó.
El hombre alto se dirigió a la mesa, dejando atrás a los motoristas pasmados y sus ganancias.
NO ME HE IDO, contestó, y su voz era un eco oscuro procedente de lugares nocturnos, una fría losa de sonido, gris y muerta. Si aquella voz hubiera sido una piedra, habría tenido palabras grabadas desde hacía mucho tiempo: un nombre y dos fechas.
—Se os está enfriando el té, señor —señaló Hambre.
—Cuánto tiempo sin vernos —dijo Guerra.
Hubo un relámpago, seguido casi inmediatamente por el estruendo de los truenos.
—Bonito tiempo para acompañarnos —opinó Polución.
SÍ.
Los motoristas que estaban mirando el juego estaban cada vez más desconcertados por aquel intercambio. Encabezados por Big Ted, se acercaron a la mesa en desaliñado tropel, y se pusieron a observar a los cuatro desconocidos.
No se les había pasado el hecho de que los cuatro llevaran en la chaqueta ÁNGELES DEL INFIERNO. Y por lo que a los Ángeles respectaba, no eran de fiar: para empezar iban demasiado limpios; y ninguno de los cuatro tenía pinta de haberle roto un brazo a nadie sencillamente porque era domingo por la tarde y no ponían nada bueno en la tele. Y además uno era una mujer, que no sólo no montaba de paquete en la moto de otro, sino que encima tenía la suya propia, como si tuviera derecho a ello.
—O sea que vosotros sois Ángeles del Infierno, ¿no? —les preguntó Big Ted con sarcasmo. Si hay algo que los auténticos Ángeles del Infierno no pueden soportar, son los motoristas de fin de semana[42].
Los cuatro desconocidos asintieron con un gesto.
—¿Y de qué banda sois?
El Desconocido Alto miró a Big Ted. Luego se levantó. Fue un movimiento complicado; si en las orillas de los mares de la noche hubiera hamacas, se abrirían de aquel modo.
Daba la impresión de que seguiría desdoblándose eternamente.
Llevaba un casco con visera oscura, que le cubría el rostro por completo. Y Ted reparó en que era de un plástico muy raro. Al mirarse en él, uno sólo se veía el propio rostro.
DEL APOCALIPSIS, dijo, CAPÍTULO SEIS.
—Versículos dos a ocho —añadió el muchacho de blanco amablemente.
Big Ted miró a los cuatro de hito en hito. La mandíbula inferior le empezó a sobresalir y una pequeña vena azul a latir con fuerza.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó insistente.
Alguien le tiró de la manga. Era Pigbog. Se había puesto de un peculiar tono gris, bajo la mugre.
—Quiere decir que tenemos problemas —contestó Pigbog.
Y entonces el desconocido alto alzó una mano enfundada en un guante de motorista, se levantó la visera y Big Ted deseó, por primera vez en su vida, haber llevado mejor vida.
—¡Por los clavos de Cristo! —gimió.
—Sí, no creo que Él tarde mucho —le advirtió Pigbog atropelladamente—. Seguro que está aparcando la moto. Tío, cagando leches a apuntarnos a un club de jóvenes o algo así…
Pero la ignorancia invencible de Big Ted era su escudo y su armadura. No se movió.
—Joer —musitó—. Ángeles del Infierno.
Guerra le hizo un saludo desganado.
—Los mismos, Big Ted —dijo—. Los auténticos.
Hambre asintió.
—Los clásicos —añadió.
Polución se quitó el casco y sacudió la larga cabellera blanca. Él había reemplazado a Pestilencia que, protestando entre dientes contra la penicilina, se retiró en 1936. Si hubiera sabido cuántas posibilidades tenía el futuro…
—Otros prometen —dijo—, nosotros cumplimos.
Big Ted miró al cuarto Jinete.
—Eh, yo a ti te he visto —dijo—. En las tapas del álbum de culto a la Ostra Azul. Y tengo un anillo con… con… con tu cabeza.
ESTOY EN TODAS PARTES.
—Joer —el rostro de Big Ted se retorcía con el esfuerzo de tanto pensar.
—¿Qué moto llevas? —preguntó.
* * *
La tormenta azotaba la cantera. La cuerda con el neumático atado bailaba con el vendaval. De vez en cuando una placa de acero, reliquia de algún intento de caseta en un árbol, se soltaba de sus amarras insustanciales y se alejaba arrastrada por el temporal.
Los Ellos estaban acurrucados, mirando a Adán. Parecía haber crecido, de algún modo. Perro estaba sentado, gruñendo. Pensaba en todos los olores que se perdería. En el Infierno no había olores, aparte del azufre. Mientras que en la Tierra algunos… algunos… bueno, el caso es que tampoco había perras en el infierno.
Adán se paseaba de un lado a otro entusiasmado, gesticulando.
—Tendremos diversión para rato —exclamó—. Iremos a explorar y todo eso. Seguro que consigo que las junglas vuelvan a crecer enseguida.
—Pero… pero, ¿quién hará… bueno, todo… la comida, y lavar la ropa y eso? —preguntó Brian con voz temblorosa.
—No habrá que hacer nada de eso —contestó Adán—. Tendréis toda la comida que queráis, montones de patatas, de aros de cebolla y todo lo que os guste. Y no hará falta que os pongáis ropa nueva o que os bañéis si no queréis, ni nada. Ni ir al colegio tampoco. Ni nada que no queráis, nunca más. ¡Qué pasada!
* * *
Salió la luna sobre las Colinas de Kookamundi. La noche estaba muy clara.
Johnny Dos Huesos estaba sentado en la cuenca roja del desierto. Era un lugar sagrado, donde dos rocas ancestrales, formadas durante las horas de sueño, se mantenían idénticas a sí mismas desde el principio. El merodeo de Johnny Dos Huesos tocaba a su fin. Tenía las mejillas y el pecho embadurnados de almagre, y cantaba una vieja canción, una especie de mapa de las colinas cantado, mientras trazaba dibujos en la arena con su lanza.
Llevaba dos días sin comer y sin dormir. Se aproximaba a un estado de trance en el que se fundiría con la maleza y entraría en comunión con sus antepasados.
Se acercaba…
Muy cerca…
Parpadeó. Miró alrededor sorprendido.
—Perdona, querido —se dijo a sí mismo, en voz alta, articulando cuidadosamente las palabras—. ¿Tienes idea de dónde estoy?
—¿Quién ha dicho eso? —preguntó Johnny dos Huesos.
Se le abrió la boca.
—Yo.
Johnny se rascó, pensativo.
—Tú serás uno de mis antepasados, ¿no?
—Indudablemente, querido. Indudablemente. En cierto modo. Ahora, volviendo a mi pregunta inicial, ¿dónde estoy?
—Si eres antepasado mío —continuó Johnny Dos Huesos—, ¿por qué hablas como un marica?
—Ah, ya. Australia —repuso la boca de Johnny Dos Huesos, pronunciando la palabra como si hubiera sido debidamente desinfectada antes de repetirla—. Cielos. Bueno, gracias de todos modos.
—¿Oye? ¿Oye? —dijo Johnny Dos Huesos.
Se sentó en la arena, y esperó y esperó, pero no obtuvo respuesta.
Azirafel había seguido su camino.
* * *
Citron Deux-Chevaux era un tonton macoute, un houngan[43] trotamundos: llevaba una mochila al hombro con plantas mágicas, plantas medicinales, trozos de gato montés, velas negras, un polvo derivado principalmente de la piel de determinado pescado seco, un ciempiés muerto, una botella a medias de Chivas Regal, diez cigarrillos Rothman y un ejemplar de Qué hacer en Haití.
Cogió la navaja y, con un movimiento de corte experto, le rebanó la cabeza a un gallito negro. La sangre se derramó por su mano derecha.
—Que loa cabalgue sobre mí —recitó—. Gros Bon Ange, ven a mí.
—¿Dónde estoy? —preguntó.
—¿Eres mi Gros Bon Ange? —se preguntó a sí mismo.
—Me temo que esa pregunta es demasiado personal —repuso—, vamos, tal y como están las cosas. Pero se intenta, créeme. Hago lo que puedo.
Citron descubrió que su mano trataba de alcanzar el gallito.
—Este sitio no es muy higiénico para cocinar ¿no te parece? Aquí, en medio de la jungla. Preparando una barbacoa, ¿eh? ¿Qué sitio es éste?
—Haití —contestó.
—¡Maldita sea! La otra punta. Aunque podría ser peor. Tengo que ponerme en marcha. Sé bueno.
Y Citron Deux-Chevaux se quedó solo en su mente.
—A la mierda los loas —masculló para sí. Se quedó unos instantes mirando a la nada, y luego sacó de la mochila la botella de Chivas Regal. Hay dos formas de convertir a alguien en un zombi. Él iba a emplear la más fácil.
El oleaje azotaba las playas con estruendo. Las palmeras se agitaban.
Se avecinaba tormenta.
* * *
Se encendieron las luces. El Coro Evangélico por Cable de Nebraska empezó con «Jesús es el reparador de teléfonos en la centralita de mi vida» y casi ahogaron el ruido del viento, cada vez más fuerte.
Marvin O. Bagman se ajustó la corbata, comprobó su sonrisa en el espejo, le dio unas palmaditas en el trasero a su ayudante personal (Cindy Kellerhals, chica Penthouse del mes de julio de hacía tres años; pero lo dejó todo por su carrera), y salió al plató.
Jesús no cuelga hasta que acabes
Con Jesús jamás tendrás interferencias,
Y cuando te llegue la factura, verás que está detallada
Es el reparador de teléfonos de la centralita de mi vida,
cantaba el coro. A Marvin le encantaba aquella canción. La había escrito él.
Otros de los temas que él había compuesto eran: «Happy Mister Jesus», «Jesús, ¿me acoges en tu casa?», «Mi cruz, mi vieja Cruz», «Jesús es la pegatina del parachoques de mi alma» y «Cuando el Arrobamiento me llegue cogeré el volante de mi furgoneta». Todos estaban recogidos en Jesús es Mi Colega (disponible en LP, cinta y CD), y se anunciaban cada cuatro minutos en la cadena evangélica de Bagman[44].
A pesar de que la letra no estaba en verso ni, por regla general, tenía sentido, y de que Marvin, que no era especialmente musical, había plagiado los melodías de viejas canciones country, Jesús es Mi Colega había vendido más de cuatro millones de copias.
Marvin empezó como cantante de música country, cantando canciones de Conway Twitty y de Johnny Cash.
Solía dar conciertos desde la cárcel de San Quintín hasta que los de derecho civil consiguieron que se le aplicara el artículo de Condena Cruel e Inusual.
Fue entonces cuando Marvin descubrió la religión. No esa religión sosegada y personal que consiste en hacer buenas acciones y llevar una vida mejor; ni siquiera la que consiste en ponerse un traje y llamar a los timbres de las casas; sino la religión que consiste en formar una cadena de televisión propia y conseguir que la gente le envíe dinero a uno.
Había dado con la mezcla televisiva perfecta en La Hora del Poder de Marvin («El programa que devolvió la gracia al fundamentalismo»). Una canción de tres o cuatro minutos de su disco, veinte minutos de Fuego Eterno y cinco minutos curando a la gente. Los veintitrés minutos restantes solían dedicarse, por turnos, a camelar, suplicar, amenazar, rogar y, de tanto en tanto, a pedir dinero directamente. Al principio llevaba de verdad gente al estudio para curarla, pero aquello era demasiado complicado, de modo que lo que hacía en la actualidad era proclamar testimonios que le ofrecían espectadores de toda América que se habían curado viendo el programa. Era mucho más fácil; no necesitaba contratar actores, y no había forma de que nadie comprobara su índice de éxito[45].
El mundo es mucho más complicado de lo que cree la mayoría de la gente. Muchos pensaban, por ejemplo, que Marvin no era un verdadero creyente por sacar tanto dinero de ello. Se equivocaban. Creía a pies juntillas, y gastaba buena parte del dinero que ganaba en lo que de verdad consideraba trabajo del Señor.
La línea de nuestro salvador nunca tiene interferencias
Está allí a cualquier hora
Y si marcas J-E-S-Ú-S siempre es llamada gratuita
Es el reparador de teléfonos de la centralita de mi vida.
Terminó la primera canción, y Marvin se colocó ante las cámaras y levantó los brazos modestamente, pidiendo silencio. En la cabina de control, el técnico cerró la pista de Aplausos.
—Hermanos y hermanas, gracias, gracias, ha sido precioso. Y recordad, podéis escuchar esta canción y muchas más en Jesús es Mi Colega con sólo llamar al 1-800-CAJA y mandar vuestra donación ahora.
Se puso serio.
—Hermanos, hermanas, tengo un mensaje para vosotros, un mensaje urgente del Señor, para todos vosotros, hombres, mujeres y pequeñas criaturitas, amigos, permitid que os hable del Apocalipsis. Lo tenéis ahí mismo en vuestras Biblias, en el libro del Apocalipsis, que narra la revelación que el Señor envió a San Juan de Patmos, y en el Libro de Daniel. El Señor siempre habla claro, amigos, del futuro. ¿Y qué va a pasar?
»Guerra. Plagas. Hambre. Muerte. Ríos de sangre. Terremotos fortísimos. Misiles nucleares. Se avecinan tiempos de terror, hermanos y hermanas. Y sólo hay una forma de evitarlos.
»Antes de que llegue la Destrucción, antes de que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis cabalguen, antes de que los misiles nucleares caigan sobre las cabezas de los infieles, tendrá lugar el Arrobamiento.
»¿Y qué es el Arrobamiento?, os preguntaréis.
»Cuando llegue, hermanos y hermanas, todos los creyentes verdaderos se levantarán por los aires; no importa lo que estéis haciendo, que estéis en el baño, en el trabajo, en el coche o en casa leyendo la Biblia. De pronto una fuerza levantará por los aires vuestros cuerpos perfectos e incorruptibles. Y os encontraréis allá arriba, mirando el mundo mientras llegan los años de destrucción. Sólo los fieles se salvarán, sólo aquellos de vosotros que hayan renacido se evitarán el dolor, la muerte, el horror y las llamas. Entonces estallará la gran guerra entre el Cielo y el Infierno, y el Cielo destruirá las fuerzas del Infierno, y Dios secará las lágrimas de sufrimiento, y ya no habrá más muerte, ni tristeza, ni llanto, ni dolor, y brillará en la gloria por los siglos de los siglos…
De pronto dejó de hablar.
—Buen intento —dijo, con un tono de voz completamente distinto—, sólo que no será así como ocurrirá. No del todo.
»Es decir, lo del fuego y la guerra sí, todo eso bien. Pero esa historia del Arrobamiento… si los vieras a todos allá en el Cielo… todos en filas apretadas hasta donde la mente alcanza y más allá, leguas y leguas de ellos, espadas llameantes y demás, y bueno, lo que quiero decir es que nadie tiene tiempo para ir por ahí seleccionando a la gente y lanzándolos al aire para que se burlen de los que se mueren de radiotoxemia en la tierra agostada y en llamas debajo de ellos. Si es que es ésta tu idea de un tiempo moralmente aceptable, añadiré.
»Y respecto a lo que has dicho de que el Cielo ganará inevitablemente… Pues para serte sincero, si estuviera así preconcebido, en primer lugar no habría Guerra Celestial, ¿no es así? Es todo propaganda, pura y dura. No tenemos más de un cincuenta por ciento de posibilidades de salir vencedores. También podrías llamar a una línea directa con el Infierno para hacer tu apuesta, aunque francamente, cuando el fuego caiga y se levanten los mares de sangre todos vosotros seréis víctimas civiles sea como sea. Entre nuestra guerra y la vuestra van a matar a todo el mundo y dejar que lo resuelva Dios, ¿me sigues?
»Y oye, perdona todo el parloteo, sólo una pregunta rápida: ¿dónde estoy?
A Marvin O. Bagman se le iba congestionando el rostro progresivamente.
—¡Es el Diablo! ¡Que el Señor me proteja! ¡El Diablo habla a través de mí! —estalló, y se interrumpió a sí mismo—. Qué va, todo lo contrario. Soy un ángel. Ah, veo que esto debe de ser América. Siento no poder quedarme…
Se hizo el silencio. Marvin intentó abrir la boca, pero no ocurrió nada.
Lo que tenía en la mente, fuera lo que fuera, estaba mirando en derredor. Miraba al equipo del plató, los que no estaban llamando a la policía o sollozando en las esquinas. Miró a los cámaras de rostro grisáceo.
—Vaya —dijo—, ¿estoy saliendo por televisión?
* * *
Crowley iba a ciento ochenta por Oxford Street.
Metió la mano en la guantera buscando sus gafas de sol de repuesto, y sólo encontró cintas. Irritado, cogió una al azar y la insertó en la ranura.
Lo que quería era Bach, pero se conformaba con los Travelling Wilburys.
All we need is, Radio Gaga, cantaba Freddie Mercury.
Y lo que necesito yo, pensó Crowley a raíz de la canción, me ha fallado del todo.
Tomó la rotonda de Marble Arch en dirección contraria, a ciento cuarenta. Los relámpagos hacían titilar el cielo de Londres como un tubo de neón estropeado.
Un cielo lívido en Londres, pensó Crowley, Y comprendí que se acercaba el fin. ¿Quién escribió aquello? Chesterton, ¿no? El único poeta del siglo XX que se acercó a la Verdad.
El Bentley salió disparado de Londres en tanto que Crowley se recostaba en el sillón del conductor y hojeaba el ejemplar chamuscado de Las Buenas y Ajustadas Profecías de Agnes la Chalada.
Hacia el final del libro encontró una hoja de papel doblada con la elegante letra inglesa de Azirafel. La desdobló (mientras la palanca de cambio de marchas metía tercera y el coche aceleraba esquivando un camión de frutas que acababa de salir marcha atrás de una lateral por sorpresa), y la volvió a leer.
Luego la leyó una vez más, con una lenta sensación de hundimiento en el fondo del estómago.
El coche cambió de dirección de golpe. Ahora se dirigía al pueblo de Tadfield, en Oxfordshire. Podría llegar en una hora si se daba prisa.
De todas maneras, no había otro sitio adonde ir.
La cinta se terminó, y se activó la radio del coche.
—… de Consejos para Jardineros desde el Club de Jardinería de Tadfield. Estuvimos aquí en 1953, un verano estupendo, y como recordará el equipo, hay una rica llanura de Oxfordshire al este, que por el oeste se convierte en caliza. Es de esos lugares donde dices, da igual lo que plantes, que te saldrá bien hermoso. ¿No es así, Fred?
—Pues sí —dijo el Doctor Fred Windbright, de los Jardines Botánicos Reales—. Ni yo mismo lo hubiera dicho mejor.
—Bien, pasamos a la primera pregunta para el equipo; nos habla el señor R. P. Tyler, presidente de la Asociación de Vecinos local, si no me equivoco.
—Ejem. Sí. Eh, yo cultivo rosales, pero mi Molly McGuire, una ganadora de concursos, ha perdido unos cuantos capullos a causa de una tormenta de lo que parecen ser peces. ¿Qué recomienda el equipo para estos casos, aparte de cubrir el jardín con un toldo? Quiero decir, he escrito al ayuntamiento…
—No es un problema muy común. ¿Harry?
—Señor Tyler dígame, ¿son frescos los peces, o en conserva?
—Frescos, creo.
—Entonces no hay problema, amigo. Por allí también ha llovido sangre últimamente, y ojalá ocurriera lo mismo en Dales, donde tengo yo el jardín. Me ahorraría una fortuna en fertilizantes. Lo que tiene que hacer es enterrarlos en el… ¿CROWLEY?
Crowley no dijo nada.
CROWLEY, LA GUERRA HA EMPEZADO. CURIOSAMENTE, HEMOS REPARADO EN QUE HAS BURLADO A LAS FUERZAS QUE AUTORIZAMOS PARA RECOGERTE.
—Mm —asintió Crowley.
CROWLEY… VAMOS A GANAR ESTA GUERRA. PERO AUNQUE PERDIÉRAMOS, EN LO QUE A TI SE REFIERE, NO SE NOTARÁ LA DIFERENCIA. PORQUE MIENTRAS QUEDE UN DEMONIO VIVO EN EL INFIERNO, CROWLEY, DESEARÁS HABER SIDO CREADO MORTAL.
Crowley permanecía en silencio.
LOS MORTALES PUEDEN ESPERAR LA MUERTE, O LA REDENCIÓN. TÚ NO PUEDES ESPERAR NADA.
LO ÚNICO QUE PUEDES ESPERAR ES LA MISERICORDIA DEL INFIERNO.
—No me digas.
SÓLO SON BROMAS NUESTRAS.
—Ngk —repuso Crowley.
—… como saben los jardineros aplicados, no hace falta decir que el tibetano este es un pequeño diablillo. Mira que hacer un túnel por entre tus begonias, como quien no quiere la cosa… Una taza de té lo cambiará, con manteca de yak rancia preferiblemente; puedes encontrarla en cualquier establ…
Whiii. Bzzzz. Las interferencias ahogaron el resto del programa.
Crowley apagó la radio y se mordió el labio inferior. Bajo la ceniza y el hollín que le cubrían el rostro, tenía un aspecto muy cansado y muy asustado.
Y, de repente, muy enfadado. Era por esa forma que tenían de dirigirse a los demás. Como si uno fuera una planta a la que se le empiezan a caer las hojas. Tomó una curva que en teoría debía conducirle a la vía de acceso a la M25, desde donde saldría a la M40 en dirección a Oxforshire.
Pero algo le había ocurrido a la M25. Algo que hacía daño a los ojos si se miraba fijamente.
De lo que había sido la autopista de circunvalación M25 surgía un barullo de salmodia formado por varias tendencias: ruidos de claxon y de motores, sirenas, pitidos de teléfonos móviles y el griterío de los niños pequeños atrapados para siempre en los cinturones de seguridad del sillón de atrás. El lema «Salve a la Bestia, Devoradora de Mundos» acompañaba el canto, una y otra vez, en el dialecto secreto del Sacerdocio Negro del antiguo Mu.
El temido sello de Odegra, pensó Crowley, en tanto que desviaba el coche rumbo a la Circular Norte. Eso lo hice yo. Es culpa mía. Podría haber sido otra autopista. Un buen trabajo, sí, eso seguro, pero ¿ha valido la pena? Todo está fuera de control. El Cielo y el Infierno ya no llevan la voz cantante, es como si el planeta entero fuera un país tercermundista que por fin ha conseguido la Bomba…
Entonces sonrió. Chasqueó los dedos. Unas gafas de sol se materializaron ante sus ojos. La ceniza desapareció de su traje y de su piel.
Qué diablos. Ya que tenía que ir, ¿por qué no hacerlo con estilo?
Silbando suavemente, siguió conduciendo.